I El día de la primera operación tuvo un sueño en medio del adormecimiento profundo de la anestesia. Los médicos le habían dicho que era poco probable, que se sentiría despertar sin transición, quizá desorientado, pero que no soñaría nada. La gente anestesiada no sueña más que con túneles con una luz al fondo, él mismo no recordaba nada de su primera anestesia, en la operación de apendicitis a los ocho años. Entonces se había despertado pidiendo que le devolviesen la ropa interior. Lo último que recordaba momentos antes de dormirse en la mesa del quirófano había sido cómo una enfermera lo acababa de desvestir y una sensación de miedo mezclada con pudor creciéndole en el pecho, las ganas de recuperar los calzoncillos de la mano de aquella mujer de blanco, hacer un agujero entre la muralla de batas que lo rodeaban, ponerse de pie descalzo sobre las frías baldosas y salir por la doble puerta abatible. La reacción había dormido durante horas, pausada, situada en medio de la nada. Asustaba pensar en el espacio intermedio, el momento en el que el mundo se había sumido en la más absoluta inexistencia. Horas en las que alguien lo había abierto, había buscado un trozo de su carne, se lo había amputado y luego había cosido la herida con ocho puntos ajustados. Durante ese tiempo alguna parte de su interior se había quedado congela7