12.00 AM Llovía a ráfagas. Después empezaba a llover fuerte. Luego lloviznaba. Después llovía a mares. Los días de lluvia siempre es la misma mierda: andamos empapados de todas todas. El agua acaba por convertirse en nuestra compañera, humedeciéndonos las piernas, empapándonos los pies, metiéndosenos por la espalda y luego resbalando por la masa compacta del pelo mojado, introduciéndosenos hasta la ingle, caldeándonos los calzoncillos y haciéndonos flotar las partes en una indiferencia húmeda. No hay impermeable que valga. El agua lo inunda todo, escurre por debajo de las mangas, brazo adelante, piernas adentro, desde las tapas de los contenedores, desde los pequeños charcos que se forman en las bolsas de plástico y en las cajas de basura, desde las hojas de algún árbol, desde las cornisas de los edificios, desde las riadas que se precipitan entre el asfalto y la acera, o desde los capós de los coches aparcados. Así es nuestro maldito trabajo todas las malditas noches de invierno en que llueve. Como siempre, al rato de entrar en la calle Pontevedra se había formado una caravana de cuatro o cinco vehículos detrás del camión. Las luces naranjas de la sirena parpadeaban sobre las aceras y sobre el asfalto mojado, confundiéndose con la iluminación de las farolas y dándole a la ciudad ese aspecto deprimente que nos engulle a los que 11