Pavel Šrut
Ilustraciones de Galina Miklínová
amsés, Tulamor y su
primo
Jijí
La gente lo llamaba Jijí, a pesar de que en el calendario de los zampacalcetines hay un sinfín de nombres solemnes y heroicos. Por ejemplo Ramsés o Tulamor (así se llamaban sus dos impresentables primos). Si a Jijí comenzaron a llamarle así no fue por culpa suya, sino porque cuando algo le resultaba violento, se ponía a reír nervioso: ¡Ji, ji, ji! Y nunca llegó a perder por completo esa costumbre. “Ji, ji, ji, chavalín, ¿dónde está tu calcetín?” Así se burlaban de él sus impresentables primos cuando todavía era pequeño. De hecho, no hace mucho de eso. ¿O sí? Es difícil de decir: el tiempo de los zampacalcetines a veces se estira y a veces se encoge… justo como su comida preferida.
Viaje
umanitario Jijí no tenía hermanos y llevaba tres años sin ver a sus padres. Vivía con su abuelo en la casa de un tal señor Lorenzo. Papá y mamá querían mucho a Jijí, pero sus corazones albergaban amor hacia todos los zampacalcetines del mundo. Ayudaban a los pobres y enfermos y organizaban recogidas solidarias de calcetines para los zampacalcetines sin techo. Siempre estaban allí donde pudiesen hacer falta. Un día un viajero les contó lo mal que lo pasaban los zampacalcetines africanos. Por lo visto, los indígenas iban o completamente descalzos o con sandalias sin calcetines, de modo que todos los zampacalcetines de allí sufrían hambre. A partir de ese momento los padres de Jijí no pudieron pensar en otra cosa, y cuando el papá de Jijí se enteró de que de la ciudad partían regularmente camiones cargados con medicamentos o con armas con destino a África, se decidieron de inmediato. Los papás de Jijí se despidieron de él y se metieron sigilosamente en un camión con destino a África. Se llevaron consigo dos sacos de calcetines de distintos tamaños, para que sirviesen de primeros auxilios. Una vez allí ya verían cómo seguían ayudando.
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Jijí estaba orgulloso de sus padres y, en todo caso, aún le quedaba su abuelo. El abuelo le aconsejaba en todo, y supuestamente cuidaba de él, pero como ya tenía sus añitos, en realidad era Jijí quién cuidaba del abuelo. Por eso estaban encantados de tenerse el uno al otro.
El
eculiar
señor Lorenzo
El señor Lorenzo tenía una cara similar a un pequeño melón, gafas en la nariz y muchos rizos en el pelo, pero a pesar de todo ello vivía completamente solo. Era un soltero aún bastante joven. Hacía unos nueve años que había entrado en la treintena, pero no se sentía un cuarentón. Se sentía un cincuentón, porque tres años antes no había conseguido casarse con cierta señorita Elena. Pero esa es una historia diferente y, todo hay que decirlo, un poco aburrida. Al señor Lorenzo le encantaban las bodas, y tenía una o hasta dos cada semana. Sin embargo, también tenía por lo menos otros tantos funerales, y a veces se hacía un lío. Eso les pasa mucho a los músicos. Y es que el señor Lorenzo era músico. Tocaba su trompeta, con alegría en las bodas y con tristeza en los funerales, pero cuando se liaba, entonaba una marcha fúnebre en una boda o una fanfarria nupcial en un funeral y volvía a casa sonrojado. Sin embargo, no por ello dejaban de invitarlo, pues tocaba muy bien, y la gente se había acostumbrado tanto a él y a su trompeta que lo preferían a cualquier otro. Lo que sí hacían era chismorrear sobre él. Normalmente así:
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–Todo el mundo tiene sus cosas, pero el señor Lorenzo es un bicho raro. Y muy solitario. –Le vendría bien una mujer. –Pero a ver, señora, ¿qué mujer le diría “sí” a un hombre que confunde cancioncillas alegres con lamentos fúnebres? ¡Y si fuera solo eso! ¿No se ha dado usted cuenta? –¡Siempre lleva dos calcetines distintos! –Y eso le pasa por estar solo. No tiene a nadie que se lo advierta… Así hablaban las señoras del parque sobre el señor Lorenzo, ignorantes de que no estaba del todo solo, ya que alojaba en su casa a Jijí y a su abuelo. Pero, ¿cómo podrían saberlo ellas si hasta el señor Lorenzo lo ignoraba, eh?
reparando una
trampa
Era cierto: el señor Lorenzo llevaba calcetines distintos. Rojo el del pie izquierdo y negro el del derecho. Otras veces eran azul y gris, o también verde y morado, a pesar de que el señor Lorenzo recordaba muy bien las palabras que su madre le había inculcado desde pequeñito: “¡Verde y morado, para un chiflado!” De esto podemos deducir que el señor Lorenzo no lo hacía porque fuese excéntrico o despistado, sino por pura necesidad. Y es que por la mañana nunca lograba encontrar un par completo de calcetines. ¡Estaban todos desemparejados! Por más que revolvía los cajones del armario, que sacudía cada prenda del cesto de la ropa sucia, que desmontaba la lavadora, que barría todos los rincones, que miraba hasta en la trompeta… nada. Nunca encontraba el calcetín que faltaba. Esa tarde le pidió prestado el gato a su vecina, la señora Mohína, porque había llegado a la lógica conclusión de que el ladrón de sus calcetines debía de ser un ratón. El gato escudriñó en todas las grietas de la casa, y aunque no dio con ningún ratón, sí que descubrió algo de interés. ¡Un calcetín medio comido!
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Fue solo un éxito parcial, pero aun así el señor Lorenzo se sintió satisfecho y salió de compras sin demora. Tras una larga búsqueda encontró y adquirió diez ratoneras en una enorme ferretería. –Tiene la casa plagada de ratones, ¿eh? Lo que más los atrae es un poco de tocino o un pedazo de queso duro –le aconsejó la cajera con una sonrisa alentadora. El señor Lorenzo retrocedió tres pasos, se subió los pantalones mostrándole sus calcetines (uno verde y otro morado) y dijo: –¿El tocino? ¡Qué va! ¡Los calcetines! La cajera se llevó las manos a la cabeza. Había tenido colas en la caja toda la mañana, y esto era lo último que le faltaba. Debía explicarle a este cliente que con un calcetín no iba a atrapar ningún ratón decente, y ya estaba a punto de abrir la boca, pero se contuvo a tiempo. El hombre tenía un calcetín verde y otro morado: y a los chiflados no había que llevarles la contraria. De modo que solo esbozó una leve sonrisa y suspiró aliviada cuando el extraño cliente salió haciendo una reverencia.