'Nadie', Fran Alonso (muestra)

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Fran Alonso

Nadie



En memoria de Mar Guntín, que leía con devoción pero se fue sin acabar el libro más hermoso: el de la vida

«Por la boca muere el pez», para Isabel Medina y Pepe Pintado «Comunidad literaria», para las personas que ejercen la crítica literaria «Estilo de vida», para Helena y Rafa



La obra Adosados 3 representa un edificio de 12 pisos con cuatro viviendas por planta (…). A través de ese edificio que conozco, y que sirvió de referencia para muchas de mis obras, puedo contar mis experiencias y las de los demás. Un recuerdo especial de la vecina de enfrente, el rugido de los vecinos de arriba, la TV de los de al lado, todos durmiendo. MÓNICA ALONSO Era ese tipo de discurso que se pronuncia cuando se está a solas, palabras arrojadas al aire, digresiones aparentemente sin sentido. KJELL ASKILDSEN Salí a la calle. Quería comprobar que no me había quedado sola en el mundo y que no era la única que se sentía agobiada. Pero era imposible saber cómo se sentía la gente que pasaba por la calle. Cuanto más lo intentaba, más difícil me parecía. HIROMI KAWAKAMI La felicidad consiste en vivir sintiendo lo menos posible que los seres humanos en realidad estamos solos. BANANA YOSHIMOTO Desde que el vecino llegó al edificio lo observaste de lejos, sólo para confirmar una impresión inicialmente negativa. Puede que tengas una actitud poco madura, pero te da que si no proyectases ciertas manías sobre lo que te rodea, la vida te sería más difícil. Si tienes preferencias gustativas que ni tú mismo comprendes y te atrae más un plato de lentejas que, pongamos por caso, uno de espinacas, ¿por qué no ibas a ser igual de arbitrario con los vecinos? SERGI PÀMIES



Vecinos

Siempre me ha deprimido el ruido. Para mí, la depresión es ruido. La depresión es una mosca que se te cuela en la oreja. Te penetra hasta el tímpano y sudas para sacártela. Nunca sé si es el ruido el que me produce la depresión o la depresión la que me hace oír continuamente ruido, pero es como si una mosca me entrase en la oreja y me inyectase dentro su zumbido infernal. No soporto los ruidos, me ponen de mal humor, así que, cuando aquel golpe seco y fuerte penetró a través de la pared por enésima vez en el día, me resigné a aceptar que era imposible vivir sin ruidos en este tiempo ensordecedor. Y me pregunté si no existiría un maldito piso en todo el universo que careciera de vecinos ruidosos o, aun mejor, que careciera de vecinos. Pero todo indicaba que no. Por lo visto a mí siempre me tocaba compartir paredes con el mismo tipo de apologistas del ruido. Hacía dos semanas, cuando alquilé el piso y me instalé en él, me había parecido un lugar tranquilo. Y, de hecho, lo había elegido por la calma y serenidad que me había transmitido. Ahora ya me había dado cuenta de que estaba equivocado. Entre los golpes secos y fuertes que provenían de la pared medianera del salón, los gritos de la vecina de arriba, los taladros y martillos de los aficionados a los trabajos manuales, las eternas discusiones de una pareja que resonaban inconfundiblemente en todo el patio de luces a la hora de la

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comida, las carcajadas del jefecillo de la oficina de abajo y su vozarrón grosero cuando hablaba por el teléfono manos libres, las voces indefinidas de los televisores, que solían atacar desde todos los flancos, los jadeos de las parejas que por la noche follaban ruidosamente, y las bocinas de los coches que provenían de fuera, aquello, más que un vecindario, parecía el sutil bombardeo de una guerra psicológica. En sólo dos semanas, vista la abundancia y frecuencia de las filtraciones sonoras, había aprendido a distinguir los ruidos y las voces y cada vez podía indicar con más exactitud su lugar de origen, qué vecinos las emitían y cómo eran sus vidas (nada diferentes entre sí, por otra parte) aun sin haberlos visto nunca delante. Y como mi vivienda era la B, es decir, que estaba situada entre la A y la C, recibía el fuego cruzado de las emisiones sonoras vecinales por ambos lados. Todavía había coincidido con pocas personas en las escaleras y en el ascensor, pero a través de lo que iba oyendo día a día, me había hecho rápidamente una imagen de la mayor parte del vecindario. Así, por ejemplo, los ruidos procedentes de la vivienda A eran los de tipología más diversa. Las apasionadas discusiones por teléfono dejaban adivinar que él era un técnico informático que un día se había hartado de trabajar para los demás y había montado una pequeña empresa de servicios. Lo imaginaba rondando la cincuentena, nervioso, inquieto, un tanto malhumorado, con una calva incipiente que le avanzaba desde la frente. Ella, en cambio, parecía mucho más alegre, y la prueba es que se divertía con frecuencia jugando con sus hijos. Las tonalidades de su voz delataban a una mujer de ciertas aspiraciones, un tanto señorona, socia del Círculo de Lectores (los había visto llamar a su timbre), probablemente una de esas empleadas de la sección de ajuar del Corte Inglés que tienen a menos considerarse clase trabajadora. Aprendí a sobrellevar bastante bien sus ruidos, aunque no aceptaba igual las frenéticas conversaciones de su marido

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ni el exagerado volumen del televisor que encendían a primera hora de la tarde y dejaban puesto hasta la noche. Sin duda eran mucho peores los ruidos que ascendían desde las oficinas de la primera planta, justo debajo de mis pies. Su causante era el propietario de una gestoría. Por la voz, aparentaba un tipo ancho y fuerte, al que todos los empleados sin excepción trataban de don Roberto. El rostro de don Roberto se me dibujaba en la imaginación con facciones inflexibles, duras, que sólo se debían alterar cuando ostentaba un puro habano en la boca. Era de la vieja escuela. A pesar de todo, y a excepción del exasperante timbre de los teléfonos, que no daban tregua, los ruidos de la oficina se concentraban a primera hora de la mañana. En cuanto a los vecinos de la vivienda C, destacaría, sobre todo, su fogosidad. Ella debía ser aún una chica joven, me daba a mí que ama de casa, y él debía trabajar a turnos, seguramente como mecánico o fresador, en alguna empresa de los polígonos industriales de la ciudad. Por la noche solían aliviar en la cama las penalidades del día, dejando bien patente ese desahogo ante todo el vecindario, especialmente por los mutuos gemidos de placer y el escandaloso golpeteo de la cabecera de la cama contra la pared. A él le calculaba treinta y muchos años y me lo imaginaba de cara redonda y pelo negro y corto, muy cortito. Ya he dicho reiteradamente que siempre me ha deprimido el estruendo. De hecho, a mí nadie podía acusarme nunca de hacer ruido. Incluso escuchaba Spotify con cascos, a pesar de vivir solo. El ruido me alteraba. Siempre lo identifiqué con la depresión. Pues bien, al cabo de dos semanas, andaba por casa con algodón en los oídos porque todo aquello se me hacía insoportable. Seré exagerado, no digo que no, pero yo soy así. Claro que el algodón no era una solución razonable, pero la intimidad pública de los vecinos estaba invadiendo la mía de tal manera que me sentía aturdido. Es cierto que nunca les

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había visto el rostro, pero oyéndolos podía hacerme una idea casi perfecta de cómo era cada uno de ellos: las emisiones sonoras procedentes de sus viviendas revelaban un retrato robot bastante perfecto. No me explico cómo la policía no usa el ruido como elemento de identificación. Sin embargo, lo que más me exasperaba, lo que de verdad me sacaba de quicio, me ponía de mal humor y me enloquecía eran los gritos neuróticos de la vecina de arriba. Tenía dos niños que podrían, con pruebas facilmente constatables, acusarla de malos tratos psicológicos. Su violencia verbal era tan exagerada que constituía una presencia entrañablemente familiar para todo el vecindario. A mí, que mal soporto ese tipo de cosas, me deprime cualquier esbozo de escándalo verbal. Casi diría que oírla me provocaba un fuerte desequilibrio emocional que me obligaba a ir al psicólogo asiduamente. Así que a las dos semanas de habitar en aquel lugar me sentía como en el infierno y tenía los nervios a flor de piel. Empecé a tomar pastillas. Y a aislarme cada vez más con los cascos, escuchando Spotify. Ella, la vecina de arriba, era bastante joven, de eso no había duda, y ama de casa, de eso tampoco había duda, pues prácticamente salía sólo para llevar y recoger a los niños de la escuela, dos pequeños demonios que debían estar tan enervados como ella a fuerza de chillarles tanto. Siempre me la imaginé con el pelo muy corto, casi rapado y, de cuerpo, más bien gordita, debido a las muchas horas que pasaba metida en casa. Su marido debía ser viajante o estaría embarcado, pues casi nunca se oían voces adultas masculinas en aquel piso, y cuando se oían eran sosegadas y apenas perceptibles. Aquel día, después de que el golpe seco y fuerte penetrara a través de la pared de mi salón por enésima vez procedente de la vivienda A, comenzó también la fiesta en el piso de arriba. Se oyó primero el golpe de la puerta de entrada, los pasos estruendosos de los niños por el pasillo y, acto seguido,

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la habitual sesión de gritos dirigidos a los críos, que se hacían fuertes con el único sistema de autodefensa que habían aprendido: los comportamientos irracionales. El vecindario se quedó nuevamente sumergido bajo los efectos bélicos de una histeria incontrolable y mi mente dio síntomas de tambalearse hasta más allá del límite de su resistencia. Así que aquel día decidí subir al piso de arriba para decirle dos palabras a mi vecina y ponerla en su sitio. Después de abrirme la puerta (era físicamente muy distinta de como había pensado) respondió un tanto ruborizada a mis requirimentos de paz. Me dijo que disculpase, que era la primera vez que alguien le llamaba la atención y que no era consciente de que molestase, que lo sentía muchísimo y que procuraría hacer el menor ruido posible. Como sucede en estos casos, las buenas palabras y los hechos siguieron caminos diferentes. Ella les continuó chillando a sus hijos, más enervados cada día (sin que nadie en el vecindario se diese por aludido), y convirtiendo aquel edificio en un epicentro de locura colectiva. Yo subía a veces a llamarle la atención, cada vez con mayor frecuencia, aunque sólo fuera para mantener una puerta abierta a la esperanza en aquel bombardeo de gritos que me asediaban. Para evitarme la molestia de los viajes al piso de arriba, ella, muy amable, me facilitó su número de móvil y me pidió que le hiciese una llamada perdida cada vez que el ruido me molestara. Y al principio así lo hice. Pero luego me fui dando cuenta de que echaba de menos aquellas visitas. Realmente yo quería subir a hablar con aquella mujer. Así que dejé de hacer las llamadas perdidas con la disculpa de que había leído en un correo electrónico que ahora las cobraban. Contra lo que había pensado inicialmente, resultó ser una mujer muy agradable (e incluso me atrevería a decir que equilibrada) y, por cierto, bastante guapa. Me había equivocado; estaba divorciada y vivía del dinero que le pasaban sus padres,

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pues el condenado de su marido no había vuelto a dar señales de vida. Tenía el pelo largo y los ojos negros. Resultaba muy atractiva. Mis visitas a su casa (inicialmente en busca de silencio) fueron incrementándose, en parte porque llegó un momento en que ella misma insistía en que necesitaba que alguien le marcara los límites para ser consciente y corregirse. Poco después, la relación de vecindad dio paso a la amistad e, inmediatamente, al amor. Tres meses después de aquella primera visita me trasladé al piso de arriba y abandoné el mío. Me gustaba, no había nada que pensar. Además, sus vecinos de arriba parecían bastante silenciosos, con lo que solucionaba mi problema. Me instalé en su casa y me vi obligado a ejercer de padre ante los dos indios sioux que tenía por hijos. No soy muy consciente de qué tipo de actitud adopté con respecto a los niños, pero un mes después, en medio de una bronca con ellos, llamaron al timbre. Era el nuevo vecino de abajo y traía cara de circunstancias.

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