Xerardo Quintiรก
Hotel Ciudad Sur
LA CIUDAD INFINITA
I
Según nos refirió don Eleuterio –el profesor de Historia– la ciudad se fundó alrededor del año 12 antes de Cristo por orden directa del emperador Octavio Augusto, en conmemoración de la victoria sobre Cántabros y Astures. Mil novecientos noventa y seis años después de aquella fundación transito al lado de la catedral, por la parte baja de la sede rectoral del obispado, y atravieso una plaza de piedra, pequeña y recoleta. A medida que avanzo recuerdo la primera vez que mamá vino al médico, una tarde luminosa de verano, pocos días después de la Patronilla. […] Habíamos aparcado el Dyane 6 junto al Hotel Ciudad Sur por culpa de que papá hacía poco que aprobara el carné y no se atrevía a conducir con tanto tráfico. Le daba miedo que el coche se le calase en cualquier cuesta y luego no arrancase ni a la de tres, como le había ocurrido cuando él, mamá, tío Licinio y Manolito de Pura volvían de la feria y en la cuesta de Luou, justo en plena curva, se le caló sin que le fuese posible volver a encenderlo; por lo tanto, no les quedó otra que apearse todos y, después, una vez puesto en marcha, subir andando lo que quedaba de cuesta mientras él iba de vacío. Por eso no había querido meterse en camisas de once varas y había aparcado enfrente del hotel. Subimos a pie hasta el centro y fuimos a un viejo edificio de escaleras anchas y balaustrada de mármol oscuro, donde había un doctor 9
flaco, con mostacho y con las gafas colgadas en la punta de la nariz, que hablaba con voz aflautada, con una gran mancha morada en el lado derecho de la cara y con unas manos tan blancas que parecían moldeadas con nieve. Se llamaba don Valentín García de Monteagudo. […] Mandó pasar a mamá a un cuarto privado y estuvo con ella un montón de tiempo; mientras, papá y yo esperamos en la consulta, donde había una enfermera gorda y pelirroja sentada detrás de un mostrador de madera, que atendía a la gente que entraba y que, al mismo tiempo, contestaba cuando sonaba el teléfono. Justo detrás había una gran ventana con el marco de madera, pintado, al igual que toda la consulta, de un blanco inmaculado. Daba a la parte interior de la muralla y, de vez en cuando, se veía alguna gente caminando por el adarve. También se veía, algo escorado a mi derecha, un impresionante magnolio con unas flores grandes y hermosas que durante algún tiempo succionaron mi atención. Fue en aquel justo instante, mientras contemplaba las flores del magnolio, cuando la puerta del cuarto donde estaban mamá y el doctor se abrió, y este se dirigió a papá y le dijo que hiciese el favor de entrar. Y papá se levantó, y caminó, y me dejó solo. A los pocos segundos la enfermera se me acercó y me preguntó: ¿Y luego cómo te llamas, bonitiño? ¡Santiago!, le dije. La enfermera introdujo la mano en el bolsillo de la bata y la sacó enseguida llena de caramelos. Me ofreció uno y yo lo cogí. Desprendía un olor que al principio resultaba fresco pero que después acababa por empachar. Me fijé en que sus pechos eran tan tremendos que parecían desbordar la bata. Calculé que por ahí tendría la edad de mamá, más o menos, y pensé que se iba a quedar allí, preguntándome más cosas; pero tuve suerte y sonó el timbre de la puerta. Cuando se fue desenvolví el 10
caramelo y empecé a chuparlo. Era de naranja y, en pocos segundos, me llenó la boca de un sabor dulce y reconfortante que me ayudó a olvidar muchas de las cosas en las que cavilaba desde que entramos en aquella consulta. Pero apenas había comenzado a disfrutarlo en plenitud cuando papá y mamá salieron del cuarto y, nada más verlos, me puse en guardia al mismo tiempo que notaba cómo el corazón comenzaba a latirme más rápido. El camino de regreso lo hicimos en silencio. Mamá avanzaba cabizbaja y papá la miraba furtivamente. Yo me tragué el caramelo sin acabar de chuparlo y noté algo duro resbalándome por la garganta. Se percibía una tensión oculta, un sentimiento extraño e inquietante que nos anegaba. Papá intentaba quitarle trascendencia e iba bromeando conmigo. Me ponía la mano en los hombros y me pellizcaba las orejas y, después, silbaba haciéndose el desentendido. ¡Mira cuántas casas hay aquí…!, afirmaba. Y yo miraba y veía edificios y más edificios, y ventanas y puertas y semáforos, y guardias de tráfico, y Simcas 1200 como el del tío Licinio. Y percibía que todo se me asentaba en la cabeza; pero al mismo tiempo también percibía que mamá seguía caminando cabizbaja y que cada vez las bromas de papá se distanciaban más. Minutos más tarde, cuando llegamos frente a la puerta de la catedral, mamá se tapó el rostro y empezó a respirar con dificultad. Llevaba un vestido azul y la luz del sol la envolvía como si en toda la plaza sólo existiera ella. Papá se detuvo a su lado y calzó las manos en el fondo de los bolsillos. Y sopló. Y la miró con preocupación. ¿Qué pasa, mujer…?, le preguntó. Pero mamá no le dijo nada, sólo respiró y se pasó la mano por la cabeza como queriendo peinarse. Luego, seguimos adelante. La luz era 11
tan intensa que parecía nacer de las mismas entrañas del aire. Yo llevaba el pantalón mil rayas y los zapatos de la primera comunión y, aunque no sabía por qué, notaba que mi presencia no encajaba en aquella luminosidad. Mientras pensaba en todo eso, me fijé en que había otros chicos corriendo entre las palomas y noté que sus voces repercutían en mi pensamiento dejando una estela de algo que no podía describir con exactitud. Ahora, justo después de pasar la sede rectoral del obispado, subo una pequeña cuesta y tomo una callejuela estrecha. […] Recuerdo que aquella tarde hicimos este mismo recorrido y que también subimos esta misma cuesta, en dirección al Hospital: donde mamá tenía consulta con otro médico y donde de niño me habían operado de las amígdalas. […] A mi izquierda quedan las Casas con Muletas, donde comienza una calle que va a dar al Recanto das Picolinas; a mi derecha queda la librería A Lus do Candil y, de frente, una tienda de música llamada Ocarina. En medio de la plaza hay una fuente con una gran estatua de piedra. Aquella tarde, cuando pasamos a su lado, esperé a que papá me soltase alguna broma al respecto; pero nada de eso ocurrió, y seguimos caminando. A veces mamá cambiaba el bolso de brazo, otras miraba hacia delante con la vista perdida. La cara de papá también había cambiado y, de las aparentes ganas de charla que había mostrado antes, había pasado a una seriedad cerrada a cal y canto, en la que nada se podía descifrar. […] El Hospital se encontraba cerca de la muralla; así que torcimos a la izquierda y tomamos una callejuela que desembocaba en un descampado, en la parte trasera del propio recinto. En aquel punto, recordé otra ocasión en que nos coincidió pasar por allí, cuando papá se volvió y, 12
con su ironía de siempre, soltó una de sus gracias. Fíjate qué vallado…!, había dicho. Y yo me quedé mirando la muralla mientras él seguía con su cuento, afirmando que cuando llegáramos a Cabo Río nos pondríamos manos a la obra para hacer un vallado tan alto y tan redondito como aquel, y que así ya no sería necesario ir con las vacas. Pero aquella tarde papá continuó taciturno, y aquella actitud provocó que el corazón se me achicara y que un frío resbaladizo me bajase por el espinazo. Después, seguimos avanzando y dejamos el descampado a nuestras espaldas para salir por la parte delantera. Una vez dentro, mamá le entregó unos papeles a un hombre que había al otro lado del mostrador de madera. Era un hombre gordo y bajito, con el cabello peinado y húmedo, y con un diente de oro que le brillaba cada vez que movía los labios para hablar. Olía a Varon Dandy, igual que tío Licinio, y cada vez que acababa una frase arrugaba la nariz como si le pusiera el punto y final. Acto seguido, aquel hombre nos acompañó a un cuarto y nos dijo que más tarde nos llamarían; tan pronto se fue, nos sentamos en un sofá de color oscuro, blando y grande. Me di cuenta de que los pies no me alcanzaban el suelo y empecé a balancearlos. Mamá apoyó el bolso en las piernas y dejó caer la cabeza hacia atrás, como si estuviera agotada. Me fijé en que cerró los ojos y me quedé mirándola sin dejar de balancear los pies, cada vez con más fuerza, igual que si estuviera corriendo por un camino invisible. Durante algún tiempo observé su respiración y me pareció que su cuerpo funcionaba igual que un gran fuelle que se comprimía y se descomprimía. Sus manos descansaban en el bolso. Llevaba los anillos de oro: el de la boda y el que había comprado en París, donde habían estado trabajando un año, justo después de la boda. Me fijé en 13
que tenía las manos hinchadas, y, mientras las miraba, no pude evitar recordarlas la noche anterior, cuando vino a mi habitación y me acarició después de haberme despertado –agitado y tembloroso– en medio de una pesadilla. Seguimos en silencio un tiempo que se me hizo demasiado largo, y que papá liquidó preguntando algo que no venía al caso. Será mejor que llevemos un saco de pienso para los becerros…?, había dicho. Mamá giró la cabeza y lo miró sin decir nada. Al hacerlo, comprobé que tenía los ojos húmedos y que el labio inferior le temblaba ligeramente. Sabía que lo del saco de pienso era una disculpa para hablar con ella y sabía que no pensaba en el pienso, ni en los becerros, ni en nada parecido. Al final, papá acabó levantándose y caminó con las manos en los bolsillos del pantalón de tergal, con la barriga apuntando hacia delante. En las paredes había dos fotografías. En la que quedaba a mi derecha se reproducía la imagen de un valle enorme, donde a través de distintas tonalidades de grises se distinguían los prados, las fincas, los montes y las tierras de labor. Un arroyo estrecho atravesaba el valle por el medio, bordeando un grupo de seis o siete casas con sus corrales y cobertizos. En la otra, en la que me quedaba enfrente, se reproducía una trilla como las de antes, sin máquina y sin tractor, y con dos filas de hombres que esgrimían trillos arriba y abajo, alternándose en cada golpe. […] Me rescató de aquella contemplación el sonido de un teléfono que chilló desde el otro lado de la pared: tres veces. Al principio, papá se detuvo y me miró como si yo tuviera algo que ver con todo aquello. Mamá sacó el pañuelo del bolso y se sonó varias veces, provocando un ruido que rodó por el silencio como una 14
piedra sobre una superficie de madera. Tienes hambre, cariño?, me dijo después de guardar el pañuelo. Indeciso, encogí los hombros sin atreverme a responder que sí ni que no. Mamá se giró hacia papá y le encargó que me fuese a comprar algo. Papá salió y se fue por el pasillo. El sonido de sus zapatos se iba distanciando a medida que se alejaba. Mamá lo miró con brevedad y suspiró dos veces. Durante un rato sus suspiros ocuparon mi pensamiento; después, desaparecieron. […] En aquel momento frené en seco y dejé de mover los pies; aunque, después de tanto balancearlos tenía la impresión de que se seguían moviendo solos. Mamá se levantó, se acercó a la pared de enfrente y estuvo mirando la fotografía de la trilla más de cerca. Justo por detrás de ella pasó un enfermero con una cama a toda velocidad. Era un tipo alto y delgado, muy parecido a Manolito de Pura, sobre todo en la manera de llevar la cabeza algo por delante de los hombros. Así, al primer golpe de vista, parecía serio; pero, justo antes de desaparecer de su campo visual, me guiñó el ojo como si nos conociéramos de toda la vida. Yo lo miré hasta que desapareció al doblar la esquina del fondo. Mamá se volvió a sentar y, a los pocos segundos, empezó a juguetear con el anillo que había comprado en París. Se lo quitaba y volvía a ponérselo; así un montón de veces. Mientras sucedía todo aquello, fue cuando papá regresó. Lo vi acercándose con parsimonia y comprobé que traía un Phosquito’s. Tan pronto me lo dio, lo abrí con los dedos sudados y guardé la calcomanía que traía de Mazinger Z en el bolsillo del pantalón. Sin más, comencé a masticar aquella masa de bizcocho con chocolate que siempre me había sabido de rechupete; pero que en aquel momento me empapaba la lengua de una tristeza dulce y pastosa que, sin saber por qué, me costaba tragar. 15
Tan pronto como mamá terminó, emprendimos el camino de vuelta. Mientras avanzábamos me fijé en que todo seguía igual que antes: le habían dado vez para hacerse unas pruebas dentro de diez días; pero, pese a todo, continuaba respirando con la misma dificultad, igual que al salir de la consulta del otro médico. De pronto dijo algo sobre el calor que hacía; pero a mí me pareció que en realidad quería decir otra cosa que nada tenía que ver con el calor. Era como si detrás de aquellas palabras se escondieran otras mucho más graves y transcendentes que no se atrevía a pronunciar. Justo después del Hospital estaba una de las puertas de la muralla; así que, sin dar más rodeos, salimos y dejamos el centro. Entre el calor, el cansancio y el Phosquito’s notaba la boca seca y pegajosa, y sentía unos deseos terribles de beberme una Fanta o una Mirinda fresquita, pero no me atreví a decir nada y traté de pensar en otra cosa. Transitamos en dirección a la estación de autobuses, donde torceríamos a la izquierda para dirigirnos a la estación del tren y luego al Hotel Ciudad Sur; pero al llegar a la Plaza Mayor mamá propuso sentarnos un rato a la sombra de los alisos y, como papá se mostró de acuerdo, escogimos el banco que nos quedaba más cerca y nos sentamos. Se estaba bien allí, protegidos del sol que achicharraba el aire y guarecidos por aquellas sombras exuberantes y acogedoras. Mamá se sentó a mi izquierda y papá a mi derecha. Mamá no dejaba de mirarme. Parecía como si no me hubiese visto nunca. Aquello me causó cierto desasosiego, y acabé por levantarme y ponerme a jugar con un papel que había al lado del banco. Mamá me llamó la atención enseguida. Deja eso, cochino, me ordenó. En el mismo momento 16
en que ella me llamaba cochino reparé en que a mi lado había una niña rubia con vestido blanco que no dejaba de mirarme y que, con toda seguridad, había oído como mamá me reñía. Me sentí fatal y, de pronto, noté como una onda de vergüenza recorría todo mi ser. La niña, como si advirtiese mi apuro, me miró un rato y luego se escapó corriendo y pasó por entre una bandada de palomas. La vi marcharse y vi cómo las palomas se alborotaban a su paso y, a pesar de la vergüenza que sentía, me gustó contemplarla de aquel modo. […] Minutos después, papá dijo que ya que estábamos allí podíamos hacerle una visita a tía Xenoveva. Al principio mamá no se mostró conforme, pero papá acabó por convencerla diciéndole que incluso podíamos tomar un cafecito. No tengo ninguna gana de café, Aurelio, afirmó ella. Pero, al mismo tiempo, se levantó y tras un breve suspiro accedió al propósito de papá diciendo que así aprovechaba para ir al excusado.
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