Té ruso Se sentó en una mesa vacía de la biblioteca. Colocó las notas delante, los libros abiertos y los rotuladores fluorescentes al lado derecho. El naranja. El verde. El rosa. Se concentró en el estudio a pesar del calor de aquellos últimos días de agosto. En los resultados de los informes Delphy sobre escenarios posibles de las nuevas sociedades de la era tecnológica. El asunto le interesaba y apenas tomó notas. Solo leyó con avidez. Pasó una hora. Salió a la calle y tomó un café en el Universal. Café con leche doble, cruasán a la plancha con mermelada de fresa y zumo de naranja. No había desayunado en casa. Solo había tomado un café bebido a toda prisa. Regresó al informe Delphy y a las previsiones. Pasó media hora. La concentración empezaba a fallar. Miró a los demás estudiantes. Algunos escribían furiosamente. Otros esparcían miles de lápices de colores que no parecía que fuesen a usar nunca. Otros como ella observaban a los demás. Él entró. Se dirigió con su paso cansado a la mesa que siempre ocupaba. Sacó poco a poco los folios de la carpeta y se sentó. No era guapo. Ni alto. Pero tenía aquel pelo negro tan oscuro. Y las camisas más blancas de toda la universidad. 11
Sabía que estudiaba filología. Que estaba en cuarto por lo menos. Que se relacionaba con poca gente. Que venía a la biblioteca, casi vacía en el mes de agosto. Que se sentaba siempre en la misma mesa delante de ella. Sabía poco. Pero pensaba en él cada día. De repente se decidió. Se levantó y caminó hacia él. Notó que él se sonrojaba. El marcaje al que lo había sometido ya duraba varias semanas. Al llegar a la mesa la resolución le flaqueaba. Hola. Hola. ¿Estudias filología? Sí. Mi compañera de piso también. Se llama Ana Pazos. ¿La conoces? No creo. Miró sus notas. Algo indescifrable que parecían los apuntes de mozárabe de Ana. ¿Qué estudias? ¿Mozárabe? No. Es mi letra. Sintió la cara incandescente. Pero la distrajo un ruido en la puerta de la biblioteca. Hola a todos, amigos estudiantes. Una pareja con ropa hippy entraba por el pasillo. El hombre llevaba una guitarra a cuestas y la mujer dos niños rubios de la mano. Dos niños de un rubio imposible para ser gallegos. Disculpad que os hayamos interrumpido en vuestro estudio. El hombre se subió a una mesa. Levantó la mano. Entre los dedos pulgar e índice mostraba un cacahuete. 12
Amigos, vosotros sois como este cacahuete. Como este pequeño cacahuete. Vuestra alma está en el interior. Romped la cáscara. Dejad fluir vuestros sentimientos. Hablaba español arrastrando las erres con acento extranjero. El bibliotecario ya estaba junto a él y lo invitaba amablemente a bajarse de la mesa. Ok. No os incomodamos más. Pero pensad en los cacahuetes. Salieron sonriendo y canturreando algo en voz baja. Los estudiantes reían y hablaban alto. Habían acogido con buen humor la interrupción. Ellos dos en la mesa habían olvidado ya la anécdota del mozárabe. La gente está pirada. La verdad es que sí. ¿Tomamos un café? Yo ya no soy capaz de concentrarme. La mira de frente mientras la invita. Nunca se habían mirado así, a los ojos. Tenía unos ojos tan oscuros como el carbón. Un café. Claro. Fueron a los Porches. Se sentaron en una mesa de formica marrón. El dueño les sirvió escondido tras su bigote inmenso. Un café solo, largo de agua. Y un té con leche. Un café americano y un té ruso. Hablaron de los hippies de la biblioteca. De la película que ponían en el Principal. Del concierto de gospel en el Toural. De los libros de Auster. Y claro, de los de Murakami. De política. Tímidamente. Contaron cada uno su verano. Ella, un julio abrasador en la casa familiar de la aldea. Él, un julio templado en el puerto de la ría natal. Ella tomó el café. Se había enfriado. Esperando en la taza de vidrio los minutos de conversación, el calor se le 13
había ido poco a poco. Pero lo encontró rico. Lo encontró perfecto, mejor de lo que nunca había encontrado el café de los Porches. En seguida es hora de comer. No vale la pena volver a la biblio. ¿Damos un paseo? No sabía si había sido demasiado atrevida. Él la miró de nuevo a los ojos. Podemos acercarnos a la Alameda. Hay una feria del libro de ocasión. Sí. Sí. Sí. Pero no habló en voz alta. Solo sonrió. Pasearon por la Alameda. Pararon horas en los puestos de la feria. Caminaron con calma y recorrieron todo el paseo de la Ferradura y cuando terminaron volvieron caminando por la Carballeira de Santa Susana y se echaron en la hierba. Y no pararon de hablar. Y de repente tenían hambre y sed. Y ya eran las tres de la tarde. Comieron un kebab en un pequeño bar de Rosalía de Castro. Un dönner de cordero con salsa de yogur. Y un vaso de coca-cola. Fast food globalizada. Y tomaron otro café. En la terraza del Azul. Y comieron un helado en las escaleras de la Quintana. Y después se hizo de noche. Pero era imposible. Porque desde la mañana no debían haber pasado más de unos minutos, pensaba ella. Y él creía que a lo mejor sí que habían pasado unas horas, pero pocas. Y se despidieron. Sin besos. ¡Eh! Perdona, pero no sé cómo te llamas. Victoria. ¡Vaya! Yo soy Víctor. Y rieron la casualidad. 14
Al día siguiente la biblioteca tenía un ambiente cálido. Y el informe Delphy sobre las sociedades de la era tecnológica no era tan interesante. Colocó los rotuladores fluorescentes al lado derecho. El naranja. El verde. El rosa. Por costumbre. Más que nada. Él llegó tarde. Se sentó. Ella se acercó. Hola. Hola. Ves, esto sí que es mozárabe. Ya sé que mi letra es imposible, pero no pensaba que tanto. No la había mirado a los ojos. ¿Tomamos un café? No, acabo de llegar y tengo que estudiar. ¿Más tarde? Verás, más tarde he quedado con Paula. Es mi novia. Vendrá a buscarme para comer. Si eso, otro día. Claro. Otro día. Te dejo. Yo también tengo que estudiar. Volvió al informe Delphy. Que ya podía haber un informe Delphy sobre previsiones de futuros amorosos. Y no sobre sociedades de la era tecnológica que realmente le importaban un pimiento. Por ella como si la robotización acababa con el empleo del mundo y acababan cumpliéndose las fantasías de Huxley en un mundo feliz. Que algo más feliz que este sería, seguramente. Mierda. Cuando salió a la calle el calor era insoportable. Su pequeña camisa de algodón no le tapaba ni el ombligo, pero le sobraba. Bebió agua de la botella de plástico. Hola, guapa. ¿Cómo andamos? Hola, Xabi. Fatal. Ya será menos. 15
Pues será menos, pero parece más. ¡Uy!, qué chungo. Venga, cuenta. ¿No te parece que esta vida se podía ir un poquito a la mierda? Hombre, la vida, lo que es la vida, no está tan mal. Y, como diría mi abuela, vale más cumplir años que morir joven. ¿A qué viene eso? Pues no lo sé. Pero te invito a un helado, o a un pastel de la Mora. Y si quieres hablamos. Y si no, pues no hablamos. ¿A que hace un día estupendo? Xabi, tío. Eres genial. ¿Lo sabías? Claro. No solo soy genial. Soy estupendo, y guapo. ¿A que sí? Anda, pasa. Y dame un beso. Que hoy necesito mimos. ¿Tú crees que el café americano y el té ruso son incompatibles? Victoria, tía. Eres más rara que un perro verde.
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