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esobedecĂ la autoridad del jerarca de la tribu, y me juzgaron; me condenaron como ofrenda a los dioses para el siguiente plenilunio. Atado de pies y manos, a la luz de la luna, bogando en una canoa, me llevaron a la isla vecina, bordeando el arrecife, y me tendieron en el ara. Me ungieron el pecho para el
sacrificio.
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Me lo iban a rasgar,
sacarme
el corazón y ofrecérselo a Etröm,
la diosa de la vida.
Eran tres compañeros y el hechicero.
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Mientras preparaban el ritual, en busca de la hierba sagrada con la que conseguir adormecerme y de unos haces de leĂąa para encender el fuego, conseguĂ desatarme y huir con sigilo.
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Corrí por el bosque a ciegas hasta quedar sin aliento y caí rendido; temblando, sudoroso, jadeando, noté que había caído de bruces sobre la arena. Me resguardé en una duna, entre unos matorrales. Miré hacia atrás: no me habían perseguido. Atrapado por el
miedo pasé la noche en vela, aunque, hacia el amanecer, me quedé dormido un rato.
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