Nunca quise ser niño (muestra)

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Mario Caneiro

Nunca quise ser ni単o



Jorge I Dicen que un pájaro aborrece su nido si por el olor percibe que el hombre anduvo en él. Entonces, huye abandonando los huevos e incluso, aquí hay opiniones diversas, los polluelos indefensos, pues el pájaro ya no los reconoce como suyos. –Se ha muerto el Niño Chiste –dijo mamá por teléfono, y yo pensé en los pájaros aborrecidos. Preguntarle a mamá qué hay de nuevo en el barrio es como sintonizar en la radio las esquelas mortuorias. Tampoco es para echarle la culpa, la gente va envejeciendo a la par que el barrio. Aunque, pensándolo bien, el barrio cumple años pero de hecho no envejece, en el fondo está como siempre, yo lo recuerdo siempre igual, como si ya lo hubiesen construido así, viejo, mohosas las fachadas y la pintura siempre a medio descascar y ahí se halla su paradójico secreto para no envejecer. A nosotros no nos quedó otra que hacernos hombres, algunos, eso sí, esforzándonos en estirar una juventud de noches de sábado; los padres y las madres de entonces puede que no sean abuelos pero no dejan, como poco, de encetar la vejez, tan activa como se quiera, pero vejez; y los que eran viejos, al no tener categoría en la que reclasificarse, se fueron apuntando con desigual prisa e igual desgana a esa forzosa y muy duradera lista del paro que no deja de crecer. Nunca he sentido, en todos estos años, nostalgia por el barrio, y reconozco que debí de ser feliz en 7


él, protegido por sus edificios y por todos los amigos de entonces a los que ya solo me une una distancia no buscada, pero que tampoco he sabido o he querido evitar. El tiempo trabajó para mí cubriendo amistades y recuerdos con el musgo propio de estos países húmedos dando pie a un decorado muerto o fantasmal, a veces hermoso, pero decorado. –No te digo la hora del entierro porque tampoco erais amigos, ¿verdad? –No, supongo que no. Mi madre conocía el apodo. Todos teníamos un apodo pero yo creía que solo eran nuestros, que pertenecían al secreto de esa religión que son las cuadrillas en los barrios, los de la basca decíamos. Éramos la primera camada nacida en el barrio, nosotros no habíamos venido de ningún sitio, y no habíamos heredado los apodos familiares de las aldeas de cada uno. No puedo decir que el Niño Chiste fuese un amigo, incluso me parece exagerado decir que era de la basca. Estaba por allí, en las calles siempre por hacer, con o sin nosotros, pero había, no sé, un puente a medio tender. Por eso no me atrevo a llamar tristeza a este desasosiego en que me dejó la noticia, no creo tener derecho. Ignoro qué da derecho a la tristeza, solo sé que hubo un día, al menos, en que el Niño Chiste fue mejor que un amigo, mejor que yo. Yo, que era tan bueno, como lo éramos todos. Oigo llorar a uno de los gemelos y voy a verlos, esos dos interrogantes, dos fuentes de posibilidades, de decisiones que deberán tomar o de circunstancias impuestas que les tocará vivir, y vuelvo al Niño Chiste. “Ildeeee” le llamaba gritando su madre, como todas las madres, debruzada por la ventana y, al cuarto “Ilde” sin respuesta, crecía el nombre en un enfadado: “Ildefonsooo”. “Ya 8


voooy”. Y su voz atrapaba ecos nasales imitando la voz de su madre. Era lo más parecido a la gloria que iba a conocer en el barrio, la única gracia que se le consentía. Acuno a Amaro y pienso en el Niño Chiste, en si había algo que lo hiciese especial, penosamente especial. Su suerte siempre me llamó la atención, su mala o escasa suerte que nunca me atreví a llamar destino. Era cierto que su padre frecuentaba las tabernas, probablemente supiese más de él Toño que su propio hijo, pero había muchos padres que vivían más o menos en las tabernas y sí, alguna vez le caía una buena bofetada del brazo sano de su padre, pero eso no lo hacía único. ¿Quién no se ha llevado algún guantazo o corrió lo justo para no llevárselo? Tal vez no era tan especial, pero yo, incluso antes del día en el que fue mejor que yo, meditaba sobre aquella característica del Niño Chiste, aquella facilidad para rebañar cuanta hostia estuviese en el mercado. Eran hostias de calderilla cargadas de desprecio o indiferencia, no para compensar ofensas o salvar honras, eran sopapos que se daban por dar. Ildefonso era un imán para las capeas, ese arte, o afición cobarde, de echarle a alguien por encima de la cabeza una cazadora y a continuación toda la camarilla de chicos ejemplares –la mayoría son hoy padres sin tacha, bastante más serios y responsables que yo– echan contra él un rápido sin fin de cachiporrazos y alguna que otra coz, procurando una humillación festiva. ¿Por qué a él y no a mí? Esa era en realidad la pregunta. Yo tampoco destacaba jugando al baloncesto, ni al fútbol, ni fui nunca especialmente gracioso, ni ingenioso, podía pasar hasta por el pecado de ser algo chapón, incluso beato de misa dominical. Es cierto que los chicos que, al igual que Ilde, cobraban cada moquete en busca de dueño, no destacaban en nada, no eran líderes, pero 9


en el fondo no lo eran porque nadie les hacía caso, como se lo hacían, tampoco entendí nunca el porqué, a Toni, urdidor de apodos y apóstol, sin saberlo, del diccionario secreto de Camilo José Cela. Cada palabra marcaba una época; así, el verano en que yo llegué casi a intimar con el Niño Chiste fue el verano de la prebada, que era como se nos había dado por llamarle al semen, palabra hija de pebre, supongo. Cuando descubría un término, lo repetía todo el tiempo, buscando ripios, “la empanada de prebada”, “la tengo preparada, la prebada”, fáciles analogías publicitarias, “para no engordar, prebada desnatada”, o pura exaltación sin sentido: “viva la prebada”. Todo esto a gritos y acompañado de carcajadas más bien teatrales adornadas por las sonrisas complacientes de la basca, que incluso podía, si estaba animada, hacer coros resonantes, ada, ada, ada. Toni de misas por si acaso, temeroso de Dios, solo de Dios, religión de miedo y ofrendas. Tampoco es que fuese un líder, pero lo respetaban. No sé, supongo que por más que hurgue en aquellos días no voy a encontrar la respuesta.

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