El pequeño Virgil (muestra)

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El pequeño Virgil

E

n un gallinero de un pueblo pequeño vivía un niño llamado el pequeño Virgil. El gallinero era del panadero, pero el pequeño Virgil tenía permiso para vivir allí por lo menos hasta el día en que se derrumbase. El panadero era un tipo agradable que se pasaba todo el día horneando pan, pasteles y tartas de manzana, a pesar de que la gente del pueblo casi nunca le compraba nada. La gente del pueblo compraba como mucho dos o tres barras de pan al día. Todos los pasteles, las tartas de manzana y los bollos de pasas se los comía el propio panadero. En el gallinero vivía un gallo. Tenía una sola pata. Por lo tanto, siempre estaba apoyado en el gallinero para no caerse. Era el gallo quien despertaba al pequeño Virgil cada mañana. Era capaz de cantar tan fuerte que se podía oír por todo el camino hasta el lago. Y esto resultaba imprescindible en un gallo que debía despertar a un niño como el pequeño Virgil. En ese pequeño pueblo también había, naturalmente, otros niños además del pequeño Virgil. Estaba Oskar, que

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vivía en una casa de madera muy vieja. Oskar vivía en esta casa con su madre y con su hermano pequeño. La madre de Oskar era muy grande, tal vez la más grande del pueblo. Lavaba ropa para otras personas, y por eso su jardín siempre estaba lleno de ropa tendida. En las cuerdas y en las ramas de los árboles había colgados montones de camisas, calzoncillos, medias y camisetas de algodón. La madre de Oskar casi nunca decía nada. Nunca le decía a Oskar que tenía que hacer los deberes. Sólo una vez la madre de Oskar dijo un montón de cosas de golpe. Fue cuando Oskar y el pequeño Virgil estuvieron lanzándose barro en el jardín y dejaron la ropa embarrada. En otra casa vivía Carl Emil. En la casa de Carl Emil había césped y catorce tulipanes dispuestos en una larga fila. Tenía un aspecto muy bonito. Carl Emil era el niño que más comía del pueblo. Comía muchísimo, por la mañana, al mediodía y por la noche. No sólo ciruelas, peras, cortezas de pan de centeno y bocadillos de mantequilla, sino auténticos platos de comida. A veces comía muchísimos palos de regaliz. Carl Emil era muy rico. Tenía un patinete, una espada de madera y un bastón azul que usaba cuando iba a dar una vuelta con el pequeño Virgil.

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En el camino del lago vivía el enorme y negro herrero. Tenía una gran barba negra y fumaba todo el día una gran pipa negra al tiempo que golpeaba el hierro negro, haciendo que las chispas le llegaran a la altura de las orejas. Siempre tenía el fuego prendido en la forja. Montones de llamas rojizas y amarillas. Las sombras de las llamas danzaban todo el día, arriba y abajo, por las paredes de la forja. El herrero era el hombre que más gritaba al hablar de todo el pueblo. En la escuela vivía el maestro pelirrojo. A sus clases iban el pequeño Virgil, Oskar, Carl Emil y los demás niños todos los días, excepto cuando el maestro cogía vacaciones. Pero no las cogía casi nunca. En la escuela los niños tenían que leer, escribir y hacer cuentas, pero a veces, cuando el maestro se daba la vuelta, aprovechaban para mirar por la ventana. Entonces podían ver la casa de la señora Madsen, que vivía en una torre con una veleta en forma de gallo en el tejado. La veleta era roja y verde, y cuando hacía viento parecía como si estuviera viva. El maestro pelirrojo decía que cuando se estaba en la escuela no se podía mirar por la ventana. También decía que si no se estaban quietos en sus sillas, se quedarían con él después de la clase, escribiendo en un cuaderno negro. Oskar era el niño que más escribía en el cuaderno negro de toda la clase.

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El tendero vivía en una casa con musgo y hierba en el tejado. En su tienda se podía comprar casi cualquier cosa, incluso palos de regaliz. El tendero tenía en el jardín pinos piñoneros. Siempre andaba de un lado para otro comiendo piñones. Se pasaba casi todo el día sentado al lado de la ventana, tocando el violín y comiendo piñones. –Me encantaría probar unos piñones –le dijo el pequeño Virgil al tendero–. Tienen pinta de estar muy buenos.

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–No están mal –respondió el tendero. Y entonces tocó un poco el violín. –¿Es muy difícil conseguir probar unos piñones de esos? –preguntó el pequeño Virgil. –Sí –dijo el tendero–. Desde luego. No hay mucha gente que plante pinos. –Pero algunos sí lo hacen –dijo el pequeño Virgil, y miró hacia el jardín del tendero. –Sí, algunos sí –dijo el tendero–. Pero no muchos. –Debe de ser agradable comerlos –dijo el pequeño Virgil–. ¿De qué color son los piñones esos? –Es un secreto –dijo el tendero. –A lo mejor son rojos –dijo el pequeño Virgil. –A lo mejor sí –dijo el tendero–. Nunca se sabe. Pero hacen crecer la nariz. Si uno no es tendero y no tiene una casa con musgo y hierba en el tejado, puede que la nariz le crezca varios metros. –Menos mal que me lo has dicho, tendero –dijo el pequeño Virgil–. Imagina si los llego a comer. –Sí –dijo el tendero–. Tendrías la nariz tan larga como el mango de una escoba. –Ha sido una suerte que me lo hayas dicho. Gracias. Ahora me voy a casa, y me alegro de no haber comido los piñones esos.

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Y entonces el pequeño Virgil se fue a casa, donde lo esperaba el gallo de una sola pata, apoyado en el gallinero. –No vayas nunca a coger piñones al jardín del tendero –le dijo el pequeño Virgil al gallo de una sola pata–. Nunca. Eso haría que tu pico pareciera el mango de una escoba. –Cooc –dijo el gallo–. Cooc. Pero el pequeño Virgil soñaba con que algún día se convertiría en tendero y tendría una casa con musgo y hierba en el tejado. Porque se moría de ganas de probar los piñones.

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