Prólogo Por Ethel Krauze
Nada tan hermoso como los pájaros. Llevan en su vuelo los giros, y en sus trinos, los cantos de la naturaleza. Son movimiento y gracia. Son presencia y fulgor. También representan augurios y mandan mensajes. Compañeros de viaje de las estrellas, de los hombres perdidos y de las mujeres melancólicas. Cuenta Omar Jayam, que, ante el imbécil cazador que con su flecha troncha la garganta del pájaro en la copa del árbol, el poeta lanza un chorro de versos buscando suplir ese canto inveterado. El poeta es el alma del pájaro. El pájaro es su guía y su destino, al mismo tiempo. Cuando Guillermina Quindós me invita a leer y comentar estos pájaros en su cabeza, lo primero que me viene a la mente es el proverbio oriental que nos invita a dejar a los pájaros volar sobre nuestra cabeza, pero nos enseña a que no aniden en ella. Porque los pájaros que ahí anidan nos picotean en todo momento, se posesionan de nuestros pensamientos hasta ocuparlos por completo. Sí, el ideal de la quietud interior es dejarlos volar, mantener nuestro centro. Pero ¿y si los tiempos aciagos en los que vivimos nos compelen a abrirles el espacio debido, a observarlos, a estudiarlos, a aceptarlos, a comprometernos con ellos, para que, al final, puedan emprender de nuevo el vuelo dejándonos sus enseñanzas?