Las hojas muertas_muestra

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I El día de la primera operación tuvo un sueño en medio del adormecimiento profundo de la anestesia. Los médicos le habían dicho que era poco probable, que se sentiría despertar sin transición, quizá desorientado, pero que no soñaría nada. La gente anestesiada no sueña más que con túneles con una luz al fondo, él mismo no recordaba nada de su primera anestesia, en la operación de apendicitis a los ocho años. Entonces se había despertado pidiendo que le devolviesen la ropa interior. Lo último que recordaba momentos antes de dormirse en la mesa del quirófano había sido cómo una enfermera lo acababa de desvestir y una sensación de miedo mezclada con pudor creciéndole en el pecho, las ganas de recuperar los calzoncillos de la mano de aquella mujer de blanco, hacer un agujero entre la muralla de batas que lo rodeaban, ponerse de pie descalzo sobre las frías baldosas y salir por la doble puerta abatible. La reacción había dormido durante horas, pausada, situada en medio de la nada. Asustaba pensar en el espacio intermedio, el momento en el que el mundo se había sumido en la más absoluta inexistencia. Horas en las que alguien lo había abierto, había buscado un trozo de su carne, se lo había amputado y luego había cosido la herida con ocho puntos ajustados. Durante ese tiempo alguna parte de su interior se había quedado congela7


da, reparando en la prenda de ropa interior que aquella mujer le había retirado. Durante los años siguientes, antes de perder definitivamente la fe en la que había sido educado, se preguntó muchas veces si la resurrección de la carne tras el Juicio Final sería algo así. Imaginaba una llanura devastada por el fuego del Armagedón, y la carne formándose de nuevo sobre los huesos o el polvo como en una putrefacción inversa. En unos instantes, millones de seres humanos dormían desnudos sobre el suelo y con los ojos cerrados hacia el cielo calcinado, en poco tiempo, a un golpe de dedo del creador, se despertarían y él imaginaba toda la superficie de la tierra fustigada por un grito inmenso. Cientos de gargantas recuperando la consciencia inmediatamente anterior a su muerte, millones de pulmones regenerados exhalando el pavor del fin, la imploración última de volver atrás. Todas las gargantas del mundo con sus gritos de sorpresa, sus maldiciones, clamando piedad, agua o ropa interior. Conforme pasaban los años, calculó que las carnes resucitadas de tantos muertos no cabrían matemáticamente en la superficie terrestre y tendrían que apilarse, al modo de los cadáveres del holocausto judío o del ruandés, en el momento de despertar. Fue en aquel momento que dio forma a la idea que llevaba años rondando por su cabeza. Aquella resurrección era como otra muerte, peor que otra muerte, una tortura sin esperanza de final. Se imaginaba a sí mismo recuperando la consciencia enterrado bajo una montaña de cuerpos, intentando abrir la boca para gritar, tratando de sacar la nariz para, en un reflejo, intentar respirar de nuevo. Imaginaba al creador sonriendo desde lo alto. “He aquí la vida eterna, disfrutadla.” La imagen de un 8


planeta arrasado cubierto hasta las alturas por un montón de cuerpos humanos gritando le hizo concebir la eternidad como un caramelo calcinado. Empezó a no desear la vida eterna, a verla como una carga absurda. Consideró, en todo caso, la inmortalidad, la prórroga inacabable para escuchar toda la música del mundo, ver todas las películas, leer las obras literarias, escuchar todos los relatos reales e irreales, aprenderse la propia cadena de ADN de memoria. Sin ese proceso de decaer durante decenios, sin el juicio purificador y absurdo marcando una raya con la uña en el antes y después de la inmensidad del tiempo. Fue por ahí que la fe se desmanteló, como quien arranca los ganchos del suelo que sujetan una gran carpa de circo. A los catorce años había dejado definitivamente de creer y de imaginar escenas de holocaustos, y el problema de la muerte, aunque permaneció latente, encontró otras soluciones, inconsciencias, sucedáneos de inmortalidad. La segunda vez que había entrado en quirófano en su vida tenía treinta y seis años. Al contrario que la primera, sabía perfectamente lo que le iban a hacer. Lo sabía hasta la náusea. El tumor del estómago había crecido lo suficiente como para tener que extirparlo. Los cirujanos tendrían que abrirlo algo más arriba, meter las manos y los hierros, mondar el bulto como quien descorazona una manzana, y reconstruir ese lado del estómago. Era mejor esa intervención temprana que tener que extirpar todo el órgano y sustituirlo por una bolsa, algo a lo que llegaría rápidamente si no le ponía remedio. Hasta podría hacer un esquema de cómo, si todo iba bien, repartiría el tiempo. Sabía, sabía demasiado. Con ocho años había 9


sentido una inquietud que no se diferenciaba demasiado de la que sentía al subir a la noria el día del patrón. Esta vez era distinto, el nerviosismo lo atenazaba, su postura, tumbado en la camilla, era un exceso de interpretación. Su cuerpo le pedía verticalidad, si tuviera que escoger preferiría ser operado de pie, atado de manos a una pared, estar consciente y clavar la mirada en la franja de ojos que asomase entre la ropa del doctor cuando este mostrase la bola informe que había intentado destruir su cuerpo. Justo después de haberle inyectado la anestesia alguien hizo una broma y le pidió que contara las luces que veía encima. Solo entonces deseó dormir y dejarse hacer, olvidar, que todo pasara cuanto antes y marcharse a casa en unos días para seguir olvidando. Contó hasta catorce y cayó dormido. También le habían dicho que era muy improbable que soñase. Que la consciencia se pausaría de nuevo y nada más. Que no tuviese miedo y se relajase. Pero soñó. Estaba al lado de un muro de cemento, del estilo de los que se veían en las películas de guerra. Incluso llegó a percibir alambres en la parte alta y la silueta de torres de vigilancia recortándose contra el cielo más gris que había visto nunca. En el lado contrario podía divisar a lo lejos la aldea de sus padres, más allá de un prado que nunca había existido en la realidad. A través de las ventanas oscuras, en lo alto de las viejas casas, notó el movimiento de personas, y un terror inmenso lo invadió. Presentía que en cada una de ellas había un francotirador apuntando dispuesto a dejarlo seco de un tiro. Y aunque fuera una paradoja, el muro y las torres daban menos miedo que eso. 10


Se arrodilló y llevó las manos a la cara. Temía escuchar en algún momento una detonación y un golpe de dolor en la espalda. Tembló un poco más sobre las rodillas, luego se puso en pie, levantó las manos y buscó la junta de unos ladrillos con otros. Metió los dedos tan hondo como pudo, después levantó un pie y trató de buscarle asiento. Los dedos dolían y le empezaron a sangrar. Los zapatos que llevaba resbalaban por el muro, así que se los quitó empujándolos con los pies para seguir trepando sin ellos. Empezó a avanzar mientras sentía la sangre manando quieta de sus extremidades. A cada movimiento se rozaba contra el muro y sentía escocer la piel. Durante lo que le parecieron horas consiguió avanzar muro arriba. Finalmente pudo adelantar una mano y ponerla sobre la parte superior del muro. Tan pronto lo hizo soltó un lamento. Cristales. Se impulsó para coger con la otra el primer alambre de la parte de arriba y sintió cómo se le clavaba en la palma de la mano. Chilló de nuevo. La sangre le escurría en gotas y pequeños ríos hasta los hombros. En ese momento no soportó el dolor y se dejó caer. Aterrizó en el suelo de tierra batida y permaneció agachado, agarrando la cabeza con las manos y sin atreverse a mirar atrás. Debajo de las piernas la sangre había hecho pequeñas pozas y empezaba a crear una lama rojiza a su alrededor en la que no dejaba de embadurnarse a cada momento. Mientras intentaba pisar lejos de ella y trataba de contener la desesperación, descubrió a su lado una pequeña presencia que no había sentido llegar. Primero notó, mirando de reojo, dos zapatos de charol con gotitas de sangre. Al subir la mirada se encontró con Amanda, la hija de los vecinos de sus padres, cogida 11


de la mano de Guillerme, su hermano. La niña estaba seria, Guillerme, en cambio, miró para él desde lo alto y le sonrió. En ese momento le llegó por la espalda el inconfundible sonido de una charanga que empezaba a interpretar “Que viva España”. Volvió la vista atrás: en algún lugar de la aldea desierta su imaginación había hecho espacio para un palco y un pequeño campo donde grupos de gente se ponían a bailar animadamente. La extraña pareja que tenía a su lado lo miró interrogante. Guillerme le tendió una mano y le ayudó a levantarse. Sus heridas se habían curado, aunque el suelo y los zapatos de Amanda seguían manchados. –Guillerme –pronunció–. Guillerme, ¿qué es esto? –Venga, vamos a bailar, ya falta poco para que vengan a por nosotros. Guillerme tiró de él y sin soltar a Amanda de la otra mano los llevó hasta el lugar donde las parejas bailaban. La charanga, formada solo por viejos, seguía tocando la misma canción sin cesar. Se cogieron de las manos los tres y empezaron a rodar, cada vez más rápido. En un determinado momento se sintió mareado y quiso parar, pero sus compañeros lo agarraban con fuerza y él no podía librarse del remolino. Sintió ganas de vomitar y abrió los ojos. Cuando se despertó sintió primero un acceso de náuseas que hizo que estuviese vomitando bilis durante media hora. Algo normal, según los médicos. Después dijo que no había contado la verdad cuando le pidieron los datos al ingresarlo. Tenía familia, un hermano en España. Pidió un teléfono y una lista de prefijos para llamarle.

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