Tippe Tophat (muestra)

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Tippe Tophat Ole Lund Kirkegaard Este li se lo rega a ☐ laron ó ☐ lo gan pró m ☐ lo co gó n a ☐ lo m ntró o c ☐ lo en

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El paseo en carro de la abuela

M

i abuelo era un viejecito menudo de pelo gris. Nunca hablaba demasiado, pero cuando abría la boca para decir algo parecía un gorrión congelado que pía bajo el alero un día de invierno. Solía darme palmaditas en la cabeza y regalarme palos de regaliz y terrones de azúcar. Mi abuelo era un viejecito bondadoso y tranquilo, y todos lo queríamos muchísimo. Mi abuela era completamente diferente. Era una mujer enorme, redonda y gruesa. Parecía una cosechadora. Cuando se encontraba en su cálida y acogedora cocina la ocupaba casi por completo. Hasta el gato debía encogerse en la repisa del horno para caber. Mi abuela llevaba siempre un mandil de cuadros que le cubría la enorme barriga, y cuando hablaba era como si tronase detrás de aquel vientre a cuadros.

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¡Y que manos tenía! Eran tan grandes como palas, y cuando agarraba las negras y pesadas ollas de hierro de la cocina, estas parecían tazas en sus anchas manos. Cuando mi abuela estaba en su cocina parecía un hipopótamo encerrado en una jaula para pájaros. Sí, te puedo asegurar que muchas veces tenía miedo de que derrumbase una pared o un tabique, o peor aún: a veces tenía miedo de que se sentase encima del abuelito sin darse cuenta. Pero por fortuna esto no sucedió nunca y todos queríamos tanto a mi descomunal abuela como a mi tranquilo y amable abuelito. Cuando durante los inviernos iba a vivir con mis abuelos, dormía en el desván, en una caja con paja blanda cerca de la chimenea. Pero las noches despejadas y estrelladas en que helaba no siempre era fácil para un niño pequeño como yo mantener el calor en la cama de paja. Por eso todas las noches antes de dormir mi abuela subía al desván por la escalera, que crujía y rechinaba, llevando unos ladrillos calientes que metía entre la paja para caldearme la cama. Y todas las mañanas iba a recoger los ladrillos y se los llevaba a la cocina para esparcirlos sobre el horno y hacer que se calentasen de nuevo a lo largo del día.

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Pero un día, cuando mi abuela iba a buscar los ladrillos al desván, la escalera se hundió con estrépito bajo su enorme peso. Mi abuelo y yo estábamos en la cuadra cuando oímos el ruido, y fuimos corriendo ver qué había sucedido. Allí estaba mi abuela: en medio del suelo entre los trozos de la escalera, gruñendo enojada. –¡Maldita escalera! –resopló, y se levantó–. Por poco acaba conmigo, la condenada. No aguanta ni el peso de una mosca. Entonces reparó en nosotros. –¡Ah! –exclamó–. No os quedéis ahí mirando como dos ovejas asustadas. Alegraos de no haber estado debajo de la escalera cuando me caí, porque estaríais convertidos en picadillo los dos. Mi abuelo y yo nos miramos y asentimos con la cabeza, y nos alegramos de no haber estado debajo de la escalera. –Pero ahora –dijo mi abuela– tenemos que ir al pueblo y encargar una escalera nueva. Venga. ¡Adelante, tropa! La tropa éramos mi abuelo y yo. Mi abuelo sacó el carro del cobertizo, mientras mi abuela cogía el abrigo y se envolvía en una manta para caballos, pues ese día hacía un frío de perros.

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El abuelo no tenía caballo para tirar del carro, pero aun así lo sacaba cuando había que ir al pueblo, porque era el único vehículo en el que cabía la abuela. –Si vosotros dos tiráis del carro hasta el pueblo –gruñó ella haciendo oscilar el cuerpo sobre los adoquines del patio–, si tiráis de él por el camino abajo, al volver lo empujaré yo. Mi abuelo y yo asentimos, nos miramos y nos guiñamos un ojo. El camino al pueblo era todo bajada, así que no había que tirar mucho. Subimos a mi abuela al carro. ¡Ostras, cómo crujió! Pero aguantó. Cuando salimos por el portal al camino, las ruedas resonaban como flautas. –¡Alto! –chilló mi abuela–. No podemos llegar al pueblo haciendo este estrépito. Parece un coro de gatos enfermos. Tenéis que engrasar los ejes antes de salir.

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Dejamos el carro en la cima de la colina, delante del portal, y volvimos para coger el lubricante. Dentro del cobertizo estaba oscuro y nos llevó un buen rato encontrar la lata de lubricante. Volvimos a salir por el portal al camino y nos paramos en seco. La abuela y el carro habían desaparecido sin dejar rastro. –Qué raro –dije, rascando la cabeza. –Sí, es muy raro –pió mi abuelo, y cogió un poco de tabaco de mascar–. Rarísimo. Parece que se ha marchado sin nosotros. Bajamos hacia el pueblo. Por el camino reparamos en el pajar del vecino. Estaba completamente deshecho, y la paja se había desparramado por toda la finca. –Mmmm… –dijo mi abuelo–. Algo me dice que tu abuela cogió por aquí. Pasamos por un enorme agujero en el seto del vecino, un agujero que antes no estaba. –¡Cielos! –exclamó mi abuelo–. Parece que… eh… también cogió por aquí. Al entrar en el jardín del vecino contemplamos un espectáculo realmente extraño. El vecino estaba sentado en la copa de un árbol.

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