12.00 AM Llovía a ráfagas. Después empezaba a llover fuerte. Luego lloviznaba. Después llovía a mares. Los días de lluvia siempre es la misma mierda: andamos empapados de todas todas. El agua acaba por convertirse en nuestra compañera, humedeciéndonos las piernas, empapándonos los pies, metiéndosenos por la espalda y luego resbalando por la masa compacta del pelo mojado, introduciéndosenos hasta la ingle, caldeándonos los calzoncillos y haciéndonos flotar las partes en una indiferencia húmeda. No hay impermeable que valga. El agua lo inunda todo, escurre por debajo de las mangas, brazo adelante, piernas adentro, desde las tapas de los contenedores, desde los pequeños charcos que se forman en las bolsas de plástico y en las cajas de basura, desde las hojas de algún árbol, desde las cornisas de los edificios, desde las riadas que se precipitan entre el asfalto y la acera, o desde los capós de los coches aparcados. Así es nuestro maldito trabajo todas las malditas noches de invierno en que llueve. Como siempre, al rato de entrar en la calle Pontevedra se había formado una caravana de cuatro o cinco vehículos detrás del camión. Las luces naranjas de la sirena parpadeaban sobre las aceras y sobre el asfalto mojado, confundiéndose con la iluminación de las farolas y dándole a la ciudad ese aspecto deprimente que nos engulle a los que 11
tenemos que pasar las noches de invierno entre el vómito de las calles. Era la primera vez que yo hacía un turno con el Tundas y, aunque habíamos hablado en varias ocasiones, nunca habíamos coincidido en el camión. Pero aquel día, Cibrán, Cibrán Silleiro, mi compañero habitual, estaba de baja por una amigdalitis, y él lo sustituyó. Hubo un tiempo en el que éramos conocidos entre los compañeros como la Brigada de los Cultos, porque la formábamos Miguel, que es ingeniero de telecomunicaciones; Cibrán, filólogo, y yo, biólogo. Incluso cuando mandaban a alguien de refuerzo para que fuese delante abriendo y preparando los contenedores le tocaba a Mariano, que por lo visto preparaba el doctorado en Derecho. Pero en la última convocatoria oficial de plazas entró semejante cantidad de licenciados en todo tipo de cosas que, salvo los más veteranos, todos tenemos nuestro titulillo universitario. Y además, ahora el conductor de nuestra brigada ya no es Miguel, sino la Bestia de Mos, un hombre tan bruto como ingenuo que antes se dedicaba a conducir trailers de aquí para allá. El Tundas era de Valadares, uno de los veteranos, un tipo cojonudo y pasmado que seguramente le haría la noche más llevadera a cualquiera, dentro de lo posible, claro. Tenía las mejillas sonrosadas, quizás porque después de la cena le daba bien a la botella de orujo. Cuando se refería a mí siempre me llamaba Biólogo, como todos los veteranos, y nunca por mi nombre. No es que me importe, verdaderamente, pero tampoco me agrada en exceso porque ese apelativo me hace sentir que se marca entre nosotros cierta diferencia. Y realmente yo nunca llegué a ejercer como biólogo porque después del paro que chupé al salir de la facultad en seguida me integré en 12
las brigadas de limpieza del Ayuntamiento. Ya casi al final de la calle Pontevedra, a la altura de la cafetería Brillante, después de dejar sobre la acera un contenedor vacío, el Tundas se detuvo, me miró fijamente y me soltó un oye, Biólogo, dicen que cuentas muy bien lo de los lagartos. Y se rió entre dientes. Aquella indirecta, estoy seguro de que era una indirecta, me cogió por sorpresa, el muy jodido, cuando me afanaba en recoger cinco o seis bolsas mal cerradas de El Corte Inglés que se acumulaban contra las ruedas de un coche imponente. –Pues no tiene nada de especial –me disculpé vagamente mientras lanzaba las bolsas contra el vientre del camión. Un par de veces, hace tiempo, había contado lo de los lagartos durante el descanso de la ronda, tomando los carajillos, delante de cinco o seis compañeros, y a pesar de ser una descripción científica, el asunto tenía mucha gracia tal y como lo contaban los estudiantes en la facultad. Los de la brigada se partían el culo de tal forma que, desde entonces, siempre me están detrás para que les vuelva a relatar aquellas descabelladas historietas que nos montábamos en la facultad. Llovía a ráfagas y las calles estaban bastante mojadas. Salí de la discoteca Nova Olimpia y empecé a caminar despacio para no resbalar con aquellos tacones. Acababa de despedirme, malhumorada, de mi novio, que trabajaba sirviendo copas detrás de la barra, y me dirigí a casa. Tenía sueño, me encontraba cansada y triste, y deseaba meterme en cama y dormir hasta el día siguiente. En los últimos meses habíamos tenido problemas y nuestra rela13
ción se había hecho tensa y difícil. Él trabaja en las horas en que yo tengo libre, y cuando él tiene libre yo trabajo. Los fines de semana suelo pasarlos en la maldita discoteca, sola y aburrida; él no puede acompañarme porque debe atender la barra. Y cuando algún chico se me acerca para conversar se pone celoso y al final acabamos discutiendo. De tal forma estoy condenada a la soledad. Cuando él libra, que siempre es en día de semana, se pasa por el súper a visitarme. Eso, a pesar de haberle dicho yo mil veces que no quiero que asome por allí. Y no es que me desagrade sino que sus visitas siempre me crean complicaciones con el encargado. Aquí se viene a trabajar, Rosi, no a estar de palique, me dice siempre el Papamoscas con esa sonrisa cínica entre dientes de quien se cree importante en un supermercado de barrio. Ahora, al pensar que al día siguiente lo volvería a ver en el trabajo, se me llenaban las vísceras de aceite. Sentí una gran náusea que me invadió el cuerpo y me produjo arcadas. Todavía vives en el tiempo del pedramol, Rosy, como todos los que venís de la aldea, gruñe siempre con la boca entreabierta el muy cerdo. Intenté olvidarlo. Mis pasos hacían eco, taconeando, agrietando las sombras urbanas. Un frío denso me helaba las piernas. Apenas había gente por las calles. Tampoco se veían pasar muchos coches; todos se retiran temprano cuando tienen que ir a trabajar al día siguiente. En los edificios las ventanas permanecían cerradas y las persianas bajadas. Pensé en lo terriblemente solitarias que se pueden sentir a veces las personas en una ciudad. Imaginé que en cada uno de aquellos pisos podía haber una historia particular; vidas diferentes, o semejantes; quizás alguien padeciendo por amor; un niño llorando; 14
una mujer a la que maltrata su marido; un alma alocadamente solitaria; quizás un desesperado, quién sabe si a punto de quitarse la vida; personas enfermas, tal vez próximas al estertor definitivo; locos, incluso un esquizofrénico peligroso de los que siempre aparecen en las películas, acechantes tras una cortina impenetrable, espiando silenciosos la vida de los demás; parejas discutiendo, gritando, peleando sobre el parqué o haciendo el amor, derritiéndose en mil deseos clandestinos. Todo eso me fascina y, al mismo tiempo, me asusta tremendamente. Desde que dejé Mougás, mi pequeña aldea, me sentía fascinada y asustada por muchas cosas en mi día a día en la urbe. Traté de acelerar el paso porque sentía frío en las piernas, pero aquella falda tan ceñida no me dejaba caminar muy deprisa. Con el avance de la noche aumentaba el frío y los vagabundos que dormían en los portales de las casas o de los comercios se cubrían con grandes cartones como queriendo amortiguar un poco su desgracia. Viejas rodeadas de bolsas de basura, jóvenes solitarios con el estigma de la heroína en los ojos ensangrentados, lúcidos personajes de gabardinas amarillas que un día decidieron perder la cordura, hombres con la botella de vino en las manos, todos personajes múltiples pertenecientes a una extraña fauna nocturna que me mantenía tan horrorizada como maravillada. Las noches en que acudo a visitar a mi novio a la discoteca me recreo en ese paseo solitario que tengo que realizar para retornar a casa. Disfruto de él porque me mantiene expectante y hechizada dentro de esa mole en la que me he sumergido y eso hace que sienta pasión por la noche. Hace tres días que llego a casa y no soy capaz de dormir. Los ruidos de 15
la ciudad me resultan extraños, acostumbrada a tantos años de silencio nocturno o al sísmico sifoneo del mar, y el alma se me consume pensando en tantos corazones solitarios. Entonces permanezco despierta hasta las cuatro de la mañana y enciendo la radio para escuchar Almas perdidas. Cuando entramos en la calle Areal empezó a diluviar. Con lluvia, la recogida se convierte allí en un auténtico suplicio, pues hay mucha basura de los pubs que a menudo sacan cantidades ingentes de desperdicios y botellas de cristal en bolsas de plástico o en cajas de cartón que con frecuencia se desfondan al mojarse. En todo el centro de la ciudad la basura se amontona mucho más ostentosamente, pero las zonas de los pubs y los supermercados son realmente inquietantes. Además, siempre acabamos con la sensación de recoger los restos y los escollos de la diversión de los demás. Aún quedaba bastante tiempo para el descanso y la hora de los cubatas, y teníamos que sufrir, por lo tanto, aquella infernal lluvia en el Areal, una calle abierta y desprotegida del frío y del viento. Oficialmente sólo tenemos derecho a una parada durante la jornada, pero con frecuencia, apurando el servicio, hacemos una o dos más. De lo contrario, la noche acaba por engullirnos en sus entrañas depresivas y violentas. En otro tiempo, cuando había mayor permisividad y todavía éramos pocas brigadas, solíamos parar en el Corazones Solitarios, a última hora de la noche, antes de partir con el alba hacia el vertedero de Matamá, donde los gitanos gateaban al camión todavía en marcha y empezaban a tirar fuera todo aquello que les podía servir para sus chabolas de hojalata. En el Corazones Solitarios 16
nos reuníamos las brigadas de la zona para tomar la última antes de perdernos entre las inmensas montañas de basura y mierda escaladas por miles de gaviotas y por los extraños habitantes nocturnos de la miseria. Ahora casi nunca hacemos parada allí, solo esporádicamente, porque ya nunca nos reunimos varias brigadas. –Mira éstos –me dice el Tundas señalando a una pareja que se alborotaba dentro de un coche aparcado justo delante de la puerta de un pub, sin disimular su deseo pasional e indiferentes a nuestra presencia, ajena al trasiego de contenedores, hacia delante y hacia atrás, incluso cuando pasábamos al lado de la ventanilla del coche, anunciados por el aparatoso ruido del camión. Es que hay gente que se monta la película en cualquier esquina. Había un conductor de otra brigada que había ganado mucha fama en la época en que cubría la zona de las playas, Samil, O Vao, Coruxo y Canido, porque el muy capullo siempre arrimaba el camión a los coches aparcados con parejas dentro para controlar y ver, desde su posición privilegiada, como se cabalgaban desnudos sobre el asiento trasero. Era un auténtico cabronazo. Gozaba poniendo nerviosas a las parejas que follaban furtivas en los interiores de los vehículos. El Tundas me hizo un gesto de colegueo con la cabeza, señalándome aquella ausente pareja, y me sonrió, cómplice, retándome: –Venga, que, ¿va el de los lagartos? Miré a la pareja. Luego miré hacia dentro del pub. Parecía haber muy poca gente. Con el tiempo que hacía incluso los noctámbulos optaban por remontar la noche en secano. 17