Eva Moreda
Veiga es como un tiempo distinto
Yo espero hasta que se cierra la puerta y después me levanto para emprender el camino de vuelta a Croydon en el Londres que va cubriendo lentamente la nieve. Después soy otra vez un niño pálido que sube con su madre al tren en Veiga y le aprieta la mano cuando ella tiene miedo, cuando los dos tenemos miedo, soy otra vez ese niño aquí, en este país.
Portobello Road El miedo empezó en Portobello Road. También la amistad y la desidia y la sorpresa y la incomprensión y el placer. Pero lo único que existe ahora es el miedo, el miedo que empezó hace años en Portobello Road. –¡Gelo! La muchacha, aquella Twiggy de cabello más oscuro y formas más exuberantes que la Twiggy original, pero también de porte más extravagante y por eso, a mi parecer, mucho más chic, cruzaba la pista de baile hacia mí mientras me saludaba con la mano. Londres, después de tres semanas, era todavía una marea confusa y a veces violenta, nombres de aquí, rostros de allá que Tino me presentaba fugazmente y que luego volvían a sumergirse en las olas que la ciudad levantaba. Recordé que sí me había fijado en ella al verla entrar aquella tarde en el bar –ella estaba fumando en un rincón con otra muchacha de complexión semejante– y que me había preguntado qué harían aquellas dos inglesitas despistadas en nuestro bar de siempre, en el bar de Portobello Road. La muchacha se fue abriendo paso hacia mí entre los danzarines que inundaban la pista (Sugar baby love, sugar baby love, canturreaba una melosa voz masculina que ya había suscitado algún comentario irónico en el grupo de hombres en el que yo me había sentado al empezar la tarde). Agudicé la mirada, y primero fue una chispa de 9
lucidez, y después la incredulidad, e incluso una cierta desesperanza. En ese momento, la muchacha ya había llegado hasta mí y me había besado en las mejillas. –Soy yo. Elisa. Elisa de la familia de los Barreses – la última parte la dijo apresuradamente, como si todas aquellas viejas filiaciones, los apodos, los nombres de familia de Veiga, en Londres no fueran más que palabras sin sentido en las que no era conveniente detenerse–. ¿No me reconoces, verdad? ¡Cómo me ibas a reconocer con el pelo así! Ya le he dicho a Lidia que no quiero volver a cortarlo en las nigerianas, pero era el único sitio para el que nos llegaba el dinero. Hablabas y hablabas, y no pude evitar, en medio de la sorpresa, mostrar una sonrisa por los tiempos pasados antes de interrumpirte. –¿Lidia? ¿No será Lidia…? –Sí. Lidia la de Piantón. Mira, mira. Ahí viene. Otra muchacha de pelo corto, esta con minifalda y suéter ceñido, apareció por detrás de ti, te apoyó la barbilla en el hombro y te rodeó festivamente la cintura con las manos. A ella también recordaba haberla visto en algún otro momento de la noche, bailando en la pista con algún chico que parecía bastante menos proclive que ella a volverse loco por las modas londinenses. Tampoco a ella la había reconocido. A Lidia yo la recordaba como una ratita gris, muy flaquita –y, gracias a eso, en Londres el estilo Twiggy le iba como anillo al dedo, mejor que a ti, si se me permite decirlo–, siempre con la cabeza gacha para que nadie se fijase en ella, siempre detrás de ti. Recordé que en uno de los veranos que había estado en Veiga de vacaciones, en mis años de Lugo, había oído hablar accidentalmente que Nela y Celestino, los padres 10
de Lidia, se habían ido al extranjero. A Nela la conocía bien: en los años más difíciles, nos dejaba a mi madre y a mí medias docenas de huevos en la puerta de casa a cambio de nada, cuando bajaba desde Piantón para vender la mercancía en las pocas casas de Veiga que seguían siendo ricas. Pero no la había vuelto a recordar hasta que tuve frente a mí a Lidia, su hija, en la pista del bar de Portobello Road. –Nos tenemos que ir –te dijo Lidia, que seguía abrazándote por la cintura–. Ya sabes lo que dice mi madre si estamos mucho tiempo aquí. Y mañana a las cuatro y media… –Mira, Lidia. Gelo. ¿Te acuerdas de él? –le respondiste señalando hacia mí con la mano. –Ah, sí. Hola, Gelo –Lidia me miraba, pero yo no estaba seguro de que me estuviese viendo de verdad. Dónde había quedado ya su vida en Veiga, qué había sido de aquellos chicos callados, mal afeitados y mal vestidos que no sabían nada de los Beatles, ni de los Monkees, ni de Twiggy, parecía pensar la Lidia de Londres mientras me miraba sin expresión alguna–. Mira, niña, nos tenemos que ir, que mi madre… –Ya voy, no me metas prisa –y mientras Lidia volvía a desaparecer entre la masa de danzarines, cogiste una servilleta de papel de una mesa, sacaste un lápiz del bolso, garabateaste algo y me tendiste el papel mientras me dabas un beso apresurado en la mejilla–. Pásate a vernos algún día, ¿vale? Llama antes, si quieres. Pero por la tarde casi siempre estamos. Siempre que no nos vamos de compras, claro.
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Churchmead Road, Willesden Green, decía el papel que me habías dado. Por aquel entonces, yo aún no sabía dónde estaba Willesden Green, pero el código postal, que tú habías anotado más abajo, empezaba por NW, y yo llevaba tiempo suficiente en Londres como para saber que eso era el Noroeste, North-West. Había oído que por los barrios del noroeste vivía mucha gente del país: en Notting Hill, en Harlesden, en Ladbroke Grove. Por lo visto también en Willesden Green. También más al sur, donde el NW se convertía simplemente en una W de West, oeste: Kensington, Victoria. Pocos vivían tan lejos como yo. El código postal de Croydon ya no empezaba por N, ni por S, ni por E, ni por W: Croydon era solamente CR. Y, al menos para la gente de Croydon born and bred, aquello ya no era Londres: Mister y Mrs. Stobart siempre decían que eran de Croydon, solo de Croydon. A mí, por aquel entonces, poco me importaba todo aquello. Mi destino siempre había sido Londres; era a Londres y no a Croydon adonde Tino me había convencido para ir a trabajar. Aquello fue hace poco más de tres meses. Pero cuando volvía a casa desde Portobello Road, sentado en el tren que desde la estación de Victoria me llevaba a East Croydon, parecían tres años. Algo tiene Londres que hace que todo aquello que no pertenece allí permanezca revuelto en un desván de años atrás. Allí, en aquel desván, estaban liados, con las palabras trenzadas, mi primera conversación con Tino, mis conversaciones contigo. Desde la primera habían pasado tres meses. Desde las segundas, cinco años. Tino me saludaba todos los días cuando volvía de comer con su hermana y me encontraba sentado en la 12
puerta de la casa de Fondrigo, fumando. Muy buenas, cómo estamos, alguna palmadita apresurada de complicidad en el hombro, hasta que un día se acercó a mí para preguntarme: –¿Cómo es que siempre te veo por aquí? ¿Estás de vacaciones? No era una historia especialmente honrosa y Tino tampoco estaba –ni había estado nunca– entre mis confidentes, pero no tenía mucho sentido simular un éxito que no me habían proporcionado ni Veiga ni Lugo y que, cerca ya de los cuarenta, no creía que me fuese a proporcionar ninguna ciudad. Entonces, evidentemente, todavía no conocía Londres. –¡Qué va! La zapatería de Lugo no fue adelante y hubo que cerrarla. En realidad nunca había ido demasiado bien, pero desde que se murió Inés, ya era insostenible. Tuve que cerrarla antes de cargarme de deudas. Era insostenible. Tino se había quedado boquiabierto, los ojos oscuros que tantos corazones habían roto en otra época estaban ahora casi desorbitados. –¿Inés…? –dijo por fin–. Lo siento muchísimo, no sabía… –Tranquilo, hombre, no hay de qué disculparse. ¿Cómo ibas a saberlo? Fue la primavera pasada, en abril. Tú no estabas por aquí. Cuando uno se va tan lejos, Veiga es como un tiempo distinto. Tino asintió tratando de salir de su asombro y recomponiendo aquella expresión de galán de segunda fila muy propia de él, aquella media sonrisa y aquel mirar burlón que tantas discusiones habían causado entre madres e hijas diez o quince años atrás en Veiga, cuando yo tenía 13
su misma edad pero poco me interesaban las chicas, y yo poco les interesaba a ellas. Marcharse a Londres, a Hamburgo, incluso a Madrid o a Barcelona, como se habían marchado algunos, era irse de verdad: era resignarse a no ver Veiga durante un año o dos; era saber que, en la cabeza de uno, Veiga iba a quedarse congelada en el preciso instante en que la abandonase, y ya no iba a nacer ningún niño ni moriría nadie como se había muerto Inés. Era aceptar que Veiga es como un tiempo distinto. Irse a Lugo o a Coruña era otra cosa. Te ibas y regresabas cada mes, o cada dos meses, y el tiempo seguía pasando también en Veiga, y la gente se seguía muriendo y naciendo, igual que siempre. No había sido así para mí. Para mí, también Veiga había acabado por convertirse en un tiempo distinto. Desde el inicio –la idea de marcharse había salido de ella: no nos hacía falta, no si no teníamos hijos, como así era en aquel momento– Inés había insistido en vender la casa, en vender la zapatería. Así, hicimos saltar el último puente que nos ataba a Veiga desde que su padre había muerto y me había dejado a mí el establecimiento. De no haber sido por aquella obstinación en vender el local, pensaba entonces sentado delante de la casa de Fondrigo con un cigarro medio apagado entre los dedos, podría estar ahora remendando zapatos y ganando el sustento, sin tener que acogerme a la caridad forzada de aquellos parientes tan esquivos. Y así se lo conté a Tino aquella misma tarde mientras tomábamos ya el segundo o el tercer vaso. Tino me había invitado a pasar la tarde “de farra, como cuando éramos jóvenes”, había dicho; yo, que no podía recordar la última vez que había pasado una tarde así, acepté el convite sin muchos rodeos: 14
no me gustaba depender de la generosidad de mi apenas recuperado amigo, pero necesitaba escapar como fuera de aquella casa de prestado. –No problem, man! –me respondió Tino–. ¿Necesitas trabajo? ¡Vente para Londres! –No será tan fácil –objeté–. Yo no hablo inglés. Y no sé hacer nada más que remendar zapatos. –Que no hay problema, te lo digo yo. A llevar una bandeja se aprende en seguida. Mira, yo trabajo en un restaurante y quieren meter a unos cuantos camareros nuevos ahora en septiembre. Mañana le escribo a mi jefe y ya le hablo de ti. Le gusta tener gente de la tierra trabajando y, si vas recomendado por mí, ni se lo pensará. Le gusta más la gente de la tierra que los italianos; los italianos son más vagos y se quejan más. Y por el inglés no te preocupes. Yo tampoco hablaba nada cuando llegué, ¡y mira ahora! ¡No hay inglesa que se me resista! –Tino se reía ruidosamente mientras me palmeaba la espalda. Al día siguiente, Tino le escribió a su patrón. Una semana después, recibió la respuesta de su jefe, Mister Stobart. Estaría encantado, decía, delighted, de emplear a Mister Martínez como camarero, con una jornada de cuarenta horas semanales repartida en seis turnos y un salario de quince libras por semana. Casi fue Tino el más ilusionado de los dos; yo andaba demasiado ocupado yendo por las mañanas de la policía al médico y del médico al ayuntamiento y escuchando a mi amigo por las tardes: sus fábulas hablaban de lluvia y mala comida y autobuses rojos de dos pisos y metro y jefes benevolentes y clientes excéntricos y, sobre todo, inglesitas que se dejaban hacer de todo sin poner objeción alguna. Y del 15
verdadero motivo de su estancia en la ciudad, que no me lo desveló hasta que me tuvo seguro en su barca. –Un restaurante del país–me decía una y otra vez, en la taberna de la Barrica, que los dos visitábamos ahora todos los días, yo siempre a cuenta de su generosidad–. Ese en Londres es el negocio perfecto. ¡Cómo no iba a serlo, con lo mal que comen ellos! Si te cuento lo que vas a tener que servir en el The Two Roses, si te lo cuento… Es el negocio perfecto. Allí hay muchos restaurantes italianos y griegos, pero de la tierra todavía no he visto ninguno. ¡Cómo no va a gustarles lo que comemos nosotros! Es el negocio perfecto. –Pero será muy difícil abrir un restaurante –le replicaba yo–. Si ya solamente para ir a trabajar por cuenta ajena necesitamos tantos papeles, imagínate para abrir un negocio propio. –¡Qué va! Una vez que llegas allí, no hay nada más fácil. Conozco a unos cuantos, bastante más tontos que tú y que yo, que han abierto bares y off-licenses y no han tenido ningún problema –y entonces bajó el tono de voz–. Allí no hay esos líos de certificado de buena conducta, ni hay Guardia Civil, ni el alcalde ni el cura tienen nada que decir sobre estas cosas. Es distinto. Tino tenía razón. No los había. Sentado en el tren para East Croydon, a la altura de Streatham Common, aún me resultaba extraño no ver entrar de repente en los vagones aquellos uniformes verdes que siempre me hacían saltar el corazón en el pecho cuando Inés y yo veníamos en tren desde Lugo, aunque desde entonces ya han pasado muchos años, muchos años desde aquellos viajes –solo de ida– en convoy a Pontenova. Así que cada vez que subía un guardia civil al tren, mi madre me cogía 16
de la mano y me la apretaba fuerte, y yo no decía nada a pesar de que tenía ya trece años y coger la mano de la madre era de niños. Aquel tren no llevaba a Pontenova, sino a East Croydon, aunque Selhurst, cuando miré por la ventanilla, parecía tener los perfiles de Reme. Siempre me lo parecía, y me lo sigue pareciendo algunas veces, con estos trenes nocturnos. Últimamente, miro hacia fuera y me parece que te veo a ti, aunque cuando miro mejor siempre resulta que es otra. Aquella vez, el día de Portobello Road, el día en que todo comenzó, no volví a confundirme hasta llegar al destino. De East Croydon continué hacia Davidson Road. Era diciembre y nevaba, la primera vez que veía nevar en Londres.
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