PLATEA

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PLATEA



PLATEA

Roberto Bianchi

Editorial Voces de Hoy

Movimiento Cultural aBrace


Platea Segunda edición, 2020 Primera edición: Editorial Voces de Hoy y Movimiento Cultural aBrace, 2020 Edición, diseño de interior y diagramación: Josefina Ezpeleta Diseño de cubierta: Rusela H. Foto de cubierta: Roberto Bianchi

© Roberto Bianchi, 2017 © Sobre la presente edición: Editorial Voces de Hoy y Movimiento Cultural aBrace, 2020

ISBN: 978-9974-8757-7-7

Editorial Voces de Hoy Miami, Florida, EE.UU. www.vocesdehoy.net

Movimiento Cultural aBrace Montevideo, Uruguay

Todos los derechos reservados. Este libro no podrá reproducirse, ni total ni parcialmente, sin la previa autorización del autor.


UNA MIRADA DESDE ADENTRO Desconfío del escritor que no tenga la poesía como centro de su obra. ABELARDO CASTILLO.

Leer a Roberto Bianchi, es ante todo, leer a un gran poeta; aun cuando como en este caso puntual, se trate de contar una historia (o varias) en un formato de nouvelle. En efecto, Platea es su segunda novela, precedida por Vaivén (aBrace, 2009), una saga de su familia a lo largo de varias décadas, a medio camino entre Montevideo y Buenos Aires. Con una trayectoria de más de cincuenta años en la poesía, con innumerables obras personales o colectivas en su haber, Bianchi es sin duda, uno de los poetas mayores del Uruguay. Es poseedor de una voz original, que abreva de muchas fuentes, pero que nunca pierde su identidad rioplatense y latinoamericana. Sus temas son los del hombre y la mujer de este tiempo terrible y hermoso que vivimos; entre una época «moderna» que ya ha visto morir sus utopías sociales, y esta «hipermodernidad líquida» que nos arrastra con sus fetiches tecnológicos y su exacerbado individualismo, que deja al desnudo la soledad y la angustia del ser humano. De todo esto, y de su peripecia personal habla Bianchi: el escritor, pero también el gestor cultural y editor al frente de su proyecto aBrace, que ha dado voz a centenares de autores nuevos de toda América (y el mundo) y organizado encuentros que van por su vigésima edición. Y precisamente, este es el tema de Platea: el mundillo de los escritores, poetas o narradores, consagrados o ilustres desconocidos, que tanto se ayudan y promocionan, cómo se celan y envidian unos a otros. ¡Humanos, al fin de cuentas! Dividido en dos partes, el relato cuenta un encuentro en Platea, ciudad literaria de Ricardo, autor y organizador (alter ego del autor) y una pléyade de escritores de distintos países de Latinoamérica y España, que comparten v


presentaciones de libros, charlas, paseos turísticos, comidas y hoteles… En la segunda parte, hay otro evento, esta vez en La Habana, Cuba. El tema elegido por Bianchi es sumamente original (no recuerdo otra novela así, al menos en el Uruguay). Los escritores no solemos hablar demasiado de nosotros mismos. En estas páginas hay lugar para la mezquindad o la generosidad profesionales, la amistad y el amor, en sus variantes: el sexo, el romance puro o el affaire clandestino… La paleta del narrador los pinta a todos con color y sin perder amenidad, pues como su entrañable amigo Mario Benedetti, una de las virtudes de la prosa de Roberto Bianchi es su claridad y accesibilidad. Es un relato ágil, divertido, que no elude, sin embargo, los dramas existenciales de algunos protagonistas, que se deslizan por una peligrosa pendiente de la angustia y desesperación. ¡Que de alegría y llanto por igual, está hecha la vida! Y la literatura, que cuando es buena, como en este caso, no la imita ni la refleja, sino que la recrea, la reinventa. Y eso Bianchi, con su riquísima experiencia vital y artística a cuestas, lo sabe y lo ha plasmado para quienes queramos sentarnos en su platea para admirar el espectáculo. Pues como dijera Virginia Woolf: «Nada ocurre hasta que no lo escribes». DANIEL ABELENDA BONNET Carmelo, agosto de 2017

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EL RECREO DE LA VIDA REAL Las ciudades se parecen y se distancian, en ellas caminan los mismos tipos, con sus resacas y sus tribulaciones. En todas partes actúan en la escena los afortunados y los demás están en la platea, o en localidades más incómodas y tristes, si no pudieron acceder a las preferenciales. Los transeúntes se suben al muro donde viven ebrios y ante la cuesta intransitable, baten como ciegos, apenas dando vueltas en las esquinas que se confunden, se desentienden de los pasos. Dicen que nada sucede en Platea. Ni los poetas, en su rítmico fluir, se atreven a inquietar al monólogo de la quietud que los acompasa. Que es apenas un transcurrir de insignificancias. Un maldecido día a día donde vivir es un desapego. Un espacio-tiempo burocrático y feroz que se traga toda iniciativa, desvanece todos los ideales, desampara a sus criaturas. Tal vez sea más o menos así, con altibajos, por temporadas, por impulsos que concitan fugazmente las esperanzas y como siempre luego las frustran. Entonces, los habitantes, sus pordioseros y sus pobres magnates, enlazados por la desidia y las labores imprescindibles, tales como esconderse tras las rejas o hacer trabajar a los caballos las veinticuatro horas de la subsistencia, prefieren los recreos, insólitos festejos sin aniversarios, prefieren la paradoja de creer que aman lo que les fastidia, sin lograr superar su inconmovible confianza en la derrota. Como suelen darse las circunstancias, de la manera más casual, puede desencadenarse un marasmo de asuntos que trazan el andamiaje de una historia inacabada. Nadie podrá saber el desenlace de todos los acontecimientos, baste el atisbo a los hechos. Esa platea vacía de sentido, saturada de desencanto se vuelve en sí un escenario cuyos actores desfilan lentos, parsimoniosos y constantes como las hormigas, siempre por el mismo camino, eludiendo la vida real que transita otras sendas.

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I Antonio Carreras, el poeta y editor español entró al lobby del hotel actuando como si conociera a todo el mundo. De inmediato se abrió paso entre varios también venidos de otros países y se dirigió a la corte de escritores del ambiente local. Tenía una personalidad extrovertida con una rubicunda y airada forma de expresarse; unos ojos inquisidores que brillaban desmedidos bajo una frente muy ancha por la calvicie y su pelo estaba sometido a cierta rigidez de fijador. Un hombre que no llegaría a los sesenta años, pero en quien se notaba un pasado riguroso. Cuando Luba llegó, lo encontró tomando un whisky y con un habano apagado en la mano. Luba era como un fruto maduro. Vestía pollera corta y altos tacones que realzaban sus piernas no demasiado largas; una blusa negra con detalles en plateado dejaba entrever el inicio de sus senos prominentes; el cabello muy largo y ondulado coronaba su tez ligeramente morena. Antonio, con su inocultable vehemencia y notoria sensibilidad, no pudo dejar de notarla. En una actitud propia de organizador del evento, Ricardo se acercó a Luba en la puerta del salón. Apretó su brazo y le dijo que ya era hora de dirigirse a la gente, para dar inicio al cóctel. Julio García Miller, hombre de unos casi cincuenta, bien peinado hacia atrás con algunas canitas en las sienes, de mirada franca y simple, quien oficiaba de locutor, golpeó un par de veces las manos y se dirigió al público: ―Amigos, con nosotros está Ricardo Ferrari, máximo conductor de este evento que nos reúne, quien nos dirigirá unas palabras; recibámoslo con un aplauso ―dijo señalándolo y poniéndose de lado. Ferrari era entonces un hombre maduro, pero como tenía un aire juvenil y un rostro casi sin arrugas, aparentaba ser más joven pese a su cabello cano. En algún momento se había cansado de usar traje y corbata, propios de quien debe aparentar con su vestimenta un estado determinado ―tal como usan los vendedores o los burócratas― y desde entonces vestía bastante informal. Sin embargo, en esta ocasión, se había puesto un ambo con saco de pied de poule y pantalón con botamanga ajustada a sus mocasines. Su movilidad no era para 10


nada aparatosa y en definitiva prefería no sobresalir, pero en ese momento tenía que hacer frente a la responsabilidad sobrevenida. Entonces subió unos escalones para dirigirse a su público. Junto a él, además de Luba, que oficiaba como traductora de aquello que no entendieran los luso-parlantes, estaba también Gracia, coordinadora y animadora de ese Encuentro de Escritores en Platea. De rostro moreno y mirada profunda, evidenciaba un carácter fuerte y dominador, pero fundamentalmente la determinación de llevar adelante todo lo que emprendiera. Sus ojos muy negros vislumbraban todo el acontecer en una ráfaga y conquistaba con el encanto de una sonrisa permanente, en la que asomaba un aire franco. Por supuesto que no necesitaba que le advirtieran nada de sus cometidos. Su hábito de programar y trabajar en eventos junto a Ricardo, le daban carta de solvencia más que justificada. Se puso a su derecha, moviendo graciosamente sus manos de uñas multicolores, que golpeó suavemente para llamar la atención de los presentes. Mientras tanto Luba sonreía a los escritores que se acercaban para escuchar la bienvenida. Ricardo expresó los principios básicos. El objetivo fue y será la interacción entre participación y comunicación, estrechar lazos, intercambiar ideas y experiencias, fomentar la preservación del patrimonio cultural de cada país, como medio capaz de renovar y rescatar la memoria de cada pueblo. Este nuevo y renovado Encuentro, promete un abrazo fraterno y solidario con un mundo en plena globalización, también en lo poético y lo literario… …y continuó durante unos minutos siendo escuchado con atención y respeto. Gracia por su parte tomó la palabra y destacó en pocas frases lo que serían las actividades del Encuentro que se iniciaría en la mañana del día siguiente, dando algunas pautas de la programación y fundamentalmente de los mecanismos de funcionamiento que deberían adoptarse. Ricardo le solicitó a Luba que aclarara alguna duda que pudiese haberse producido entre los brasileros que habían escuchado atentamente, pero que podían haberse perdido algún detalle. La muchacha 11


entonces preguntó en portugués si alguien tenía alguna duda, pero todos negaron que así fuese. Después de las palabras obligadas de los organizadores, de los aplausos y de los múltiples deseos de éxitos y las sonrisas que los vestían, empezaron a circular los mozos con el cóctel. Antonio tomó dos copas e intentó darle una a Luba, quien casualmente giró hacia su derecha al llamado de un grupo de escritoras que había llegado desde el aeropuerto, procedente de Brasilia hacía unos minutos y no apreció su intención. Mientras la muchacha sintetizaba lo acontecido hasta el momento a esas personas recién llegadas, Antonio disimuló lo que pudo y puso la copa sobrante en la bandeja del mozo que pasaba. Más tarde, en cuanto la tuvo cerca, se inclinó y le dijo en el oído, oye, eres muy guapa, con bastante picardía. Ella se estremeció mientras él miraba sus pechos y como no entendió cabalmente el significado de esas palabras, pensó que estaba hablando de sus senos. Antonio sonrió por el equívoco que vio en los ojos de la joven y se sintió victorioso; mientras la muchacha se alejaba, dio media vuelta y pidió otro whisky. El hotel era un espacio convencional que la organización del evento adoptaba por ser muy céntrico y perfecto para recibir adecuadamente a los visitantes. El cóctel de inauguración se realizaba precisamente en ese sitio, dado que de esa forma se facilitaba al finalizar, el llamado a descanso de los participantes. Antonio, como casi todos los escritores llegados de muchos países, también estaba alojado allí. Al sentirse todos colegas, aunque fuese la primera vez que se vieran en muchos casos, de inmediato se generó un vaivén de movimientos, copas y cruce de coloquios, en grupos, en parejas solitarias, en gente más aislada a la que acudían principalmente Gracia y Ricardo, procurando que todos se sintieran bien, como en casa. Desde la calle, a través de los ventanales, se podía apreciar un meneo intenso que llamaba la atención y que incluso lograba hacer detener a algunos transeúntes curiosos. Se dejaba traslucir un espíritu festivo que los poetas locales intentaban generar improvisando conversaciones que puntualmente versaban sobre la periodicidad de los encuentros, las 12


expectativas a partir del día siguiente, la entrega de programas y explicaciones respectivas. Por supuesto que también se recababan novedades que trajeran los visitantes. ―Dime si serán aquí las sesiones ―procuraba saber una señora mayor que agregaba―: yo no puedo caminar demasiado porque ―acabo de salir de una operación. ―Pues no te preocupes que es todo muy cerca ―le respondía Melisa, una de las organizadoras, mientras la tomaba de un brazo procurando llevarla hacia una mesa para que estuviese más cómoda―. En realidad siempre procuramos que todos se sientan gratos en los recorridos. En algunos casos, por ejemplo, en las visitas programadas a centros de enseñanza, se cuenta con vehículos. ―Ah, eso está muy bien y dime ―indagaba la señora―, ¿se almuerza y se cena aquí en el hotel? ―No, hoy es excepcional por ser el recibimiento ―respondió Melisa, mientras procuraba que el mozo les sirviera sus copas y llamaba al que llevaba sándwiches―, para que no nos caiga mal el cóctel ―alcanzó a decir mientras aseguraba que se realizarían los almuerzos y cenas en el patio de comidas del edificio histórico que quedaba justo enfrente del hotel. Un escritor joven tomaba fotografías con su Cannon mientras María Esther, una de las chicas del grupo organizador, le preguntaba de dónde era. Él la tomó de un brazo amablemente y mientras la fotografiaba le dijo: ―Yo vengo de Chile y mi nombre es César, creo que me he visto nombrado en el programa que alcancé a ver más temprano. ¿Y tú eres…? ―…Y yo soy María Esther, una de las jóvenes del grupo. ―Pues se nota que eres muy chica ―agregó César― ¿escribes poesía o narrativa? ―¡Ay César! En realidad, no se puede decir que sea escritora. Recién estoy haciendo mis primeras letras. Participo del taller que ofrece Pedro, que es aquel señor de traje azul que está en el mostrador ―dijo señalando con un gesto―, ¿ves?, es excelente, sus talleres son muy agradables y él es un amor… 13


―Tiene sus añitos ―respondió el chileno. ―En realidad representa un poco más de lo que tiene porque es cardíaco y ya ha tenido dificultades con eso, pero no es muy viejo, tendrá como sesenta. ―Así parece ―dijo César y tomándola de la mano agregó―: ven, tomémonos una foto con él, por favor. Una de las argentinas quería destacarse en todo. Desde su indumentaria sumamente elegante, pero fuera de contexto; hasta en sus expresiones y modismos demostraba una autoestima mayor. Con su maquillaje exagerado de párpados pintados de azul, sus mejillas de subido tono rosado y su boca en rojo llama, parecía más bien una máscara. Hablaba de sus obras dando detalles de presentaciones, reconocimientos críticos y apariciones en la prensa. Melisa, que la escuchaba, movía su cabeza en callada crítica y miraba a Haydée con esos ojos lastimosos que suelen aparecer cuando se enfrentan la vanidad por una parte y el desencanto por otra. Apenas le susurró a su compañera, no puede dejar de hacerse ver… Haydée, mirando fijamente a la propia Melisa apenas si sonrió, ya que su amiga no se quedaba atrás ni en su forma de maquillarse, ni en la permanente crítica a todo lo que la rodeaba. Había un grupo de tres que no cesaban de fotografiarse con unos y con otros, al parecer, como dijera Luba más tarde, eles são como o papagaio sempre no ombro do Comandante. A pesar de los tragos, Antonio Carreras no perdía para nada el sentido ni la compostura, manteniendo entusiasmo y decisión de relacionarse. En una de las mesas, conversando animadamente con dos colombianas, se reunió con Gracia, con quien había tomado hacía un año contacto por Internet y era quien le hiciera llegar la invitación al Encuentro. Habían sido solamente diálogos distantes y virtuales. Gracia, esa muchacha morena, inquebrantable militante de las causas poéticas, que tenía más ausencias que presencias, era muy difícil de clasificar. Por ejemplo, ya había decidido no viajar a Cuba al encuentro que Ricardo estaba organizando para un tiempo después. No iría, a pesar de que Antonio, este extraño catalán que la atraía, sería de los primeros en inscribirse y le ofrecía colaborar con su pasaje. Tampoco 14


participaba demasiado de las reuniones, ni de las antologías que el grupo instituía. Apenas si coordinaba, como si fuese un oficio, los cafés poéticos durante los encuentros y concurría ocasionalmente a las tertulias literarias. Lo que más le interesaba estaba en el área de la web, la radio y los eventos poéticos on-line. Esa noche, en el hotel, admiraba la venerable imagen de Antonio, producto de sus manifestaciones y de sus silencios. Después de lo que consideró un desaire por parte de Luba, Antonio optó por mirar a Gracia muy fijamente, mientras aspiraba su profundo perfume y la seguía en sus infaltables tragos de bebida cola. ―No me imaginaba que esto fuese así ―dijo, interviniendo en la conversación que mantenían las mujeres. ―Seguramente en España es muy distinto ―respondió Gracia mientras armoniosamente arreglaba con la punta de sus dedos el broche en su pelo rizado―, acá todo es muy natural, casi no existe lo solemne como sucede en otros países. Tampoco se considera la excelencia, se da el espacio a cada uno, quien debe saber utilizarlo a su medida. En realidad, yo, como coordinadora de los cafés literarios en que ustedes van a participar, me siento obligada a brindarles un sitio cálido y acogedor. ―Por lo que veo, aquí no se trabaja, pero se goza... ―respondió una de las colombianas sonriendo. En ese instante se les acercaba Luis, personaje infaltable en los eventos literarios de Platea. Un imposible y único ejemplar de bohemio, con su boina y su cuello alzado, la masticada pipa sin encender, la voz entrecortada por un resoplo húmedo y tartamudo, quien, habiendo escuchado las últimas palabras de la mujer, homenajeó a la mesa con una de sus consabidas frases poéticas, están invitados al vuelo para que el goce no termine nunca, y realizó una profunda reverencia, mientras levantaba su copa de vino. ―Pues les diré a todos que desde mañana van a tener que trabajar bastante ―dijo Gracia, mientras los miraba con fingida severidad―, Ricardo me dio la tarea y yo en eso estoy en las mías, no perdono a nadie ―agregó. ―¿Cómo es eso? Una mujer que no joda es hombre o tiene mozo ―certificó la otra poeta colombiana, mientras todos reían de la ocurrencia. 15


―No, de veras ―continuó Gracia― no tengo «mozo» ni soy hombre, pero les puedo asegurar que los tendré al trote. ―Oye, que no te tenía por tan severa… ―comentó Antonio. ―¿Ustedes ya se conocían? ―inquirió la primera con cierto aire de picardía―, porque nosotras es la primera vez que venimos a Pla-tea y ni sabíamos que fuera tan grande este Encuentro. ―Ah sí ―dijo la otra―, llegar a un lugar y no encontrar lo que uno espera es algo decepcionante. Por suerte hasta ahora lo que he-mos visto, al menos a mí ―agregó señalándose con la mano― me resulta más que interesante. ―Me alegro mucho ―contestó Gracia―, pero vamos por partes ―agregó inclinándose hacia Antonio como para señalarlo―, este amigo lo conocí en Internet y fui yo quien lo invitó a venir. Es un buen poeta y ahora más que antes, amigo también. Las mujeres se miraron apenas de reojo como para que no se notase su complicidad y asintieron con movimiento de sus cabezas. Antonio, que no las tenía todas consigo porque le mareaban esos parloteos, prefirió irse por otra vía y cambiar la conversación. ―Yo he tratado de editar algunos poetas por mi cuenta y distribuirlos en Barcelona. Allá hay siempre bastante recepción para la buena poesía. ―No es como acá ―dijo Gracia―, que somos el último orejón del tarro. Los intereses de la mayoría no coinciden con los nuestros. Cualquier disciplina tiene difusión y prensa, menos la poesía. ―Pues no creas que en Colombia es muy diferente, aunque existen milagros como ciertos festivales literarios que han sido muy criticados. Por ejemplo, varios poetas que se encontraban marginados de los poderes del Frente Nacional por haber venido militando en la «izquierda», pero que deseaban ocupar algún espacio en la vida social o cargos de representación popular, como los que habían tenido unmerosos intelectuales que ejercían la poesía como lustre, o que a partir del éxito como rapsodas, alcanzaron lugares de preeminencia en la administración pública o la diplomacia, recibieron el apoyo de políticos conservadores como Belisario Betancur y otros. ―Eso suele suceder ―comentó Gracia―, aunque aquí es muy difícil obtener del Estado o las comunas dinero en efectivo. Resuelven 16


sus compromisos otorgando espacios o dando alguna promoción, pero no les pidas recursos materiales porque aparece la famosa frase, copiada e impresa a fuego en sus respuestas: precisase que la declaración de interés cultural no implica erogación alguna por parte de esta División, en cumplimiento de las normas que han dispuesto la reducción del gasto público, etcétera, etcétera. ―Claro, aunque en Barcelona quedamos asombrados de la importancia de este evento, que como ahora estoy viendo, no tiene auspicios monetarios, según tú dices. Esto que hacen acá en Platea es, dentro de su medida, un buen ejemplo de trabajo literario. ―Tratamos, tratamos… ahhh ―continuó Gracia―, ¡no se pierdan esto! Como no podía faltar un entremés musical, allí estaban Gabriel Federico con su guitarra y la excelente Adelaida Fontanini que interpretaba a Zitarrosa. Cuando terminó de cantar «Stefanie», sonó un aplauso que atronó la sala ante el asombro de los escritores presentes que no la conocían. Siempre presentándose con mucha humildad, interpretó un par de canciones más, que encantaron al público. ―Adelaida es extraordinaria ―exclamó Gracia entusiasmada, mientras se removía en su asiento, diciéndoles que era tarde y que al menos ella, deseaba retirarse a descansar. Antonio al principio le dijo que no era tan tarde, que en definitiva la reunión se iba enriqueciendo con los intercambios y ahora con la música, pero cuando vio que ella se levantaba como para marcharse, se ofreció a acompañarla. Gracia se lo agradeció sonriendo, mientras daba un beso a cada una de las escritoras colombianas. Salieron del hotel conversando animadamente de poetas y poesía. La noche estaba fresca pero no fría. Antonio, sin embargo, se subió el cuello de su saco y cerró sus botones con cierta dificultad, luego que contribuyera a que Gracia calzara su abrigo. ―Siempre es valioso encontrar otras opiniones, sobre todo si provienen de un gestor cultural de envergadura que se encuentra con alguien que deposita sus horas en encontrar poetas de todas las latitudes y promoverlos, sea cual sea su condición ―le comentó Gracia. ―Mira, querida ―respondió Antonio― las habas se cuecen en todas partes, pero en cada sitio se varían los caldos. Oye, que no me 17


jodan tanto con rescatar la memoria de cada pueblo, que aquí en América a nosotros nos dejan pasmados, que todavía creen que venimos por la conquista como hace 500 años. Entonces eran ellos y ahora somos nosotros. Vale. ―¡Ay no!, que eso no es así, Antonio, mira que hemos recibido siempre a los españoles y a los italianos con los brazos abiertos. Claro, pero siempre que no pretendan imponernos sus costumbres, que bastante las hemos asimilado ya, durante tantos años. Ayer mismo un compatriota tuyo, que no voy a nombrar, hizo todo un discurso en el bar donde algunos nos reunimos a beber algo, sobre la necesidad de aceptar desde ya una realidad que nos urge. Aseveró que se impone la confección de obras virtuales ya que, según su entender, en muy breve plazo dejará de publicarse en papel. Antonio movió la cabeza de un lado a otro, pero no le respondió. Caminaban lentamente y él trató de rodearle el talle, pero Gracia le tomó del brazo y continuó: ―Ricardo nos decía que el autor es víctima y está sujeto a su obra, tanto que debe seguir la suerte de la misma. ―Puede ser, pero no concuerdo demasiado en sus conceptos ―acotó. Gracia sí recordaba que ese tema casi siempre se prestaba a muchísima discusión porque estaban dentro del grupo, o movimiento, los que sostenían que la selección calificadora es imprescindible, si se quiere tener un mínimo de nivel. Como coordinador, Ferrari, sin embargo, respondía que los movimientos, si quieren perdurar, no pueden discriminar por éxitos o fracasos, por buena o mala calidad de las obras, sino que deben abstenerse de juzgar. Afirmaba, las cosas caen por su peso. Antonio la miraba con insistencia y mucha intención. Porque esa noche, aunque cualquiera fuese el tema de la conversación, él no pensaba nada más que en su sexualidad y en ese momento, puntualmente en Gracia. Ante la actitud que le manifestaba, la mujer se puso alerta. En realidad, no se imaginaba allí en una noche ya a su término, con aquel hombre que durante tanto tiempo le había entregado casi a diario sus cuestiones, de la índole que fuesen, porque podía perfectamente hablarle a través de un chat de sus relaciones y amoríos, como 18


le podía enviar una larga serie de poemas recién escritos para que ella los leyese y corrigiese antes que nadie. Gracia, que no lo había visto personalmente hasta entonces, ahora, bajo un mágico contacto, lo tenía en vivo, en piel, sin el sustento insondable de la lejanía. Trataba de no mirarlo, de no comprometer en actitudes ambiguas ese inmediato pasado cibernético. Él continuaba insinuando y hasta insistiendo en que se quedase. Ella caminaba más ligero a medida que se alejaban del hotel y le explicaba que muy cerca de allí estaba la parada de su ómnibus. Él le decía, por qué no estás alojada en el hotel, a mí me parece que es más práctico y ella le respondía, no hace falta, no vivo lejos, en diez minutos estoy en casa; mañana es un día de mucho trabajo para nosotros, ustedes vienen de paseo, pero imagina… Así se fueron acercando a la parada y Antonio vio desde la vereda como ella se subía al ómnibus y lo saludaba con la mano.

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II Mientras iba hacia su casa Gracia empezó a revisar entre sus papeles por si tenía algún dato puntual de esas colombianas tan dichosas de ir a un evento a «gozar», como dijeron. En realidad, de las dos mujeres, la que más le había simpatizado era la más alta, a la que le decían Mima. Le dio curiosidad su sobrenombre y lamentó no haberle preguntado el origen. Normalmente se dice mima como síntesis de mi mamá, o porque le gusta mimar, pero la atlética, delgada y veterana mujer más parecía estar siempre en el podio, reunida con lo más selecto, que ejerciendo el simple oficio de madre o madraza, tan difícil de sobrellevar. Gracia recordó que Ricardo le había contado el día anterior, cuando recién estaban llegando y era el momento de las presentaciones, una anécdota divertida, relacionada con una colombiana y a Gracia le dio curiosidad saber si se trataba de la misma persona. Luego le preguntaré ―se dijo. Había sucedido en un evento de poesía en Manabí, Ecuador, en el que coincidieron algunos de los que ahora estaban en Platea. El mismo Ricardo fue quien lo presenció y por eso lo contaba muy privadamente como un chiste. Al parecer estaban ya en el cierre, en la hora de la cena final. Por supuesto que en esas situaciones ya nadie se acuerda de la literatura ni de la poesía y lo que se busca es intimar con quien se tiene al lado, que seguramente, si no nos lo impusieron, fue una elección basada en la confianza y la amistad que pronto se genera entre poetas. Estaban cenando y ya iniciaba a tocar un conjunto de música que iba a animar la fiesta. Entonces ―contaba Ricardo con mucha sorna― la «gran poeta» que no podía dejar de lucirse, subió al pequeño escenario, arrebató el micrófono de manos del animador y dijo que quería homenajear a este pueblo que tan maravillosamente la había recibido y que, inspirada en los hechos sucedidos y en tan hospitalario lugar, había escrito un poema de saludo, que iba dirigido a ellos. Aclaró que era reciente y que perdonaran si tenía algún error, pues no había tenido tiempo de corregirlo. 20


―Imagina cómo cayó el desplante en la concurrencia, entre los que había varios de sus compatriotas que fueron quienes más criticaron, sobre todo una muy calificada poeta colombiana residente en Nueva York y un lejano pariente del pintor Botero, a punto de levantarse y desaparecer cuando ella arrojó de un saque esa interminable composición ―le había dicho Ricardo. Gracia recordaba satisfecha la anécdota de su compañero y pensó que Mima no había venido sola. La otra, que compartía viaje con ella, así como también habitación en el hotel, parecía diametralmente opuesta. Era algo mayor o tal vez de una edad semejante, pero con sus excesivas operaciones estéticas, de las que Mima no estaba exenta tampoco, dejaba expuesta toda su debilidad anímica, algo de lo que no sufría su amiga. Esta tampoco se escapaba de los comentarios de Ricardo. En este caso algo que le había sucedido personalmente. En la fiesta de recepción de un evento sucedido también en Ecuador, en el que ambos coincidieron, Ana, que así se llamaba la poeta, bebió de más y en determinado momento se había puesto densa, monotemática, con que quería bailar con él. Cuando accedió por simple complacencia ―aclaró al contarlo―, ella se le abalanzó y quiso besarlo en la boca abriendo la suya en forma desmedida, como para tragarlo, situación que no supo cómo dominar. Finalmente, con la ayuda de otros, consiguieron sentarla y luego de unos instantes de sosiego, acarrearla a los tumbos hasta un vehículo que se ofreció para llevarla al hotel. Ricardo solía contar esas anécdotas en pequeñas reuniones que se hacían entre amigos, entremezclando el ambiente literario con los afectos personales. Gracia recordaba también otra anécdota parecida que el mismo Ricardo contara. En otro evento por Centro América o el Caribe, o México, Gracia no lo recordaba precisamente, una reconocida poeta a nivel internacional lo invitó a bailar en la noche previa al cierre del evento. La bella dama no lograba contener sus impulsos y también en pleno baile en que estaban muy abrazados lo besó en los labios, confundidos en la media luz que se perdía en los rincones. Por supuesto que él imaginó cómo terminaría aquella noche, pero al parecer el clima 21


demasiado tórrido y la playa cercana invitaron a que alguien encendiera una hoguera y muchos decidieran dormir allí, con el arrullo del mar. La poeta y Ricardo se hicieron una especie de nido en la arena bien cerca de las llamas y cuando estaban abrazándose llegó un poeta local y se acostó junto a ellos. Desde entonces las caricias y demás abrazos fueron disminuyendo hasta que los tres quedaron dormidos en la playa. Al amanecer, como nuevos, refrescados y algo todavía envueltos en deseos, salieron a caminar, esta vez solos por la orilla del mar. Hablaban de sueños y de esperanzas y de pronto, Ricardo, muy amante del tango y de su danza, sin más se puso a tararear y hasta a cantar: uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños/prometieron a sus ansias/ sabe que la lucha es cruel/ y es mucha pero lucha y se desangra/ por la fe que lo empecina./ Uno va arrastrándose entre espinas/ y en su afán de dar su amor/ sufre y se destroza hasta entender/ que uno se ha quedao sin corazón… y bailaron haciéndose un amor inigualable, como jamás se diera en ningún sitio, ni en ninguna circunstancia. ―Todo eso ―comentaba Ricardo― se lo debo a los mosquitos, aquella hoguera se encendió en la playa porque en el hotel en que estábamos, muy cercano al mar y en las habitaciones que nos implantaron, que estaban a medio terminar, se habían filtrado infinidad de esos recalcitrantes insectos, de los cuales debimos huir en bandada ya que nos habían desbordado. Cuando llegó a su casa Gracia sonreía enlazada a sus recuerdos. Encendió su computadora y siguió riendo porque pensó que no encontraría a Antonio, ya que lo acababa de dejar en la calle, en un trance de necesitar del sueño. Se equivocaba. Los saltitos del chat, acompañados de ese metálico sonido casi indescifrable del aviso, le anunciaron su presencia conmovedora. ―¿Cómo es que no fuiste a dormir? ―Te esperaba, sabía que entrarías. ―Pero no es hora ni siquiera para mí. Solamente entré para bajar mis correos, por si hay alguien que está llegando y quiere avisar. ―Mentira, entraste porque sabías que yo estaría acá. ―No es cierto, te dejé a dos cuadras del hotel y supuse que te habías ido a dormir porque en verdad lo necesitas. 22


―No tengo sueño y menos sabiendo que tú estás allí y no estás acá. ―¡Por favor, Antonio!, no seas pesado. ―Debe ser que me tienes mal acostumbrado. Siempre atiendes mis necesidades. ―Eso es cierto ―Gracia se sonrojaba y pensaba, menos mal que no se me ve, pero le dijo―: en adelante trataré de no darte tanta bola. ―¡Ah, no!, por favor, no seas mala. Mira, tengo un poema que me está dando vueltas en este mismo momento en la cabeza y es como que me bulle, dime por favor que lo leerás… ―Es tarde, Antonio, pero prometo leerlo luego.

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III La sala era lo suficientemente amplia como para cobijar unas cien personas, pero esa tarde no había ni la mitad. En general siempre eran los propios escritores y algunos amigos. Los que se encargaban del escenario y el sonido se aglutinaban en un rincón desde donde realizaban su tarea. Los que filmaban o sacaban fotos ―en este caso una pareja de aficionados también llegados de Europa con la mejor profesionalidad y técnica― se multiplicaban en uno de los laterales o en ambos, según fuera su opción. Ricardo ya conocía la realidad de esas puestas. Lo importante era documentar. Que cada uno pudiera mostrar lo que traía sin inconvenientes mayores, fuera o no posible obtener crédito económico del material exhibido, lo válido era que se exhibiera. Fueran o no escuchados los mensajes, lo fundamental era decirlos. En una feria de libros a la que había concurrido llevando material propio y de otros escritores, un editor amigo le pidió poder colocar en las estanterías algunas obras de sus autores a quienes había prometido que participarían de esa feria, en la cual él no tenía estand. Ricardo no se opuso, solamente le dijo que el espacio era pequeño y no iban a poder colocar todo. Entonces el editor le respondió: no te preocupes, es por un rato nada más. Colocó muy ordenaditos los ejemplares más destacados bien al frente, con un ángulo de visión e iluminación suficiente como para que fueran bien visibles. Tomó su cámara de fotos, una distancia razonable y empezó a sacar muestras. Cuando se sintió satisfecho y antes que viniesen los posibles compradores, levantó todo lo que había expuesto, agradeció y comentó: esto los va a dejar muy felices. Una hermandad real, muy conducente, existía entre aquellos poetas que asiduamente, o al menos en forma reiterada, se reencontraban en estos eventos culturales. Los abrazos y los largos tragos habilitaban intercambios de libros, conversaciones sobre hechos sucedidos en ocasiones anteriores, breves lecturas circulares que se daban en las noches de hotel, luego de culminadas todas las formales. Era tan cierto esto, tan comprobado, que se hacía inevitable invitar a los grupos 24


internacionales, que, aunque no siempre coincidieran los mismos personajes, tenían anécdotas vividas que alguien siempre recordaba. Nadie dejaba de lado la picardía del hallazgo, el enamoramiento virtual que se había dado en los recuerdos pero que, al desarrollarse en vivo, perdía puntualmente el encanto, retomando otras formas de amistades y cariños. Luego de los encuentros y durante un tiempo más bien breve, las comunicaciones, los elogios, las críticas y todo lo que había sobresalido de alguna forma, era la comidilla de los participantes, que mediante Internet continuaban trasladándose fotografías, videos, anécdotas, textos, o simplemente saludos y buenos deseos. Por supuesto que pasado el efecto de la emoción todo volvía a su cauce natural de grupos, silencios sobrevenidos de la imperante ausencia. Quedaban los libros intercambiados, las dedicatorias sutiles o declaradamente interesadas que llenaban bibliotecas en algunos casos y que casi nadie leía, las medallas y certificados, los reconocimientos de valores que apenas se comentaban entre los más próximos, o se falseaban hacia los más lejanos. Había casos en que esos certificados y demás documentos eran de utilidad para llenar currículos o para ser enmarcados y expuestos en algún sitio. Capítulo aparte eran uruguayos y argentinos con sus disputas a medias. Los últimos, queriendo hasta por demás al Uruguay, en un amor no demasiado correspondido. La famosa arrogancia, soberbia o egoísmo que se les endilga a los «porteños» genera ese rechazo, aunque en realidad lo que importaría es saber cómo ellos se ven a sí mismos, en relación con la imagen que, de ellos, tienen los otros. En contrapartida, los uruguayos lucen su desmedido complejo de inferioridad que ninguno quiere reconocer, pero se evidencia en sus actitudes, sin manifestarlo; resisten lo que sea argentino, discuten el origen del dulce de leche, pero se refugian en ese gran país que siempre les ofreció mejores condiciones que las de su propia tierra. Corre una anécdota atribuida a los uruguayos en que alguien mostraba algo que se había comprado recientemente y como pensaba que sin querer estaba presumiendo, no dejaba de comentar, y sí, lo compré en una liquidación. 25


De Uruguay llegó un grupo que incluía gente del interior, como el narrador Daniel Abelenda, quien ya había publicado algún libro con Ricardo; se tenían especial aprecio y además estaba bien al tanto de la forma en que se encaraban los encuentros. Ante su pedido, había que darle, como a algunos otros que así lo solicitaran, un espacio de lecturas a la brevedad posible, dado que muchos de esos escritores no podían quedarse durante todo el encuentro por razones laborales o simplemente no se quedaban por temas económicos. Entre los que llegaron con Daniel estaba el uruguayo Jorge, quien conversaba con algunos integrantes de la delegación argentina, bastante numerosa y disímil. Le comentaba a Aníbal, un joven poeta cordobés: ―Yo nunca estuve en Buenos Aires. ―Qué raro ―respondió Aníbal―, ustedes están tan cerca. ―Depende, cerca de lo lejos, porque a veces no se tienen ni motivos, ni posibilidades ―expresó Jorge. ―Tú eres muy joven también, parecería que a nosotros nos debería de gustar la aventura. Imagino que, para un uruguayo, ir para allá, por ejemplo, lo es ―le respondió Aníbal. ―Se trata de posibilidades y yo no las tuve. ―Sin embargo viniste a Platea… ¿Cómo te fue posible? ―Mirá, en este caso la asociación de escritores fue quien recibió la invitación de parte de Ricardo. Ellos me facilitaron venir, creo que por dos motivos: el primero, que necesitan de algunos de nosotros, los jóvenes, para renovar la sangre ―se rió de buen grado― y segúndo ―continuó―, porque me acompaño bien con la guitarra. ―Y te agrada cantar, sabes que a mí me apasiona la música. Me gustaría mostrarte mi colección de CD. ¿Tú tienes algo grabado? ―No, lamentablemente no me llegó el momento. ―Jorge tomó la guitarra que tenía a su lado y rasgueó las cuerdas mientras continuaba―. Quería que escucharas una letra que me anda rondando, a ver qué te parece… ―Dale ―contestó Aníbal mientras se sentaba en el suelo a su lado. Jorge tenía una voz liviana y entradora y se acompañaba bajito. Cantó unos versos: nada nos dice el frío/ ni el perfume en las flores/ ni el 26


silencio invisible/ que florece en el río/ las voces que se fraguan/ quieren mirar olores/ y con su tacto de agua/ desvanecer colores… ―No está pronto aún, se llamará «Sentidos» ―dijo, mientras apoyaba el instrumento. ―Has mezclado a propósito los sentidos. Creo que es buena letra y la melodía, como una balada… ―respondió Aníbal. ―Se me ocurrió en uno de esos días de sobrevivientes al clima que tenemos por allá, en los que en la mañana hacen seis grados y en la tarde veintitrés, para bajar nuevamente a cinco o seis en la noche. Tuvo que ver la playa que tengo cerca y algún amor lejano ―rió. ―Debe ser muy bello Montevideo, me gustaría visitarlo. ―Solo tienes que avisarme y te llevo a recorrer boliches. Por allá hay unas movidas muy interesantes, sobre todo en verano. Mirá, en la costa oceánica, bien al este, hay lugares en los que se vive casi al aire libre. Vas con una mochila y alguna carpita y cantando para la gente, como hago yo, vivís ―terminó Jorge. ―Me gustaría para ofrecer mis libros en la calle, como hago en Cosquín cuando el festival; es la única manera de venderlos ―agregó Aníbal.

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IV ―La intervención de otras artes trae aparejados conflictos mayores ―dijo Ricardo en una de las reuniones previas a la inauguración del Encuentro. ―Coincido ―respondió Gracia, mientras el resto del grupo discutía. ―Es indudable que entre escritores y sobre todo los siempre postergados poetas, es normal que no se valore ni económica ni popularmente la intervención extraña. Siempre el mayor aplauso es para músicos y otros artistas. Los plásticos requieren además espacios especiales para colgar cuadros y los que vienen del extranjero, a quienes se les imposibilita traer encuadrada la obra, se presentan con sus telas o cartones esperando o exigiendo que les solventen taller y materiales imprescindibles. Otros exigen lugares con ciertas características, que no siempre están disponibles ―siguió Ricardo. ―Pero no me digan que no enriquecen los Encuentros ―afirmó Melisa. ―Miren ―dijo Ricardo recordando―, en uno de los encuentros en que estuve, si no me equivoco, en Buenos Aires, habían ido dos pintores rivales, sin que los organizadores supiesen que lo eran. Razonablemente y en el marco de sus posibilidades, habían obtenido una sala sobre la calle Florida con todas las condiciones de luces, ambientación, accesibilidad y técnica adecuada. Era importante también que fuera una sala reconocida y que se diera a la vernissage una oportunidad inicial de destaque. Durante el montaje, cuando los artistas llegaron con sus obras y se encontraron, al unísono expresaron, cada uno por su lado, que si colgaba uno el otro no lo haría, pues de ninguna manera estaban conformes con compartir espacios ni tiempos y que habiendo ido hasta allí con los gastos que eso implicaba, debería resolverse el tema adecuadamente. Nunca supe cómo había terminado aquel embrollo, pero es de imaginarse. Melisa se revolvió en la silla porque precisamente había propuesto que se inaugurara con una exposición de un taller de gente amiga, 28


y ese comentario la dejaba sin salida. Fue entonces que Pedro, moviendo la cabeza, reconoció que el lugar de la poesía no podía ser invadido por otras disciplinas. ―Ni siquiera por la narrativa, que debe ocupar un espacio diferente ―afirmó. ―¿Tampoco es posible contar con música? ―preguntó Gracia. ―Con los músicos sucede algo similar ―continuó Ricardo―, casi todos son profesionales y por lo tanto pretenden vivir de su arte. No pueden aceptar que otros tengan espacios mejores, ni que no se les pague por adelantado su cachet. Luego vienen las imposiciones técnicas, siempre de altos costos: micrófonos, equipos, parlantes adecuados. Además, el vestuario, la escenificación, los auxiliares y por supuesto, la filmación. ¡Ah, no toleran pasar desapercibidos, cómo no van a acreditar sus actuaciones a sus trayectorias! Podemos invitar a aquellos que sepamos que vienen por solidaridad, que actúen como compañeros de ruta, porque se trata de un encuentro literario. Nos interesa, sí, convidar a otras artes, pero tampoco que se transformen en los protagonistas, porque en general lo hacemos para los poetas, para que tengan oportunidad de mostrar su obra… ―Entonces es mejor no invitar a nadie ―gritó Melisa dando unos golpecitos sobre la mesa―, todos coincidimos en que las mesas de lectura son lentas y no siempre agradables, deben considerarse como la columna vertebral de un encuentro de poetas, pero si no alternamos con música, por ejemplo, las tardes se hacen insoportables. ―Hay mucha gente que vale la pena y se puede invitar ―dijo Gracia. ―Sí, pero hay que tener mucho cuidado a quién se invita ―agre-gó Pedro. ―Perdonen que traiga a colación tantos recuerdos ―continuó Ricardo―, pero la experiencia manda. Un día en Belo Horizonte, Brasil, al cierre de un evento, faltando toda una tarde de mesas de lectura, un conjunto de música invitado, a la misma hora en que debían de realizarse las recitaciones, se puso a probar sonido y video en la pared tras la mesa. Incluso comenzaron a proyectar imágenes absolutamente ajenas. No solamente tuvieron esa actitud inoportuna, sino 29


que alguien de su equipo arrancó sencillamente el banner del evento, lo dobló parsimoniosamente y lo puso en un rincón, con el descaro propio de un irresponsable. ―Uno mira y escucha sorprendido la imposibilidad de madurar un mundo, que a veces quisiera ver salir de la primera infancia, pero es como que no puede ―dijo Pedro―, por eso es que ahora me acuerdo de aquel compañero con quien estudiábamos derecho, que mientras me enseñaba a cebar mate, una vez me dijo: «No creo en los microbios porque no los veo. Debe ser propaganda interesada». Ahora pienso cuáles manos habrán desatado las tragedias que amenazan la centuria que vivimos, la primera de este nuevo milenio. Tal vez sea que hay interesados en que haya menos gente, que quieran vivirlo más vacío, sin tantos alborotos de aquellos que reclaman. Todos lo miraron como que se había ido de contexto, pero ya conocían sus salidas y continuaron como si nada. ―Con el egoísmo no se puede ―dijo Gracia, para volver al tema― nosotros leemos hasta en la calle… ―Y muchas veces sin parlantes para un pueblo inexistente ―agre-gó Ricardo―. No puedo olvidar cuando nos parábamos hace unos años en la peatonal con un solo micrófono que salía de la librería de la esposa de Mauricio y encarábamos a la gente para que nos escuchara. ―Me acuerdo cuando vimos que las mañanas de sábado se instalaba a unos cuantos metros una señora bastante joven todavía, que era la única que nos aplaudía ―sonrió Gracia―, siempre estaba allí. Un día fui hasta ella y le pregunté qué le parecía nuestra actividad. La pobre Estrellita Cornejo no sabía qué contestarme. Al final, con su rostro iluminado me dijo: son geniales. ―Tal que la adoptamos y hoy todavía sigue con nosotros, coordina los grupos de recibimiento, sabían, ¿no? ―expresó Haydée saliendo de su mutismo. ―Sí, claro. Y cuánto progresó también en su escritura, recuerdo uno de sus cuentos, no sé si vos te acordás, creo que debés acordarte, porque lo publicaste en una antología… ―dijo Pedro. ―¿A cuál te referís? ¿No será Manuela, ¿no? ―respondió Ricardo. 30


―Sí, es antológico ―recordó Pedro―, el de la niña que esperaba a Manuela y no quería hacer nada si ella no venía. La madre la rezongaba y le decía, pero ¿quién es Manuela? ―Entonces la niña fue hasta la puerta y la abrió diciendo con gran alegría, viniste Manuela… ¿no ves mamá?, agregó señalando una paloma, ella es Manuela ―terminó Ricardo.

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V Los días del Encuentro fueron de desborde para Mauricio. Quiso ir tras Luba, pero ella se programó de tal forma que logró eludir todos sus apremios. Sofía la miraba casi con odio. Mauricio la merodeaba y sin preocuparse de que su amante estuviese presente, le decía muchas veces palabras que ella no entendía muy bien, pero a las que le adivinaba la intención. Sofía no era poeta, ni artista, ni tenía nada que ver con la cultura; no le gustaba ni siquiera leer; prefería ver la tele o salir a bailar con sus amistades, pero estaba muy enamorada de Mauricio y no le importaba que este fuera casado, ni que la despreciara. Luba abominaba esa situación. Le parecía imposible que existieran esas deprimentes mujeres que se pegan a un hombre sin escrúpulos, como si fueran su sombra. Precisamente ahora, en el bar, lo estaba comentando con Víctor, el joven poeta que de vez en cuando participaba sin mayores obligaciones del encuentro y tiraba fotografías sin responsabilidad, únicamente para su deleite. Víctor no conseguía que Luba lo visitara en su casa para escuchar discos, como era su deseo, pero habitualmente le prestaba compactos de la mejor música brasilera moderna, que ella agradecía con sonrisas y en esas ocasiones charlaban, tomando algún cafecito de paso. Luba lo había conocido en la librería de Mauricio. Un día que estaba hojeando un poemario español-portugués llamado Espejos de la palabra, él entró. Luego de saludar a Aurora, que estaba atendiendo a un comprador, se acercó a su lado y le dijo: ―Hola, ¿cómo estás? Yo ya te vi otras veces y Mauricio me habló de ti, me dijo que eras brasilera y que venías habitualmente a la librería. Sabes que a mí me gusta mucho Brasil, sobre todo Río, ciudad en la que estuve un par de veces. Le confió que, pese a su edad, había conocido allá la devoción que la gente tenía por Vinicius de Moraes y por Tom Jobim, recordó a «Garota de Ipanema» y a Toquinho, un magistral intérprete de la guitarra. También le dijo que su casa estaba inundada de grabaciones de diversos intérpretes y que por supuesto le gustaría que lo visitara. Allí 32


podría tomar cuenta también de las más actuales bandas de rock y de rock nacional. Víctor hablaba multiplicándose, atropellándose con una vertiginosidad que Luba consideró excesiva. Lo miró lánguidamente, como no entendiendo la situación creada. Sus ojos oscuros en el marco de la piel tostada maravillaron al muchacho que interpretó el gesto de la mujer como de tragedia. Ella no se proponía desafiar con la mirada, ni conmover siquiera, todo era muy espontáneo. Una pequeña mueca de la mujer le hizo comprender que ella no lo estaba entendiendo. Entonces se detuvo meciéndose los cabellos y, agarrándose la cabeza con ambas manos le dijo mucho más lentamente, soy un torpe, realmente lo soy, solo estaba queriendo invitarte a que vinieras a mi casa para mostrarte mi colección musical. Ella asintió con la cabeza y confirmó en portugués, esta tudo bem, eu vou, eu vou. ―Ah, Dorival Caymmi, Eu vou prá Maracangalha/ Eu vou/ ―exclamó Víctor. En esta charla que ahora tenían durante el Encuentro, Víctor le confirmó que no lo asombraban las impertinencias de Mauricio. Le comentó sobre Sofía: ―Mauricio simplemente la ignora. ―Eso ―respondió Luba mientras echaba azúcar en su café―, ela é muito idiota, sabe… no merece. ―Lo que más me molesta de Mauricio es su veleidad ―continuó Víctor―. Recuerdo una vez que fuimos juntos a Chile, invitados por un grupo de escritores chilenos que organizaban una gira por los espacios donde anduvo Neruda, sus casas, Isla Negra, La Chascona en Santiago, La Sebastiana de Valparaíso. También fuimos al sur por la tierra de Gabriela Mistral. Mauricio evidenció en todo momento su desfachatez. Si hubiese sido yo, ni me hubiera animado a mirarme al espejo después. Porque todo lo toma en chanza. Entre sonrisas ni siquiera teme que le descubran la destreza en encaramarse, en sujetarse a los cordones de la aventura. Recién llegado se planteó obtener ventajas materiales sin esperar su turno o el turno de los demás. Arrebató una botella de vino en vez de una copa, chantajeó un plato de comida más abundante. Podía hacerlo, porque iba por el lado de atrás y empezaba a conversar con la ayudante de cocina, casualmente jovencita 33


y si bien un poco desgastada por el oficio, lo suficientemente hábil como para darse cuenta de que no era con cualquiera que estaba hablando y se sentía iluminada en su oscuridad, porque los labios poetas le decían que era bella y que podían temblar los Andes, que de Chile no se iba sin que le diera un beso. Entonces ella aportaba bebida, algún trago de pisco entre cholgas y panecillos de centeno más allá de sus fuerzas y mis ganas de desaparecer de la vergüenza. »Pero, además ―continuó―, Mauricio se encontró allí con una muchacha argentina de menos de treinta años, con marcado acento porteño, grandes risotadas, sonrisa amplia y una belleza escultural remarcada por la forma tradicional que tienen de acicalarse. Había venido acompañada al evento por un veterano poeta ya rondando los setenta. Hubo versiones que afirmaban que ellos habían pasado unos días previos en Santiago, compartiendo habitación de hotel. Se les había visto juntos incluso en Isla Negra, tomándose mutuas y conjuntas fotografías y leyendo poemas frente al mar. Imagina ―remarcó el muchacho―, ella disimulaba su relación, tratando de que no los vieran demasiado cerca. Sin embargo, lo adivinábamos en la forma en que él la miraba, como custodiándola. Ella se le escabullía y trataba de evitarlo.» Víctor hizo una pausa mientras tomaba el último sorbo de su café. ―Segue, segue. É muito certo ―pidió Luba ansiosa. ―Ya ―continuó Víctor, mientras movía sus manos sin parar―, cuando la chica vio a Mauricio, no pudo disimular su atracción hacia él. Tal vez no deseada, pero real. Desde entonces estaban casi siempre juntos y terciaba en la pareja un joven poeta chileno, homosexual, con quien debió compartir habitación Mauricio, pese a sus protestas ante los organizadores. Capítulo aparte te comento que no sabemos por cuál motivo y espero que no haya sido por Mauricio, ese chico poeta gay se suicidó un mes después. ―¡Qué horror! ―exclamó Luba. ―Aquel poeta veterano sufría ―continuó Víctor―, se le veía en el rostro como se angustiaba. No sé, tal vez le reclamó algo a ella más de una vez y a ella le resultó pesado, porque la chica en sus ligerezas, profundizó aún más su rechazo, ya que a ojos vista de todos se evidenciaba cómo trataba de evadirlo y lo despreciaba. Lo increíble fue 34


el aislamiento y desesperación que iban en aumento por parte del hombre mayor. Una noche, luego de la lectura, después de haber tomado unos cuantos tragos, ella lo desafió públicamente abrazándose con Mauricio quien, por supuesto, aprovechó la ocasión, ya todos con unas cuantas copas encima, para darle un beso suavemente en los labios y ambos se miraron con complicidad. Al rato la pareja salió de la sala y detrás de ellos fue el joven poeta homosexual. Como no volvían, el viejo, que por recato no diré nunca su nombre, se levantó airado de su asiento y se fue también golpeando la puerta. ―Ahhh ―exclamó Luba. ―Dicen que, en la madrugada, antes del amanecer, escucharon y alcanzaron a verla bajando muy apurada la escalera desde el piso superior donde se alojaban Mauricio y su compañerito, como también lo debe de haber sentido el veterano siempre alerta. Mauricio me confesó luego que habían dormido los tres en una cama matrimonial prácticamente borrachos, al menos ella, ya que él, según su confesión, es medido para eso, aunque nadie sabrá nunca lo que realmente pueda haber sucedido. Lo cierto es que al día siguiente se encontraba Mauricio en la habitación de la muchacha conversando con la puerta abierta, sentados ambos al borde de la cama y el viejo se paró en la entrada y la llamó. Ella no supo qué hacer mirando a Mauricio, a quien seguramente ya le había comentado con sus retoques, la situación. Desde la puerta el poeta volvió a requerirla, le dijo, ven, tenemos que hablar, ¿vas a quedarte allí? Ella entonces respondió, después hablamos, mientras el hombre, que parecía en realidad bastante menor a sus años, como para anhelar aún tener una relación agradable con una muchacha, quedaba inmóvil, como estaqueado. Mauricio, insolentemente le gritó, ¿no ves que estamos conversando?, no molestes y agregó mientras el veterano se alejaba, como para que lo oyera el hotel entero: viejo de mierda, ¡qué agobiante y obsesivo! Allá quedó seguramente aquel hombre víctima de una terrible humillación, de no haber podido enfrentar en las mismas condiciones a una persona más joven e irreverente, pero sobre todo por no traicionar algún acuerdo de caballero formal o tácito con la joven, de no delatarla, defendiendo a toda costa su imagen. 35


Allá quedó, seguramente sin poder confiar a nadie sus conflictos, en una situación de la que no sé si se habrá podido reponer. Tal vez sí, seguramente después de mucho tiempo y que alguien le asegurara que hay gente que no vale la pena.

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VI Luba tenía ahora todos los antecedentes y sabía que Mauricio no iba a ceder en su objetivo de conquistarla. Fueron meses, entre aquel recital donde lo conoció y en este encuentro en que, de alguna forma, el hombre también la había invadido. En realidad, después de haber pasado un buen tiempo, Luba tenía todo más claro en relación con su entorno. Recién llegada a Platea no se movía para nada sola. Iba a todas partes con Teresa, su profesora de español, traductora y hasta cierto punto amiga. Luego empezó a animarse, sobre todo desde aquel sábado que visitara la librería. Se trataba de un lugar de esos que huelen a papel añoso, donde se podía encontrar desde un manuscrito hasta una obra desconocida de algún escritor europeo que viniera con las importaciones que, en otros tiempos, el padre de la esposa de Mauricio, quien instaló la librería en la parte antigua de la ciudad, hubiese adquirido. Otro sábado volvió casi sigilosamente porque en verdad, ese Mauricio trasnochador y bohemio le había caído bien. Safado, decía en su lengua, pero al principio no le molestaba demasiado que él le proporcionara a buen precio los libros requeridos y que alguna vez se quedaran hasta el cierre y la acompañara hasta su casa. Pensó muchas veces en él. Lo adivinaba del otro lado de la ciudad, mientras ella hacía su tarea de diseño de la promoción de los productos de la empresa que representaba en Platea, conectándose por Internet con la casa central en São Paulo. Lo veía en las noches con Sofía saliendo o entrando en algún hotel de paso y más tarde aun volviendo a su casa donde ya ni lo esperaba Aurora, resignada a ser esposa abandonada o simplemente dueña de la librería. La empresa para la que trabajaba Luba pretendía, en el marco de pertenecer a un país emergente, dominar mercados. Muchas veces le sugería a la muchacha que hiciese vínculos con personajes de poder en Europa o si esto no era posible, contactar con sus funcionarios. Probablemente eso, ya incorporado al hábito natural de la mujer, le permitiera acceder a estratos más altos. También eso la iluminó en 37


cierto sentido, para acercarse luego a Antonio Carreras, cuando se enteró que además de poeta y editor, era reconocido en los círculos políticos y económicos, contando con muchas amistades influyentes. Pensó ella entonces que tal vez él pudiese incidir, recomendando su empresa, o mediando en algún negocio. Luba había aparecido entre los escritores como si fuese un sueño. En realidad, quien la había acercado al grupo era Mauricio, después del recital de la poeta cubana. Había transcurrido ya bastante tiempo desde entonces y Ricardo confiaba en su trato con los brasileños, pues si bien ella no era literata, gustaba de los eventos, las reuniones, las lecturas y había encontrado, de alguna forma, personas que trataban de entenderla y sacarla de aquella soledad que se tiene cuando uno no está en su país, en su hábitat. Safado, volvió a murmurar en la mañana del primer día del encuentro, cuando vio salir a Mauricio del ascensor del hotel, casi subrepticiamente, pues ninguno de los escritores locales se alojaba allí. Luba había ido a buscar a los brasileros para acompañarlos al Centro de Estudios Brasil, donde irían a dar una charla y posterior lectura. Mientras los esperaba en el lobby, vio que se abría la puerta del ascensor y que él descendía solo. Mauricio se sorprendió de verla allí, pero enseguida le dijo, tratando de disimular: ―¡Hola! No te imaginaba aquí tan temprano. Yo vine a buscar unos libros que olvidó darme anoche Simón Zavala, el ecuatoriano, ¿ves? Son ejemplares de Grafías, una edición bilingüe español-inglés traducida por Peter Thomas, que llevo para exponer en la librería. Vine ahora porque más tarde no podría, lamento haberlo despertado. ―Certo, o homem disse ontem que deitava cedo porque estava muito cansado… ―respondió Luba. ―Y algunos tragos, como todos, me parece ―sonrió Mauricio. Ambos rieron un poco y Luba lo miró burlona, mientras pensaba con quién habría pasado la noche el librero, poeta, buscador de quimeras, y le dio un escalofrío. Mauricio no solo había pasado la noche en el hotel, sino que se programaba otras salidas. Su frivolidad, además de interesarlo por algunas de las poetas visitantes, pasaba de Luba a María Esther, la jovencita del grupo que algunas tardes participaba del taller que realizaba 38


Pedro. Él solía también ir de vez en cuando y estando en clase, no le quitaba los ojos de encima. Ella también lo miraba, aunque en cierta forma le temía. Verlo siempre con su sombra, Sofía, saber que estaba casado con Aurora, eran por un lado circunstancias que la impedían y por otro, aguijones que la instigaban. Se preguntaba por qué un hombre de más de cuarenta, que si bien era atractivo, no se destacaba en nada por encima de nadie, podía ser de esa forma seductor y llegarle a erizar la piel cuando la besaba en la mejilla. El hotelito estaba cerca del taller de Pedro. A menos de tres cuadras. Cuando algunas veces pasaban con los alumnos por allí, ellos se miraban de reojo. Pero iban en grupo, se sabían los tiempos y más de una vez María Esther pasó sola y pensó, qué pena, podríamos tentar. Mauricio intuía todo eso con la vanidad herida porque Luba lo rechazaba siempre, con el aburrimiento que significaba salir permanentemente con Sofía, con el cansancio de saber que al volver a casa le esperaba la mutua indiferencia con Aurora, que casi sin reproches ya, lo recibía con total abandono de cualquier clase de atención. Si quería comer tenía que cocinarse o comprar hecho; la ropa, juntarla y llevarla al lavadero o lavarse las camisas en el baño; ya ni intentaba volver al dormitorio del que Aurora se adueñara definitivamente. Él pensaba que el cuartito del fondo del apartamento si bien era pequeño y el sillón cama había que hacerlo y deshacerlo a diario, le otorgaba, sin embargo, una libertad no desdeñable y por supuesto accesible a su débil economía. Para Pedro su taller era infaltable, con o sin evento, o así tuviese un solo alumno. Es más, dentro de la programación había uno ampliado con la participación de todos los escritores llegados, más los locales. La adicción por participar de talleres llega a ser para algunos algo insustituible, pudiendo pasar años en clases que se reiteran. Cuando María Esther y Mauricio salieron del taller, ese tercer día del Encuentro de escritores, iban solos. Los otros alumnos estaban colaborando en las distintas tareas de acompañamiento y recepción de los autores visitantes. Ella, por su carácter de alguna forma tímido y su poca edad, no se atrevía a enfrentar responsabilidades fuera de lo común y Mauricio, 39


tal como lo tildara Luba, safado, en otro sentido en español, trataba de zafar, precisamente, eludir cualquier labor que lo condenase a permanecer obligadamente en algo. Por eso, al pasar por el hotelito, pese a que venían andando lento y callados, poco más o menos sin mirarse, él la tomó de la mano y casi la obligó a entrar. En la recepción le pidieron los datos a él y ella, mientras tanto, quedó en un rinconcito, haciéndose la tonta. Les dieron un cuarto oscuro y barato. Ya no tuvo que arrastrarla. Ella caminó adelante, detrás del portero. Entraron. Había un film porno en la televisión y las paredes eran grises. Ellos no vieron nada. Solo se trenzaron en un beso y un abrazo apretado. Fueron besándose y sacándose la ropa uno al otro con dificultad, aunque no era mucha porque los días de otoño eran bastante cálidos. Mauricio le besaba el cuello y los senos y trató de quitarle la pequeña bombacha. María le paró la mano, no sigas. ―Cómo que no, ¿qué te pasa? ―casi le gritó él. ―Es que me vino ―le contestó. ―Pero ¿qué me decís, justo ahora? ―No sé, estoy en fecha y creo que los nervios… ―Te traicionaron… ay Dios! La sentó en la cama suavemente mientras se retiraba lo que le quedaba puesto de su ropa interior, que ya era muy poquito. Se paró frente a ella como incitándola. Ella cerró los ojos y dijo que no con la cabeza. Se dio cuenta que él no quedaría tranquilo y le tomó el miembro en sus manos. Él respiró aliviado cuando notó finalmente que a algo llegarían. Pensó en todas las vueltas que dan las cosas. En que hacía ya más de un año que día por día se veían, se tiraban lances tontos. Había creído que ella no se animaría jamás, porque en realidad siempre le estaba escapando con excusas sin mucha lógica. El día en que se decide, por favor, qué tortura… Ella empezó a moverlo con suavidad mientras él se sentaba a su lado y la continuaba besando. Boca, sobre todo boca, con esa ansiedad límite de lenguas y saliva. Ella gemía, gemía igual que si la estuviese penetrando. No pensaba nada, solo gemía y lanzaba pequeños gritos sordos que se apagaban con la voz tenue que venía de la tele porno, estúpida y letal. Él pensó en una ráfaga, por qué no la habían apagado, qué idiotas, y sentía que le venía un vértigo sexual ya que 40


ella había apurado sus movimientos, seguramente presionada por los besos y la sensación de dicha y de desgracia que se había complementado para embargarla. Finalmente, aquello sucedió. Rápido y largo resumen de un estallido interior que afloraba sobre las piernas de María que apretaba ahora ese pene entre sus rodillas y le acariciaba la espalda al hombre que no había podido poseerla. Quedaron extendidos sus cuerpos en forma transversal, en la cama que había dejado de ser estridente. ―Fue bueno ―dijo finalmente Mauricio. ―No era lo que querías ―respondió María Esther. ―Y… no, claro, pero peor vos que nada… ―Yo estoy bien, no sé por qué, pero estoy satisfecha, me gusta como besás y tu cuerpo tiene mucha fuerza. ―Se nota que sos poeta ―dijo él con un pequeño rictus― porque vivís lo imaginario como si fuera real. ―Fue real ―culminó María― y espero lo siga siendo.

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VII La programación del Encuentro tenía actividades proyectadas durante varios meses y discutidas en muchas ocasiones. Desde Argentina, Canadá, Colombia, Chile, Ecuador, Paraguay, Perú, México, Uruguay y Venezuela, por América, y España, por Europa, seguían llegando. Hasta de Angola, a través de Portugal, vino el joven poeta Onjaki, que había sido educado por profesores cubanos después de la liberación de su país. Su presencia en Platea, también, entonces, aumentaba la relación del grupo de Ricardo con la Isla. Pero el vínculo con Europa y por supuesto la península ibérica no terminaba con él. Una exuberante poeta portuguesa llegada de Canadá ametrallaba a todo el mundo con su Nikon profesional, hasta el punto que cuando se la veía venir desde lejos, algo que por sus descomunales dimensiones no era difícil de vislumbrar, los demás trataban de dar la vuelta o esconderse para evitarla. Un español discutía con todo el mundo desde su llegada a Platea el día previo al Encuentro, sobre la necesidad de terminar con las ediciones en papel. No se dan cuenta que son pasado, decía poniéndole los pelos de punta a Ricardo que estaba nada más y nada menos que preparando una antología para llevar a Cuba. El hombre realizaba toda una serie de análisis cibernéticos y de las cuantías de lectores que podían obtenerse de la gratuidad de las publicaciones en línea. En realidad, debía de haber sido motivo de una ponencia dentro del marco de realización, pero como del mismo modo que muchos de los presentes, se había inscripto a último momento, no había llegado a tiempo para tomar turno. Entonces se despachaba con el tema en cualquier momento y frente a cualquiera, le escucharan o no. Los almuerzos en común se desarrollaban en la plaza de comidas del mercado de frutos. Eran numerosas las mesas sobre las que se abalanzaban los comensales a la hora señalada, cuando se interrumpían las actividades literarias para dar paso a que las mandíbulas desarrollasen otras funciones menos intelectuales, pero igualmente culturales. 42


Efectivamente, allí se demostraban hábitos y costumbres de los distintos pueblos con una efectividad perfectamente comprobable. Un insólito poeta hindú, que únicamente hablaba inglés y era vegetariano, pidió por señas una ensalada en el primer almuerzo y cuando se la trajeron, volcó sobre la misma un frasco de mostaza, transformando esa pieza en algo que solamente él podría tragar. Unas poetas chilenas, residentes en Canadá, se quejaban ante Melisa, porque no podían asimilar nada de lo que se les ofrecía. ―Es imposible digerir tantos fritos ―decía una de ellas. ―No entiendo cómo hacen las comidas con ese único sabor a sal ―complementaba la otra. Melisa las escuchaba con paciencia hasta que les preguntó: ―¿Por qué no eligen otra cosa?, la variedad es muy grande ―replicó. ―Ay, mira ―dijo la primera―. Nosotras tratamos, pero nos ha caído muy mal la comida desde antier. En verdad no sabemos lo que nos han dado en ese cóctel, parecía que les hubiesen echado veneno a esos salados. ―Yo no puedo casi ni respirar desde entonces ―dijo la otra―, oye, que hemos visto al médico del hotel para que nos recomendara algo para parar mi descompostura y él nos recetó unos medicamentos que yo ni me atrevo a tomar, porque contienen sustancias que seguramente me empeorarán. ―¿Tú crees? ―intervino asombrada Haydée, que no cabía en su estupor. Ambas amigas, dentro de su tarea grupal de organizadoras, velaban por la seguridad y contribuían a la compañía de los visitantes. ―Estoy segura ―respondió la mujer, con una gestualidad de malestar que no podía controlar. ―Pienso que ustedes debieron comer algo en el avión que les cayó mal ―dijo Melisa quien ya no podía tolerar esa situación del servicio de cóctel―, salvo que les haya caído mal la bebida, algo que no es posible porque nos encargamos personalmente de controlar todo lo que se servía. Hicimos un seguimiento incluso hasta en la cocina donde se elaboraron los productos. 43


―Por otra parte ―agregó Haydée―, nosotras mismas comimos esas cosas y acá estamos perfectamente. ―Ah, no sé ―dijo la primera de las poetas―, pero ya lo decidimos, no nos vamos a quedar. Ya hicimos nuestro cambio de pasajes y nos vamos en la tarde. ―Solo les deseamos que tengan suerte ―agregó abochornada Melisa. En una mesa que compartían argentinos y uruguayos se apreciaba el gusto por la carne, las papas fritas y el pan. Sin embargo, no dejaban de haber algunos melindres. ―Por suerte en el desayuno hay té y frutas ―comentaba una delgada señora que parecía que le era imposible mantenerse en pie sin doblarse como un junco. ―Ni me digas, esas manzanas no tienen gusto a nada, y la leche estaba fría hoy de mañana ―dijo su compañera de habitación, que según comentaba, nunca hubiese pensado que nos iban a tener encerradas todo el día en una salita. ―Pues a mí me pareció fenómeno el desayuno ―contestó Jorge, el músico uruguayo, que pensó que estas damas no debían controlar sus esfínteres ni sus sexualidades, puesto que no lo dejaban de cor-tejar todo el tiempo, ni siquiera lo perdían de vista cuando intentaba abandonarlas. ―No, Jorge, no podés decir eso, porque vos que las probaste, bien viste que las facturas eran viejas, parecían de una semana ―dijo la primera. ―Jorgito ―agregó la otra, que parecía mayor, tenía un cuerpo más armonioso, que ya se le iba deformando―, yo como cualquier cosa, en Palermo, ya sé que no conocés, me lo dijiste, tendrías que ver lo que son las panaderías. Entrás y no sabés con qué quedarte. No sabés lo que son las tortas de fruta y las medialunas de manteca, uy, se deshacen en la boca. ―Ni qué hablar, los sándwiches de miga, que, aunque yo no los pruebo ni muerta ―agregó la flaca―, me dan ganas hasta de devorarlos. ―Pero qué me decís ―dijo otro uruguayo al que le decían Raúl y era un hombre calvo, de edad mediana, que parecía que arrastraba 44


las palabras antes de pronunciarlas―, si vos tragás una aceituna y parecés embarazada. Todos rieron de buena gana de la ocurrencia, menos, por supuesto la aludida, que se sonrojó. ―Más vale hablar de nosotros y no de los vecinos ―culminó Jorge. Lo más insólito de esos almuerzos ocurría en lo que se dio en llamar por algunos de los comensales «la esquina caliente». Simón, el ecuatoriano; un español, Javier Cabrera que decía no serlo, porque era de Islas Canarias y se consideraba a sí mismo latinoamericano; un venezolano al que Ricardo había conocido en Chile; los mismos Ricardo y Mauricio, entre los hombres, con algunas damas que iban rotando, pero se apuraban por introducirse entre sus componentes, decían conformarla. El primer día se dio por casualidad o por afinidad ese acercamiento, ya que en una mesa larga se situaron todos ellos. Rompió el fuego Simón, que agregó a su jugo de naranja un enorme chorro de ají picante. Ricardo, que lo conocía de años atrás y numerosos eventos le dijo suavemente en el oído: ―Parece que lo necesitas, seguramente eso es un excitante superior… ―El canario, que estaba muy atento, replicó: ―A partir de hoy, menos yo, por supuesto, todos ustedes van a tener que alimentarse con eso ―y sonrió mostrando todos sus dientes. ―Vaya ―comentó el venezolano―, al parecer tú, Simón, eres el más joven de todos, aunque no se te note. ―Ah, sí, puedo demostrarlo en cualquier parte. Si no, que te lo diga Ricardo que me ha visto en el Encuentro de Zamora, que organiza el mexicano Roberto Resendiz, terminar con un galón de cerveza sin respirar… ―Ni lo crean, no solamente eso, había que verlos correr cuando les trajeron la cuenta ―comentó Ricardo en una carcajada. Se superponían voces y risas provenientes de esa esquina de la mesa de tal modo, que el resto de los presentes parecía sentirse aislado y en verdad lo estaban, tanto, que un argentino en la otra punta les gritó, che, ¿qué pasa por ahí? Más seriedad, que están con el capo máximo. 45


Pero en la cabecera ni lo escuchaban. El capo máximo servía vino tinto en las copas de los otros, que brindaban cada uno por algo. ―Por mis amigos, pobres, que quedaron en Quito ―dijo Simón que dudaba si ponerle también picante al vino y agregó―: no saben lo que se están perdiendo. ―Pues tú no te has perdido ninguna ―aclaró el canario, como un buen observador. ―En serio, compañero ―dijo el venezolano―, no alcanzaron las bodegas del hotel para el poeta. ―Pues no lo conocen todavía ―replicó Ricardo, mientras Simón movía su cabeza perfectamente peinada en esas tonalidades de gris luminoso que lo caracterizaban. ―Ustedes hablan por hablar ―dijo― pierden el tiempo conmigo. Yo estoy ocupado en cosas superiores y no me detengo en menúdencias. ―Pues yo no lo llamaría «menudencias» cuando se trata de whisky en abundancia ―replicó Mauricio, que no dejaba de mirar la mesa vecina donde estaba Luba con los brasileros, en un diálogo que resonaba diferente, como murmureo e ininteligible para los demás―. Brindemos ahora por todas nuestras damas ―gritó por encima de las otras voces― y en especial por una que no nombro ―finalizó, ante la risa incontrolada de todos los presentes. Ricardo había arrimado a la «esquina caliente» a una poeta que le interesaba mucho. Sin cruzar los cincuenta, todavía no padecía los efectos de ese cambio hormonal que las hace a veces crecer el vientre, bajar los senos y engordar sin retorno. La presentó como crítica y periodista independiente que venía desde Asunción, aunque había nacido en Francia, hija de diplomáticos de su país. Por supuesto, su refinamiento y su belleza eran sobresalientes y mal que le pese a Ricardo, las bromas pesadas de los almuerzos parecían caerle muy mal a la mujer. Nadie puede jurarlo porque nadie lo vio, pero se sospechaba que, en las noches, pasado el segundo día del evento, en las puertas abiertas con sigilo y en los pasos marcados por el silencio que arrastra medias o calzado liviano, sin ruido, sin ecos, se deslizaban inequívocos enlaces, noches más calientes que en la esquina del comedor. Había de parte de ambos una corriente alterna de grado superior y en las 46


alegres mañanas en que ambos casualmente llegaban al desayuno en diferentes tiempos, podía para el buen observador, encontrarse una continuidad, un escalón intermedio a las acciones nocturnas. Tal vez, y esto ya es un producto de la imaginación de algunos, habría habido encuentros anteriores, y esto sería el corolario de una entrega anterior, de un romance oculto en que Ricardo como caballero que era, jamás iría a demostrar. Con lo que al parecer él no contaba era con la emotividad de la dama frente a alguien como Pedro, que además de su taller permanente, era un intelectual de fuste, listo siempre a dar una cátedra más allá de sus alumnos. En pocos días se enlazaron inevitablemente. Ella ya no se sentó junto a Ricardo, se retiraba cuando este se acercaba siempre con una excusa atenta y trataba de acercarse y protegerse en las palabras elogiosas y en la conversación literaria y analítica de Pedro. Seguramente Ricardo al principio no pensó que ella pudiera fijarse en un hombre ya muy mayor, enfermo, no necesariamente atractivo en su físico y sus rasgos elementales, pero elocuente y magnánimo para flechar la cancha a su favor, aunque no se lo propusiese. Y ella, la dama, pobrecita, ya sin rumbo entre los reclamos nunca demostrados públicamente de Ricardo, por otra parte, el organizador y responsable que no debía ceder ante presiones ni descomponerse en manifiestos y el atractivo formidable de quien debió ser por entonces su caballero soñado, su hombre, su reverenciado protector o protegido, vaya uno a saber. El tema es que, aunque tal vez las noches no cambiaran de rumbo, algo se había quebrado para siempre y aquella mujer devotamente entregó su alma al versado paladín de las letras de aquel grupo de poetas.

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VIII Platea relucía aún moderadamente cálida en ese otoño, con los amarillos de las hojas de los árboles callejeros y la solitaria silueta de los frutales que se vislumbraban al fondo de las casas de antiguas azoteas, que podían ser vistas desde las ventanas del hotel, sede primaria para el cóctel de apertura. El grupo se había preparado por materias, cada uno con sus misiones programadas. Lanzamiento de libros, mesas de exhibición y ventas, ponencias, conferencias que se llevarían a cabo en la sala municipal, coordinación por parte de Gracia de los cafés literarios a realizarse en las noches de esos cuatro días de insomnio en el famoso Café de los poetas. En el primer final del Encuentro habría una mesa de invitados especiales compuesta por los poetas uruguayos referentes del tango: Álvaro Ojeda, Miguel Ángel ―Cristo― Olivera y el «Nacho» Ignacio Suárez, y también de ella formaría parte el laureado poeta Eduardo Nogareda. Todo culminaría en un paseo cultural al interior del país. Por supuesto que también estaban pensadas visitas a centros de enseñan-za, donde los escritores locales acompañarían a los visitantes. Mien-tras, los componentes del grupo irían tomando sus diferentes respon-sabilidades acordes a las circunstancias; Luba, procuraría atender a los participantes llegados de Brasil. Algún tiempo atrás, cuando las reuniones preparatorias se sucedían, Mauricio, como miembro activo, anunció que traería al grupo a una persona impactante. Todos se miraron porque lo conocían. Sabían de sus andanzas y actitudes, por eso no los sorprendió que les comentara simplemente que había conocido a una brasileña muy interesante. Ricardo quiso saber si eso se justificaba, porque una cosa era participar de las peñas literarias y otra muy distinta, integrar la mesa de organización. Por eso fue que le dijo, mirá, vamos a verlo después. Mauricio se sonrió y solo comentó, no te vas a arrepentir. Todo se venía elaborando precisamente en esas reuniones semanales que este pequeño conjunto de poetas realizaba en Platea. 48


Dos años hacía que todos los miércoles se encontraban poéticamente, como si fuese casi indispensable. A veces distraídos y barullentos, otras, retraídos y confusos. Era cuestión de ir llevando las individualidades como si fuesen plantas de un jardín endemoniado, en el que algunas florecían y otras se iban marchitando. Eso lo sabía bien Ricardo que bordaba, con un hilo muy fino, el entramado de esa tela. En aquel Café encontraba a sus convocados poetas y escritores. Los de siempre y los que se iban incorporando. Entre ellos, solía también haber gente desconocida. Eso era lo que enriquecía las reuniones, las sorpresas que podían depararse. Cuando lo veían entrar con su vieja campera de cuero y su eterno portafolio, se oía un murmullo como el que se produce entre los alumnos cuando entra un profesor al salón, pero lleno de sonrisas y bromas. La decena de personas que se sentaba rodeando las mesas colocadas en forma de cuadrado, era de distintas edades y vestimentas. Las mujeres casi todas de mediana edad, aunque alguna ya respiraba los setenta y los hombres bastante trajeados, algunos excesivamente protocolares. Los grupos informales y algunos más organizados, son una característica casi instrumental entre los escritores. Hay espacios físicos que los albergan. Muchos son tradicionales. En verdad, no se sabe bien por qué existe esa necesidad de juntarse. Probablemente para escucharse mutuamente, o cada uno a sí mismo, como en la mayoría de los casos. Sin embargo, solía suceder que, si pertenecías a uno, no podías ir a otro o eras rechazado en los demás. Siempre los celos y las envidias solían alojarse entre los ojos. Hubo un escritor famoso que se refería a esos grupos llamándolos serpentarios. Esas plateas establecidas lo han sido durante décadas. Humberto Zarrilli fue el coordinador de una de las más famosas peñas literarias de mediados del siglo XX, llamada Meridión. Un poeta bohemio, que era más conocido como autor de libros escolares. Siempre, para empezar la ronda, levantaba su copa y afirmaba, vaso vacío es vaso fracasado/como un dios sin hombres y la llenaba de vino. Entonces se iniciaba aquella lectura sin solución de continuidad, hasta que alguno empezaba a recoger sus libros y se marchaba. Emilio Carlos Tacconi, con 49


su pronunciación con dejo italiano, recitaba el poema que lo hiciera famoso y que siempre le pedían. Se le veía alzarse y crecer mientras sacudía sus grandes manos de obrero frente a la cara de sus vecinos, tengo las manos ásperas pero hay pan en la mesa y los contertulios aplaudían con ganas cuando finalizaba, …después de haber pulido la luz de las estrellas /¡qué ásperas las manos le habrán quedado a Dios! Muchos de esos poemas eran muletillas que no faltaban nunca. Los versos encendidos eran lo básico de las reuniones, pero algunas veces se generaban controversias interminables, llenas de manifiestos, proclamas y polémicas de la supuesta vanguardia literaria hispanoamericana. Otras entidades y grupos competían, del mismo modo que continúa sucediendo ahora, en formatos y destinos, en miembros y orígenes. Los traslados desde unos grupos a otros se producían igual ahora que antes. Ricardo, en su juventud, había participado en algunas de esas gloriosas peñas literarias, donde cada uno esperaba, sin oírlo, que el otro terminase su lectura para arremeter con sus versos. Iba con sus primeras letras que escribía para enamorar y enamorarse. Por supuesto, se generaba a un tiempo esa cuestión de rangos y de atrevimientos entre veteranos y jovencitos que creían que era hora de destronar ancianos, mientras estos los miraban como a niños malcriados. También entonces se acunaba el parricidio que una generación realizaba sobre la anterior a la que destronaba y ridiculizaba sin piedad. Ciertamente que esos inicios fomentaron de alguna forma una inquietud literaria que de manera no permanente le iría a acompañar, condicionado por la vida cambiante y tantas veces dura. Sin embargo, aquel inicio de letras inconclusas, de debates incoherentes, fanatismos y efímeras satisfacciones, lo empujaron a tomar un lugar en la coordinación y dirección de la materia, para ciertos grupos emergentes. Algunos de esos conjuntos juveniles rivalizaban y los objetivos eran sus motivaciones de disputas. Había los que salían por las calles durante manifestaciones estudiantiles o de otra índole, distribuyendo folletos con sus poemas o pintando o pegándolos en los muros. Otros, considerados elitistas por los primeros, preferían publicar en cuadernillos poéticos y realizar recitales en salones o irrumpir en grupo en las peñas ya organizadas. 50


Pero el tiempo había transitado en la vida de Ricardo, que debió pasar por períodos difíciles sucedidos en su entorno y habitar largos años en otros lugares cercanos y más lejanos. En alguno de esos momentos, dadas sus simpatías ideológicamente manifiestas y ya instalado nuevamente en Platea, le ofrecieron la representación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Tal vez haya sido porque vieron en él condiciones positivas en cuanto a organizador. Conseguía llevar donaciones obtenidas de las campañas de solidaridad de la década del noventa, ante la caída de la Unión Soviética. Mucha gente lo acompañaba y así contribuía a combatir el riguroso cerco económico y político del bloqueo norteamericano. Fue por entonces que había terminado con un matrimonio mal avenido y rigurosamente insano. Situaciones complicadas y arduas. Lo que fuera su propio exilio político en circunstancias difíciles, no solamente por los peligros, sino, en lo personal, porque no era sencillo tener que escapar y esconderse con mujer e hijos. Una mujer, además, que no compartía en nada sus pensamientos. Alguien que ha visto irse su tierra muchas veces más allá del horizonte, sabe que es imposible dejar de verla siempre, ya que es lo único que no se olvida. Basta mirar a esos viejos envueltos en su aire taciturno. Si pudiésemos preguntarles así, de golpe, qué están recordando mientras mastican el tabaco de hoja y echan escupitajos de saliva marrón, te hablarán de una aldea que ya no existe, de un arroyo que ya se habrá secado, de un pueblo de montaña que, en definitiva, está existiendo solo en su memoria y en sus sonrisas tristes. Todo daba aliento a su ruptura con la tierra. No hay escuela para inmigrantes. No se enseña en ningún curso que el olvido está vedado. No hay asidero tal, en ninguna parte cerca o lejos, que permita dejar de recorrer la tierra de uno en cada sueño, y preguntar y escuchar la voz de los que hablan como uno en cada encuentro, y apretar los dientes frente al horror de hallarse solo. En aquel entonces algo conmovía las estructuras del pasado reciente y algo también se agotaba dentro de él. El conflicto que se había gestado durante parte de los diez años anteriores, aunque hubiese nacido signado por el odio y el dolor, llegó a catapultarse en el amor y la devoción que le tuvo a aquella mujer. No lo podía negar, 51


aunque los hechos, el tiempo, sus propios dolores y debilidades le dieran pautas para la duda. Duda por un amor quizá maldecido en su debilidad, golpeado en sus flancos, con el aliento único de dos o tal vez, lo que es peor, de uno solo. Un amor, quizá así haya que llamarlo, que lo impulsó a caminar rápidamente apartando las ramas con una sola mano. La otra debía arrastrar, sin respiro, sin lugar para desmayos, a ese ser al cual piadosamente alguno llamó enfermo, sin comprender, como tal vez hoy tampoco han comprendido aún, dónde está el límite para la demencia y con qué derecho se puede intervenir, planificar, organizar la vida, sin estar apostando a la muerte, o al menos a la causa perdida. En el momento en que Ricardo debió estar alerta, no vio cómo se forman los abismos, cómo las gaviotas planean siempre sobre el despojo, en la basura, y no se debe idealizar a los seres destinados a ser depredadores y a alimentarse de carroña, por más que a veces, se dispongan a hacer nido. Ricardo en aquel tiempo se repetía, después será distinto. Vivía ansioso y lleno de zozobra. En ese entonces no hacía gala de arrugas invernales. Si bien ya no era un muchacho, contaba con la fuerza necesaria para la reconstrucción. No sé si esperaba ser reconocido, porque es sabido que cuando uno se aísla por largo tiempo, no va a encontrar casi nada de lo que había entonces. Sobre todo, si uno se fue exiliado, cuando las papas ardían en el ojo, y los echaban lejos, como perros arrojados a una bandeja transitoria. Hacía bastante que ya no se veían. Nunca supo qué clase de impacto le representaba su presencia, pero no era algo liviano. Tanto así, que alguna vez contó que a veces soñaba con ella, que lo marcaba de una manera muy extraña en esos sueños sucedidos en cualquier instante. Ricardo llegó a escribir lo que le sucedía: Increíblemente vino en este sueño. Ya casi despertaba y llegó desnuda, me dijo, no te preocupes por mí, estoy bien, ve nomás a tus reuniones que no me importa. Se apretó contra mi pecho y desperté. Todavía siento el calor de sus senos. Me arrimaba una piel tersa y olorosa a perfumes profundos. Vino como cuando la conocí, pero tenía el pelo más oscuro. No sé mucho más que eso, sus pies eran carnosos, suaves y sus manos no llegaron a tocar mi rostro, solo se marcaron en mi espalda. 52


IX Al final del segundo día, cuando se habían ido las dos poetas de regreso a Canadá, Ricardo comprobó, con muchísimo dolor y vergüenza, porque le informaron en la recepción del hotel, que las mujeres habían dejado sin pagar el saldo de su cuenta, ya que solo habían abonado la reserva. Se dijo, algo más para la anécdota… Pero como todo, el Encuentro acababa y ya se había anunciado el viaje a Cuba. Sería inexorablemente ese mismo año. Ricardo no ignoraba lo que estaba sucediendo. La gente hablaba siempre de más. Sobre todo, algunos extranjeros que sobrentendían que todo les estaba permitido. Por eso, cada tarde, daba las coordenadas del día siguiente y anunciaba la libertad que se tenía, dentro del respeto por los otros, durante los cafés literarios. Claro que en eso muchas veces chocaba con Gracia, quien gustaba de dar temas, realizar experiencias de poemas colectivos y otras opciones de recreación. Gracia, en su medida, daba tiempos de acción, de lecturas y recomendaba: ―Todos sabemos quiénes somos, por lo tanto, no debemos perder tiempo en presentarnos o explicar los textos. Los poemas deben hablar por sí mismos, sobre todo entre poetas. ―Pero yo escribo cuentos ―decía una argentina de Mendoza, que quería participar. ―Puedes leer un fragmento o un cuento muy breve ―respondía Gracia, que quería ejercer el control. ―No tengo cortos ―le respondía más de uno a la vez, y ella replicaba que para eso estaban las mesas de lectura establecidas, al tiempo en que también lo eran las ponencias―. Nadie me pase de los cinco minutos porque se quedará gente sin leer. Somos muchos ―aclaraba. Algunos grupos de jóvenes que no participaban del evento, sin embargo, concurrían al café literario y se introducían con comodidad. Es el caso de un colectivo llamado 7 segundos, muy independiente, 53


conformado por Patricia Mariño, Tabaré Gonela, Ismael Smith, Paulo Roddel, Ernesto Viñals, Valeria Quintero y el inefable Eduardo de Souza, con su eterna máquina fotográfica y su apetencia de poemarios que arrebataba por doquier para componer una biblioteca de más de ocho mil títulos. Las ponencias se habían cumplido en su totalidad. El tema convocante en esta ocasión, «La integración cultural multilingüe. Diversidad y herencia cultural. Influencias y contribuciones en la formación cultural de los países iberoamericanos», había permitido las expresiones de al menos ocho de los poetas en español y portugués. A Ricardo le llamó la atención y estaba leyéndole en la tarde a Melisa un fragmento de la ponencia de Pedro, de quien siempre se podía esperar una sorpresa intelectual. Ricardo sentía en él un colaborador, pero también un crítico implacable. Siempre lo consideraba y a menúdo lo leía para recordar lo que es útil en la profesión. Pedro había escrito sobre un poemario de Ricardo: Cuando leo un libro, sobre todo de poesía, trato de olvidarme de que el autor es un amigo, el autor es solo un poeta, en este caso con mucha obra anterior que ha marcado un camino expresivo. Y con ese poeta me reencontré en la página 3; después de leer su primera versión. Hay en este poema versos que son poesía, pero también los hay algunos que son lejanos a su forma de escribir, como que le faltó una revisión a fondo y la esencia se pierde en un palabrerío que no es lo típico de sus textos. Y en la ponencia decía: …estaremos atentos, vigilantes y seguros, porque se terminó el tiempo de ocultarse y esto no es solo un proceso político oficial, sino de la ciudadanía de un país que exige que todos sus habitantes tengan iguales oportunidades. Que no se les siga negando la existencia a tantos hermanos. Por eso vamos a abrir la puerta de esta tierra a quienes vengan a compartir. A todos los testigos que asomen su mirada a la construcción de un edificio, tantas y tantas veces diferido. 54


―Creo que es excesivo ―comentó Gracia. ―Me parece oportuno ―contrarrestó Ricardo―, porque se sigue ignorando lo que nosotros hacemos. ¿A ti te parece que con toda la promoción que realizamos del evento y la presencia de casi cincuenta autores internacionales, la prensa ni se asome y únicamente estemos nosotros en la mayoría de las ocasiones? En otros países suele venir hasta la televisión y ni qué hablar de diarios o semanarios. Acá nunca nos podemos sacar una foto que salga en algún medio escrito. ¿Te parece razonable que los otros intelectuales que no fueran invitados especialmente, por encima de nosotros… porque lo he palpado un sinnúmero de veces, traten de «pescar» a nuestra gente para llevarlos a otras actividades? ―Pero hay también interés de algunos extranjeros en escaparse ―respondió Melisa―. Mira la mexicana que se «fugó» con el músico. Ah, eso es increíble, vino por nosotros y se «preparó», para la misma hora del cierre del evento en la ciudad, una presentación literariomusical personal en la Sala Blanca. ―E hizo correr invitaciones especiales que ya había traído impresas desde México ―confirmó Ricardo― aunque eso es ya un extremo. Me molestan mucho más los que aprovechan nuestro esfuerzo, desmantelando en parte nuestras actividades y arrastrando a los visitantes para sus propios actos. Por eso me pareció muy bien la ponencia de Pedro, como siempre, brillante. ―Sí, en eso tienes razón. Mientras hablaban, se acercó precisamente Pedro que venía a preguntar si ya estaba todo listo para la última mesa de lecturas que debía iniciarse en media hora de acuerdo al programa. ―Estábamos hablando de tu ponencia ―le dijo Ricardo―, comentaba lo oportuna que fue. Dejaste bien claro que en Platea se debería, porque no sucede siempre, abrir las puertas a otras expresiones. ―A mí me gustó la del canario ―dijo Pedro―, no conocía tanto las influencias de las Islas Canarias en la cultura de muchos de nuestros pueblos, sobre todo en Cuba. ―Pues te diré que tanto acá, como en varios países, él estuvo buscando descendientes de canarios. Los trató de hallar por sus apellidos 55


y según me dijo, es sorprendente todo lo que encontró. Incluso Cabrera, de su propio nombre, acá en Platea. ―Me parece un joven muy inteligente ―agregó Melisa. ―Sí, lo es ―confirmó Pedro preguntándole a Ricardo―. ¿Son seis mesas como ayer? Porque me toca coordinar a mí y me parece que, siendo hoy la cena de cierre, la gente querrá terminar cuanto an-tes para ir a vestirse para la ocasión. ¿Te parece abreviar los tiempos, dar menos de cinco minutos a cada uno? ―Mira, Pedro, no creo. Debes ser muy riguroso en las medidas, aplicar el aviso previo al faltar un minuto y castigar con el cierre a los que quieran excederse, pero la gente no ha venido de tan lejos como para no tener ni siquiera la oportunidad de su lectura ―decretó Ricardo. ―En las mesas que coordinó ayer Mauricio junto con Luba, en la que intervinieron los brasileros, fue un escándalo ―afirmó Melisa―, no pudieron controlarlas y todos se extendieron por demás. ―No solo eso, me dijeron ―porque yo no pude estar pues andaba tras el ómnibus que nos llevará al paseo― que funcionó como ellos están acostumbrados, como un sarao, fiesta vespertina o nocturna, que viene del galaico-portugués, con música y otras manifestaciones, en que cada uno se levanta y dice alguna cosa sin ordenamiento previo. Pero bueno, no debemos preocuparnos por eso, porque son manifestaciones culturales distintas, que es lo que precisamente nosotros queremos, dar oportunidades y respetar las diferencias. Por ejemplo, las presentaciones de libros a las que nosotros estamos acostumbrados no se realizan, al menos en Brasilia. Allá se llama a assinar cópias y el autor se sienta en un bar con sus libros, la gente se acerca, los compra y él les firma ―terminó Ricardo. La precisión de la mesa de lecturas de Pedro fue prácticamente inviolada, aunque había un poeta argentino de Córdoba que se puso a recitar y era muy aplaudido porque sus textos llegaban bien y se excedió de sus tiempos por lo que dos veces debió avisársele. Parecía, en su ensimismamiento, que no se daba cuenta de nada, únicamente 56


hablaba y volcaba una vorágine de textos brevísimos, algunos angustiantes, otros emotivos, algunos pocos, humorísticos. ¡Pedro no perdonaba y lo rezongó un poco!, pero las sonrisas y los ¡bravo, bravo! de la mayoría de los poetas presentes, casi todos a esa hora, porque se acercaba el final, no le dejaron ser tan severo. Eso bastó para que comprendiese y diera rienda suelta a la tropelía. ―Niños ―dijo también con mucho humor, al cerrar la última mesa―, mis tiempos de cátedra quedaron lejos. No soy de los que pegaban con la regla en las manos de los alumnos, pero Ricardo me autorizó a aplicarles un rezongo. Estamos en el cierre, todos bastante cansados, pero espero que muy satisfechos con los resultados. Vimos que todos pudieron expresarse, que si bien no se vendieron muchos libros como era de esperar, todos pudieron intercambiar y hemos ampliado en Platea el espectro cultural para algunas personas que se interesaron. Que, por otra parte, hemos hecho muchos y muy buenos amigos, que algunos de los que están acá, se marchan esta noche o mañana y no nos acompañarán al paseo final, pero debo agradecer a todos, por la paciencia que nos han tenido. Que si hemos fallado en algunas cosas y pudimos ser motivo de crítica o de desafecto, rogamos nos disculpen y piensen que todo lo elaboramos con muchísima buena voluntad. Algunos nos acompañarán más adelante al viaje que haremos a Cuba, donde llevaremos una muestra de todo lo vivido aquí, ya sea en libros o en recuerdos y mensajes. Los invito entonces a vernos en una hora más o menos en la cena final, que no será la última, pero tiene las connotaciones de una cordial despedida. Allí ya no será la literatura la convocante, sino el compañerismo y la leyenda que continúa flotando sobre todos nosotros, de la solidaridad. Ojalá amigos, algo de eso haya quedado definitivamente grabado en cada uno. Muchas gracias y hasta siempre. Un par de horas después se reencontraron en la cena. Los brasileros, que andaban juntos para todos lados, también estuvieron y Luba les sirvió de intérprete, al igual que lo hizo en casi todas las actividades. Sin embargo, no consiguió que intercambiaran nada con los argentinos. En esa indiferencia se veía desde lejos la rivalidad y la incomprensión mutua. 57


Luis, que de los organizadores era el bohemio empedernido, señaló con su pipa apagada, los lugares opuestos de los vecinos enfrentados y lo comentó a Pedro, a María Esther y a algunos visitantes con quienes compartía mesa: ―Esos, sin que nadie lo perciba de inmediato, son los más duros rivales. No solo porque son grandes territorialmente, sino porque compiten por el poder en el continente. Como poetas son naturalmente distintos, en sus formas y en sus tradiciones. En verdad, los brasileños tienden a tener una poesía rimada y medida, siendo absolutamente nacionalistas y religiosos, mientras los argentinos, fundamentalmente los de las últimas generaciones, marcados por dictaduras sangrientas y desapariciones, son trágicos y descreídos de todo, aunque los del interior fundamentalmente también son creyentes y devotos. ―¿Es tan así? ―preguntó María Esther que esperaba saberlo, porque nunca había comprendido demasiado bien esas diferencias. ―Claro ―continuó Luis―. Mira, yo presencié en un evento al que fui invitado en Brasilia hace ya algunos años, una escena que me impactó. Ese grupo humano que estaba visitando nada menos que la sede del Senado de Brasil, no tenía nada que ver con la literatura. Era un grupo del cual yo formaba parte y entre los que había varios argentinos. Se trataba de una visita de cortesía realizada por personas más relacionadas con la economía que con las artes. Bien, la persona que oficiaba de anfitrión y nos guiaba se adelantó al grupo y encaró al guardia con el que debía identificarse para ingresar al establecimiento oficial. El hombre, que seguramente no creyó que lo escucharan o pensó que no lo entenderían, dijo algo que jamás olvidaré. Preguntó cuál era el objetivo de la visita, lo cual le fue explicado. A continuación, preguntó si eran todos extranjeros. Se le contestó que sí, salvo el guía, claro. Existem argentinos aí?, preguntó, y como el guía respondió afirmativamente, agregó: Pois não deveria. Não vale a pena trazer essas pessoas aqui, concluyó sin medir la consecuencia de sus dichos. ―Es impresionante ―respondió la muchacha. ―En realidad, me sentí muy mal. No podemos concebir esas limitaciones, esos radicalismos absurdos. En verdad no quería ni entrar yo mismo. 58


―Se trata de tribus. Del mismo modo que cuando luchaban por el fuego. Varios miles de años de civilización no han servido para nada ―afirmó Pedro. ―Bueno, no es tan así ―replicó María Esther―, aunque respete que sea mi profesor, discrepo con usted en eso. Acá estamos nosotros todos juntos compartiendo este evento y eso es positivo. Se quedaron pensando en esas simples palabras, y se multiplicó la conversación superponiéndose las expresiones y los comentarios. Alguien podría decir, por ejemplo, ahora, dices que se puede repetir la experiencia, el éxito del evento no fue gracias a ti, sino a mí también y tendría razón. Otro podría afirmar que los que estuvieron no fueron buenos huéspedes porque realizaron críticas y no se dieron cuenta de los esfuerzos que se han hecho para conseguir las cosas. Puede cansarse definitivamente de decirlo que de todos modos no va a evitar las críticas. También podrá decir que no emprenderá más, que es la última vez, que ya está cansado y tal vez tenga razón, pero en breve iniciará la cuenta regresiva para otro evento. Es que hay una fiebre organizativa que muchas veces es más por el crecimiento propio que por otras razones. Aunque siempre va a primar el espíritu de fomentar la cultura. Alguna más diría refiriéndose a condiciones de trabajo en estos lances: Debemos reconocer que el ritmo es saturador. Un concepto de alguno de los participantes en la cena fue la síntesis: hacer físicas a las personas que conocíamos solo por Internet o por el material que enviaron para identificarse. Estrecharlos fue como un reencuentro después de muchos años, como los amigos que se fueron y uno sueña volver a encontrar, muchos que se han perdido por los barrios del mundo.

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X En Costa Verde estaba aquel chalet encantado. Frente al mar, con una construcción como de película de Hollywood. Para entrar había una forma tradicional: plataforma elevada, curva con barandas sim-ples, volantes, con una puerta amplia, palaciega, seguramente extraída de demoliciones de casas antiguas. La otra manera era por debajo, dando una larga vuelta a las cápsulas de garajes, varias superpuestas en espiral. Por esa entrada lateral, más sencilla, pero de rústico quebracho, se ingresaba al enorme salón que oficiaba de centro cálido de la mansión. Por la otra parte se ubicaban las salas de living-comedor y de estar, los baños, diversos cuartos para múltiples actividades de juegos, reposo, entretenimientos, y en la tercera planta, los dormitorios, otros baños y amplios ventanales que la rodeaban, con vistas maravillosas hacia los cuatro o más puntos que quisieran verse. Costa Verde está relativamente cerca de Platea, pero lo suficientemente alejada como para que pudiera ser considerada «paseo». Así lo entendió Ricardo cuando resolvió aceptar el ofrecimiento de Juancito ―aquel genuino mecenas, que con su padre Juan Mirlo, formaban un par insólito de benefactores del arte, pero además cantores, payadores, gente de rápida sonrisa y muchísimo dinero―, para realizar el «descanso» del evento el fin de semana. Juancito adoraba cantar las canciones de Silvio Rodríguez acompañándose solo de guitarra y había considerado un hecho, acompañarlos en el proyectado viaje a Cuba. Fueron llegando por la tarde después de la ceremonia en Platea, que apenas si había consistido en despedir a los que no iban a participar del paseo y se volvían a sus países o localidades del interior. Algunos fueron en autos particulares, pero la mayoría lo hicieron en un ómnibus contratado para la ocasión. En la jornada anterior, Ricardo se había ocupado de resolver precisamente ese transporte, que como suele suceder llegó una hora atrasado, debido a un embotellamiento provocado por un accidente de tránsito. La gente ya se estaba impacientando entre la demora del ómnibus y los remolones que no terminaban de salir del hotel o no habían llegado desde sus domicilios. 60


―Siempre es lo mismo, nos hacen apurar y después no llegan ―decía una de las colombianas a la otra. ―Parece como que lo hicieran a propósito ―respondía la otra. ―Nada puede ser perfecto ―comentaba Antonio, que estaba esperando algo ansioso que Luba llegara, puesto que habían dejado ciertos temas pendientes. ―Estamos de paseo, ¿no creen? ―dijo María Esther, que buscaba afanosamente entre sus pertenencias el poema que había escrito la noche anterior y deseaba mostrarle a Pedro. ―¿Lo hallaste? ―le preguntó Mauricio al verla revolver en su bolso sin saber qué buscaba. Ella lo miró como para asesinarlo y simplemente lo ignoró, aunque al ver que él se alejaba, lo llamó y le dijo―: puedes estar tranquilo que no es nada que tenga que ver contigo. ―Ah, pensé mal entonces ―contestó regresando y poniéndose frente a ella―. ¿Acaso ya no te intereso? ―le dijo por lo bajo. ―Perdona, pero he puesto mi atención en aquello que pueda ser importante para mí. Tú ya sabes, mejor me olvidas ―y le dio vuelta la cara. Al rato de haber partido se sintieron los gritos de la poeta más veterana, una boliviana proveniente de La Paz, que era centro de atracción por su fuerte personalidad. Los gritos eran debido a que, a toda costa, quería volver al hotel porque que se había dejado los cosméticos olvidados en la habitación. Ricardo ofreció llamar para que se los guardaran hasta su regreso del paseo, pero ella protestaba con el servicio que pudo haberle avisado y ahora qué, porque sin el maquillaje me sentiría desnuda y no soportaría que me miraran, que total no estamos tan lejos, qué les cuesta dar la vuelta y a todo esto Ricardo se refregaba las manos y trataba de hacerla entrar en razón, hay un horario que cumplir, ya estamos retrasados por aquellos que llegaron tarde y ella, yo fui la primera en llegar y él, hubiera demorado un poco más y prestado más atención y Mima que ofreció su lápiz labial y las demás que cada una algo, digamos cremas, colores, pintura de uñas, etcétera. 61


Finalmente, entre protestas y ofrecimientos se fue calmando y Ricardo comenzó a observar si concordaban los lugares con los inscriptos. Ya les había adelantado a los que iban en autos que debían llegar todos juntos, que no corrieran, que se esperarían mutuamente a la entrada del balneario. Afortunadamente no había mucho trajín y la carretera estaba bastante despejada a esa hora. Supuso que lo estarían esperando con el asado prometido y que por fin quedarían en paz, al no tener que controlar actividades literarias. Ahora solamente era descansar, hacer caminatas y esperar la noche en que se iba a realizar una fogata tipo campamento y cada uno mostraría sus habilidades. Todo transcurrió como estaba planificado y fue pasando el día entre comidas, caminatas y esparcimiento. A la hora de distribuir las habitaciones fue todo un poco más complicado, porque al ya estar todos en conocimiento de los otros, se habían generado grupos, parejas y establecido un sinnúmero de antojadizas relaciones. Cada uno pretendía estar con quien quisiera y no compartir con quien no fuera de su agrado. Él mismo hubiese querido poder estar libre pero no lo estaba, porque a donde fuera, se le pegaba la insufrible Melisa, quien finalmente consiguió compartir su habitación. Si bien ya no estaba cerca de él la poeta que lo descartara al enamorarse perdidamente de Pedro, hubiese querido de todos modos tener la libertad suficiente como para también él poder hacer su opción sin que le impusieran nada. Hasta había tenido que bailar música lenta con Melisa, quien lo había arrastrado al ruedo y estaba saturado. Llegó a pensar, creo que ahora mismo me vuelvo a Platea. Luego desistió porque no había cómo regresarse a esa hora y trató de encontrar excusas o de emborracharse rápidamente para evitar más compromiso. Después de la cena y del baile improvisado, se armó la rueda alrededor del fuego. Estamos como los indios, se reía Mauricio, quien procuraba en vano encontrar a Luba. Ella había salido a caminar con Antonio por la costanera, mientras un cielo estrellado con la Cruz del Sur le evidenciaba que no se encontraba en su país y que, sin embargo, era 62


como estar en el paraíso. Le contaba tiernamente su vida, con las dificultades de su escaso español, mientras él le explicaba de su cargo gerencial en el mismo rubro de la empresa en que trabajaba la muchacha. Pensamos siempre en la inversión en Brasil, comentó y ella atendía porque había sido disciplinada a esos efectos. Luba dio entonces por más que bienvenida esa historia, posso facilitar os contatos, le dijo, mientras dejaba que el hombre le pasara un brazo sobre los hombros, como si la conociera de siempre y fuesen grandes amigos. Nada más que en eso pensaba ella y él, por algo se comienza y, tratando de compartir su portugués, le recordaba que eran vecinos en sus orígenes, aunque nunca se entendieran bien; le preguntaba si iría a Cuba en el viaje programado por Ricardo y ella que sí, que así pensaba y estaba tratando de obtener la licencia en tiempo y forma.

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XI Mauricio conoció a Luba en forma casual en aquel recital de Lisette Clavelo, una poeta cubana, se había comprometido con un mecánico dental que la enamoró en La Habana y la trajo a Platea para casarse allí, en una pequeña ceremonia realizada en la embajada de su país. El recital, organizado por el movimiento local de solidaridad con Cuba, era una ineludible cita para la sensibilidad, sin considerar el compromiso social y político. Casi una premonición, un adelanto de lo que sería más tarde el Encuentro en Cuba. Mauricio vio a esa mujer que estaba frente a él por vez primera, llamándole la atención. Se vieron, como era de esperar, con ese estilete agudo que se cuela en lo que no se medita. Mauricio notó que no le había pasado desapercibido. Lo advirtió en el atisbo de curiosidad que vio en sus ojos, cuando casi sin disimular, la persona que estaba al lado de ella, una mujer pequeña y gruesa, de hablar permanente y chillón, lo señalara con un pequeño gesto. Fue apenas un instante en la entrada de la sala. A veces, con música en el aire, se crea una cita en la imaginación cuando todo es lejano todavía, o no se concretará nunca. Es entonces cuando se siente toda esa eternidad de pocas horas, filtrándose en las dudas y en las dichas, ante la ansiedad del nuevo encuentro. En la sala todo se desarrollaba mágicamente. En la semi-penumbra donde se iban acomodando los espectadores empezó a fluir un clima intimista, acogedor. En el centro de ese espacio semicircular, la figura esbelta y frágil de la poeta parecía irradiar un halo de nostalgias e interrogantes. A su lado, dos asistentes, poetas y críticos, irían a introducir los detalles de la actividad. Mauricio ingresó casi con los últimos y trató de encontrar nuevamente aquellos ojos que lo motivaran, pero apenas pudo ver siluetas dispersas, mientras concentraba su interés en el espectáculo. Ya sabía que aquello de considerar a priori que un poeta cubano, por cubano, debía estar a favor o en contra de la Revolución, era un falso concepto. Obviamente que muchos de los participantes iban para ver eso. Para recibir testimonios, para aguzar sus sentimientos. Lo 64


que muchos descubrieron aquella noche fue algo que él ya conocía por los relatos que al respecto hiciera Ricardo muchas veces. Los poetas cubanos, en general, describen sus sentimientos íntimos, fundamentalmente sobre el amor en todas sus dimensiones. Por eso a él no lo asombró el lenguaje y el tema que la poeta abarcó en ese recital memorable. Lisette empezó diciendo: yo que vivo en una ostra, sabrán que no lucho por hacerme escuchar y esto me ha trasmitido energía y gratitud. Trabajo en mi municipio coordinando talleres. Ahora voy a estar con ustedes, no lo duden. Les ofrezco, pese a que el tiempo es poco, que imaginen que están en una de mis dos peñas o tertulias, una es la de mi jardín, La hora del ángel y la otra, en el balneario de la FEU junto al mar, mi Café con Filo. Escuchando la poesía de la cubana, Mauricio percibió que luego de la primera inspiración, debía cuidar lo que estuviera fuera de control en su silencio. Entender que la poesía es un alimento vital que se debe incorporar para aprender a despertar mundos más íntimos. Salieron parsimoniosamente, conversando con la pequeña Sofía que iba envuelta en una bufanda roja. Tenían que subir una escalera hasta el patio de comidas. Allí era seguro que los poetas se estarían reuniendo al finalizar la actividad. ―¿Dónde te parece? ―preguntó Mauricio mientras andaban entre las mesas. Ella gustaba dejarse estar en las respuestas y luego de dar vuelta a los ojos como desafiantes, responder con gestos. Su mano señaló una mesa que estaba en el otro extremo. Allá se divisaban, entre otros, a Ricardo, Melisa, Haydée y Pedro. Se les veía entretenidos. Si bien todos formaban parte del grupo, eso no significaba que estuviesen de acuerdo en sus concepciones, ni que adoptaran códigos comunes. Los vieron arrimarse y se movieron entre las cabezas que se interponían como para señalarles el camino. Camino que recorría Mauricio sin demasiada prisa y con menos ganas todavía, porque había visto al pasar la cabeza ensortijada de aquella mujer. Reiteraba la búsqueda de sus ojos negros y cuando los vio, pensó en alguna excusa como para abordarlos. Pero la voz de Sofía lo detuvo. 65


―Vení por acá que es más cerca, nos vamos a quedar sin sitio. ―No te preocupes, hay de sobra ―respondió Mauricio. Sofía lo volvió a mirar con gesto de desaliento, como cuando se lucha desesperadamente contra lo imposible. Mauricio no sabía cómo escabullírsele para encarar su promesa soñada. Sabía que al final de la noche debería salir con ella y que estarían cada vez más lejanos. Se reflejaría ese trajinar casi semanal, que al principio fuera agradable y que de a poco se tornaba en hastío. Por supuesto que Sofía tenía clara la situación de Mauricio. Un matrimonio largo y descolorido ―al menos en las propias declaraciones del hombre―, una insoportable indefinición que alejaba de modo seguro cualquier intento de terminarlo en divorcio o al menos en separación. Los que conocían a Mauricio tenían claro que podían sostener la librería en base a los conocimientos de su mujer. Ella era y sería siempre la «letrada Aurora», de las personas que habían hecho del libro un instrumento no solamente de sabiduría, sino de manejo cabal. Mucho más que una bibliófila, era experta también en colecciones, ediciones, capaz de recordar además el lugar exacto donde cada ejemplar estaba escondido, en el antiguo comercio que había heredado de su padre y que mantenía con orgullo y satisfacción. Mauricio había encontrado a Aurora algo tarde. Proveniente de otras muchas andanzas, donde se había despertado militante y se recogía ideólogo. Desde un plano de dinamismo hasta la saturación, a una lenta y sorda peripecia solitaria, meditando en mesas de café tardes enteras. Aurora le reprochaba a diario su desidia. Él rigurosamente le decía que para escribir era necesario tener tiempo de poder pensar. Que en la casa con los muchachos ―hijos de ella del primer matrimonio―, le era imposible concentrarse y que en la librería mucho menos, con el tráfico constante. La mujer firmemente respondía que debería agradecer a todos sus dioses que ese tráfico existiese, porque de algún lado debían de salir los dineros que pagaran sus andanzas. Así se hilvanaban diálogos eternos sin solución de continuidad. En general siempre terminaban con una nueva y prolongada 66


ausencia de Mauricio, que tomaba sus pocas cosas y decidía una permanencia en otro sitio, hasta que sus pasos nuevamente lo encaminaran hacia el olor de los libros. Sofía se apretujó contra Mauricio, que se revolvió en su asiento y comentó en voz alta, excelente el recital de esta Lisette, pero acá tenemos poetas mayores y con un ademán circular, envolvió a todos los que estaban en la mesa, mientras sonreía socarronamente. Melisa, como de costumbre, se tomó la cabeza avergonzada y le dijo sin interpretar la ironía, ¡por favor, cuánta vanidad!, mientras lo miraba como para fusilarlo. A Mauricio no le importó, ya estaba acostumbrado a esas reacciones. Eso sí, procuró quedar de frente, aunque a distancia de donde estaban sentados aquellos ojos negros. Lo logró apenas, quedando un tanto de costado, porque efectivamente, tal como le anunciara Sofía, el espacio que había quedado era muy reducido. Tanta la gente que se había reunido bajo el humo del tabaco que flotaba en una nube. Mauricio de todos modos seguía sonriendo, como si se le hubiese esculpido un único gesto producido por su ansiedad. ―No te había visto en la sala ―dijo Sofía dirigiéndose a Ricardo. ―Es que casi no vengo ―le contestó este pausadamente, mien-tras juntaba los libros y hojas que había esparcido en la mesa y se peinaba con una sola mano su melena entrecana―, en verdad, más vine por ustedes que por ver a la cubana. Yo ya la escuché y la leí, porque tuve la oportunidad de conocerla en La Habana. Me acuerdo que fue por el ’93 o ’94, en pleno «período especial». Había ido en un grupo solidario en que llevábamos una cantidad imponente de contribuciones, muchas cajas. Mira, fuimos para un primero de mayo y fue la única vez en todos esos años que no se realizó el acto en la Plaza de la Revolución. ―¡Increíble! ―comentó Pedro, que hojeaba lentamente un cuadernillo de poesía de la poeta cubana. ―Sí, pero fue así ―continuó Ricardo―. Nos reunimos en casa de una guajira llamada Marlén que luego se encariñó conmigo y le gustaban las descargas de poesía y música, bañadas con mucho ron. 67


Cuando llegamos, yo la busqué en el mercado donde tenía su puesto de verduras. Era un gusto verla, tan chiquitita como era, cargar con semejantes cajones de fruta. Bueno, la cuestión es que me había hablado de ella Cacho, un viejo trotskista argentino, que la conociera con el grupo que viajara un año antes, en el que yo no pude ir. Me invitó a su casa. Me dijo, ven chico, oye, que te voy a presentar a Cacho. Yo me la quedé mirando y me dije, dios mío, ¿será que otra vez vino sin yo saberlo, o que la dejó embarazada, ella tuvo un bebé y le puso su nombre? Me animaba a pensar estas cosas porque Cacho me había recomendado especialmente que le llevara un sobre, el cual, según me dijo, tenía algo personal para ella, bueno, la cuestión es que, entre dudas y certezas, ella me tomó de la mano y me llevó adentro, a las habitaciones y abrió la puerta del baño. Quedé petrificado cuando dentro de la bañera vi lo que había. Era un lechoncito, sí, no se rían de mi asombro ―dijo con muchas ganas y continuó―, era un pequeño cerdito de hocico abierto que me miraba con ojitos rojos. Te presento a Cacho, me dijo, lo estamos criando para la cena obligada de macho asao a la leña de fin de año. Pasó un rato en que no terminaban de reírse, hasta que Melisa comenzó a hablar de la poeta cubana, de cómo había sido el recital, y comentar que los dos presentadores o críticos, según se viera, habían resaltado de las formas, fundamentalmente la economía de palabras y que, sin embargo, era tan o más importante el contenido, el tema de su poesía. Del cuadernillo que tenía en sus manos, Pedro leyó algunos versos que destacó como muy interesantes: Con ojos turbios /siguen al amor /vestidos de muchachos /hermosos torsos /músculos desmintiendo /Él ella Ella él /ahora palomas de la noche… y dijo, con eso alcanza, me hablan de la homosexualidad que se da en todas partes. ―Y vos, ¿qué creías?, ¿que en Cuba no existe?, ¡por favor!… ―Mirá Melisa, no es eso ―continuó Pedro―, es que uno ten-dería a pensar en la represión, o al menos en la auto-represión. ―Ni lo pienses ―corrigió Ricardo―, esta muchacha, Lisette, la poeta que escucharon, no es una excepción. Es cierto que hubo tiempos en que había que tomar las cosas con pinzas, piensen por ejemplo en aquella película cubana, en Fresa y chocolate…, pero los tiempos cambiaron. 68


―Pero si a esa película ni Fidel la pudo ignorar, hasta la recomendó. Creo que se ubicó en la búsqueda del «hombre nuevo» que pensaba el Che ―agregó Melisa. ―Ese hombre nuevo no sé si alguna vez se dará, no creo que en los tiempos que corren. Pasarán los siglos ―argumentó Ricardo. Cuando llegó el mozo, después de un largo rato, pidieron más vino y como Melisa se había puesto a conversar medio secreteando con Sofía. Mauricio aprovechó y se levantó diciendo, voy al baño, para que todos lo oyeran.

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XII Mauricio se adelantó hasta donde no lo vieran sus amigos desde la mesa. Dobló a la derecha. En un salón vidriado varias parejas bailaban tango. Miró sin curiosidad, porque lo consideraba cosa repetida, un intento de resucitar épocas pasadas. Pensó en aquellos versos de «Nacimiento en tango»: el tango es porque es y se dispara /un redoble triunfal de los sentidos /cuando el abrazo se traduce en danza /una forma de andar entre latidos. Solo se detuvo algo más, viendo a una muchachita que pegaba especialmente su rostro a la mejilla mal afeitada de un veterano que había perdido las chapas, pero la guiaba perfectamente acompasado y pasional. No pudo dejar de sorprenderse con el inesperado gesto de embelesamiento de la joven mujer. Bajó rápidamente las escaleras. Entró al baño y volvió a comprobar que la limpieza era nada más que un asunto de aromas. Prevalecía apenas el aromatizador ambiental de pino sobre el amoníaco de los orines reiterados. Frente al mingitorio leyó otra vez con una sonrisa, el repetido cuídelo que es suyo, mientras sacudía delicadamente aquello que realmente consideraba suyo. Volvió a subir las escaleras con mucha más lentitud. Iba apoyando fuertemente cada pie en los escalones, bamboleando el cuerpo con una actitud firme, de auto convencimiento. Pensaba que en instantes concretaría su decisión. Allí estaban, la mujer pequeña de hablar chillón que viera antes de la función en el vestíbulo. De una ojeada pudo notar que tendría unos cuarenta años, de rostro redondo, nariz pequeña y boca que parecía no dejar nunca de moverse. A su lado aquellos ojos negros resplandecientes que tanto lo iluminaran, encuadrados en una cara pequeña y tostada, la boca muy roja y un dedo apoyado precisamente allí, en uno de sus hoyuelos, donde calzaba perfectamente, dándole un aire de melancolía y reflexión, en medio de una imponente melena rizada, de un color y una prestancia inigualables. Mauricio se acercó a la mesa en la que permanecían las dos señoras. Se presentó sin muchos más trámites y, apoyando ambas manos en la mesa, sorprendiéndolas, dijo simplemente: 70


―Buenas noches, disculpen, pero como las vi en el recital, me atrevo a hablarles; entre otras cosas, soy periodista ―mintió―, me gustaría cambiar algunas opiniones con ustedes sobre esa actividad, si no es una molestia, claro. ―Para nada ―exclamó la mujer de voz estridente, que sorprendida, no atinó a mucho más. ―¿Puedo un minuto? ―preguntó sin dar tiempo a una respuesta y se sentó en la silla que aguardaba vacía frente a ellas. ―Por favor ―agregó la mujer mientras hacía un ademán con la mano señalando precisamente el lugar donde se encontraba el hombre―. ¿El señor es…? ―Andrade… Mauricio Andrade ―respondió―. Además de periodista soy librero y escritor, poeta, digamos, aunque en estos tiempos estoy escribiendo poco; en estos días estoy analizando distintas muestras de poesía latinoamericana y eso me trajo esta noche aquí. Uno se nutre de estas cosas, pienso que leyendo o escuchando a otros es como se despierta nuevamente la inspiración. ¿Ustedes creen en eso? La mujer pequeña apenas se sonrió, aclaró que en realidad venía a acompañar a su amiga que era quien se interesaba en la literatura. Dijo que era simplemente una estudiante avanzada de portugués, casi una profesora, aclaró, que estaba de algún modo apoyándola a ella, que, desde hacía seis meses apenas, residía aquí trabajando para una empresa brasileña. ―Yo soy Teresa y ella es mi amiga Luba ―completó. Él les tendió la mano derecha y consecutivamente estrechó las de ambas mujeres. ―¿Luba, dijo?... en verdad es un bello nombre ―expresó, dirigiendo la mirada directamente, por primera vez en este encuentro, a los ojos que parecían aguardarle. ―Eu soy brasileira, de Minas Gerais, senhor ―dijo ella con una sonrisa que lo desarmó―. Desculpeme meu espanhol ruim, ainda não posso bemfalar a língua ―agregó mientras movía deliciosamente sus manos en ademanes apropiados a lo que decía.

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―Está muy bien, se le entiende ―agregó Mauricio―, sí, me parecía ―continuó―, estoy sorprendido, porque no es habitual encontrar a una hermosa dama brasilera en un recital cubano en este país ―añadió resaltando el peso de cada palabra. Teresa reaccionó casi sin dejar que Luba respondiera. Dijo que él debía perdonarlas ya que precisamente estaban por irse, porque debían levantarse temprano en la mañana para atender sus asuntos laborales. Mauricio respondió que era una lástima, porque las iba a invitar a continuar el diálogo en otro sitio, compartiendo con sus amigos escritores que estaban en el otro lado del salón. Teresa agregó que sí, que era una pena. Él aclaró que entendía y que por supuesto ponía a disposición de ellas su librería y su asesoramiento sobre autores nacionales. Que el establecimiento quedaba muy cerca de allí. Las invitaba, especialmente a Luba, porque seguramente tendría un interés especial en leer la obra de los escritores jóvenes y menos conocidos. Consecutivamente le extendió una tarjeta personal a cada una. ―Muito interessante, obrigada pelo cartão ―dijo Luba tomando la tarjeta de manos de Mauricio. Lo miró fijamente mientras se levantaba y recogía su cartera que estaba sobre la mesa. Antes de retirarse agregó―: Eu também escrevo alguma coisa. É claro que gostaria de conhecer o trabalho de outros poetas. ―La espero cuando guste ―contestó Mauricio, mientras estrechaba, particularmente efusivo, la mano de la mujer. Ella lo miró sonriente y se alejó tras Teresa, que con la mano hacía un gesto de saludo breve, sin volverse a mirarlo.

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XIII Aurora, la esposa de Mauricio, atendía personalmente la librería. Varios motivos; económicos en primer término. Hay meses que para un librero son excepcionales, como los de inicio de los cursos por la venta de textos, otros, por la cercanía de días comerciales, de la madre, del padre, del amigo. Otros más, cerca de las fiestas tradicionales, donde se supone que un libro es un buen regalo. Finalmente, los horarios extensos, porque mucha gente acude a los comercios luego de trabajar. Allí también se realizaban presentaciones de obras, recitales o conferencias. También influía el amor a cada página, el olor del papel, la desconfianza en los dependientes. Pero lo más duro de tragar era la personalidad de Mauricio. Nunca se podía confiar en él, siempre tenía una excusa y lo peor es que Aurora le había creído, cada vez menos, es cierto, últimamente nada, pero sin embargo permanecía activa en su misión y todavía toleraba el insoportable comportamiento del hombre. Para eso, hay una palabra que sintetizaba los hechos, como ella siempre dijo: esclavitud. Los sábados ella nunca iba. Se supone que era el día que ella le dedicaba a su casa, a acomodar las cosas, a la limpieza, a los quehaceres, que obviamente eran desconocidos para su marido. Entonces era él quien quedaba atendiendo los clientes. Abría después de horario, eso era sabido, pero no tenía ningún inconveniente en quedarse hasta media tarde, aunque el mundo cerrara al mediodía. Los amigos enterados y las rondas de café que cada uno de los que llegaban iba rehaciendo, daban a Mauricio la posibilidad de largas charlas con la gente que aparecía por allí. Le costaba demasiado ubicar los libros, asistir al nomenclador, digitar en la computadora y hasta cobrar, porque no se manejaba bien con las máquinas de procesar las tarjetas de crédito y jamás tenía cambio para dar los vueltos. En una palabra, el total desastre comercial se producía en esas jornadas sabatinas. Se vendía menos que nunca, se perdían libros, se olvidaban registrar la mitad de los movimientos contables. 73


Lo que nunca dejaba de atenderse era la presencia femenina. El desfile solía incorporar maestras y profesoras, pero fundamentalmente alumnas. Eso sí, de avanzada edad en sus estudios, ninguna colegiala. Nada de todo esto sería importante si Mauricio no tomara los vínculos con liviandad. Para él, eso era un imposible. Gozaba de los amores en círculos estrechos, en general enlazados entre sí. Siempre riesgosos, eternamente nuevos. Cuando se llega amor, al desenlace, los motivos de amar son infinitos, sostenía. Tal vez por eso Mauricio no pudo evitar una sonrisa de triunfo. En verdad ya no la esperaba. Habían pasado varias semanas desde el recital de la cubana, y la memoria va sustituyendo hechos, va calmando ansiedades. Pero todo cambió esa mañana de sábado. Cuando Luba entró, su paso no era titubeante ni tampoco intrépido, pues parecía medir cada movimiento. Era rítmico, sonoro, imperturbable. Un aire majestuoso se deslizaba en su andar, quebrando los rumores de las conversaciones que se sumaban en el recinto. Llegaba sola y sonreía dirigiéndose hacia Mauricio, que presuroso salió desde detrás del mostrador. Sobre los escaparates, miles de colores parecieron tomar brillo. Mauricio se adelantó hacia ella y, extendiendo la mano, tomó cordialmente la que la mujer le brindó. ―Darle la bienvenida es poco ―dijo raudamente. ―É só um momento ―respondió ella. ―Está en su casa, en la morada de los intelectuales, en la alcoba de las ideas ―y agregó, bajando la voz un grado―, perdone las parrafadas, pero es lo que se me ocurrió viéndola. Es mucho lo que hay para descubrir aquí, realmente. Ella sonrió y, aunque no entendió lo que decía, consideró por el tono que era una cortesía. ―¿O senhor tem aqui livros em português? ―preguntó sin dudar―, eu queria um livro com gravuras dos Orixas, porque estou fazendo uma pesquisa… Esta vez fue Mauricio quien no entendió lo que ella decía. ―Por favor amiga mía, disculpe, hábleme despacio que no la entiendo mucho ―interrumpió poniendo una mano frente a la cara de la mujer, como si así atajara que continuase hablando. 74


Ella se detuvo y lo miró temerosa. Como si se avergonzase de hablar otro idioma. Pensaba que realmente iba a ser muy difícil adaptarse. Recordaba que cuando iba al supermercado, por ejemplo, tenía que mirar mucho cada producto desconocido para no errar. Ahora las palabras se fueron acurrucando y el tiempo, urgente, desmedido, sin tregua, no le daba oportunidad. Mauricio lo percibió de inmediato, vio la confusión, lo caótico de la escena y se le ocurrió simplemente agregar: ―Esté tranquila, tranquila, que vamos a buscar lo que desee. ―Muito obrigada ―respondió ella mientras se sacaba los anteojos negros y estiraba su mano hacia un libro de arte que estaba en el primer estante―. É Renoir ―dijo, mientras hojeaba la obra y se detenía en Las bañistas, agregando―: um dos maiores pintores impressionistas. É praticamente impossível não reparar na magreza das modelos, quase como agora en nosso tempo. ―Es cierto ―comentó Mauricio que ahora parecería entenderle más―. En este tiempo, para ser bella, una mujer no debe comer nada. Tan ridículo como que tanta gente pasa hambre en este mundo, porque no tiene cómo alimentarse debidamente. Ambos movieron sus cabezas en señal de asentimiento mientras ella dejaba el libro en su lugar y se dirigieron hacia adentro del salón, al lado del mostrador, donde varias personas conversaban en torno a tazas de café. Mauricio pensó lo obvio, que ella no pertenecía a esa clase de mujer a la moda actual. Su belleza era especial, extrañamente exótica, físicamente admirable; irradiaba un halo conmovedor y un cierto dejo de crueldad; imaginó sus uñas arañándole la espalda sin preocuparse de no dejar marcas, trazando líneas rojizas que finalizaran en su nuca, exactamente debajo de sus orejas, donde ella le dejara además las palabras de amor en portugués: ouve-me, por favor, bésame aquí. Palabras que jamás dejarían de sonar, ni él de oírlas, como trompos de enredadera que se elevan y se introducen simplemente cual lo más natural de la vida, en sus cáscaras de piel pensante. Se afirmó a sí mismo que jamás había visto a alguien con semejantes ojos que le arrebatasen la mirada, ni con ese aliento a insólitos aromas lentos y persistentes, capaces de enloquecer a un hombre. 75


―Esta señora se llama Luba, es brasilera y vive entre nosotros ―dijo en voz alta, dirigiéndose al grupo de hombres que debatía cerca del mostrador de la librería―, no habla mucho todavía el español, pero creo que vale la pena tratar de entenderla, porque, además, es amante de la poesía ―exclamó terminando su presentación. ―Yo me llamo Sergio y soy editor ―dijo uno de los hombres levantándose presuroso y haciéndole lugar en la rueda―, siempre es bueno el intercambio cultural ―agregó. ―Ahh… yo soy Pedro, es un placer conocerla y por si le interesa, dicto talleres literarios ―completó el segundo hombre extendiéndole la mano. El otro, que lucía una calva ostentosa, se presentó diciendo: ―Yo soy un vecino del edificio de al lado. ―Además, es un taxista amante de los libros, que siempre nos está guiando ―bromeó Mauricio. Luba se sentó entre ellos, mientras miraba en los ceniceros una cantidad incontable de colillas blancas y tostadas aplastadas como con rabia. La jarra de café humeaba todavía y el mantel, semejando madera de un color ceniza claro, lucía manchas más oscuras de distintos tamaños producto de derrames del líquido marrón. Restos de galletitas, migas y residuos completaban la mesa. En las paredes se veían afiches publicitarios de best-sellers, al lado de algunos otros de poemas y de reproducciones de obras clásicas. Un gran cuadro sobresalía por sus manuscritos. Eran dedicatorias de escritores en tintas negras y azules, dando fe de su paso por la sala. La mujer, que en un principio se veía algo nerviosa, comprendió enseguida que era bienvenida en ese lugar y que los hombres, como era habitual para ella, no podían evitar admirarla. Llegó a pensar entonces, como tantas otras veces, en un documental sobre Arabia Saudita, donde el periodista les preguntaba sobre su condición a varias mujeres que estaban vestidas con sus velos tradicionales islámicos (hijab), pañuelos en la cabeza cubriéndoles el pelo y el cuello y ropa modesta de manga larga. Ellas los defendían, tildándolos de ejemplares y afirmaban que, usar el velo es un derecho y un privilegio, pues nos defiende de las salvajes e impúdicas miradas masculinas, tan deleznables. 76


Un rato antes de que llegara Luba, Sergio estaba reclamando trabajos, que seguramente alguno había quedado en traer allí y no había cumplido. Era uno de los pequeños editores que se ocupaban de lanzar obras de poco tiraje generalmente descartadas por las multinacionales del libro. También era quien estaba coordinando con Ricardo la edición de una antología poética del grupo y otros autores latinoamericanos. Habitualmente, los sábados, sabiendo que Mauricio estaba en la librería, era uno de sus visitantes y aprovechaba para descubrir las novedades, intercambiar opiniones con otros amigos y tomarse un cafecito. Supuestamente con sus actitudes parecía negociar con los autores y además también por sus carencias técnicas, era discutido por Melisa, quien no perdía la oportunidad de reprocharle a Ricardo haberlo sugerido como editor. Mauricio comentó que había fallecido Jorge Meretta, uno de los poetas más conocidos en el ambiente. Él lo recordaba como habitué de la librería y porque siempre encendía un cigarrillo con la colilla del anterior. Dirigiéndose especialmente a Luba, aclaró que se trataba de un poeta caracterizado por sus sonetos magníficamente construidos y que recomendaba escribirlos. Recordó lo que Meretta siempre les decía: tienen que entender que nadie obliga, sobre todo en estos tiempos experimentales en que coexisten tantas y variadas maneras, pero no es posible escribir bien cualquier estilo, si no se sabe armar un soneto debidamente. A continuación, tomó un poemario que le había dedicado, de esos que jamás vendió, porque los donaba a bibliotecas públicas y regalaba a sus amigos, con su tenaz oposición. ―Yo siempre le decía ―recordó―, para que valgan, tienen que costar algo, si no, la gente no los valora. Luba, que había aceptado el café que le ofrecieron, lo escuchaba con atención y alcanzó a decir: ―Certo, no Brasil muitos escrevem rimado e recitam os poemas. De inmediato todos quisieron intervenir al mismo tiempo y prevaleció Mauricio pidiendo calma, mientras agregaba: ―Vieja discusión, con la declamación se gana en elocuencia y por qué no, en audiencia, pero no debemos olvidar que hay muchos tipos de poesía y que muchos preferimos leerla en la intimidad. 77


―Sobre todo, si es erótica ―intervino el taxista, quien con el apoyo de Mauricio publicaba un pequeño mensuario de poesía en forma artesanal, reuniendo poetas jóvenes que, con mucha carga de cerveza y marihuana, inundaban los sótanos de los bares, alternando poemas con rock. ―Y se la podemos leer en el oído a alguna belleza inalcanzable ―culminó Mauricio, quien tuvo que ir a atender a unos estudiantes que procuraban unos textos de química. Luba esperó que Mauricio regresara. Cuando estuvo a su lado, le sonrió y le dijo: ―Eu vou em bora. Quería acabar su visita ya que no había podido definir la búsqueda del material que necesitaba y lo prefirió dejar para otro momento. Al escucharla, Mauricio le preguntó: ―¿Ya te vas? ―y ella asintió. Fue entonces que, decidiéndose a tutearla le susurró al oído―:puedo pedirte un taxi, puedo acompañarte si te parece… aunque debes darme unos días para buscarte el material que necesitas y tal vez podamos encontrarnos entre semana para que me expliques de qué se trata lo que estás buscando. Luba lo miró curiosa, como adivinando intenciones, pero no hizo comentario alguno, solo añadió: ―Ok, falamos pelo telefone… e agora, um carro, tudo bem.

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XIV El fin de semana cierre del evento ya le estaba pareciendo demasiado largo a Ricardo. ―Un castigo ―le comentó a Mauricio, que se sentó a su lado en la terraza que daba al mar. La noche parecía derrumbarse sobre sus hombros, luego de haber debido soportar malhumores de algunos de los visitantes, que siempre pretenden mucho más que aquello que generosamente se les puede ofrecer. ―Luba desapareció con Antonio ―fue la respuesta inesperada de Mauricio que se pasaba como desesperado la mano por la cabeza, acomodándose los cabellos que empezaban a escasear. ―Estás bromeando ―dijo Ricardo. ―Nada de bromas, hace horas que la busco y nadie sabe de ella. Imagínate que no conoce el lugar. Lo último que supe, porque me lo dijo Melisa, fue que la vieron salir con Antonio. ―¿Y cuál es el problema? No está sola entonces… ―Sí, pero imagínate… ―¿Lo qué? Es natural que hayan simpatizado. Yo no estoy acá de cuidabosques, no vamos a agregar más problemas a los sucedidos. Además, por otra parte, a ella la trajiste vos. La presentaste, la pusiste en nuestro grupo y hasta el momento se comportó perfecto, no sé qué le vas a reprochar… ―No se trata de reproches, vos me entendés. ―No, no te entiendo, ¿qué me querés decir? ―Mirá, Ricardo, no seas imbécil, sabés que ella me gusta… ―A vos te gustan todas ―rió Ricardo. ―No es eso, eso no tiene nada que ver. Luba es diferente. ―Claro, porque no acepta tu permanente asedio. Mirá, hace un rato me comentaron algo que me llamó la atención sobre ella. Me dicen que está muy entregada a la empresa donde trabaja, que de alguna forma su comportamiento implicaría un tipo de espionaje industrial. ―¿Cómo? ―dijo Mauricio asombrado. ―Más o menos así. El dueño del chalet, Juancito, sabés, anda en todo eso de las importaciones, zonas francas… Me dijo que ella le 79


resultaba conocida… todas habladurías, claro, pero me explicó que a veces hay gente que cumple el papel de señuelo en los grandes negocios. ―Eso es un disparate ―respondió Mauricio. ―Puede ser, pero yo no lo veo tan disparatado. ―La gente habla tonterías. Sin más, a mí Sofía me dijo que vos le agradás a Luba, que vio varias veces como te miraba de una manera indiscreta, provocativa, tanto que cuando me lo dijo me puse celoso. ―¡Pero qué cosa tan ridícula! ―respondió Ricardo―, Sofía te debe haber dicho eso porque sabe cómo Luba te atrae a vos y está luchando para acabar con esa historia. Pero no te preocupes, no es conmigo no, mejor cuidate de Víctor, que la quiere llevar a su casa a escuchar discos, de los otros, del mismo Luis. Con Antonio no corrés peligro porque creo que mañana mismo se vuelve a Barcelona. Melisa, que como casi siempre lo andaba buscando, lo vio a lo lejos y se acercó con Haydée, que casualmente también caminaba por la terraza. ―Ricardo, ¿cuándo se va a realizar el café literario? ―preguntó―, ya se está haciendo tarde, dentro de un rato, con este aire, la gente se va a quedar dormida. ―Yo ya estoy muerta de sueño, después de cenar y el tercer whisky ―comentó Haydée. ―Oíme, el salón está listo, creo que Juancito y su padre van a tocar y además, la que se ocupa de eso es Gracia, ya saben… ¿por qué no le preguntás a ella? ―¿Pero… quién es el coordinador aquí? ―replicó Melisa como era habitual para con él, con su reproche sordo y provocador. En el salón había una barra con cubos de hielo, vasos y botellas, adonde cada uno iba y se servía a su gusto. Colaboraba en esto Mario, uno de los poetas amigo de Juan, que vivía en el balneario. Era un barman excepcional y además de navegante, que era su oficio y de ser buen fotógrafo, conocía los secretos de los mejores cócteles. Allí estaba ofreciendo Blue Margarita, Caipirinha o Caipiroska, el tradicional Negroni, Daikiris o Mojitos cubanos, con hierba buena que cultivaba especialmente. Por supuesto que congregaba la atención y el especial 80


cariño de muchos de los participantes, y las damas lo preferían por su simpatía y buen humor. Tal vez por eso se demoraba el inicio de la velada literaria. Por eso o porque ya las personas iban dando muestras de cansancio en una jornada iniciada muy temprano. Algunos de los presentes se nucleaban junto a la mesa que todavía tenía restos de las numerosas comidas que se habían brindado. Sobre todo, los dulces y las jarras de café. Sofía se sentía molesta por la inusual presencia de Aurora que, aunque no había participado personalmente del Encuentro, recibió a algunos poetas en la librería, donde se realizara el taller ampliado de Pedro. Ella hubiese querido no venir, pero sus amigas, también convidadas de Juancito, le insistieron para que lo hiciera. Le habían dicho, nosotras vamos con el auto de Carmen y nos queda un lugar para ti. Imagina que, si no vas, la gente va a pensar que es para no coincidir con ciertas personas. ―No me importan esas «ciertas personas» ―había respondido Aurora―, ya saben que estoy por encima de gente que no merece ni siquiera que la saluden. ―Tú has hecho siempre lo más conveniente, de eso no hay dudas ―respondió una de las amigas. Pero a pesar de que ni siquiera se saludaran Aurora y Sofía, había una tirantez que flotaba en el aire; sobrevolaba la presencia del cuestionado Mauricio, que estaba viviendo una de sus jornadas más angustiosas. ―Todos los problemas se vienen juntos ―le comentó a Ricardo cuando Melisa y Haydée los dejaron solos otra vez. ―Es cierto y me imagino que, para vos, todo esto es un rompecabezas insoluble. Tienes suerte que no vinieron todas… algunas ya partieron ―sonrió. ―Por favor, Ricardo, no te burles. Uno no puede con sus sentimientos. ―Sí, sos de corazón blando ―continuó bromeando Ricardo. 81


―Mi abuelito repetía siempre una frase cuando se refería a los hombres: desgraciado del cojudo que ve yegua y no relincha ―retrucó Mauricio. ―Bueno, relinchar es una cosa y otra diferente tratar de montar a todas las yeguas. ―Es lo que hacen generalmente los garañones. ―Bueno, no te voy a contradecir, Mauricio, pero yo no creo que vos estés destinado a procrear. En la práctica, no has tenido descendencia, que yo sepa. ―De acuerdo, pero en mi caso la reproducción es una consecuencia no deseada. Siempre me gustó gozar de mi libertad de elección, aunque reconozco que generalmente son ellas las que eligen. Nosotros tratamos de enamorarlas, vos lo sabés bien como poeta, pero en definitiva no hacemos nada más que lo que nos dicta la naturaleza y que la civilización, las religiones y las costumbres, no se cansan de frustrar. Mirá, uno está de pronto muy tranquilo, sin saber siquiera qué va a hacer en los próximos minutos y de pronto la ve. Hay muchas, pero solo ve a una. Es como si se tratara de ver lo que lo inunda desde un espejo. O sea, se ve realmente a sí mismo, porque lo que uno más quiere es a uno mismo. En verdad lo que uno quiere cuando ve lo que desea es su propia satisfacción, su placer retratado. ―Placer o desdicha ―respondió Ricardo―, porque si bien uno cree elegir lo mejor, luego viene la realidad a desmentirlo la mayoría de las veces. Por eso es que se suceden tantas separaciones y tantos desengaños, por los errores cometidos. ―Y por el hastío ―agregó Mauricio―. Mirá, ese creo que es el más grave de todos los desapegos. Es casi inconcebible que alguien con quien se tuvo una relación espléndida, se transforme, pasado un tiempo, en algo repudiable, desconocido, en un ser del que se quiere estar distante, no verlo más. ―Los vínculos que pasan por la sexualidad tienen el mismo fin que esta, desagotar. Por eso, en definitiva, son eternos los lazos de las verdaderas amistades, aunque pasen años sin encuentros físicos y también, aunque uno no lo perciba, el agotamiento que produce lo desmedido, va dejando secuelas de desamores perpetuos. ―En eso discrepo contigo Ricardo, yo no me canso de la conquista y cada vez que algo se me acaba, quedo con el sabor de una 82


maravillosa escena vivida. Tal vez eso se acabe con los años, o no. Me parece que el deseo y la satisfacción de ser deseado y amado, no se terminan nunca. ―Es posible… sin embargo, creo que cuando uno se golpeó muchas veces, es como dice el dicho: el que se quema con leche ve una vaca y llora. Yo no voy a negar lo que decís, pero honestamente, en ese sentido, yo prefiero que me ignoren y que me quieran como gestor, como amigo. Creo que no dejaré jamás de amar a nuestros poetas, aunque muchas veces me descoloquen, me cuestionen, me maltraten. La sala de la vivienda era circular y tenía capacidad como para cincuenta personas. Sillones y mesas con sillas, bancos largos desparramados alrededor y muchos almohadones en el suelo. Las personas se acomodaban en la medida en que Gracia convocaba. A su lado Ricardo trataba de anotar en una larga planilla los nombres de los que participarían. Le dijo: ―Por favor te pido, Gracia, que no vuelva a repetirse lo que pasó antes. ―No te preocupes, somos muchos menos. ―Sí, pero, aunque Antonio está «muy ocupado» ahora ―se sonrió―, puede llegar en cualquier momento y tal vez insista con sus propuestas desatinadas… Gracia recordaba perfectamente lo sucedido días atrás en otro de los cafés literarios que coordinara. Por eso le comentó: ―Él habla siempre de sí mismo con algo de soberbia. A veces me pone los pelos de punta cuando empieza a darse dizque con sus logros editoriales y más todavía, cuando enumera sus premios literarios… La otra noche, tú habías salido un momento y te perdiste al menos una parte… cuando estábamos en una ronda en que todos debían leer un texto únicamente y solo algunos que ya se reconocen desde el principio, o eligen el poema más largo o anuncian: voy a leer dos porque son cortitos, él hizo toda una disertación sobre los efectos secundarios de la poesía. Recuerdo que hablaba amorosamente de la palabra y afirmaba que aún antes de que captemos el sentido, la palabra enamora, cautiva, penetra… 83


―Leí otras veces ese concepto; no es original y lo defienden algunos poetas que hacen de la declamación un asunto preponderante. ―Correcto y allí iba ―continuó Gracia―, te decía que no le importó demasiado que hubiera un montón de poetas para leer y que cada uno tuviera un tiempo prefijado. Él continuó con su discurso por otros diez minutos como si nada. Eso sí, nadie se atrevió a interrumpirlo, no sé si fue porque sus dichos eran apasionantes o por temor a su carácter irascible… Luego, cuando tú llegaste, se adelantó a hacer un ofrecimiento de edición para todos los presentes. ―Me acuerdo ―respondió Ricardo. ―Sí y te vi la cara, porque no era precisamente eso lo que tú esperabas, aunque los participantes se entusiasmaran. ―Imaginate, que de buenas a primeras y sin que tenga nada que ver con la organización, se realicen propuestas contradictorias y desubicadas, puesto que nadie lo había autorizado para eso. ―En realidad era una propuesta generosa… ―Tanto, que me comprometió a que nosotros recogiéramos el material escrito y se lo enviásemos a Europa; ¡pues es de locos!, todavía nos enchufaba una tarea extra. ―Aún me estoy riendo de tu expresión y de su regocijo. Claro que como era previsible, siendo una cuestión de momento, muy poca gente se enganchó para enviarle trabajos, en primer lugar, porque si la limosna es grande… y después, por lo inoportuno del ofrecimiento… pero… vamos a empezar. Se dio vuelta y con una mirada que abarcaba a todos, dijo en voz alta: ―Amigos, aunque todavía falta gente, me parece que es hora de comenzar porque se hace tarde. Creo que sería interesante alguna temática, por ejemplo: vamos a hacer una primera ronda de poesía erótica, que todo el mundo seguramente tiene. A ver, alguien de la casa como para romper el hielo. Vos, Melisa, que te veo con tu libro en la mano… Nelma, una poeta argentina del interior, de Entre Ríos, muy bella y discreta, que se encontraba con un grupo de otras poetas compatriotas, se acercó a Gracia mientras tanto y le dijo muy suavemente 84


que ella no se animaba a leer, que creía frente a todo ese cúmulo de poetas que lo suyo no era poesía. Gracia, por el contrario a lo esperado, le hizo un gesto con la mano a Melisa, como que esperara y le pidió por favor a la chica que leyera un poema breve. Sonrojada pero sonriente, ante el impulso que le fuera dado, esta se lanzó al ruedo para leer su texto: Y el olvido /quiere ser oda /para que el corazón lo cante /con excusas, sin zozobras. /Y el olvido /se resiste a la elegía, /no quiere ser llanto/ quiere ser alegría. /Alegría de saber/ que la vida, siendo vida/ retiene, /esconde, /retacea, /arrebata, /quita… /Pero su esencia/ su matriz/ es la entrega sin medida. Acabada la última palabra surgió un largo aplauso, que hizo generar un rictus en la boca de Gracia, contradicha en sus indicaciones organizativas de que no se aplaudiera cada intervención, porque distraía. Melisa, que debió esperar, continuó la ronda con un texto muy corto que acababa con un verso penetrante: acude como el musgo de mis muros /apoya tus manos ciegas /enervando mi piel. Al terminar, Gracia intervino para advertir que permitiría los aplausos, aunque entendía que cortaban el clima, solamente porque en este instante éramos menos lectores y no nos iban a distraer tanto; que el evento casi terminaba porque nos estábamos despidiendo y ya se consideraba «casi» de vacaciones. Todos rieron de la ocurrencia. ―Por otra parte ―agregó―, también tendremos música ―y se-ñaló a Juancito que estaba afinando la guitarra― y nos gustaría que leyera Ricardo, que no lo oímos en casi todo el Encuentro, salvo para rezongarnos ―continuó mientras volvía a reír ante el gesto de negativa de su compañero. ―No, yo no, no me corresponde, en todo caso luego ―arguyó Ricardo, mientras todos decían: ¡sí, sí que lea…! Ricardo no estaba sorprendido por esto. Muchas veces se le pedía y él rigurosamente se negaba, del mismo modo que la misma Gracia, que tampoco lo hacía. Ellos se sentían muy profesionales y como le 85


gustaba recordar al él, el que toca nunca baila, como si fuese una premisa ya establecida en sus eventos. La ronda continuó entonces con Pedro, que extrajo un poema de su «galera», que memorizaba desde tiempos remotos. El poeta hindú, sin entender demasiado, pero condicionado por los otros lectores, sacó un cuaderno de su cartera y dijo varios textos cortos en inglés, que seguramente no concordaban con el pedido de Gracia. Así fue desfilando la ronda con algunas variantes de tema, pero en general manteniendo un clima erótico y amatorio. En determinado momento, una poeta chilena que había acudido al llamado por ser además tallerista y coordinadora de actividades literarias, le pidió a Gracia que le permitiese intervenir para regular un rato las lecturas. Gracia se sintió en la obligación de permitírselo. Esta muchacha, carita aindiada propia de los habitantes del Chile montañoso del Valle de Elqui, que se había sentido impresionada por Mauricio y creyó de esta forma tener un acercamiento mayor, y por desconocimiento, simplemente lo llamó, ante la sorpresa general, a que participara con su esposa, Sofía. Se sintieron algunas risas en el fondo del salón, en la otra punta donde estaba Mauricio quien, casualmente, no había podido evitar que del paseo participara Aurora. Esta se puso lívida. Sin pronunciar palabra se levantó ante las miradas generales y salió por la puerta lateral, seguida de las amigas que la acompañaron, alguna habitué de la librería o simplemente mujeres solidarias. Ricardo se agarraba la cabeza y Gracia no pudo evitar la aclaración correspondiente, comentando que la chilena desconocía los vínculos y, pidiendo disculpas por la equivocación, ya que la esposa de Mauricio sigue siendo Aurora y porque, además, Sofía es solo oyente, ya que no escribe. Mauricio ni siquiera movió un músculo y Sofía, que se estaba sirviendo un trago, pareció achicarse y desaparecer. Melisa no podía dejar de reír, se levantó y abrazó a Haydée, mientras decía en una media voz que muchos pudieron oír, bien merecido lo tiene.

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XV Seguro que nadie discutiría la amistad de aquellas dos mujeres. Se las veía siempre cuchichear entre ellas en las reuniones y casi con ninguna otra. A veces se plegaban otros a los rumores. María Esther, por ejemplo, mientras estuvo adorando a Mauricio con los ojos. Aunque prefería, por su tranquilidad, coquetear con algún músico o artista plástico que estuviera exponiendo en el Café de los poetas, cuyas paredes siempre tenían alguna novedad, un espacio donde veía las obras toda la intelectualidad visitante. Haydée, la tan amiga de Melisa, era una mujer de ojos muy grandes y siempre como perdidos, que hablaba muy poco y, cuando decía sus poemas, lo hacía con una voz tan pequeña que había que estar realmente atento si se la quería oír. Parecía desdeñar todavía más que Melisa a los contertulios. Era como que ambas estuviesen siempre en un plano de superioridad que a Ricardo le hacía gracia, pero que a muchos de los que participaban, les dolía. Verdaderamente, nunca se sabía qué era lo que criticaban, pero parecía como que se aislaran, como si no les importara, salvo que fuese Melisa la que estaba leyendo o polemizando; entonces se ponían como gallinas cluecas, sus ojos se exorbitaban y ambas parecían estallar en goces simultáneos. Haydée jamás levantaba la voz y menos intervenía para discutir, pero seguía con sus enormes ojos los acontecimientos y no se le escapaba nada. La amistad entre ambas tal vez viniese de otras realidades, de antiguos cursos compartidos o vecindades relativas. Difícil que se tratase de algo más íntimo entre ellas, al menos, para quienes comentaban esa situación, como por ejemplo el siempre adorable y despistado Luis, que solía hacer bromas al respecto y las llamaba, sin que ellas supiesen, Laurel y Hardy, por su despareja anatomía. Obviamente que a estas mujeres no les gustaba para nada cuando Luis bromeaba y aunque la inocencia de sus chistes no podría considerarse ofensa, les molestaba. Les dolían por ejemplo las alusiones a sus gramajos ―típica comida de papas fritas, huevos y cebollas― compartidos y a su misma afinidad por los infaltables Johnny Walker, que como decía Luis, 87


eran, introito para una misma cama. Pensar un vínculo carnal entre ellas parecía ridículo. Luis llegaba siempre muy temprano a las reuniones. También era de los primeros que se iba. Eso le permitía saber los gustos de todos y le impedía conocer con quién se iba cada uno, lo cual no era óbice para que antes de despedirse les dijera ―entre risas y muecas de parte de ellas como si lo estuvieran echando― que pasen muy buena noche. Es cierto que se había generado una confianza, a veces desmedida, entre algunos. Eso no podía ser absorbido por los más nuevos, que muchas veces se iban sin entender y sin volver. Mucho menos, por supuesto en los encuentros literarios, ya que los extranjeros muchas veces ni retenían sus nombres. Melisa era pequeña, retacona y muy pintada siempre. Dueña de una casa de modas conocida y próspera, no le faltaba tampoco el dinero y obviamente las mejores prendas para lucir. Eso le daba mucha seguridad en sus actitudes y la certeza de que no hacía el ridículo. Ella pensaba seguramente que era una dama codiciada y de alguna forma lo demostraba. Manifestaba tener un interés especial en Ricardo, probablemente porque era quien coordinaba, tal vez por aquello de compartir decisiones que el hombre daba a entender eran bienvenidas, pues, aunque por su responsabilidad debía ser quien las tomara, entendía que escuchar en su entorno y decidir luego, era la mejor receta. Melisa nunca dejaba de sugerir o directamente dar opiniones cortantes y discutibles, pero muy seguras. Era entonces cuando Ricardo se ponía a analizar si estaba tan bien ser así de democrático, o fuera mejor no serlo. Al terminar las reuniones, Haydée se iba en su auto que estacionaba cerca y Melisa se demoraba un poco más, poniendo puntos finales a sus dichos. Finales que no lo eran tanto porque de inmediato, dirigiéndose a Ricardo, siempre le decía, si ya te vas, te alcanzo. Ricardo vivía más alejado, por lo que el ir con ella un trecho, hasta las proximidades de su domicilio, le permitía dos cosas muy importantes, una necesaria y otra no tanto. Para su comodidad, tener acceso a líneas de ómnibus en sus rutas finales, que en el centro estaban más aisladas e intercambiar opiniones sobre lo recientemente acontecido, recibiendo quejas o críticas y casi nunca elogios. 88


Alguna vez pensó qué sucedería si casi como al descuido le decía ceremoniosamente, ¿no me invitas con un café?, pero desechaba la idea rápidamente porque comprendía el equívoco que se podía llegar a dar o el compromiso que se asumiría. No imaginaba aún la conclusión poco tiempo después, sin que mediara asunto alguno. Pero aquella noche en Playa Verde, teniendo posteriormente que compartir habitación, llegó a temer un desenlace fatal. Al terminar la última ronda de poetas y habiendo Gracia dado paso a los cantantes y luego a la música movida, no pudo evitar a Melisa. Mientras muchos bailaban, ella se le pegó a la mejilla después de haberlo puesto en el apuro que la sacara a bailar. Tal vez pudo zafarse porque la hora se había venido encima y la gente se empezaba a retirar a sus habitaciones. Tal vez, vaya alguien a saber, ella lo aguardaría con ciertas expectativas. Lo cierto es que nadie sabrá lo acontecido aquella noche en la habitación de Ricardo; ni la hora en que regresaron, si es que regresaron, Luba y Antonio; si Mauricio finalmente tuvo que compartir habitación con Aurora después de años; si Pedro seguía recordando a la poeta paraguaya a pesar del novísimo galanteo con la linda María Esther que, tratando de olvidar a Mauricio y sus relaciones materiales, había preferido optar por su maestro pues decía, me enamoro de criaturas especiales y sé que Pedro es una de ellas, y no me importan sus años, lo cuidaré cuando tenga que hacerlo. La vida se había vuelto risueña para Pedro y María Esther, que en adelante tendrían un taller único de sueños. Y la larga marcha de regreso de los escritores había comenzado con sus críticas y sus elogios, con la prédica permanente de Ricardo por la solidaridad y la cultura.

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XVI Apenas se habían tomado una semana de descanso, luego de que los escritores visitantes retornaron a sus respectivos países, cuando volvieron a realizarse las reuniones de los miércoles en el Café de los poetas. Ricardo se volvió a sentar en torno a la suma de mesas cuadradas. Si bien él coordinaba personalmente las reuniones, casi todas las semanas Gracia le respaldaba en el trabajo. Ahora era casi el invierno, pero aún no estaba demasiado frío, lo cual era propicio para que las reuniones fueran numerosas. Solía congregar mucha gente el Bar Luisón, una rinconada ciudadana que, por entonces, insólitamente, estaba situada en una galería céntrica, pasaje de una calle y una plaza. Algunos allí cenaban, otros pedían su copa o su botella y las discusiones solían ponerse calientes. ―El tema es la calidad en las ediciones ―sostenía esa noche Melisa, mientras se dirigía con firmeza a sus vecinos inmediatos―, no podemos avalar, como organismo, trabajos malos. Debemos ser muy rigurosos con lo que presentaremos en La Habana. El tema se venía discutiendo desde un tiempo atrás, con cuestionamientos a las ediciones que serían llevadas. ―Nadie puede amparar porquerías ―apoyaba Luis, que transitoriamente había abandonado su pose de hombre contento, para dar más seriedad a sus palabras. ―Pero nosotros no somos los editores, eso debe quedar a cargo de los profesionales, ¿no les parece? ―decía Ricardo. Los que se iban sumando a la rueda esa noche hablaban al mismo tiempo por sobre quien llevara la palabra y eso siempre provocaba que nadie pudiera seguir de buen modo la conversación. Se sumaban los ruidos de las otras mesas y de la propia barra que siempre levantaba peso porque era donde las copas eran más fluidas y los ánimos se caldeaban. Por encima doña Lucía, la dueña, y las muchachas que servían las mesas, que llevaban y traían platos y copas. De los dos niveles del local, el superior era menos transitado, se nutría de parejas o de personas solas que gustaban de fumar y leer tranquilas. El olor 90


de las comidas y del tabaco se impregnaba mucho más en ese entramado de madera tan característico del bar. Muchos periodistas, actores y músicos conocidos, compartían los platos de gramajo, el vino tinto y el whisky que se iban consumiendo. Rara vez intervenían o eran convocados a la mesa de los poetas. Solían tener algunos sus propias reuniones coincidentes en hora y día con la de Ricardo, pero se levantaban barreras invisibles, cotos de caza, verdaderos guetos intelectuales. ―Tampoco somos un organismo ―dijo Pedro saliendo de su permanente reflexión. ―¿Y qué somos entonces? ―preguntó Luis, que volvió a la clá-sica sonrisa que parecía establecida constantemente en su figura triste. Ricardo estaba por intervenir nuevamente desde su acostumbrado sitio en la cabecera, cuando todos vieron llegar, como coincidiendo, por cada uno de los corredores que servían de entradas al local, a Mauricio y a Sofía. Alguien comentó algo referente a parejas, que no quedó muy claro y todos se rieron. En general Ricardo trataba de no mediar. Siempre en la función de coordinador era mejor limitarse a informar sin demasiados comentarios y preferentemente abarcar los elementos positivos. Pero frente a una cuestión definitoria como era tratar de entender en qué consistía lo que eran, debía hacerlo. Esperó a que todos se acomodaran un poco mejor, ya que las mesas iban quedando colmadas, que el natural desordenamiento del servicio se calmara, viendo cómo se alejaban las largas piernas de la muchacha con la bandeja alzada y el consabido marchen dos cafés a medio grito sobrepuesto a todas las voces del imposible coro. Cuando vio que todo se había calmado medianamente respondió. ―En realidad, no sé si somos algo. Creo que intentamos serlo, al menos estamos convocados para eso. Pero, como las opiniones son tan diversas, es muy posible que no logremos nunca acuerdo sobre ciertas cosas. ―Nadie pretende uniformidad ―dijo Melisa―, simplemente que, por mínima lógica, yo no voy a exponer mis trabajos si no hay una cuota de seriedad en esto. 91


―Nadie está obligado ―contestó Luis. ―¡Claro, nadie! ―continuó Melisa, que era quien había llevado la voz cantante en esta discusión―. Pero entonces ni siquiera deberíamos proponernos hacer nada, porque no habría garantías y deberíamos desistir del viaje y de nuestro compromiso. ―Publicar algo es serio ―agregó María Esther, dirigiéndose a Pedro que permanentemente la miraba―, en mi opinión es tan serio, que pienso que únicamente se deberían publicar poetas consagrados, porque el lector merece que el producto ofrecido sea lo mejor. ―Pero entonces, no se publicaría a nadie de por aquí ―dijo en medio de una risotada Luis―, además, ¿quién juzga las obras?, ¿quién le dio carnet de juez a nadie?, ¿los críticos son equilibrados y responden al interés de los lectores o realizan sus estudios exclusivamente con la tónica del cientificista? La polémica parecía no tener salida, sobre todo luego de esas palabras perfectamente aplicadas de Luis, que ya se levantaba para irse. Una dosis de ironía surgió del último rincón de la mesa, allá donde se habían acomodado como cómplices Sofía y Mauricio. Fue en medio de una risotada loca de la mujer que le tapaba la boca con la mano. De todos modos, se logró oír la irreverencia, aunque en un tono apenas audible, que amortiguaba la actitud de Sofía. ―Yo tomo y a vos te hace mal, Luisito ―dijo Mauricio―, eso es demasiado intelectual y no vale la pena pensar tanto, mientras hay gente que prefiere quedarse en casa. Mira, tal vez aclaro lo que pienso quiso decir Ricardo: no somos un carajo, ni como grupo ni como nada, y si sigo en esto ―se expresó risueño―, es porque pienso en las mulatas cubanas que voy a conocer ―agregó dando un salto ante el pellizco de Sofía. Ricardo vio los ojitos de Melisa que crecían hasta incendiarse, que su gesto siempre agrio se acentuaba y que aquel tic nervioso de su boca que la hacía tan desagradable era más despectivo que nunca. ―¡A ver si dejan de interrumpir! ―escupió Melisa. ―Mejor si dejamos el tema para otro día ―finalizó Ricardo, mien-tras se levantaba de su asiento.

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XVII Sergio pudo editar aquella antología poética cooperativa, a la cual había preferido llamarla «selección», para no herir ciertas sensibilidades bien o mal intencionadas. Todavía recordaba la escena dantesca en el apartamento de Melisa. Ella, con Luis, que en esos días había recuperado la seriedad de sus palabras, enfrentados a Pedro. Seguramente el profesor hubiera preferido estar dictando su taller literario en lugar de permanecer discutiendo la calidad de los trabajos. En tanto Melisa presenciaba aquella pila de papeles amontonados en el suelo y repetía, ¡son porquerías, porquerías…! Haydée en tanto asentía con la cabeza. ―No va a quedar nada ―comentó débilmente Pedro, mientras miraba como aquella montaña de escritos continuaba aumentando. ―Solo lo que valga la pena ―chilló Melisa con su voz aflautada y el permanente tic que le hacía mover los ojos junto con la lengua. ―Podríamos tomar un té, ¿no les parece? ―intervino Luis, quien, si bien concordaba con ella en sus apreciaciones, comenzó también a ver exageración. ―Disculpen ―dijo Pedro―, no se trata de una espectacular antología de genialidades, sino de una muestra poética de lo que se está escribiendo actualmente en varios países. No olviden que muchos de los autores nos acompañarán a Cuba y seguramente lo harán por el placer indudable de tener sus textos volcados en un libro y el honor de verse recibidos y agasajados. ―El té está exquisito ―comentó Sergio, como para aliviar de alguna forma aquella tirantez y permitirle escapar una sonrisa al borde de su mueca eterna, a la dueña de casa. ―Es mi especialidad ―afirmó Melisa moviendo de arriba abajo su cabeza con el pelo cortito casi pegado al cuero cabelludo y levantando la ceja derecha. Pedro, mientras tanto, releía lo poco que iba quedando en otra pequeña pila sobre la mesa. Era tan poco, que de una ojeada hubiese podido abarcarlo todo, pero se detuvo en uno en particular que estaba en el medio, ni en los aceptados, ni en la pila de rechazados. 93


―No sé qué pasará con este… ―dijo. Luis respondió que había quedado al margen para ser consultado con la autora. ―Yo la conozco, es pasable ―indicó Melisa―, pero no me convence demasiado ese texto lleno de adjetivos ―hizo una pausa y continuó―, tal vez ella acepte cambiarlo, porque esto no es un concurso. Sergio daba vueltas y vueltas con su té alrededor del papel en el suelo y no dejaba de pensar cómo salir de ese aprieto, ya que con el material seleccionado no se podía hacer un libro en serio. Finalmente dejó el pocillo sobre la mesa al lado del trabajo dudoso y los enfrentó: ―Amigos, entiendo la importancia de la selección que se está haciendo, pero también acá hay un tema de gustos, de elección. Yo he visto en esta montaña desechada poemas que a mi juicio no merecen descartarse. Yo los voy a llevar como editor, voy a releerlos y sacaré mis conclusiones. Los consejos editoriales son eso, consejos, pero la decisión final la tienen que tomar los responsables y en este caso, se trata de mi persona. Consultaré en todo caso también con Ricardo, ya que en definitiva es quien organiza el viaje a Cuba y obviamente querrá que la mayor parte de nosotros vaya y ya sabemos que los que no estén en el libro se sentirán frustrados. Hay casos y casos. Trataré de ser indulgente con algunos ya que acá se ha sido implacable. ―Me siento una idiota por haber perdido mi tiempo ―replicó Melisa, mientras revoleaba sus ojos pintados de negro―, pero tienes razón, ustedes son los que organizan y tienen que asegurar la delegación a cualquier costo. Acá terminamos ―finalizó con su voz de flautín.



I El compromiso con la UNEAC hizo que finalmente Ricardo decidiera confirmar el viaje a Cuba, a pesar de todos los inconvenientes. Llegó a pensar que parte de la anunciada delegación no iría, por ejemplo, Melisa, con lo que hubiese estado muy satisfecho, pero, en definitiva, fue de las primeras en anotarse; igual que Haydée, que al parecer nunca la dejaría ir sola. Habían pasado diez años desde la última visita de Ricardo a la Isla, pero aún recordaba detalles trascendentes. Por ejemplo, que nada de lo que se planeara iría a ser igual a los planes. En primer término, porque las estructuras que allí se tienen son obsoletas en todos los aspectos, menos en el intelectual. Sabía que podía confiar en dos cosas. La primera, la buena calidad de los escritores cubanos, su nivel superior, ya que era muy difícil encontrar alguno que no tuviese un ilustradísimo desarrollo. Ejemplos sobraban. Bastaba, para los que no hubiesen tenido otros contactos, recordar la visita de Lisette, que dejó asombrados por su valor literario a más de uno de los integrantes destacados de su grupo. En segundo término, el seguro interés que despierta Cuba, no solamente en su gente, sino en otros, muchos que quieren de alguna forma conocer la realidad distinta, el pasado viviendo en el presente. Pensaba que iba a lograr la cantidad de participantes, escritores o no, que necesitaba la voracidad de las compañías aéreas, que ya ni respetaban a sus propios representantes, las agencias de viajes, que se quejaban de la competencia desleal y del poco margen de acción y de interés que les reportaban. Finalmente, tenía en cuenta que, en los papeles al menos, los otros países integrantes del movimiento que él representaba en Platea, también llevarían escritores y que la cumbre en La Habana sería de enorme trascendencia y valor. Allí se analizarían en congreso las iniciativas para el porvenir latinoamericano, en lo referente a sus acciones culturales, conjuntamente con presentaciones de obras, ponencias, recitales y demás actividades programadas. Por eso lo planteó con tiempo, desde antes, y directamente lo confirmó en el Encuentro de escritores en Platea, para que en breve lapso 96


se pudiese llevar a cabo. Insistió en la premura para que coincidiera con el Congreso Internacional que se realizaría en Cuba, el festival literario complementario y la Feria del Libro de La Habana. Ricardo había concretado su amistad con Marlén en aquel viaje de años atrás. Incluso fueron al campo en un trencito de trocha angosta. El lugar donde tenían la posibilidad de bajarse quedaba a varios kilómetros de la pequeña propiedad del marido de la guajira, y debieron ir caminando hasta allí. El hombre era retardado. Ricardo nunca supo si era de nacimiento o adquirido. Apenas si hablaba y tenía una mirada perdida, como escapándose. Ella lo trataba cariñosamente, pero él dormía en otro sitio. Jamás se movía del lugar. Solamente estaba para sembrar y levantar la cosecha que la mujer llevaba al mercado una vez al mes. Marlén y Ricardo habían ido realmente a la chacra entonces, porque en el apartamento del cuarto piso en La Habana Vieja, sobre la calle Teniente Rey, se sumaba demasiada gente. Una comadre que también oficiaba de pareja alternativa con ella y un alemán muy sucio que le pagaba un alquiler importante, ocupaban todo. Marlén lo soportaba desde hacía meses, ya que con ese dinero podía sustentar el salario de dos muchachas que la ayudaban en la casa y en la feria. El alemán era permanentemente cuestionado porque no quería bañarse y Marlén se agarraba la cabeza mientras decía, no hay manera, mira que Cacho es mucho más limpio. Ir al campo había sido una forma de arrastrar a Ricardo a algo que en definitiva él no sabía si se iba a concretar, pero al menos era un intento y una forma de escape. Ricardo llegó con la intención de hacer un fueguito, como en Platea, y poner algo encima. De alguna forma quería demostrar sus conocimientos de asador y esperar a la noche a ver cómo se resolvían. Todo era medio confuso ya que él no sabía ni del marido de Marlén, ni del campo, ni de lo que podía suceder. No había bicho comestible a la vista, salvo un tipo de pavo cubano o guanajo como se nombra allí. El animalito debe prepararse frito o cocido en horno durante un rato largo, pero nadie le comentó que su carne era dura y muy difícil de cocinar asado a la leña, sin adobarlo antes. El marido simplemente mató al animal de un hachazo 97


en el cogote y lo puso a desangrar colgado de las patas en un arbolito. Luego lo desplumó y se lo dio pelado. Mientras tanto, Ricardo juntaba lo que podía de madera para leña, que en Cuba nunca es mucha y prendía el fuego. Así pasaron las horas y el pavo nunca se tornó comestible. Negra y dura quedó esa carne y fue a parar a los perros. Tras el hambre, la noche. Habían llevado unas galletas y se arreglaron con eso. El ron era escaso, pero alcanzó para que se sintieran amparados, mientras se tiraban juntos sobre unas mantas en el rincón de la pieza opuesto a donde se había acostado el marido. Al día siguiente volvieron montados sobre el chasis del tractor de un vecino, que los llevó hasta donde paraba el tren, el cual debieron esperar varias horas. Ya en La Habana, por la noche simplemente cambiaron de trío, esta vez juntos en una cama matrimonial, la comadre, que ocupaba la mayor parte del lecho, Marlén, tan delgadita, y él en el medio. Durante los años posteriores Ricardo envió muchas cartas a Cuba. Algunas a directivos de organismos con comentarios de los hechos sucedidos, expresiones de esperanzas y desengaños. Le llegaban respuestas a las que él contestaba en su estilo: De todas formas, no renuncio a volver a Cuba y continuar organizando los proyectos culturales. Me enteré que, a través de la casa de amistad en Platea, viajan alrededor de treinta personas por mes a diferentes eventos, y en alguno ―seguramente― me voy a incorporar. Bueno, no es necesario hablar de la burocracia que es igual en todas partes. Creo que, con gente de buen espíritu, como son mis amigos cubanos, no nos topamos con muchos por aquí. Es sabido que con algunas organizaciones acabamos bastante desilusionados. Ni siquiera han contestado mi propuesta de concurso literario, no sé si se ha avanzado en algo… Habría que preguntar allí. ¿Qué les parece la idea? No creo que mucha gente se ocupe. De todos modos, llevaremos una antología de autores vinculados al movimiento. 98


Entiendo y justifico que se hayan otorgado otras representaciones a gente que tiene sus méritos, incluso a aquellos que podrían ocuparse más que yo de ciertos asuntos. Los cubanos son dueños de un espíritu constructivo, pero no hemos tenido suerte en nuestra relación productiva, seguramente yo no he sabido canalizar sus inquietudes, e incluso hemos podido cometer errores, como los del operador turístico del último viaje, que quedó imposibilitado de continuar gestionando por todos los acontecimientos sucedidos, como traer consigo a los paseos a jineteras y atreverse a presentarlas como artistas. Otras cartas se intercambiaban con sus amistades personales Leonor y Felipe: Quedo en espera de las grabaciones del Hurón Azul, y de todos esos brillantes comentarios sobre la situación actual. Salúdame a toda la gente allí, a Laritza, de la Casa de Poesía de La Habana Vieja, que muchísimas gracias y que la recordamos con cariño, a la guajira Marlén, que se vaya preparando para recibirnos, ya que si en algún momento llegamos a volver, también queremos estar con ella, a Dulce María en su azotea, tan amorosa, que espero le guste mi poema, a Cecilio Avilés, que nunca vamos a olvidar sus tertulias para niños y adultos, a Sotomayor por sus maravillosos dibujos y a ustedes por supuesto, gente con la que vale la pena intentar todo, y por los que dan ganas de continuar siempre. Disculpen la «lata», pero había mucho que decir y todavía queda más en el tintero. Un gran abrazo, Ricardo.

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II Muchos de los viajeros salieron de Platea por lo que el trabajo de Ricardo se inició mucho antes de llegar a Cuba. El resto de los participantes viajaban desde sus países e irían encontrándose en los hoteles respectivos. Allá por suerte, tendría un pequeñísimo grupo de colaboradores, fundamentalmente sus amigos Leonor y Felipe, sin los cuales habría sido absolutamente imposible resolver nada. Para colmo Gracia, su mano derecha, no era de la partida y tendría que valerse de su experiencia solitaria y de todo su buen ánimo para algo impensable, como recibir en Cuba a más de cuarenta poetas de distintas nacionalidades. Consultó con varias empresas y finalmente optó por Cubana de Aviación, porque, aunque actuara comercialmente igual que las demás, le concedía algunas ventajas relativas. Insistió de todos modos con la agencia organizadora, ya que él no iba a entrar en eso, que publicitaran lo más que pudieran y financiaran también lo que les fuera posible. Concretó con Sergio la impresión del libro que unía escritores de varios países. Había sido más que un dolor de cabeza. Ricardo se hubiera querido desligar de ese tormento, porque sabía muy bien lo que se avecinaba, que no era sino el anticipo de todo lo que se desplomaría después. La Feria Internacional del Libro de La Habana, una de las más apasionantes del mundo, lo esperaba en su realidad, con miles de cubanos ávidos de lectura que visitarían los estands y arrebatarían en pocos minutos la donación de libros que serían expuestos. En la programación se incluían lanzamientos de libros y revistas, ponencias, recitales, lecturas. La sede pensada era la Casa de la Poesía de La Habana Vieja. En la delegación desde Platea, además de Melisa, Haydée y Ricardo, iban los más destacados participantes del grupo, Pedro y Luis, también el joven Víctor y Mauricio, que por supuesto, se había desprendido no con facilidad de Sofía, a la que convenció jurándole y superjurándole que se iría a portar decentemente, pero en realidad, 100


era por la imposibilidad de solventar ella económicamente su viaje. El editor Sergio también era de la partida y la joven María Esther, que iba con su madre. Por supuesto, Luba, quien había abandonado esta vez y casi como para siempre a su profesora Teresa. Finalmente se había sumado un pequeño grupo de lectores y amigos de la librería de Aurora, que se entusiasmaron por el evento, aunque ella no fuera. En el aeropuerto de Platea cargaba cada uno con paquetes extra, que contenían los libros para las donaciones y la cuestionada antología del grupo. Muchas fotografías y abrazos con los acompañantes que los fueron a despedir. Innumerables recomendaciones y buenos deseos antes de abordar el vuelo.

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III Cuando iban en el avión de Cubana por encima de las nubes blancas ya corría una ansiedad y un gran desasosiego. Coordinar y producir un encuentro de poetas en La Habana parecía, sobre todo para Ricardo, una aventura casi incontrolable. La pesada aeronave soviética, con sus filas centrales y laterales, y sus dos pasillos, permitía andar durante el largo vuelo de más de nueve horas sin escalas, e ir conversando con unos y con otros. Mauricio iba al lado de Ricardo como un impráctico ayudante, aunque su buen humor y su alegría siempre compartida, le ayudarían a amenizar el viaje. Más hacia adelante Melisa y la infaltable Haydée, que recibía la andanada de críticas y comentarios de su compañera en permanente cuchicheo. El resto de los viajeros: Pedro, que iba seguramente en un vuelo imaginario y la joven María Esther que le leía sus últimos poemas casi sin abrir la boca; Luis sacudía su pipa apagada señalando algún horizonte; Sergio, el editor y el chico Víctor, el más joven del grupo, iban en la fila central de tres asientos y en el medio Luba con aquella risa fresca y despampanante, embelesándolos. Ricardo se sentó brevemente en la posa brazos del lado de Sergio al escuchar el comentario que este hacía. ―Indudablemente las creencias afrocubanas son un reto al sistema. Nunca dejaron de manifestarse, ni siquiera en el momento más duro de los ochenta. ―De eso no sé nada ―comentó Víctor. ―Eu sim, muito. Eu que no sou escritora, tenho um trabalho feito sobre os Orixas, divindades criadas por um único Dios, Olóòrun, para publicar ―agregó Luba. ―Pues eso te puede interesar mucho, Sergio ―comentó Ricardo interviniendo en la conversación y agregó―: ¿Saben que cuando los cubanos destapan una botella de ron, toman un buche y lo sueltan como en una lluvia al suelo, o simplemente vuelcan un chorrito en homenaje a las fuerzas de la naturaleza? ―Sí, es en respeto a los orixas ―dijo Sergio, que, por su profesión y años de experiencia en materia de publicaciones, tenía el panorama 102


bastante claro―. Me interesarán seguramente, como dijo Ricardo, esos textos que tienes escritos, Luba. En Uruguay, por ejemplo, país con el que yo tengo bastante contacto, se celebra el dos de febrero el día de Yemayá, diosa del mar, y podría haber un mercado interesante para tu libro. Hasta podríamos tratar de imprimirlo allá. Luba le agradeció su interés sonriendo y tocándole el brazo, y se enderezó un poco en su asiento para dirigirse a todos, como si estuviese hablando sola en un escenario. En un tono bastante audible a su alrededor empezó a relatar en un endemoniado portuñol con el cual, al tenerlos ya acostumbrados a sus compañeros, se hacía entender perfectamente. ―Se me permite eu gostaria de te dizer uma coisa. Meu pai sempre disse que eu era uma reencarnação. Também que desde outros tempos una semente havia ficado em meu corpo. O meu pai me contava desde muito menina me produzia a vezes escalafrios, outras conseguia que voara mia imaginação, pero sempre me reunia com ele. Tia essa qualidade inteligente de rodearme de histórias junto a seus cuidados. Nadie parecía tener en cuenta los pozos de aire que se producían en el vuelo. Aquel grupo estaba muy atento a las palabras de Luba, que continuó: ―Minha mãe era prática, ela tinha que trabalhar na casa e ainda logo chegaram meus irmãos. Partos e religião. Nunca carícias. Falava que debilitavam. Mesmo como sua mãe e que sua avó, asseguravam que seus maridos jamais as olharam peladas. Bom, pobres mulheres, mesmo así, era inevitável. ―¿Tu padre, de dónde era? ―preguntó Luis, que iba en la fila de atrás, pero estaba muy atento al relato. ―Meu pai via de outra história ―respondió Luba―, homem simples, de boa pasta. Ele veio de Ilheus, das plantações de cacao, para vir a San Salvador de Bahía. Do seu trabalho nos carros da governação, deve passar ao longo do período da ditadura perto dos governantes de fato. Ele não concordava com o regime, mas não o combater. Ele temia perder o salário de sua família. Na mia casa se falava muito pouco de política. Mais uma ocasião que estava en Brasília, em um de seus passeios regulares, em agosto de 1961, transporte de pessoas os materiais que foram destinados para outros Estados, coincidiram com a visita do Ché Guevara, ao qual ele vio. Eu tia apenas seis anos e lembro que foi um fato disse 103


e depois repetido por anos pelo meu pai. Ló admirava. Na verdade, não era excepcional. Mais tarde vi a influência e o impacto da Revolução cubana em Brasil, como se fosse a toda a história contemporânea. ―Eso es exactamente así ―dijo Ricardo―, lo he aprendido en todos estos años. A veces me resulta incluso inexplicable el atractivo. No lo debería decir precisamente ahora, que estamos viajando hacia allá, pero muchas veces me he preguntado por qué se produce ese fenómeno de encantamiento en personas que desconocen la realidad cubana e incluso han recibido la influencia más negativa de la propaganda en contra. Es como si fuese un desafío. Conocí personas de uno y otro comportamiento luego de haber visitado la Isla. Aquellos que continuaron discriminando y otros que reconocieron que en muchas cosas estaban equivocados, que habían sido engañados. ―Para mi generación ―agregó Víctor―, que no vivimos la eclosión revolucionaria, sin embargo, Cuba siempre está presente. ―¡Hasta en las camisetas!, o sobre todo en las camisetas y remeras, si hasta parece que el símbolo Che representara otra cosa, algo inusitado y costumbrista… ―intervino Sergio que permanecía muy atento a la charla de Luba. ―En general es irreverente en cuanto a su sentido, aunque respetuoso en sus formas ―concluyó Ricardo―, pero dejemos a Luba contarnos…. Los hombres que la rodeaban demostraban mucho interés en saber, y debían prestar mucha atención para no perder su palabra dicha fundamentalmente en portugués. Por eso, después de un largo suspiro, Luba continuó: ―Meu pai tinha muita influência de sua mãe africana. Meu nome foi testemunho dos povos lubas o lumbas. Contava também minha avó que uma de suas primeiras governantes foi uma mulher, a reina Lueji, que detinha o título de suana-mulunda, «mãe do povo Lunda». Da senhora extraordinária e inesquecível, meu pai argumentou que eu era uma reencarnação, que de ela havia herdado minha inclinação por todo o artístico e acima de tudo, minha força anímica. Foi realmente um pouco assim. Ele queria que eu estudasse. Mia mãe disse que por muito ler "Vou enlouquecer". Muitas vezes eu esconderia para continuar lendo enquanto ela me viera. Quando minhas irmãs vieram e em noites de luar, 104


aproveitou os reflexos que estão ficando por entre as fendas da madeira das paredes para fazer jogos com minhas mãos representando animais, cachorros, aves, especialmente de aves, exatamente pássaros em voo. Los hombres la miraban asombrados de un relato tan nutrido de poesía, alentándole a que continuara, pero ella calló de golpe como si de verdad estuviese formando sombras chinescas con sus manos. Luba, en cierto sentido, mantenía un dominio sobre esas y otras personas de su entorno, ya que en su relación con las «oscuras» fuerzas de la naturaleza, para esa platea que la rodeaba y fundamentalmente para las mujeres del grupo, ejercía una influencia que iba desde lo coloquial hasta lo mágico. Sus amigas la identificaban literalmente como mãe de santo, algo que ella nunca afirmó ni negó, pero que las mujeres presumían. Luba estaba inmersa en los cultos de orixas, que en la mitología yoruba, nombrados también orishá, orisá u orichá (en yoruba: òrìşà), son divinidades hijas y manifestación directa de Olóòrun (señor del cielo, o máximo dios). Eso de alguna forma le otorgaba un poder superior, pues en algunos casos, hasta de adivinadora de ciertas formas de futuro, o interpretaciones de los hechos, en que se le aceptaba y respetaba con desconfianza y temor.

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IV ¡Llegamos! En el aire se sentía. Como si se entrara a otro mundo. Ahora era simple, más que antes. Retirar los equipajes de la cinta. Aquella montaña de libros donados más los editados especialmente para el evento. Muestra representativa para unos, vergonzosa edición para algunos, cumplimiento de lo pactado para los organizadores. Siempre esa mezcolanza de opiniones democráticas ―demasiado, pensaba Ricardo, que no se sintió tranquilo hasta que se instalaron en el hotel con las innumerables consecuencias de ser un grupo tan grande. Que si yo no quería estar con fulana, que cambiaron todo, que mirá que no hay toallas, que el canje no nos favorece, que acá se arregla todo con un mojito más, no sé cómo soportan este calor y demás comentarios entre alegres y trágicos. Pensó que lo primero era entregar lo que no le pertenecía. Eran mil quinientos dólares. Una fortuna en esa Cuba ávida. Le dolían en la cintura, abultándole en el abdomen debajo de la camisa, en una especie de riñonera de tela. Los coordinadores locales se reunieron con él cerca del mediodía de esa primera jornada. Prefirieron hacerlo en su habitación, lejos de comentarios y miradas indiscretas. Ricardo los miró atentamente a los ojos. Vio como se les iluminaban ante aquella pila de billetes verdes. ―Son las tasas ―dijo―, pagan quince, porque exoneramos a los organizadores que trabajaron fuerte para poder cumplir con todo. ―Sí, lo sabemos, compañero ―respondió el que llevaba la voz cantante mientras contaba los billetes―, no podremos hacerte recibo oficial ―agregó. Ricardo quedó dudando y pensaba de cuál forma iba a justificar ante el grupo que había hecho esa entrega. Planteó su duda. ―Tendrán que confiar en ti ―respondió el otro compañero―, esto es un emprendimiento que debe ser diplomático, porque los costos son muy altos para nosotros y las quitas administrativas podrían dejarnos sin aliento. 106


―Pero yo tengo que justificar de algún modo, amigos ―respondió Ricardo―, piensen que fuera de aquí, en el sistema del que venimos, las presiones y las críticas son muy fuertes. No se perdona un paso en falso. ―Pero hermano, tú eres su conductor natural, ellos deberían de estar muy felices de cómo los has organizado y les permites tener contacto con otros escritores de innumerables países, ser portadores en definitiva de una representación cultural. Mira, te pondré recibido en la copia de tu invitación si quieres, con nuestras firmas, pero no podremos poner el cuño, porque eso ya le daría un viso legal acá y ya sabes, complica… No era posible más que aquello. Ricardo no podía de ningún modo dar marcha atrás, ni plantear el problema a los demás. Veía venirse el cúmulo de comentarios, discusiones inútiles y pedidos de reconsideración sobre aquella realidad. Pensó mucho en un segundo, recorrió todas las distancias de procedimientos y medidas que marcaban las diferencias entre ellos y optó por aceptar los hechos como parte viva de un entorno disímil. ―Espero no tener más problemas ―les comentó, mientras ellos iban guardando los billetes y firmando el dorso de su invitación, como el mejor recibo―, esto recién empieza ―finalizó. Recordó por un momento, mientras los compañeros le dejaban solo en la habitación, que debía de agradecerle al poeta ecuatoriano Horacio Hidrovo Peñaherrera, uno de los más destacados de la provincia de Manabí, también organizador de maravillosos eventos, que coincidió en la llegada al aeropuerto y las autoridades le estaban esperando ya que venía en carácter oficial. Precisamente, su presencia y la de la embajadora ecuatoriana, permitieron que se facilitaran los trámites aduaneros y, la que pudo ser una complicadísima gestión, se transformó en un simple pasaje. Como en ese tiempo ya se habían instalado carritos ―que costaba dos dólares su «arriendo»―, pudieron trasladarse en caravana hasta la salida, después de transponer migraciones y aduana, donde después de varias confusiones lograron alcanzar el ómnibus que los llevaría al hotel.

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V La reunión con Leonor y Felipe, sus colaboradores amigos, fue casi en la calle, en la camioneta estatal que Felipe conducía y que clandestinamente oficiaba de «medio de transporte» de libros y demás elementos para la Feria del Libro. Allí Ricardo y el grupo tenían un estand que la organización les había otorgado con la condición de no venta, solamente para donaciones. Los estands de las grandes editoriales eran pagos en dólares y contratados con mucha anterioridad. Ricardo todavía recordaba las enormes gestiones que debió realizar para lograr que le permitieran donar libros al pueblo cubano. ―Todo funciona bastante bien ―le dijo Felipe, que se avergonzaba de las vueltas que habían tenido que dar para conseguir entrar a la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña de La Habana, donde se desarrollaba la Feria. ―Quería decirte que Inés está en La Habana ―dijo Leonor con amargura. Su rostro se entristeció al darle la noticia, pues sabía que a Ricardo no le iba a resultar agradable. Esto era otra historia. Inés, una española que entonces tendría unos treinta años, era un recuerdo sombrío para Ricardo, alguien con quien había mantenido relaciones muy íntimas. Se habían conocido en Cienfuegos en oportunidad que hiciera aquel viaje invitado especialmente por la Asociación Hermanos Saíz, una organización cultural de Cuba que agrupa a los más relevantes escritores, artistas, intelectuales y promotores de hasta 35 años. Si bien su edad superaba ampliamente esa condición, lo habían invitado a conocer actividades y contribuir a su promoción. Ella también había sido invitada especial, pues por su edad, que los equiparaba, y sus actividades periodísticas, la Asociación estaba interesada en la repercusión que pudieran tener a través de sus vínculos, con la prensa española. Ricardo había llegado en compañía de otros amigos, entre ellos Juan, el andaluz, un domingo en la tarde. Por la noche se reunieron con los compañeros poetas en una descarga con bastante rumba y tragos. 108


Casi de inmediato de verse con ella se sintieron atraídos. Inés, tal vez porque lo considerara un veterano exótico, con cierta fama en la Isla, y él porque no pudo evitar ese contacto a todas luces relámpago, en medio de una conmoción de sentimientos urticantes, como el de sentirse distinguido nada menos que por una bella jovencita que no escatimó miradas e insinuaciones desde la primera vista. Comprartieron casi toda la noche en la que Ricardo le contara sus innumerables aventuras y ella recibiera todos los relatos con emotivo deleite. Por su parte ella le dio señales de mucha inteligencia y disposición para llegar a acuerdos de todo orden, incluso si él de alguna manera se llegaba a Madrid, puesto que, según le dijo, contaba con muchísimos contactos literarios y, ¿por qué no?, podían incluso procurar que alguna de las grandes editoriales españolas se interesara por sus textos. La noche pasó de manera más rápida de lo que Ricardo hubiese querido y si había algo que lo preocupaba, era que veía a Juan entregado a las copas en demasía y poniéndose cada vez más enredado con sus propios actos. Se acercó en un momento hasta donde su amigo estaba y le aconsejó que fuera mejor que se retirara a descansar. Juan lo miró entre socarrón y feroz y le dijo en voz alta: ―Mira hermano, tú coges el puntillo con dos mojitos, pero yo tengo aguante. A mí déjame, que no me persigue ninguna mal andada. En muy poco tiempo te vas a dar cuenta de con quién andas. Gente que ni siquiera aprendió a escribir y se cree dueña del planeta. No quiero ni saber de ciertas personas y me duele que mis amigos se revuelquen en el lodo. ―Pero ¿qué dices? ―le contestó Ricardo al tiempo que miraba cómo Inés, sintiéndose referida y al parecer abochornada, se tapaba la cara con las manos y salía del recinto en medio de llanto―. Sí, es mejor que te vayas a dormir y no hagas papelones ―agregó dándole la espalda para no seguir recriminándole. Los jóvenes cubanos que los acompañaban se vieron sorprendidos. Algunos no alcanzaron a comprender qué pasaba, pero mientras unos trataban de acompañar a Juan hacia la puerta, ya que el hombre, al decir sus últimas palabras, se había descompuesto de rostro y movimientos, otros miraban cómo Ricardo también salía de la 109


sala por la otra puerta, detrás de Inés. La alcanzó cerca del baño de las damas y le pasó ambos brazos por el cuello. Ella lo abrazó llorando y le dijo: ―Es mejor que te vayas, ya ves lo que piensa tu amigo de mí. Yo tampoco quiero saber nada con un arrogante de su talla. Por otra parte, no creo que le haya dado motivo para esta canallada. ―Mira Inés, chiquita, no te afectes por eso, está borracho y no sabe lo que dice, no sé de qué se tratan sus acusaciones, pero al menos no es ocasión para manifestarse de esa manera. Ven, mejor vayamos al hotel y tranquilicémonos. Mañana cuando entienda lo que le dicen, le voy a recriminar su actitud. Por cierto, ella se fue calmando en la medida que caminaron juntos en esa noche clara y tempestuosa, donde era previsible que ardieran otros calores. Ricardo miró a Leonor con afecto y pasó su mirada a Felipe que como era habitual en él, no encontraba palabras. Finalmente, tomando uno de los paquetes de libros de la caja de la camioneta le dijo: Oye Ricardo, vamos yendo al estand que se hace tarde. Mientras entre los tres descargaban los libros y los llevaban desde el vehículo al estand, Ricardo recordaba que, al día siguiente, cuando ya habían decidido volverse a La Habana con Inés, le había dejado una nota a Juan en el lobby del hotel en estos términos: «Juan: nunca pensé que iba a avergonzarme tanto. Lo de anoche fue tremendo, he comprendido que no eres digno de nuestra amistad. Ricardo». Pero había pasado el tiempo y tras otros encuentros, millares de mensajes y conflictos entre ellos y con otras personas, la situación con Inés llegó a su fin. Ricardo no quería ni recordar, pero no podía evitarlo. Ahora miró con mucha tristeza a su amiga Leonor y sacudió la cabeza. Pensó de inmediato en algunas de las frases de la separación, un diálogo casi tortuoso hasta un final sin retorno: ―En su momento te amé y te respeté absolutamente ―había dicho ella. 110


―¿Y ahora? ―respondió Ricardo. ―No quiero más nada. Te lo pido con amor y respeto. ―¿Qué te hice yo para que esto pase? ―Simple, no creo que debas humillarte. Quiérete. ―No me humillo, al contrario. No es eso lo que hablamos la última vez. ―No quiero ser dura, pero ninguna conversación es óptima entre tú y yo. Todo termina nefastamente. No servimos como pareja. ―En verdad no sé por qué, pues yo no hago nada en contrario. Pero está bien, tú dices que no servimos como pareja, pero ahora tampoco quieres mantener una amistad. ―Ricardo, ni siquiera amigos, todo termina mal. ―¡Que seas feliz! ―No me desees nada. No necesito de ti. ―Eres muy altanera, cuando me necesitaste no eras así. ¿Y quieres algo más? Tú me ves como tu enemigo y me odias. Es cierto, hay algo que aprendí. No me voy a humillar frente a ti. Siempre te justifiqué, incluso con lo que me habían dicho de ti, con tus propios devaneos en cada ocasión. Los tomaba propios de una joven, que si bien ambiciosa, podía equivocarse sin mala intención. Tú siempre con tus disparates y yo detrás de tu amor. Pero tienes razón, es mejor olvidarnos. ―¡Ok!, gracias por todo lo que acabas de decirme, no diré más que muchas gracias… Si soy egocéntrica o no, es mi problema. Después de todo lo que has dicho y como lo peor, no quiero una sola palabra de tu parte…. ―Solo una última cosa te diré, pase lo que pase jamás voy a decir de ti nada más que cosas buenas y negaré hasta el último día de mi vida que nosotros tuvimos relaciones amorosas. Tú dices que actúas como una dama. Bien, eso es lo que hace un caballero como yo. Muchos meses más tarde, estando en Lima, en un encuentro de la Casa del Poeta Peruano que organizara José (Pepe) Vargas, su presidente y amigo, Ricardo volvió a encontrarse con Juan. Fue entonces que le abrazó y le dijo: ―Mira, me resulta muy difícil lo que voy a decirte, pero a pesar de todo debo pedirte disculpas. 111


―Dime hermano, de qué se trata ―le había respondido Juan. ―En aquel momento y fuera de toda ética, desfigurado por el alcohol, tú me dijiste algo que jamás pude olvidar; me dijiste que en poco tiempo yo me iba a dar cuenta de quién era Inés. Bueno, hoy te confieso que después de muchas agachadas que supe disculpar y de soportar un carácter agrio y feroz, que no se corresponde con lo que aparenta en público, hemos terminado nuestra relación incluso de amigos; tú me lo advertiste, no sé por qué y en aquel momento, que no era el preciso, pues todo era diferente para mí. Luego vi cosas inaceptables para el honor de un hombre y ahora que se acabó, te agradezco aquellas palabras que de una u otra forma me pusieron alerta. No sé si tenías o no motivos para decirlas, pero la verdad es que hoy me siento muy lastimado y te pido perdón. Uno tarda en conocer a la gente. ―Bueno, es cierto. Menuda resaca tenía esa mañana cuando alcancé a leer tu breve nota de despedida ―se sonrió Juan―. Créeme que lo siento mucho por ti, por la profunda amistad que te tengo, así como por el afecto y respeto por alguien que considero un hermano. ―Qué fue entonces, hermanito, que te hizo decir eso de ella. Esa es la terrible duda que tuve todo este tiempo, porque debí escucharte, perdona tanta cosa mala, mi amigo. ―Bueno, si tú quieres que te lo diga, yo te lo digo, pero esto tiene que quedar entre nosotros, porque puede resultar que luego vuelven, se cuentan interioridades y yo, de todas formas, quedo como el malo de la película. ―¡No, por favor!... continúa. ―El asunto es que Inés posee mala reputación. Ella ha tenido muchas relaciones oportunistas, de las que siempre ha obtenido algo o ha intentado sacar algo. No desconozco su capacidad y su responsabilidad para las actividades culturales que desarrolla con gran ímpetu en Madrid, y si hay algo que lamento es que esa noche, según recuerdo, acudí a cosas que no pienso de ella, como que ni siquiera sabe escribir. Lamento haberlo dicho. Pero de ninguna manera el tratar de advertirte, aunque de mala manera, sobre sus maniobras. Eso a mí me ha indignado porque finalmente es mi compatriota, aunque 112


yo sea orgullosamente andaluz. Sé que uno puede hacer de su vida lo que le da la gana, pero es feo escuchar comentarios de amigos a los que aprecia, refiriéndose a ella. Incluso yo la he defendido, señalando eso, que por qué carajo se critica la actuación de una mujer que se puede ir con cualquiera por afecto, etc. Pero no he tenido una solidez en esa argumentación ya que todos aluden a sus actitudes traicioneras. Y claro que me ha dolido porque es mi compatriota y le llegué a tener aprecio. ―Tú tienes razón, le he conocido relaciones con personalidades a las que después de muertos venera, pero que en vida usó a su gusto y luego les fue infiel. No sé si contigo sucedió algo, pero bueno, ella me dijo que habían tenido solamente una amistad ―respondió Ricardo. ―En cuanto a mi situación personal, mi querido Ricardo, te aseguro que jamás tuve nada con Inés. Nunca hubo una insinuación de mi parte, ni de ella. Siempre mantuvimos una prudente distancia. ―Si es o no una persona que utiliza a los amantes para trepar ―finalizó Ricardo―, entonces tú eres, junto con el pequeño grupo de amigos, entre los que se encuentran Leonor y Felipe, mis compañeros cubanos, que obviamente me vieron con ella, los únicos que saben de mi relación con Inés; lo he negado a dios y todo el mundo, pienso que es lo que hace un hombre, un caballero. Ojalá reflexione y se dé cuenta de que con sus actitudes se está destruyendo. Gracias, mi hermano, gracias, ahora que acabó esta etapa, estamos todavía mucho más juntos. Mientras iban terminando de acomodar los libros en las estánterías, siguieron remontando el tema. ―Ella no quería demostrar su relación en público ―dijo Ricardo y continuó―, siempre me decía que no demostrara mi amor, que la tratara en forma indiferente cuando había otras personas. Felipe, que no quería hablar, sin embargo, no pudo más y dijo como pensando, pero en voz alta: ―Lo que pasó con el taxista fue muy feo. 113


A Leonor se le incendiaron los ojos por un momento y pasó su mano por la frente como para secarse el sudor o un pensamiento. Su pelo lacio y escaso se erizaba. El calor húmedo lo iba amortiguando, pero de nuevo se le alborotaba. Su cara, siempre rojiza, se puso como un tomate. ―No sabía cómo decirte, Ricardo, era bochornoso ―dijo. ―Todo fue porque tenía la camioneta en el taller, que, si no, no hubiese sucedido. ―¡Ay Felipe, no te culpes! ―le respondió Leonor―, que si no era en ese momento hubiera sido en cualquier otro. ―Sí, amigos, habría sido lo mismo. Claro que de todos modos esa noche debíamos ir a lo de Lissete porque nos estaban esperando y llevábamos el ron y las galletas. ―Allá no debía tener nada ―comentó Leonor. ―Por supuesto, además era nuestro compromiso. Allá montamos aquel maldito taxi ―exclamó Ricardo. ―No nos querían llevar porque éramos cuatro más el chofer y alegaban que no llevaban más de tres. Todo un acomodo para cobrarnos más ―rezongó Felipe. ―Pero vos conseguiste aquel almendrón de los cincuenta con el negro adentro ―sonrió por primera vez, Ricardo. ―Sí, y en verdad tú estuviste bien, chico, de invitar al chofer que bajara con nosotros y compartiera la noche, porque si no, desde el barrio de Lissete no era fácil volvernos. ―Pero luego de los tragos y la poesía nos chiflaba la barriga y a Inés se le ocurrió ir a comer pizza. ―Perdona ―dijo Leonor, que no podía perdonar lo que aquella mujer le hizo a su amigo―, pero ya en el viaje de ida Inés le buscaba la conversación al morocho y como iba exactamente detrás de él, se le acercaba temiblemente al cuello. Le preguntó cosas obvias, querido Ricardo. ―Claro, el hombre respondió como hombre ―aseguró Felipe ante la mirada recelosa de Leonor que seguía sin poder aceptar el machismo de los cubanos, incluso el de su pareja. 114


―Sí, pero en la casa de Lissete, se portó muy bien el taxista. Se sentó en un rincón y no pidió nada ni molestó a nadie ―comentó Ricardo, mientras clasificaba y colocaba juntos en el estante la colección de Círculo de poesía de aBrace―, por eso acepté lo de la pizza ―agregó. ―Y sí, si habíamos compartido la noche, lógicamente debíamos invitarlo a la pizzería ―suspiró Leonor. ―Recuerdo que cuando llegamos, Inés esperó que todos nos sentáramos, alegó ir al baño y cuando regresó se hizo lugar en el banco entre tú ―se refirió a Leonor― y el negro. ―El hombre no se corrió porque daba su cuerpo en la pared ―resaltó Leonor―, pero Inés pudo haber hecho lo mismo a tu lado. ―No, claro que no, ¿no te digo que no quería demostrar en público nuestra relación? Por eso en ese momento yo no me enojé, ya que era parte de su estrategia. ―¿Estrategia? ―preguntó Leo―, pues vuelvo a pedirte disculpas, pero yo estaba también a su lado y veía perfectamente cómo ella le pasaba el pie por la pierna al moreno. No sabía cómo decirte ―terminó. ―Pues yo también vislumbré algo y además te tenía de frente y veía tus ojos que revoloteaban ―dijo Ricardo―. Sí, luego ya saben, cuando me di cuenta solo atiné a levantarme, pagar la cuenta y volverme al hotel, perdonen que casi no los saludé. Leonor y Felipe se habían detenido en la tarea de acomodar los libros, ya casi terminada, y miraban lastimosamente a Ricardo. Felipe bajó los ojos y le dijo: ―Hermano, yo esto no te lo había dicho entonces, porque no quería echar leña al fuego, pero antes de irnos con Leo pasé por el hotel a ver si te veía y preguntarte si no querías venirte a casa con nosotros en lugar de pagar esa noche, ya que de seguro no ibas a venirte también con Inés como las noches pasadas, pero al menos no estarías solo. No te encontré, creo que vos te habías ido al Pico Blanco, allá en el piso once, ya que el hombre de recepción me dijo que te había visto subir en el ascensor y no habías pedido tu llave. También me dijo que la chica que parecía estar contigo no había subido, que la había venido a buscar al bar un taximetrista; uno que él conocía, 115


aunque no era de esa parada, sino que tenía un auto azul bastante bueno, del cincuenta. Salieron juntos, agregó. Ricardo se paró luego de colocar el último ejemplar y, mirando a cada uno de sus amigos les dijo: ―Mis queridos, estuve pensando. No sé qué actitud tomará ella, pero espero que no se inmiscuya en este evento, aunque muchos de los presentes están entre sus amistades. Lo que faltaba ahora es que me arruinara también esta tarea que nos costó tanto trabajo. ―Creo, por lo que he oído, que viene en una delegación para tratos directos de intercambio cultural y generación de representaciones con organismos de su alcaldía. No sé si tú recuerdas que ella ahora es miembro de la junta local de su ciudad y corresponsal de la UNEAC en Madrid, además de escribir para un periódico en su medio ―remarcó Leonor. ―¡Espero que no se arrime demasiado a La Habana Vieja! Felipe suspiró y dio una larga pitada a su cigarrillo. Todos cayeron de pronto en un silencio mayúsculo del que parecía no podrían salir. Ricardo pensó, mientras se alejaba del grupo, en esa Habana Vieja que tanto amaba, en la que había pasado momentos inolvidables, incluso con la misma Inés. Pensó en lo que había escrito y recordó esos días en que viera a las vecinas que bajaban su jabita, bolsa de mandados o como fuera, desde el balcón de reja con una cuerda, y abajo esperaba el mandadero. En los niños que también en la calle batían su pelota de béisbol sin los guantes precisos. En las bicicletas con parrilla en que siempre iba alguien y en los santos vestidos de blanco y con turbantes que se paseaban. Pensó precisamente en los balcones que se apoderan de la gente y de sus gestos, en el abuelo que apenas si caminaba con sus recuerdos siempre colgados del humo de su cigarro. En el Capitolio que tapa el horizonte, en las ruedas del carro, en la iglesia con su puerta cerrada que todos respetan y en las curvas de la muchacha que se contornea. Pensó en Inés una vez más. La recordó sentadita al borde de la cama de una plaza que compartieron en la casa de Leonor, con cara de sueño aún, tomándose el pie derecho entre sus manos y sonriéndole como una adolescente. Al fondo, una sirena de barco y siempre la música en la calle, en pleno hormigueo de habaneros, porque todos se asoman en La Habana Vieja. 116


VI Caminaban cerca del hotel en La Habana, descendiendo del Malecón a las rocas, en esa tardecita cálida y sonriente que regalaba la Isla. ―Muito prazer, Antonio ―le había dicho ella en el oído, mientras se estrechaban en un gran abrazo. Ahora simplemente andaban sin que ella lo mirara. El poeta catalán que, tanto te he extrañado, según le dijo, no cesaba de mirarla. Luba le comentó que varios de los asiduos concurrentes a las actividades del grupo no habían podido venir. Por supuesto, él aún no había tenido tiempo de enterarse pues era un recién llegado desde España. ―Vinimos los más fuertes ―respondió Antonio, quien la había arrebatado del grupo, apenas se vieron en el lobby del hotel. ―No entanto, não veio Gracia, grande amiga de você, Antonio. Ela e muito forte —agregó. ―Es particularmente una gran amiga ―contestó el poeta catalán―, siempre está dispuesta a atenderme, aunque yo no soy muy fácil de entender… ―¡No diga eso! ―replicó Luba en perfecto español. El hombre vio que la mirada de la mujer se iba perdiendo en el océano y que quedaba un instante callada. ―Você sabe Antonio, que quando olho o mar lembro a meu pai. Ele gostava muito de comer pescado e tomar aguardente de canha. ―Le gustaba el ron, entonces y el pescado, como en España. En cambio, aquí, que es una isla, apenas si se consume. Prefieren moros y cristianos, o sea arroz con porotos negros. Pero el ron lo toman como agua. ―Sim, mas no Brasil não é ron, é cachaça e peixe é comum na costa oceânica ―y continuó hablando como para sí misma, mientras él solamente la admiraba. Le dijo en su mezcla tan sabrosa de idiomas, bebia somente os fins de semana. Jamais os dias de trabalho. Apesar de sua força e sua coragem para enfrentar a vida, em realidade foi teimoso com àquelas coisas que tivessem que ver com a bruxaria ou mistérios indecifráveis. 117


―Por favor amada Luba, háblame en español ―retomó Antonio, mientras ya caminaban por las rocas―, entre el ruido del mar y mi desconocimiento total de tu idioma, me siento perdido ―agregó con

una risotada. ―Esta muito bem, amigo, trataré ―respondió rápidamente Luba―, às vezes no falo espanhol porque me pierdo en las ideas. Agora va a ter que suportar meu portuñol mal falado ―y rió también ella―. Meu pai decía que había em su aldea una mulher que se tornava invisível. Lo había sabido en la fazenda en que trabajaba cuando era más joven. Sobre o final do dia, algunas veces se escuchaba un silbido largo debaixo de pedras ou em árvores, por aquellos locais onde pasaban los peones quando eles estavam voltando para suas casas. Aparentemente, esta mulher fez isso para intimidar a los hombres. Los encantaba para retornálas suas vítimas. Então los llevaba para a borda das rochas o los introducía en los troncos y allí los convertía em seus escravos, para que cuidaram de los pies de castaña que ainda se acredita que possuía em seu mundo de ilusión. O tema original foi que um fazendeiro tinha roubado suas tierras e matado seus filhos. Claro que foi para se vingar e ninguém veio de aquel encantamiento. »Cada vez que meu pai me repetia estas historias lo hacía despacito, arrastrando las palabras, como temendolhes. Él me decía: “Luba, eu quero te contar uma coisa…”, y yo ya ficaba encantada, eu senti que meus olhos quase fora de suas órbitas y el aliento se me humedecía. Na era llanto. Yo no lloraba porque com ele eu me senti muito segura, como jamais lo esteve logo en sitio alguno. Outras vezes costumava dizerme episódios de nossos ancestrais nas terras africanas. Por exemplo, quando os portugueses invadiram a eles e destruída sua aldea diezmando seu tribu. Eles vieram de Guinea Ecuatorial. De la ciudad de Luba, desde donde migraron para Angola. Como se ve, meu nome vem de lá e de lá eles foram levados pelos navios piratas como escravos, ingresados por Río de Janeiro y luego arrastrados hasta Maranhão, onde havia uma sociedade escravista tardía ―hizo una profunda inflexión en la voz, mientras pensaba unos segundos la conclusión de su relato, la cual hizo totalmente en español, como que lo hubiese hablado la vida entera, manteniendo solamente su acento tan característico: ―Tal vez sea por eso que aprendí a soñar y a defenderme. Jamás ningún hombre me esclavizaría, ni podría tolerar que me engañaran. 118


Antonio estaba muy sorprendido, nunca había escuchado algo igual, era como que le estuviera adivinando y reprochando su intención de besarla, de abrazarla. Porque en realidad, durante todo aquel paseo soñaba con ella, sufría con ella cuando no la entendían, gozaba con ella de verla maravillarse con el paisaje, con las personas que encontraba en la calle y se detenía a hablar, de cualquier tema; lo importante para Luba era oírlas. Claro que debía reprimirse. Le hubiese gustado conocer más de sus cosas, de los orixas ―que tanto en Cuba como en Brasil son venerados―, creer que ella era la misma Yemayá con vestido celeste, saliendo del mar. No supo qué decirle luego de tomar su mano, que ella no retiró, porque no hacía falta, porque lo estaba marcando con su sentencia, cuando dijo finalmente profundizando su español sin dejar de modular como se habla en portugués: ―Todas las mujeres sabemos el poder de la seducción. Lo intuimos, porque no concibo, al menos para mí, proponérmelo, aunque algunas veces, lo reconozco, me gustaría volverme invisible para poder intimidarlos. Fue una breve charla, pero intensa. Después evocarían algunos versos que habían leído y recordarían que en un rato los esperaban para la reunión en que se iba a evaluar la programación, por lo cual, lamentablemente debían regresar.

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VII El grupo que conducía Ricardo tenía, obviamente, un toque particularmente formativo y se mostró interesado en participar de una charla de Abel Prieto, Ministro de Cultura cubano quien era considerado un gran autocrítico y de alguna forma responsable del cambio de orientación y de la apertura que, a partir del período especial, se produjo en la Isla. La sala era grande y estaba colmada. Sin embargo, en razón de su condición de extranjeros, pudieron entrar y ocupar los espacios laterales. Les llamó la atención la forma que tenían de dialogar con el público. Los cubanos parecía que estuviesen en familia, como frente a una gran olla en que se cocinaba la realidad. La magnitud del tema, que en principio parecía una cuestión de Estado, se fue transformando de esa forma en algo muy coloquial y agradable. Incluso en sus manifestaciones discordantes. Viéndolo desde afuera, parecía imposible que pudiese ser así. Para esa intelectualidad visitante, que en general se imaginaba un pueblo acostumbrado a obedecer, el choque fue de impacto. ―Pensé que era diferente ―fue lo que se escuchó desde algunas filas de atrás. Ricardo miró a Melisa, que estaba a su lado. La mujer simplemente asumió el comentario sin pronunciarse, aunque lo miró como validándolo. ―Quería agradecer especialmente ―dijo uno de los cubanos que acompañaban al Ministro en la mesa― la presencia de los compañeros que vinieron desde tan lejos. Debemos reconocer la importancia del apoyo de exiliados de las dictaduras latinoamericanas en nuestra tierra, que nos ha permitido generar una red internacional de solidaridad y de difusión cultural. Melisa se acercó al oído de Ricardo resaltando la importancia de Casa de las Américas, para conseguirlo. ―Tengo algunos ejemplares de la revista de la Casa, que me llegaron por medios inimaginables y estoy convencido de que significan mucho en el encuentro de mundos que quieren acercarse ―respondió Ricardo. 120


Todos quedaron impactados cuando el Ministro de Cultura destacó la atención que se le ha propiciado a la actividad cultural desde el triunfo de la Revolución, poniendo al alcance de todos obras de la literatura universal, así como en la creación de centros que han contribuido al desarrollo de sus diferentes manifestaciones, entre ellas el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, la Casa de las Américas, el Ballet Nacional, el Instituto del Libro, entre otras. Cuando salieron, seguían conversando sobre esa conferencia tan particular y todo lo que los escritores cubanos generaron. Sin embargo y por supuesto a todos, lo que más les importaba era la programación. Las lecturas se realizarían en el espacio del Hurón Azul de la UNEAC. La curiosidad eran los horarios, siempre por la mañana o la tarde temprano. La situación había sido planteada desde el período especial de los años noventa por la emergencia energética que estaba marcada por los apagones. Cuando la luz se iba, que era lo normal, se pasaban muchas horas sin energía eléctrica. Tanto que, con su humor habitual, los cubanos decían cuando se recomponía la luz, ha llegado el alumbrón. Por supuesto que se compartirían lecturas con poetas cubanos y de otros países. A Pedro, por ejemplo, le habían dado un salón frente a la sede principal, donde conduciría talleres con la participación de grupos vocacionales de La Habana. ―Nosotros venimos de Platea ―comentaba con aquellos jóvenes que encontraba a su paso en la sede, María Esther―. ¿No saben si tendremos algún día en la Feria del Libro? Me gustaría participar en ella. He venido con la guitarra y desearía conocer a alguno de los trovadores. Queremos aprovechar nuestra estadía al máximo. ―Claro, también se hará una presentación en la Sala Lezama Lima de La Cabaña ―aclaraba Ricardo a aquellos que por algún motivo no habían leído el programa. Los libros se venderán en pesos cubanos o simplemente se donarán. Por supuesto que no tenemos contrato editorial con la organización de la Feria, como para exponer y vender en divisas. Ellos nos han concedido un estand para simple muestra. 121


Las aclaraciones también venían de parte de los compañeros cubanos, por ejemplo, nos decían: «vuestras presentaciones serán el martes a las dos de la tarde en la Sala Villena de la UNEAC, que es una subsede de la feria». Asimismo, la música se presentará esa misma tarde a las 5 P.M. en esa misma sala. Este año las lecturas salen del lugar habitual y los lanzamientos se hacen en las distintas sedes de la feria (en el Pabellón Cuba, la UNEAC, la Casa de las Américas y el Centro Dulce María Loynaz). Esto no convencía demasiado a Melisa, que evaluaba obviamente la cantidad de público que podrían tener esas sedes con relación a los millares de personas que pasaban a diario por La Cabaña, sede principal de la Feria. Sin embargo, más tarde, en la visita que realizaran, pudieron comprobar que esa infinita congregación de personas, no iba a participar especialmente de las actividades del grupo, sino que recorrían los enormes patios y locales de la histórica fortaleza en una búsqueda incesante de novedades que alternaban además con muchísima oferta de comidas y bebidas, más difíciles de hallar en la calle. También los precios allí, en pesos cubanos, eran accesibles para ellos. La riqueza de programación era desbordante. Para citar algunos ejemplos: Poesía en la mujer, Debate y reflexión sobre textos poéticos, Intercambio sobre la (re)interpretación de la poesía con (o sobre/desde) los nuevos medios, Lectura de poesía de poetas africanos y otros autores, Coloquio Martiano, Universidad de Ciencias Médicas, Exposición Pintura en la poesía y viceversa, Inauguración de muestra biográfica de Neruda y otros poetas latinoamericanos. Para enumerar simplemente algunos podrían recorrerse varias páginas informativas. Los diarios locales de la Feria anunciaban y comentaban los acontecimientos. La radio y la televisión se hacían presentes en forma sorpresiva y podría acontecer que en medio de un recital aparecieran las cámaras y en la noche, todo el pueblo, en el informativo central, te viera y escuchara leer poesía. Algo inconmensurable. En la Casa de la Poesía de La Habana Vieja los recibió Teresa, su directora, quien había sucedido a Laritza que ahora dirigía el Museo del Naipe y Ricardo le manifestó que se sentían muy honrados por el hecho de que las principales actividades del grupo se realizaban allí; que le agradecía el aporte del equipo de audio y por supuesto su rol 122


de presentadora para el público. Habló de la entrega de programas impresos y de la donación de libros para la biblioteca. Por supuesto que varios profesores cubanos se habían ocupado ya de preparar la presentación de algunos de los libros individuales y obviamente, el que reunía las voces de los autores presentes y otros escritores de América y Europa. Cuando Ricardo fue a la biblioteca y revisó sus archivos de obra entregada en visitas anteriores, encontró incluso un folleto perfectamente guardado y archivado con sus números correspondientes, que había olvidado ya por completo luego de años de ausencia. Uno de sus textos se refería puntualmente a sus amigos poetas cubanos: Tus poetas pertenecen al amor deslumbrado/ se paran a soñar en una esquina/ sin transporte/ donde se encapota de gente/ cualquier cielo visible./ Tus poetas caminan medio mundo/ por traer en sus letras la memoria/ y por decírselo a Cuba casi sin saliva/ con los riñones caídos en la calle./ Tus poetas hicieron el amor a media tarde/ en la mañana del sorbo de café/ poquito y dulce/ y en la noche entre gallos, cochinos y papeles./ Cualquiera puede verlos/ en el acto de acudir a la cita. En el mediodía se situaron en la Cervecería de la Plaza Vieja que era además fábrica de cerveza y que quedaba apenas a una cuadra de la Casa de la Poesía. Siempre tenía música cubana en vivo con los músicos que en definitiva eran empleados del Estado y que acrecentaban sus magros ingresos con la venta de CD o con aportes voluntarios de los comensales. Llamaban la atención del público con sus interpretaciones donde jamás faltaba el «Aprendimos a quererte» o la «Niña de Guatemala» de José Martí sobre la tradicional música cubana de todos los tiempos. Estaban sentados a las mesas del exterior sobre la misma plaza. Varios monumentos frente a ellos. Sobresalía un gallo formidable en mosaicos de color, donde todos los paseantes tomaban fotografías. Por allí mismo Ricardo la vio llegar, acompañada de un séquito de extranjeros típicamente españoles y también algunos cubanos. Iba 123


radiante en medio de risas y gestos plenos. Aquella belleza que conocía tan íntimamente era ahora más manifiesta bajo ese sol habanero del mediodía. Por supuesto que Inés lo vio. Su mirada fue expresamente hasta sus ojos sin que en ningún momento lo eludiera, acompañándola con una sonrisa tal vez exagerada pero que lo marcó. Él no supo si responderla o no, optó por no bajar la mirada para no sentirse humillado o peor aún. Cuando pasó por su lado ella le dijo un «hola», más dirigida a sus acompañantes que a él mismo, como que fuese ayer que lo había visto o como si se tratase de un conocido que había encontrado en la mañana en el hotel y con el que no había cambiado palabras nada más que protocolares. Ricardo rogó que no hubiese más reencuentros de ningún tipo con Inés, pero nadie puede asegurar el futuro. Recordó que en una lectura del último evento que compartieron leyó un poema acentuando un fragmento que «le había dedicado» ―intriga privada que sin embargo muchos pueden entender. Lo hizo mientras la mujer abrazaba al poeta joven que tenía a su lado: Mujer bebí en tu espalda/ hasta convertirme en telaraña y bailotear como trapo de mástiles oscuros. Más tarde empezó a escribir unas líneas tal vez para hacérselas llegar o al menos para consolarse, como le dijo a Leonor al leerle el texto y después romper la hoja. Inés: como no logré ser rencoroso en toda mi vida, no consigo entender ni concibo esta situación que tú mantienes. Pudimos herirnos mutuamente, aunque ninguno de los dos creo que lo hayamos hecho con intención de hacernos daño. Al menos yo no, por el contrario. Tal vez las palabras hirientes fueron producto de arrebatos o incluso de encontrar una solución definitiva a cosas que no la tenían. Tú tienes razón, fueron dichas y no tienen remedio, salvo olvidarlas como uno ha olvidado tantas cosas buenas y malas que le han ocurrido antes. No voy a desearte nada, porque también has dicho que no te interesan mis buenos deseos. Tendrás que vivir lo que te acontezca y seguro que serán de tu exclusiva 124


responsabilidad tus resultados, porque tienes muy claro siempre lo que deseas. Estoy con tanta responsabilidad ahora con la delegación y las actividades que no me queda casi tiempo de pensar ni de imaginar cómo pude verte y que siguieras de largo en la Plaza Vieja. Ayer miraba mi teléfono «mutante» que ahora lo tengo con un chip cubano y veía, porque conservo los mensajes que intercambiamos cuando yo me estaba yendo de tu lado en el viaje anterior, en una serie que seguro yo te respondía, donde me dijiste sucesivamente: Me muero de pena mi amor/ Te amo, te extraño, mi cielo. Quiero que sepas que sí me casaría contigo/ Siempre estoy contigo./ ¿A qué hora sale tu vuelo? / Te extraño y me duele saber que te vas./ Te amoooo. No puedo negarte que quedé impactado. Tremendamente emocionado por una parte y dolorido por la otra. Entonces me pregunté: ¿Qué pasó entre nosotros? ¿Qué cosa te hizo ir cambiando tanto? Porque en realidad tú fuiste sincera cuando me dijiste que yo había insistido en vernos esa última vez. Realmente no eras la misma persona ya conmigo. Esos mensajes anteriores del teléfono lo prueban. Creo que volviste a ser la mujer que tanto he amado solamente en aquel paseo que hicimos el primer día, cuando nos conmovieron los textos que nos leímos. Después ya sabes todo lo que pasó, para qué recordarlo… Me pregunto qué hice mal o qué te ocurrió a ti para tanto cambio y ahora para esta actitud intolerante de ausencia y silencio en que ni siquiera admites que podamos dialogar como amigos. En realidad, nunca voy a estar en paz conmigo mismo sin entender las cosas. Creo que no te interesa de todos modos lo que me pase ya que lo has demostrado con creces. Pero al menos me conformaría con que lo supieras. El amor parecería ser una hoja al viento.

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VIII La delegación de Platea estaba alojada en el hotel Saint John’s, a media cuadra de La Rampa, la conocida calle 23, cuando desemboca directamente en el Malecón, precisamente en el límite entre El Vedado y Centro Habana. Al no haber actividades nocturnas, las noches eran libres para que cada uno solo o en parejas o en grupo realizaran paseos prioritariamente a La Habana Vieja. Tal vez buscaran un restorán o una de las paladares, que habían tomado el nombre de una novela brasilera de las que tanto gustan los cubanos. Eran comedores en casas de familias a los que se les habilitaba hasta cinco mesas, o sea, para veinte personas y se les permitía comerciar con la llamada comida criolla consistente en arroz, yuca, malanga, ensalada de tomate, lechuga, pepino y col. Generalmente se servía con un bife porcino pequeño o pollo frito en manteca de cerdo. No era de extrañar, sin embargo, que te ofrecieran en paladares camarones o la tan codiciada langosta, que no tenía autorización y sin embargo se podía degustar por pocos dólares, en relación a otras partes del mundo. Ricardo aprovechaba para descansar temprano ya que temía por la jornada siguiente, que siempre le iba a deparar sorpresas en algún sentido. Los otros participantes, después de reposar un tiempo breve luego de las actividades, salían a caminar o buscaban otros espacios. Mauricio averiguó en la recepción por Luba ―ya que la procuraba como siempre―, pero le dijeron que había salido. Prefirió no alejarse y fue a comer un sándwich en un saloncito al lado del hotel. Terminó enseguida y se volvió. En el lobby preguntó dónde se podía escuchar música cubana. En el último piso del hotel, la boîte Pico Blanco, actuaba un grupo musical que tocaba filin. El encargado de portería, de muy buen grado, le explicó ampliamente que esa música llevaba el nombre en su versión españolizada del idioma inglés feeling, que en su raíz etimológica significa sentimiento. Según le dijeron, filin se ha convertido en una palabra utilizada cada vez más frecuentemente en la terminología de los musicólogos y otros especialistas que la relacionan con una corriente moderna de la canción, surgida en La Habana 126


y paralelamente en México, en la década de los años cuarenta del siglo XX. Por supuesto, como era de esperar, subió al ascensor y se dirigió al lugar. No había mesas disponibles, por lo que fue hasta la barra y pidió un mojito para empezar la noche. Los músicos estaban en plena ejecución del filin y entre los bailarines, alcanzó a ver a una muchacha joven, muy bella, que bailaba con un hombre mayor en esas increíbles maniobras de la danza, que únicamente los cubanos pueden ejecutar. La chica lo seguía a la perfección y Mauricio notó, que luego de varias vueltas, ella empezó a mirarlo más intensamente. Por supuesto que él no se quedó atrás y le sonreía. Así estuvieron unos minutos, hasta que la pareja se sentó en una mesa cercana a los músicos que iniciaban el intervalo. El local era amplio y bien equipado. Desde las ventanas de un piso once se veía la noche cubana de pocas luces. A lo lejos la bahía con sus escasos barcos mercantes y las calles presumiblemente repletas en su semioscuridad. Sin embargo, esa vista distinta no era lo que despertaba atención de Mauricio. Había quedado prendado de aquella sonrisa juvenil de la muchacha. Los músicos en su descanso se habían también situado en la mesa en que ella estaba, por lo que imaginó que los estaría acompañando. Por un momento pensó que podía tratarse de una jinetera, como se le suele llamar a las personas que se prenden (mujeres u hombres) a una o un turista, buscando ser compañía, información o intérprete, o llegando a la prostitución en algunos casos a cambio de una ayuda económica. Luego pensó, como en general sucedía, que a esas personas no las dejarían entrar allí. También se dijo que hecha la ley… y supuso que podía serlo, pero en ese caso no estaría con cubanos, sino asida a algún turista alemán o español, de esos que desparramaban euros sin importarles mucho los costos. Se propuso averiguarlo acercándose a la mesa en que estaban los músicos; se presentó sin vacilaciones, a lo cual ya estaba acostumbrado. Como era de esperar, ellos lo invitaron a que los acompañara. Mauricio no esperó nuevo convite y se sentó lo más próximo que pudo a la muchacha. Les dio su nombre y les preguntó en general como era el de ellos. Tomó nota del de la chica. Supo que se llamaba Tania. 127


Continuó tomando ron y conversando con ella el resto de la noche. También la invitó a bailar pidiéndole disculpas por su ignorancia en esas artes. Entonces se enteró de que el señor que la acompañaba y con quien bailaba era como si fuese su padre; que era promotora de sus músicos y se ocupaba de difundirlos. Supo que era estudiante en la una universidad tecnológica, que tenía un hijo pequeño que quedaba con su madre y que estaba divorciada del padre del niño. Mauricio quedó embelesado con ella y con los músicos. Por supuesto, se comprometió a continuar escuchándolos y también a llevar al resto de la comitiva al Pico Blanco. Como era de esperar y considerando que Luba nuevamente lo había eludido, decidió seguir al día siguiente con Tania. Ella lo vino a buscar al hotel, tomaron una «guagua» y fueron a La Habana Vieja. El bus que los llevaba era articulado, algo que Mauricio no conocía y por supuesto, estaba tan repleto que nadie pagaba su pasaje, incluso subían y bajaban por delante, por atrás o por el medio, en cuanto el vehículo se detenía, sin que nadie dijera nada. Lo llevó a su apartamento. Le presentó a su madre y a su hijo, un niñito de ojos vivaces que por supuesto sabía mucho más de Platea que lo que él sabía de historia cubana. Cuando abuela y niño salieron a realizar compras, quedaron solos. Ella le confesó que le había atraído mucho su conversación y que por favor le leyera algunos poemas. Mauricio como siempre no llevaba nada encima y apenas si pudo recordar algunos versos de un antiguo texto que quien sabe para quién lo había escrito. Se los dijo. Se acordó porque como era habitual en Cuba, estaba cayendo un aguacero torrencial que golpeaba con fuerza en la ventana del pequeño lugar, y le dijo cerca del oído, de pronto cae toda la lluvia/ y no puedes evadirte/ sabes los pocos pasos a mi boca/ en mágico equilibrio con mis piernas/ impedidas de oírme. Ella lo seguía mirando intensamente mientras él decía estas palabras. Y esos «pasos a su boca» se dieron presurosos, pues ella se la cerró con un beso incansable. Mauricio empezó a pensar tantas cosas que no podía dar ni crédito a lo que sucedía mientras le invadía un temor, una sospecha de que todo fuera una trampa. Ella le había hablado de su ex marido, le había dicho que muchas veces la increpaba 128


y que en definitiva le tenía cierto miedo. Al principio Mauricio no había caído en eso. Pensó en su mal espíritu, que lo iban a amenazar, que se aparecería en cualquier momento el tipo incluso hasta con un arma y que lo chantajearían, que irían a quitarle su poco dinero o denunciarlo a las autoridades por violación o cosa así. Cuando sintió el ruido de la puerta al abrirse casi le da un infarto. Solo se tranquilizó al ver entrar a la madre de la chica y al niño. Se dijo: ¡Qué tonto soy! ¡Qué infame haber pensado eso de esta muchacha! Le ocultó obviamente sus dudas, mientras ella lo seguía por toda La Habana como pegándose. Solo se despidió de ella, que lo había introducido en su casa y en su cama, cuando lo vino a buscar el bus para devolverlo al aeropuerto el día de la partida. Tania, inocentemente, quedó ilusionada con que él volviera y se quedara en Cuba. Aunque la idea lo tentó en algún momento pues estaba muy aburrido de sus andanzas, se le fue de la cabeza en cuanto subió al avión.

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IX El Hurón Azul ―patio exterior de la sede de la UNEAC― se había transformado esa noche en un salón de baile que dirigía El Ambia (el amigo), un poeta de los arrabales habaneros que hizo famosa su popular peña, uno de los espacios que sumaba multitudes y promovía las tradiciones afrocubanas: desde la rumba y el guaguancó hasta la poesía y la oralidad. La delegación de poetas fue invitada especial, luego de que en la tarde participaran en varios recitales en los balcones del Hotel Inglaterra y en la propia sede de la agrupación que reúne escritores y artistas. En la conversación surgió el convite, ya que deseaban mostrarles una de las manifestaciones más auténticas del arte cubano tradicional. Durante el show los poetas se fueron acomodando entre tragos de un ron o aguardiente de dudosa procedencia y bebidas de cola o refrescos vendidos en pesos convertibles. Todos estaban allí y, en el baile de boleros, Ricardo nuevamente debió recibir las observaciones de Melisa ―siempre entre cuestionamientos e insinuaciones- mientras veía cómo se abrazaban fuertemente Luba y Antonio. Mauricio, que estaba solo ―pues Tania por supuesto tenía que acompañar en el Pico Blanco a su gente―, los miraba y estuvo varias veces a punto de increpar a Luba. En una de las pausas y mientras la muchacha se dirigía seguramente al baño, él se apresuró a hablarle. ―Perdona ―le dijo―, ¿te has puesto a pensar en todo lo que yo te he ofrecido y tú siempre me has rechazado y ahora estás nada menos que con ese «gallego»? ―¿Será que você está maluco? ―le respondió Luba entre irónica y descolocada. ―No puedo creer que no te des cuenta de lo que yo te amo ―le espetó directamente. Luba, abundando en gestos, le insistió en que el ron le había hecho daño. Le dijo que ella nunca le había dado esperanzas de nada y que por otra parte conocía bien su conducta como para ni siquiera pensarlo. 130


―Pues esta noche quiero que bailes conmigo ―le dijo él, anteponiéndose en su camino. ―Mire ―respondió ella en un casi perfecto castellano, que sus fuerzas de mujer codiciada pero segura, le habían dado―, yo soy una mujer libre y elijo para estar con quien quiero y así, si fuese usted el último hombre en la Tierra, tenga por seguro que no lo atendería. Lo dejó, por supuesto, hablando solo, en medio de los canteros de hermosísimos árboles con esas flores tropicales y esas hojas enormes que asomaban al paso. Mauricio se sorprendió de la reacción de Luba y se juró a sí mismo que eso no quedaría así. Ya de regreso al hotel, una poeta mexicana que le decían la negra Quiche, pedía insistentemente que Ricardo cantara tangos de Gardel; era tan bella como estaba de borracha y le reclamaba además a Roberto Resendiz que la invitara a su encuentro de Zamora en junio. Te has olvidado de los mexicanos, le decía mientras le pedía, entre quejidos, que la dejara sana y salva en el elevador. Un par de días más tarde comentaba con Ricardo lo sucedido aquella noche, le decía, ja, ja, ja, maldito Havana Club, llevaba dos días bebiéndolo sin parar, tal vez por eso este es uno de los mejores viajes de mi vida. Ricardo le respondió, cuando acabe el trabajo, nos emborracharemos otra vez en algún sitio y te juro que te cantaré a Gardel. Mauricio se tranquilizó pues recordó que, al mediodía, hubo una situación bien compleja, porque las damas celosas de la delegación le habían reclamado duramente a Ricardo, ya que según dijeron, él se había prestado a una farsa, permitiendo que, en la noche anterior, después del Pico Blanco, Tania ingresara al hotel como su esposa, engañando al recepcionista. Por supuesto que una vez arriba, habiendo entrado con Ricardo, ella se dirigió a la habitación de Mauricio. Le habían dicho que ya había muchos motivos de queja, pero que este era el que desbordaba el vaso. Cerca de las cuatro de la tarde lo llamaron de recepción, reclamándole también por esto. Habían sucedido varios incidentes: en primer lugar, que todos los que vieron a Tania y no la conocían, pensaron que era una «jinetera»; en segundo término, María Esther, junto 131


a otra joven brasileña con la que andaba casi siempre, ejecutó la denuncia en el hotel. A pesar de que la muchacha no quería verse salpicada en asuntos difíciles, debía, para distraer, generar otros conflictos. Sin querer estaba en el habla del grupo por muchos motivos. Había tenido incluso que rechazar acusaciones de pasar sus noches en compañía de cubanos y extranjeros en bares de Centro Habana, para luego materializar sus relaciones, argumentando que ella estaba con su madre, aunque esta protestara porque la dejaba sola. Coincidía con que unos cubanos vinieron a buscar sus oportunidades, siendo invitados por algunas mujeres de la delegación a tomar tragos en el bar del hotel y que, cuando por simple acompañamiento ―si no miramos dobles intenciones― quisieron acompañarlas hasta sus habitaciones, los porteros lo impidieron. Además, que en las noches se había visto ingresar a Antonio en la habitación de Luba, aunque esto solamente fue hablado por Melisa; que quien manejaba las relaciones públicas del hotel manifestó a la dirección que Tania no era esposa de Ricardo ni de ningún otro de los huéspedes, aunque él lo afirmara, porque oportunamente había conocido a su esposo y también a los músicos con quien ella andaba, que incluso trabajaban en el Pico Blanco y ella era algo así como representante del grupo. Dijo que era una pena, una muchacha tan joven, que se embriagara y se relajara con los poetas, porque a él nadie le sacaba de la cabeza que allí se habían dado otras situaciones fuera de relaciones de parejas. Ricardo tuvo un fuerte altercado con él, porque le reclamó por su proceder y sus comentarios, hasta que casi se van a los golpes. Pero ya la situación estaba dada. Luego de que Ricardo hablara con la dirección y que bajo su palabra confirmara que si bien «no estaba casado con la chica, se habían comprometido», y que reconocía que en cierta forma había actuado irresponsablemente, todo quedó saldado con unos billetes por debajo de la mesa. Oficialmente les pidió que lo asumieran de otra forma y que disculparan lo acontecido.

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X En las charlas que Ricardo tenía con otros poetas, trataba de mostrarse generoso y comprensivo. A veces les comentaba a los más jóvenes sobre los poemas por los que le pedían opinión: Recuerda que el texto te surgirá solito, vendrá por los aires de tu imaginación y lo escribirás casi sin pensar. Luego deberás corregirlo mil veces, evitar consonancias inútiles y demasiados adjetivos. Mira, lo que quieras decir será la verdad, tu realidad, tu vida y tus placeres. Si estás enamorado, saldrá de allí tu pareja y si no, saldrá tu esperanza; en un día se puede casi terminar una novela iniciada hace cinco años y no se puede, tal vez, encontrar lo que se quiere. Pero fundamentalmente, cuando se hallaba solo en su habitación, pensaba en lo que valía o no la pena. Pensaba ahora, tal cual pensaba también mientras volvía tan tarde a su casa, en ese ómnibus que le llevaría al apartamento en las afueras en que nadie le esperaba. Después de haber dejado a esa complicada compañera del grupo literario, que le arrojara en la mitad del camino luego de haberle criticado por el concurso que se organizaba, por las ediciones que no se justificaban, por los otros compañeros que eran demasiado incompatibles… como ella decía, gente que ni tendría que estar entre poetas… pensaba en aquello que cada día lo convencía más: nunca hay tiempo para lo que funciona. Pensaba en lo que sobra para las requisas del pensamiento, para las controversias inútiles que lo regalan, para las intrigas, los malos entendidos, la despreciable envidia; pero nunca es suficiente ni se llega a la convivencia. De todo eso creía Ricardo que era el ejemplo más certero, mientras se adormecía y el calor de la noche habanera lo iba aletargando, pese al ruidoso ventilador y a la ventana abierta, pensaba en los antiguos navegantes que esgrimían aquella frase que enseñaron los romanos: «navegar es necesario, vivir no es necesario». No deja de ser notable cómo se repiten acciones entre escritores, sea cual fuera su origen. Se acercaron algunos jóvenes a los visitantes 133


y las preguntas siempre llevaban a lo mismo: cuáles eran las posibilidades de publicación que ellos podían tener. Ricardo siempre pensó que, si en Cuba le habían publicado una vez sin costo un breve, pero cuidado librillo, no sería muy difícil publicar para los escritores locales. Hay allí varios sitios en que se venden libros: en la librería de la UNEAC y también, en medio de las actividades, mientras se sirve el tradicional té frío y algunos bocadillos, generalmente en algún rincóncito a la entrada del salón, a precios muy económicos, se ven numerosos libros de autores cubanos. Sin embargo, es posible que suceda también que las publicaciones pasen por filtros que no todos entienden y los jóvenes son propensos a tener sus propios guetos y por supuesto, querer asesinar a sus padres. Siempre había en torno a Ricardo un séquito de muchachos que no se manifestaban demasiado, pero eran sumamente serviciales. Una tarde que hubo que trasladarse desde el Pabellón Cuba a la UNEAC, cuando llegaron, Haydée, que era la encargada de llevar programas y credenciales, pegó un grito: ― ¡Ay, me los olvidé! ―¿Cómo? ―exclamó Melisa. ―Los programas, los programas, no te digo, los dejé al costado de donde estábamos sentadas en una bolsa en el piso. ―Ay sí ―subrayó María Esther, que se había sentado al lado de ellas―, sobre todo porque es fundamental para entregar hoy a la gente aquí, para que sepan lo que haremos mañana en la Feria. Porque mañana es la presentación de las obras. ―Sí, claro, lo sé, y no es acá a la vuelta, son como quince cuadras ―confirmó Haydée. Fue entonces que una de las muchachas del grupo de cubanos jóvenes que siempre los acompañaba, se ofreció a ir a buscarlos. Para mí es un momento ―les dijo―, dime bien por donde están, nadie se atreverá a tocarlos, estoy segura. Las mujeres quedaron gratamente sorprendidas, ya que no esperaban una generosidad tal. Le explicaron bien dónde quedaron y en apenas un rato, regresó la chica con su carga triunfal.

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Ricardo, en la mañana del tercer día, cuando ya había cumplido la tarea de organizar el estand de la Feria, salió de recorrido y fue a dar al estudio de uno de los importantes artistas plásticos cubanos, Juan González Sotomayor, que en ocasiones andaba con sus trabajos buena parte de España. Su obra es fundamentalmente de figuras humanas, típicamente de «la cubanía», en un estilo transgresor y muy colorido. Tuvo la suerte de encontrarlo precisamente en el momento en que estaba mostrando su obra a una típica dama andaluza de mediana edad vestida con ropas muy vistosas. Al llegar, Ricardo atinó a pedir disculpas por la interrupción, pero Juan, que hacía años no lo veía, le reconoció de inmediato y dejó a la mujer un instante para encararlo. ―¡Ricardo, qué alegría! ―dijo el artista con un dejo castizo en sus palabras, algo que seguramente lo traía de sus tantas excursiones por la madre patria. Se dieron un abrazo entonces y agregó―: pasa, pasa, acá estoy con mi amiga Remedios, una española que me ha ayudado mucho en que me reconozcan en su país. Ricardo se acercó a la mujer, que puso su mejilla para el tradicional beso puntual de saludo. Remedios lo miró limpiamente y le sonrió mostrando su generosa dentadura, a lo que él respondió con, un placer señora, en verdad creo que usted tiene muy buen gusto porque nuestro mutuo amigo es de los que sabe representar La Habana y su humanidad con un estilo único y sobresaliente. Ella tomó del brazo a Juan y se acercó aún más a él, apoyando sus cabellos sueltos sobre su hombro. ―Juan es para mí, además de un hermano ―expresó― uno de los representantes mayores de la pintura cubana popular; tuve la suerte de poder llevarlo a mi país y conseguimos que pudiese montar una exposición que estuvo dos meses en una galería. En realidad, el pobre estaba trabajando día y noche porque obtuvo una enorme repercusión y las solicitudes de comprar su obra no cesaban. Así que lo raptamos hasta que un día dijo, me cansé y se regresó. Yo estoy tratando de convencerlo de que se venga conmigo un tiempo más ya que estoy contabilizando que con la obra que tiene ahora aquí, al margen de la reservada para Granada y Madrid, puede perfectamente llenar otra vez la galería de Sevilla. 135


―Yo no puedo pedirle lo mismo porque vengo del Sur y allá las cosas no están tan sencillas como puede ser en España. El mercado es mucho más reducido y los curadores de arte están algo saturados con la creación local. De todos modos ―continuó Ricardo―, quise venir, además de darle un abrazo, a convidarlo para las actividades que estamos desarrollando en la Feria del Libro. ―¿No me diga? ―comentó Remedios, mientras se desprendía del brazo de Juan, que se dirigió a buscar dentro una botellita de ron y unos vasos, mientras ella se acercaba a Ricardo y se sentaba cerca de la ventana, donde él acababa de acomodarse. ―Sí ―continuó Ricardo―, hemos venido delegaciones de escritores de varios países y estamos desarrollando programas de intercambio, donamos libros que fueron arrebatados por el público en el predio ferial y muchas de las actividades se desarrollan cerca de aquí, en la Casa de la Poesía de La Habana Vieja. ―Maravilloso ―comentó la mujer―, espera que me vaya enterando de esas acciones y que con gusto podré participar como público, puesto que yo no escribo y que lo mío es el arte, aunque tampoco soy artista. Es que los que gustamos de sus manifestaciones, nos apropiamos de las obras porque también de alguna forma nos pertenecen, son parte de nuestro espíritu. Las paredes del pequeño recinto estaban colmadas de grandes imágenes. Al frente sobresalía una pintura de una mujer con sus pequeños senos descubiertos y sobre su hombro otra, mayor, que la miraba fijo. Al lado, un cuadro de menor dimensión con tres pequeñas adolescentes de torsos desnudos también, en los que prevalecían unos ojos gigantescos, manos rígidas, cabellos cortos y pegados en sus cabezas y algunas hojas a un costado. Más al fondo un sol, un gallo y una luna se habían instalado uno sobre otro como un estallido de color. Por la calle, frente a las ventanas por las que se puede ver hacia adentro, en la calle O’Reilly, a una cuadra de Obispo y tres o cuatro 136


del Capitolio, pasaban indiferentes miles de cubanos de distintas trazas y andares, los carros antiguos conocidos, las bici- y los coco-taxis, bicicletas y motos con sidecar solamente, ya que los buses de alto porte no entran, y los camiones oficiales dejan su estela de humo de petróleo casi sin refinar. Algunos de los caminantes, sin embargo, miraban hacia adentro tal vez identificándose en esas sinuosas figuras que retrataban tan bien el espíritu de ese pueblo y sus manifestaciones religiosas. ―Es impresionante ―dijo Ricardo― como se aceptan en la pintura de Juan, es como si se vieran retratados. ―Seguro ―respondió Remedios―, viendo como regresaba el artista con sus tres vasitos servidos a la mitad; tomó uno de sus manos. ―Es del bueno ―comentó―, por eso es un poquito nada más ―sonrió. ―Es que la hora no es la más apropiada, hermano ―comentó Ricardo―, si empezamos tan temprano, no sé cómo vamos a terminar ―rió. ―Me hace recordar, amigos… en una ocasión se decidió que en lugar de trabajar todos los sábados media jornada (4 hs), se trabajara un sábado completo (8 hs) y el otro se descansara; a este último se le denominó «sábado corto». Entonces, en cuanto al ron, se le llamaba «sábado corto» porque se vendía media botella (de ahí lo de «corto»), y el apelativo de «sábado» es porque se compraba ese día, que era el día de fiestar y beber ya que podían levantarse el domingo tarde que no trabajaban ―agregó Juan. Todos rieron y brindaron golpeando los vasos. ―Y tú ―preguntó Ricardo dirigiéndose a Remedios, ya en un tono mucho más confiado―, ¿dónde te estás alojando? ―Ay, amigo, yo estoy en el Hotel Inglaterra, acá nomás, y ahora vine porque había pensado invitar a Juan a ir hasta la Catedral, pues allí cerca hay una exposición que se inauguró estos días, a la que fui invitada pero no pude concurrir; es de la artista Ileana Mulet, una también de las mayores exponentes de la plástica cubana. ―¿Conoces a Ileana? ―le preguntó Ricardo―, yo sí, bastante, pues estuvo exponiendo también en mi ciudad, Platea, donde ha quedado en la estima de mucha gente. 137


―No la conozco personalmente, pero me han hablado de ella varias personas que he tenido el gusto de conocer. He pensado que los intelectuales cubanos y sobre todos los más jóvenes, tienen extremos irreconciliables con su situación. ―¿Cómo, por qué? ―preguntó Juan. ―Miren ―aclaró Remedios―, en realidad están los que se mantienen dentro del sistema y los que se han apartado y hablan entre bambalinas muy mal del gobierno y se despachan contando historias tremendas. Llegué a la conclusión de que ninguno está conforme. ―¿Y a ti te parece que en alguna parte estamos conformes?, eso pasa en cualquier sitio ―cuestionó Ricardo. ―Es cierto, pero acá parece que es lo que más importa, cuestionar al sistema, darle crítica a todo porrazo. ―Sí, se quejan mucho, pero ahora estamos mucho mejor si comparamos. Ustedes no saben lo que fue el período especial ―intervino Juan―, acá se desintegraba la sociedad. ―Yo estuve en ese tiempo allá por el 94 ―agregó Ricardo. ―No sé lo que tú viste, pero en ese tiempo ya no quedaban ni rescoldos de lo que fue Cuba hasta la caída de Europa del Este. Recuerdo que un día llegó un rumor de que algo había sucedido en Berlín. Algo impensable para nosotros. Solamente se abría un signo de interrogación. Era 1989 y yo todavía estaba en la escuela de arte. El profesor se vio asediado por todos nosotros que le preguntábamos por qué seguía dando la materia, creo que era historia del arte, cuando la historia nos estaba comprometiendo con un hecho insalvable. Todo lo que nos habían asegurado y que significaba nuestra vida cotidianamente, parecía haberse caído junto con el muro. Recuerdo que el profesor movía la cabeza como tratando de comprender frente a lo que se hallaba y solamente atinó a respondernos que él estaba en la misma situación que nosotros, que no podía imaginarse algo en que jamás había pensado, algo casi imposible. Recuerdo que le dije, pero profesor, cualquiera que haya estado en la URSS, como usted estuvo, podía ver lo que realmente era el socialismo mentiroso. El profesor no supo qué decirme. ―Yo imagino que debe haber sido terrible ―aseguró Remedios. 138


―Y en el 94, aunque Ricardo no se percatara, ya se veía una resistencia social impensada en contra de la Revolución, la violencia incendió las calles y había lugares en que se corría verdadero peligro. Me contaron ―yo no tuve oportunidad de verlo― que por entonces se confundían las consignas, por ejemplo, era tal la perplejidad, que, en el Malecón, en una de las manifestaciones, gente que andaba con cachiporras u otros elementos para golpear a sus oponentes, gritaban en contra y al llegar la represión oficial, se ponían en donde estaba el grupo opuesto y gritaban a favor. En una palabra, eso era el caos. ―¿Represión? ¿Realmente la hubo? ―preguntó Ricardo―, yo en ese año que estuve no vi nada de eso. ―¡Claro!, no lo viste, no habrás coincidido, pero obviamente no se divulgaba en la TV ni se hablaba demasiado por temor a más conflictos. Es más, los que vivimos históricamente la Revolución, no aceptábamos que se nos viniera abajo el edificio y éramos los primeros en reprimir las manifestaciones contrarrevolucionarias. ―Y entonces ―terció Remedios―, ¿quiénes y de dónde salen las voces que hoy son disidentes? Porque… de que las hay, las hay. Yo los he escuchado y no excepcionalmente. Mira, basta subir a un taxi y escuchar lo que nos cuenta el chofer muchas veces. La disconformidad es inmensa. ―Qué puedo yo decirte ―continuó Juan―, como dice Ricardo muy bien, nadie está conforme con lo que vive. Acá no es cuestión de defender lo defendible y atacar lo atacable. Es cierto que en este país, y ahora ya se va saliendo, hemos pasado de todas las privaciones, que hay diferencias sociales impensables en otros tiempos; que tal vez y sin tal vez, vive mucho mejor uno que trabaje en cualquier área de servicios turísticos, que un profesor universitario en una ciudad del interior, que la injusticia se apodera de la escena sin que podamos remediarlo, que miles y miles desearían escapar de la Isla y en la práctica lo hicieron, pero también es cierto que la inmensa mayoría no lo ha hecho porque no ha podido, pero también porque no ha querido. Es una opción, en todo caso personal, de cada uno. Juan se justificó de no acompañarlos, pero Ricardo se ofreció a ir con Remedios hasta la plaza de la Catedral y ver la exposición de 139


Ileana. Bajaron por la calle Obispo viendo cómo se habían multiplicado los restoranes y comercios de todo tipo y se ofrecían mercaderías y servicios a boca de jarro. Se detuvieron en un puesto sobre un bar a tomar exprimidos de naranja por un peso convertible, que equivale casi a un dólar, porque la moneda norteamericana está sometida a un sistema de un descuento especial. Ricardo pensaba que al ciudadano común le significaba al cambio 25 pesos cubanos, en salarios de 400 al mes como promedio. Todo un desafío. Cuando pasaron por el Floridita entraron, como casi todo el mundo, a fotografiarse con la estatua de Hemingway, prendida al mostrador. ―Es la tradición ―señaló Ricardo―, y ahora está desconocido este lugar ―agregó, viendo como el bar estaba repleto de turistas europeos con sus tradicionales vestimentas turísticas y sus actitudes de ricos. Con su amplia sonrisa y alcanzándole la cámara a Ricardo, Remedios esperó pacientemente su turno para sentarse en el mostrador para la dichosa fotografía. Sonreía, realmente le sentaba tan bien la sonrisa que mientras la captaba con la cámara, Ricardo pensó varias veces que este encuentro había sido afortunado y, mentalmente, sin querer comparar, se remontó a su historia en este mismo sitio con Inés unos años antes, cuando ella se encaprichara como siempre hacía, de entrar a todos lados y hablar con todo el mundo, preguntándoles por sus vidas, por la situación del país, asediándolos con las preguntas más insolentes. A él le daba vergüenza, pero mucho más sufría cuando en forma por demás intolerante, ella le arrojaba en la cara, bueno si no te gusta te vas, déjame sola, yo no te llamé ni te dije que vinieras. ―Por favor, Ricardo, tómame otra ―le solicitó Remedios mientras abrazaba la imagen del escritor y se cruzaba de piernas mostrándolas sin timidez. Ricardo hizo varias tomas en distintas posiciones y luego, devolviéndole la máquina le comentó un suceso de hace años. ―¿Sabes?, cuando el período especial, una vez vine a tomar un daiquirí y miré una foto atrás, sobre el mostrador, en que estaba el barman sirviéndole su trago al mismo Hemingway. Vi primero esa imagen y de inmediato al hombre real que estaba tras la barra. Era el 140


mismo tipo ―Ricardo tomó del brazo a Remedios mientras salían y seguían su recorrido por calle Obispo. Ella lo miraba con curiosidad y como siempre, sonreía―, entonces pedí mi trago ―continuó― y en ese momento se fue la luz, como era habitual en esos días. El barman me dijo que lamentaba pero que sin luz no podía picar el hielo para el cóctel. Debe haber mirado mi cara de desilusión, porque como corrigiéndose enseguida agregó: si usted desea caballero, se lo puedo preparar como se lo hacía a él, y sonriendo se dio vuelta para señalar la fotografía en la pared, mientras preparaba la coctelera. Claro que sí, le dije, es exactamente lo que quiero. ―¡Qué maravilla! ―comentó Remedios.

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XI La Feria del Libro se extiende por toda la superficie de la Fortaleza de San Pedro de la Cabaña, un complejo militar situado en la entrada de la bahía de La Habana. Por supuesto, por sus características edilicias, es de una intrincada formación para los estands de la gran exposición de las editoriales y obviamente también para la ubicación en las respectivas galerías de los puestos de cada una. El espacio otorgado a la delegación que coordinaba Ricardo era un sitio no pequeño, pero tampoco demasiado grande, lo suficiente como para albergar los libros que habían sido llevados por todos, para su exhibición y donación. Leonor, además de colaborar para instalarlos en los estantes antes de que llegaran los escritores, cuidaba que, entre las distracciones y equívocos a cada paso, permanecieran allí, mostrando sus obras. Al lado estaba el estand estatal de Platea, que, como era de esperar, solamente contenía libros de ediciones oficiales, muchos de ellos pertenecientes a las mismas bibliotecas de Cuba, cedidos en préstamo. En este caso, eran piezas inamovibles, solamente destinadas a mostrarse. Por el contrario, como muchos cubanos sabían que en el espacio de los visitantes se realizarían donaciones de ejemplares, desde muy temprano hubo una larga fila de pretendientes. ―¡Esto es increíble! ―comentó Melisa, que no cabía en su asombro por esta situación―, nunca pensé que fuese de esta manera el desarrollo de la actividad. ―Y tú, ¿qué pensabas? ―le preguntó Pedro. ―Nada, no tenía idea de la magnitud siquiera. Todos supimos de siempre la ansiedad de este pueblo por la lectura, por el conocimiento de lo que sucede fuera, sobre todo porque en estos años se ha producido una apertura, claro…. ―Creo que siempre estuvo presente esa ansiedad que tú dices; obviamente antes estaba dirigida al campo socialista, pero desde la caída de la URSS y la entrada del turismo, la cosa cambió ―intervino Luis, que estaba preocupadísimo por encontrar habanos buenos, pero 142


no tan caros como los que se venden en los comercios que son para el turismo. ―Contaba Ricardo la otra vez ―dijo Pedro― que cuando le publicaron hace ya varios años un pequeño poemario cuarto de hoja oficio, que era lo único posible durante el período especial que ustedes saben, salieron mil. Él llegaba en una semana para las presentaciones y el editor, Alex Pausides, de ediciones Por amor, Colección SUR – Editora Abril, tuvo que comprar de su bolsillo cincuenta para reservarle, puesto que en esos siete días se había agotado la edición. ―Basta ver la multitud que hay acá e incluso, cuando veníamos llegaba gente de todos lados de cualquier forma ―concluyó Melisa. Cuando se iban aproximando se desató el diluvio. Iban bastante desorganizados, algunos preguntaban por dónde ir, otros admiraban el paisaje de La Habana desde lo alto de las murallas, varios estaban preocupados por si sus ejemplares personales estarían en el estand, los más, distraídos por la música permanente y Ricardo, tratando de adelantarse para prevenir situaciones peores. La lluvia tropical era de una fuerza torrencial y los desagües parecían no alcanzar para toda esa magnitud de agua. Los escasos lugares donde guarecerse no eran suficientes y esa enorme cantidad de gente se apiñaba en los túneles y pasajes de una nave a otra. Pero además, los pies no podían evitar el agua y quienes no se descalzaron, tuvieron que sumergir sus calzados en los voluminosos charcos, entre preguntas de cuánto durará, o para dónde ir, dado que las confusiones se acrecentaban, al ser los lugares parecidos unos a otros. Melisa comprendió que nada garantizaba que las actividades tuviesen más público si se realizaban allí y que, por otra parte, si sucedía un descalabro pluvial en medio de un evento o antes que sucediera, iba a ser desastroso igual. Se venía de lugares mucho más adecuados como tuvo que reconocer finalmente, como la Casa de Poesía de La Habana Vieja, una casona grande con un patio enorme que había sido destinada a esos efectos. En ese patio reinaba el árbol de yagruma, de hasta quince o veinte metros de altura, con sus hojas que cuando secas caen y hasta es posible escribir en ellas. Tienen dos tonalidades y doble cara. Algunos sostienen por eso, que es símbolo de falsedad. 143


Ricardo recordaba que, en uno de sus viajes, en el peor momento de la crisis cubana en los años noventa, en un lugar que ahora consideraba había sido maravilloso y que entonces no lo era tanto, porque uno ensueña aquello que vivió y que significó cierto grado de felicidad o al menos alguna alegría, le dieron a tomar «vino de yagruma». Ahora, en este viaje, había recorrido aquellas cuadras cercanas a la Catedral sin encontrar el edificio donde desde una azotea los invitaron a subir una noche. Había caminado lentamente mirando puerta a puerta acompañado de Leonor, quien le recordaba que en estos años se habían hecho múltiples reformas edilicias a cargo de un personaje mítico en La Habana, conocido por toda la población, como es Eusebio Leal, quien desde 1968 es el Director del Museo de la Ciudad y de la Oficina del Historiador. No habían sido todos los de la delegación en aquel «viaje cultural solidario» los que andaban en esa vuelta ―le contó Ricardo a Leonor―, solamente los más animosos, aquellos que no se asustaban con apariencias sospechosas. Verdaderamente, entrar sin conocer a un vecindario de estos, desanimaba a cualquiera. Para llegar a la azotea se necesitaba remontar interminables escaleras destartaladas, pasar por la puerta de cuartuchos que estaban abiertas permitiendo contemplar adentro camastros ruinosos, antiguas mesas y sillas que conocieron tiempos mejores, luces en penumbra, alguna vieja arrugadita y arrollada contra un televisor blanco y negro y siempre niños saltando y persiguiéndose por los estrechos corredores, con sus madres gritándoles cosas como estas, niño, ten cuidao, no jeringues más, vamos, quédate quieto de una vez o te doy una paliza. Pero la invitación había llegado entonces desde lo alto, en una voz que no se podía distinguir en la distancia a quien pertenecía, pero que indudablemente trataba de convencer, oye chico, pasa, ven, acá tenemos buena música, de veras, son nuestros muchachos que están descargando aquí, mira que ya casi no hay sitio, no te lo pierdas, no temas, soy Dulce María, acá todos me conocen, ven, y efectivamente desde lo alto sonaba la rumba de cajón y las maracas y el bongó y las guitarras y el saxo, que parecía hundirse en la temprana noche habanera. 144


Más tarde Ricardo comprendió, que no eran dineros inmediatos lo que procuraba aquella gente, quienes estaban pasando por uno de los más dramáticos períodos de sus historias, sino tal vez, esa relación que se establecía con los turistas, que de futuro podrían compensar esos entre divertidos y complicados asuntos como es el de recibir visitas desconocidas y no tener las más mínimas comodidades para atenderlas. Sin embargo, las alegrías manifiestas por la mayoría de los músicos y bailarinas que encabezaba la negra Dulce María, eran de por sí una naturalidad del espíritu del pueblo cubano. Los que llegaban se iban acomodando donde se pudiera. Ya Dulce, una enorme negra de complexión robusta, pechos gigantescos y una sonrisa perenne, había agotado los asientos de todos los vecinos del edificio e implementaba con cajones y almohadones, otros más. ¡Bienvenidos, bienvenidos!, repetía con su boca enorme y sus ojitos brillantes, mientras le hacía un espacio cerca de los músicos a una parejita de suecos o suizos o algo así, muy rubios, que contrarrestaban con su azabache. Aquella piel de Dulce María se estiraba tersa y lustrosa como la noche que coronaba el espectáculo. Los músicos eran efectovamente sus hijos, sus mujeres y sus amigos. No dejaban de ejecutar esa compasada música cubana tradicional, pero incorporando también nueva trova, mucho Pablo, sobre todo. Mientras sonaba en la voz del joven cantante todavía quedan restos de humedad, los visitantes sentían que, al continuar ingresando turistas y vecinos, el espacio se tornaba sumamente escaso y apenas si se podía pasar rozando siempre a alguno. Pero Dulce María, pidiendo disculpas y balanceando su cuerpo monumental, ya llamaba a los colaboradores que iban trayendo vasos con un líquido que en principio era misterioso. Lo hacemos nosotros, lo destilamos de la hoja de la yagruma, decía oronda, prueben, prueben, y con aquellos vasos en la mano y sin saber qué hacer, los visitantes olfateaban ese vino agrio, sin atreverse demasiado. Ricardo, que intentaba confiar y trasmitir confianza, cuando algunos de los que le acompañaban lo miraron de reojo, pensando además con qué se irían a descolgar los anfitriones, qué costo de cualquier naturaleza podía causarles la aventura, se animó a probarlo. Dio un respingo. Nunca imaginó un sabor tan desagradable, aunque ya el aroma lo anunciaba. 145


Pero no había otra cosa y no era posible desairar a la dueña de casa. Sin embargo, luego de ese primer y único sorbo que los otros también dieron, lentamente cada uno fue colocando el vasito donde pudiera, tratando de alejarlo incluso de su olfato. Ante la invitación que cada uno dijera o cantara alguna canción de su tierra, Ricardo, que se había atrevido, intentó cantar un tango y la voz no le salía de la garganta, producto de vergüenza, temor o todo de una vez. Entonces se animó y bebió de un trago aquel brebaje indefinido y sintió que se le inflamaban los pómulos, se le extendían las cuerdas vocales y la voz fluyó como por encanto. Los compañeros que lo habían escuchado alguna que otra vez en sus intentos de cantor, dijeron luego que nunca lo había hecho mejor. Diferente fue la visita conjunta como grupo que hicieron al campo. Contó con el beneplácito de la totalidad de sus integrantes, al permitirles cambiar de aire y conocer otras realidades. Derivó de una invitación que hiciera Marlén a conocer su chacra en Güira de Melena, aquella en la que Ricardo se frustró como asador. Es posible que ese día hubiera escondido a su marido en alguna parte, ya que no apareció en ningún momento. La UNEAC facilitó la guagua en que viajaron, que era un micro antiquísimo pero que, al menos, funcionaba mejor que el trencito de trocha angosta que apenas realizaba un viaje diario. Se organizó aquello tipo pícnic en que cada uno llevó lo que pudo comprar en el mercado y varios cajones de cerveza Bucanero y ron blanco para mojitos y otros consumos. Todo sucedió tal cual estaba previsto, sin mayores sorpresas, salvo que Ricardo, que como organizador no había querido leer sus textos durante todo el evento, hizo sí una intervención aprovechando que, en definitiva y de alguna forma, esto era una despedida hasta quién sabe cuándo, si es que había alguna vez retorno. Les dijo, dirigiéndose fundamentalmente a escritores y otros amigos cubanos que los acompañaron en el viaje: En otros tiempos trajimos contingentes de amigos de Cuba en excursiones y luego, como Representante del Movimiento, continuamos con poetas y artistas. Visitamos la Isla y llevamos antologías con autores cubanos becados en 146


las publicaciones. Ahora hemos vuelto a visitarlos y estamos muy felices. Por todo esto los recordamos y los queremos tanto. En esta brevísima reseña que estamos haciendo han quedado fuera cientos de amigos y compañeros que no puedo nombrar ahora, pero que pretendo incorporar en mi memoria y llegar hasta ellos de alguna forma con este mensaje. Bienvenida su difusión y ojalá alguien le pudiera alcanzar a Sotomayor, ese mago de la imagen, algo de esta muestra. Tal vez también por esos vericuetos insospechables, le llegara a Martha, Alex, aquí presente, Olga, Norma, Maira, Marlén, que tan gentilmente nos invitara ―dijo dándole un abrazo―, Marta, Mary, Nazim, Félix Miguel, Enrique, Raúl, Angelita, Rabre, Martica, Soleida, Puig, Migdalia, Magalí, Rita Rosa, Pedro, Aitana, Ángela, Vivián, Severino, Lilí, Laritza y más allá, claro, a Lisette y a Mimi. Con este texto envío un abrazo gigante para todos. Entonces, leyó su poema «Encuentros»: Sé que vas a resistir porque ya es heroico/ el hastahora que no se desmaya/ y cada vez que llego tu mirada me está dando las gracias por no contemplarte compasivo/ aunque yo debo dar lástima por el incontenible desatino que vivo/ y aquellos manotazos que me ves tirar/ no aciertan a mostrarte todo lo que me pasa/ y en lugar de tu lástima recibo tu consejo/ tu bienaventuranza./ ¡Ah!, cómo se asienta en el amor tu andar que apenas te levita/ cómo pronuncias esa certeza de músculos y aroma/ en cada esfuerzo cantos que acarician los límites/ y el consuelo que afirman tus abrazos/ cuando a mí me parece que ya no queda/ pero ni una brazada/ y me aseguras que recién empezamos.

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XII Leonor era una joven hija de un uruguayo que en tiempos de la dictadura se había exiliado en Cuba. Allí el hombre había conocido a la madre de Leonor en circunstancias que no era posible saber, pero seguramente, no le habría dicho que allá en Uruguay había dejado otra mujer con hijos. Eran tiempos en que había que huir. El padre de Leo, amparándose en ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), en varias y sucesivas etapas, que lo llevaron primero a Brasil y a otros países, arribó finalmente a Cuba. Leonor recordaba de él que, siendo ella pequeña, la cargaba en sus hombros y la llevaba a escuchar los discursos de Fidel en la Plaza. Eso fue maravilloso ―le contaba a Ricardo― hasta que se terminó. ―Pero, ¿cómo, por qué? ―preguntó él. ―Mi padre se volvió a Uruguay cuando acabó la dictadura allá, porque lo necesitaban, según le dijo a mamá. Yo tenía doce años y sentí que me desgarraba. Él me aseguró que volvería, pero yo intuía que algo había, además, que no me era posible conocer en aquel tiempo. Es que mis estudios, la obligatoriedad de cumplir con las exigencias que por suerte nos han establecido aquí, debilitaban por supuesto mis lazos con él. No tuve hermanos en Cuba. No tenía nada más que a mi madre, que en realidad ya no quería ni acordarse del hombre que se había marchado. ―Les habrá escrito. Se habría comunicado…. ―Supongo que sí, aunque yo no me enteraba porque mi madre tenía un nuevo compañero entonces. Obviamente, trataba de olvidar ese período de su vida. Sucedió, de forma casual, que entre los jóvenes que venían de otros países a colaborar en la recolección de naranjas, enviados por los partidos comunistas, llegó una vez un uruguayo que en una simple conversación, luego de un tiempo de amistad, me habló de algunas personas y mencionó entre otros el nombre de mi padre. Recuerdo que pensé que debía de ser una casualidad, que no se podía tratar de la misma persona, sobre todo cuando me 148


dijo que él lo había conocido a través de sus hijos, uno de ellos ―afirmó― Julio, era compañero mío de Facultad. ―No hay casualidades ―afirmó Ricardo. ―Por cierto ―continuó Leonor, que permanecía parada detrás de Felipe y lo abrazaba―, y yo te agradezco que sin conocerme hayas confiado en nosotros para colaborar en este evento. ―Cuando me hablaron de una uruguaya en Cuba, pensé en «nuestra mujer en La Habana», parafraseando el título de la película basada en la novela de Graham Greene. ―Yo nací en La Habana, pero luego de aquel encuentro con los recolectores de naranjas busqué afanosamente la forma de llegar a mi padre y este compañero, cuando regresó a Montevideo, le habló a Julio, su amigo, que terminó siendo mi hermano de sangre, de mi existencia. Julio, por supuesto, habló con su padre que luego de idas y vueltas, le reconoció que yo existía. ―Todo un hallazgo y todo un drama vivido. ―Cierto ―prolongó Leonor apoyando ambas manos en los hombros de Felipe que simplemente sonreía y asentía con la cabeza―, fue tanto lo que Julio reclamó, que empezaron a ver la forma de que yo pudiera viajar. ―Eso fue antes de conocerme ―intervino Felipe―, que si no, yo no la hubiese dejado. ―¡Ay!, por favor Felipe, que Ricardo va a pensar que eres un obsesivo y siempre me has dejado hacer lo que yo quiero ―sonrió Leonor, y continuó―. La cuestión es que finalmente, y eso tú ya lo conoces, entre todos pagaron mi pasaje y mi invitación, y fui a parar a Montevideo, donde pude adoptar también la nacionalidad uruguaya, gracias a que era hija de un uruguayo exiliado. ―Bueno, pero no por exiliado, supongo, sino por uruguayo ―corrigió Ricardo―, y por eso, cuando Julio vino a Platea y nos conocimos, me habló de ti, de tus conocimientos y tu capacidad; no dudé ni un momento en pensar que podías ser secretaria del evento. Yo conozco mucha gente aquí, tú lo sabes, pero esta responsabilidad que tú tienes y en la que Felipe te acompaña con firmeza, me hace pensar que no pude haber elegido mejor mis colaboradores. 149


Se habían sentado en un cordón de los tantos de las galerías de la Fortaleza de San Pedro de la Cabaña, y estaban degustando un pan con lechón que se ofrecía en pesos cubanos en alguno de los pequeños puestos de venta de comestibles que pululaban allí, cuando vieron venir sola a Luba, con la ropa todavía pegada el cuerpo por la mojadura del reciente chaparrón. ―Ven, siéntate con nosotros Luba, toma algo ―le dijo Ricardo. ―¡Ah!, muito obrigada amigo ―le respondió la muchacha mientras saludaba a Leonor con un beso y le daba la mano a Felipe. Se acercó luego al cordón y trató de sentarse sin descubrir demasiado sus piernas, al subírsele la breve falda. Ricardo se levantó de un salto y fue a buscar un emparedado y una bebida para ella, mientras las mujeres se miraban sonriendo. ―No te he visto mucho ―le dijo Leonor. ―Estive muito ocupada visitando os museos ―respondió Luba―, es interesante el de África, somente en ele fiqué a manhana toda. ―¿Y no pudo ver aún algunas de las ceremonias de los orishas? ―le preguntó Felipe―, porque nos ha dicho Ricardo que es conocedora de la religión afro-brasileña y por lo tanto imagino que le conmoverá la afro-cubana también. ―¡Ay, sí, Felipe! ―agregó Leonor―, deberíamos de llevarla al Callejón de Hammel. Es un lugar conocido por todos los habaneros, donde aparecen raíces de la cultura cubana. ―Es un pasaje en Centro Habana, uno de los barrios más emblemáticos de la ciudad ―reafirmó Felipe―, podríamos ir el domingo al mediodía, si todavía está por aquí. Un callejón con las paredes pintadas, tienda de santería y cafetería que hay que ver en una de sus esquinas; los cubanos suelen ir a bailar y tocar por sus calles. ―¡Qué pena! ―respondió Luba―, eu gostaria de ir, mais o domingo eu estarei ja na Platea, estou indo ou no sábado. Ricardo ya llegaba con la bebida y el pan con Lechón para Luba y alcanzó a escuchar su comentario. Movió la cabeza de un lado a otro y dijo: ―Es una lástima que ya te vayas. Yo te dije que era mejor que te quedaras los quince días. Te vas a perder también los días en Varadero. 150


Luba lo miró con aire de tristeza, mientras tomaba un sorbo de su bebida y ya tenía en su mano el «almuerzo»; entonces le comentó en español: ―Ellos me decían de un lugar de cultura afro-cubana que hubiese querido conocer también, pero todo no se puede, ¿no? ―y mientras decía esto miró a Ricardo como pidiéndole ayuda. Ricardo observó que ella había hablado en un perfecto castellano y que en la mirada había algo de temor, de desdicha, como si le estuviese faltando alguna cosa y tal vez dependiera de él encontrarlo. Continuaron conversando de actividades del evento y comentando de la lluvia que había cambiado las condiciones, aunque ahora hubiese un sol radiante. Felipe se levantó varias veces para ver lo que iba quedando del estand, ya que habían decidido dejar un ejemplar de cada libro nada más, para que no quedase vacío. El cuidado estaba rigurosamente realizado por los muchachos voluntarios, que eran estudiantes de la Facultad de Letras. Leonor vio que había algo en que no podía intervenir, algo que se estaba gestando entre su amigo y esa brasilera desconocida. Imaginó, por supuesto solo una cosa. De alguna forma pensó que los hechos se repiten y que, a Ricardo, no le alcanzaba con la experiencia con Inés. Pero no le dijo nada. Solamente buscó a Felipe dentro de la galería. Ricardo le dijo lentamente a Luba, como masticando las palabras, mientras ella tomaba los últimos tragos de su bebida: ―Luba, en realidad lamento que te vayas y me he sentido preocupado por ti. En principio debo agradecerte todo lo que me has ayudado con los brasileros tanto en Platea como aquí, porque yo sé que lo has hecho con mucho cariño, entiendo que has estado complicada entre los abusos de Mauricio y tu acercamiento a Antonio, pero yo quiero que sepas que me simpatizas mucho y que es ineludible sentirse atraído por tu personalidad ―y mientras decía esto, la miró profundamente a los ojos. ―Eu sé amigo ―respondió Luba―. Mais olha, eu tenho estima por você, gostaria de ter tido oportunidade de ser o mais próximo, mais eu só uma mulher muito difícil e precisamente por causa deste amor que tenho por você, eu rezo para que não me olhe como uma namorada nunca. Seria muito ruim para você. Eu prefiro não dizer mais nada. Faz favor. Dicho esto, Luba se levantó y se fue sin mirar atrás. 151




I La voz que había cruzado el océano una vez más no parecía la misma que otras veces le anunciara triunfos o derrotas. Si bien era el mismo timbre, carecía de la firmeza y decisión de un hombre seguro de sí mismo. A Gracia le pareció al principio que se trataba de una broma macabra. Fue solamente luego de la primera sorpresa y de tragarse alguna lágrima de las que fácilmente solían huir de sus ojos, que comprendió que aquello iba en serio. Él solía periódicamente llamarla por teléfono, como un ritual inexplicable. Hubiera podido enviarle su texto poético para la página web que ella coordinaba, solamente por Internet como un mensaje, sin embargo, generalmente, prefería antes librarlo envuelto en su voz vibrante y envolvente. Te llamo para despedirme, le dijo esta vez Antonio, con la solemnidad de lo perdido o el hallazgo de una terrible calamidad. Gracia comprendió que se trataba de otra cosa. Ya no era la consulta franca o el pedido ritual de una opinión lo que su amigo catalán le dijera ahora. Se trataba de una intrigante e insólita despedida. Gracia intentó tímidamente responder, aunque le parecía que era mejor callar, oír, tratar de descifrar un mensaje tan increíble, sobre todo porque no podía entender lo él continuaba diciendo, como si fuese una catarata de palabras arrojadas e hirientes: Es que no puedo más, esto no tiene salida, perdona que te lo exprese así, perdona la llamada, creo que te estoy perturbando, pero no sé, fue a lo que atiné antes de hacerlo, yo sé que gané el premio, pero será el último; sabes cómo ese honor me enorgullecería en otras circunstancias, pero incluso no sé si me interesa ya; todo acá está perdido y de qué me vale un galardón más. Confío en que al menos eso sirva para que ella, si se entera, entienda de una vez y para siempre que yo me jugué íntegro, que no sé si antes quise de esa forma a alguien y que la traición y la impiedad son motivos suficientes para acabar con mi vida. Y Gracia escuchaba sin reaccionar, aunque muchas veces Antonio le contara sus historias, su insólita relación con Luba, y, sobre todo, con la empresa en que ella trabajaba. Lo peor es que no podía culparla de nada. Todo lo que tiene entre manos es una deducción. Algo 154


incomprobable en la práctica. Ella, según pudo deducir, fue simplemente un puente entre los intereses empresariales de sus patrones y las responsabilidades de él con sus representados, que confiaron y fueron defraudados. Paulatinamente consiguió entrañarse en la vida del hombre que cedía y cedía ante sus requerimientos. Antonio le confió secretos industriales y comerciales que nunca debieron ser ventilados. Vino luego la trampa perfecta de la que no se sabrán nunca los detalles, la malversación y la situación que le hiciera perder su empleo, que recayeran sobre él los perjuicios, hasta finalmente quedar en ruinas, al ser víctima de la más terrible estafa. Gracia al principio no daba demasiado crédito a una situación que a ojos vista parecía inexplicable. Cómo podía ser que ese hombre fuese tan tonto, pensaba. Es cierto que ella es una mujer radiante, que con su juventud y sus manejos ha logrado envolverlo. Él ya había cumplido una parte extensa de su vida, había estado casado, tenía sus bienes asegurados, un empleo gerencial en una compañía, un pasar deseable por sus posibilidades. Sus ingresos le habían permitido viajar. Pero no era eso solamente. Al ser conocido como poeta y editor aficionado, solía ser invitado a eventos literarios y muchas veces publicó, con el único afán de darse el gusto, a los nuevos amigos que iba conociendo. Es cierto también que a Gracia siempre le había parecido cándido en sus expresiones. Muchas veces le advirtió sobre unos y otros, que era evidente abusarían de su buena fe, pero esto era en el plano de lo posible y ninguna de sus generosidades iba a perturbar sus cimientos, como los latrocinios que, al parecer habían realizado ahora con él. En la práctica Antonio había venido a Platea a encontrarse con el grupo y había ido a Cuba a hacerlo con Luba. Ella demostró públicamente su afinidad hacia él, en múltiples manifestaciones, convincente trato e incluso un compromiso virtual que nunca reconoció. Sus noches en La Habana dando entrada a Antonio a su lecho, habían sido casi evidentes, al margen de lo que alguno también creyó ver en los paseos y lo que demostraban en la diaria. Aquella famosa herida en su pie, producto de tropezar en una roca de la orilla del 155


mar, que había requerido atención médica y que mintió se la hiciera andando sola, cuando todos sabían que fue fruto accidental de sus enredos amorosos con el poeta catalán. Mucho de esto se evidenció finalmente, cuando eludió todo compromiso con la generalidad de los conocidos en Platea, se despidió de Antonio unos días antes en el aeropuerto donde él la fue a acompañar y, al regresar de Cuba antes de que lo hiciera el grupo, dejó su apartamento, vendió sus pertenencias y se volvió a su país casi sin despedirse. Solo Mauricio, que no había perdido jamás las esperanzas, logró conversar con ella una vez más. Fue cuando le pidió disculpas por su asedio en el Hurón Azul. Luba le dijo que debía volverse a São Paulo, porque su tiempo en Platea había acabado. Por supuesto, él le comentó que era una lástima y ella le respondió que su partida no dependía de sí misma, sino de la empresa en que trabajaba. Por eso Gracia comprendió que lo que ahora escuchaba cruzando el océano, iba en serio. Su amigo jamás la habría llamado para hacerle ese tipo de broma. Decidió procurar a Ricardo para advertirle. Cuando lo llamó, Ricardo no dio en principio crédito a lo que ella le contaba. Escuchó como si fuese un cuento, mientras pensaba en la reunión de esa noche. Gracia se dio cuenta de que él no le había creído y decidió hablarlo personalmente. Fue entonces que le dijo, hoy es miércoles, esta noche nos vemos en el bar.

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II Nada ha ocurrido en mi entorno, aunque me persigan infinitas realidades. Sucede que, si el resultado es que nada queda, entonces apenas estoy viviendo una pesadilla en la que todo es ficticio, inaccesible, brutal. No sé si me encontrarán. Acá estoy sentado en lo que me queda en el mundo. El BMW coupe modelo ’80 en el que ando, fue lo único que se salvó de la quema y todavía no sé cómo. No sería extraño que apareciese algún ujier del juzgado a reclamarlo también. Claro, pueden detenerme en cualquier parte y ya yo no tendría ninguna fuerza para oponerme, pero ya queda poco y eso es difícil que suceda. Voy en un auto europeo de verdad, ah, resultado de la industria alemana que desplazó todo, terminó con todo y volvió a renacer desde las cenizas. Ya ni sé lo que estoy pensando, qué importa si es alemán o checo, lo que tiene que importarme es que me lleve hasta el mar. No debo quedarme aquí. Hasta hace un rato veía cómo se iban apoderando de mis cosas. Los pequeños detalles de poner en la puerta de calle, a disposición de los recolectores de residuos, mis viejos discos de vinilo. Nunca nadie había reparado en ellos, estaban apilados en el desván entre los trastos viejos. Pero yo sabía que estaban allí. Tenía claro que un día tal vez con nostalgia, podía volver a oír al Cuarteto Radar, a Triana o a Joan Baez, claro, a ella, que al igual que yo, asomó en otros tiempos por América. Ella con su protesta singular contra las dictaduras, yo con mi amor por aquel aire distinto, por aquella forma hasta insolente de desvirtuar el idioma, de hacerlo diferente en cada sitio, en cada localidad. No importa donde fueras, todos se entendían y todos sonaban disímiles. Hasta dialogaban con los brasileros, que reconstruyeron con su ritmo el portugués. Y yo que jamás pude entender a nadie en Lisboa o Aveiro u Oporto. Siempre pensé que hablaban jerigonza, pero bueno, los americanos sí se entienden. Entre ellos se comprenden y nada a nosotros, aunque nos olvidemos del catalán y pronunciemos un perfecto castellano. A la que pude entender hasta demasiado, después de andar con ella, fue a Luba. Pude no solamente entenderla, sino hacerle el amor con palabras que ella me respondía en portugués. Luba no tuvo dificultades en saber todo de mí. Aunque hablaba brasilero o algo así parecido, nos entendimos excesivamente. Me decía mi amiga, mi gran amiga Gracia, que para ver películas españolas habría que ponerle leyendas en castellano, qué graciosa, qué dulzura especial tuvo 157


siempre conmigo. Cuánto respeto en lo que compartimos en mis viajes. Porque yo iba para verla. Cuando la llamé hace unos días y le conté mi determinación, me dijo que estaba loco. Fue la única vez que se alteró y me reprimió. Sin embargo es tan natural que uno llegue al fin, como en aquellos versos de Alfonsina que tanto admiro: «Dame tu sal, tu yodo, tu fiereza,/ ¡Aire de mar!... ¡Oh tempestad, oh enojo!/ Desdichada de mí, soy un abrojo,/ y muero, mar, sucumbo en mi pobreza». Pero Gracia no me entendió. No es novedad que no me hayan entendido nunca. Pero no importa, ella de todos modos va a estar conmigo. La imaginé, cuando cortamos la llamada, dirigirse muy nerviosa a su ordenador, encender su enésimo cigarrillo y pensar en lo que ella catalogó mi locura. Pensar la forma de evitarlo, no saber a ciencia cierta si lo debería comentar a otra gente o no, mejor no, debe haberse dicho, nadie allá lo va a evitar y nosotros desde aquí, menos. Tal vez se arrepienta, debe haber pensado. Seguramente en su arrebato no le dio el tiempo, como a mí ahora, de ver las volutas de humo que se esparcieron en el aire de su escritorio. Este es mi último habano. Un Romeo y Julieta que traje de Cuba. Puro, de los que venden en las tiendas. En verdad lo es porque no pienso comprar más. Los habanos me acompañaron la vida entera. Su olor seguramente anunciará mi llegada a cualquier sitio, más que mi voz, más que mi figura que, obviamente, no puede pasar desapercibida. Soy el total de mis andares, el resultado de mis riquezas y mi miseria. Y por supuesto, de mi palabra, palabra que cautiva, enamora, penetra… se hace dueña del castillo, te rompe por dentro y te destroza; te seduce, te hace ambiguo e incluso te deshonra. Las voluptuosidades del humo que me encierra ahora, mientras inicio el viaje, van a ser mi certera compañía, van a dejarme adivinar entre sus pliegues la enormidad de lo vivido y lo intangible de las consecuencias.

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III Antes de encontrarse con Gracia para tratar de desentrañar aquel misterio de la famosa llamada desde Europa, Ricardo se asomó un momento a la crítica sobre Antonio y encontró este párrafo de Alejandrina da Luz, la profesora y crítica uruguaya:

En su obra el autor se vale de un procedimiento introducido por la poesía moderna a fines del siglo XIX, que consistió en la inclusión de la reflexión sobre el oficio del poeta y el acto de poetizar dentro de la propia escritura poética, para expresar la angustia del destino elegido. Y menciona entre otros un verso clave: Sí, ese miedo al miedo; a la muerte, a la ausencia, a la muerte del amor. ¿Acaso el amor no es muerte, ni la muerte amor? Gracia atendió el teléfono casi sabiendo que sería Ricardo, aunque temía que le llegara otro mensaje desde lejos con pésimas noticias. No habían podido hablar en la reunión, por lo que pensaba muy en serio en esas veladas trasnochadas llenas de contradicciones y de envidias, así creía ella, soportables en un estado normal, pero desagradables y perniciosas por demás, cuando la cabeza de uno es una espiral, una vorágine de pensamientos cruzados que en definitiva van a parar a un mismo punto. ―¿Volvió a llamarte? ―preguntó la voz de Ricardo. ―No ―aclaró ella―, pero cada vez que suena el timbre del teléfono, pienso que me darán la mala noticia. ―Pero, ¿es tan así, vos creés que es algo serio? Porque conociéndole, uno se animaría a pensar que está actuando. Entiendo la desesperación dadas las circunstancias que me dijiste, pero honestamente me cuesta creer que un hombre que ha pasado la vida que él tuvo, termine en esa actitud entre la cobardía y la angustia. Cuando vino al encuentro, perdón, ¿estás con tiempo para escuchar historias? ―preguntó, mientras oía la respuesta positiva―, bien, te decía, que alguna vez me ofreció publicar un libro mío. Es más, quería que compartiéramos una edición, ya fuera personal o colectiva. Unos meses después

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renunció a todo, enviando unas execrables notas, publicando en Internet sus odios y sus reclamos, para luego dejar de comunicarse. ―Claro, eso fue contigo, con el grupo, porque conmigo era diferente. ―Sí, lo sé, contigo era como un corderito…. ―Bueno, no es para tanto, tenemos nuestras agarradas y hablo en presente porque sigo pensando que está perturbado. No puede tomar la decisión que anunció, no es posible. Como él mismo dijo, creo que está amordazado por el silencio.

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IV Ahora son todas avenidas, rutas, viaductos, autopistas. Extraño aquellas callecitas que se apretaban unas a las otras, y los antiguos barrios con sus casillas blancas, sus carruajes lentos y carcomidos por el empedrado. Pero qué estoy pensando, si parece que tuviera cien años y apenas estaba llegando a los sesenta… Dije estaba, es para reírse, es para entonar carcajadas desopilantes, si no fuese que estoy yendo hacia el mar, que allá me espera. El mar es como un espejo de la conciencia. Se mueve si nos precipitamos, se estanca si no nos soplan vientos en el alma. Es también el reflejo de la sal que nos habita, de toda la energía de las olas que se suben por los brazos y se detienen en los hombros. Los hombros serán lo último que se cubra de agua en ese espejo de la conciencia. Luego ya no será nada más que azul, endemoniado azul, húmedo azul entrando en los pulmones. Recuerdo el final de mi poema: «Si algo nos queda,/ es algún sueño repudiado,/ alguna colina en llamas,/ donde el resplandor tiene el secreto del misterio». Una frenada más y me arrepiento. En estas carreteras recargadas de vehículos ya no es posible andar a ritmo. Se hace lento el correr, ya no se precipita nada más que el deseo. Mi deseo es llegar. Mamita me pedía de todas las maneras que no me mojase. No solo me recomendaba, me llevaba al baño, abría mi bragueta y exploraba hasta sentirme. Entonces lo sacaba y me ponía a orinar en donde fuese. Un árbol, una pared cercana, el cordón de la vereda. Me daba mucha vergüenza que me vieran. No entiendo el porqué de aquella timidez. Cinco o seis años apenas en mi espalda y ya los miedos. Esos miedos eran fantasmales. ¿Será que ser niño te defiende de algo? Me veo en mis sudores, en mis mocos, en todas las humedades que llegan con la vida. En la esquina de mi casa estaba la peluquería. Justo haciendo cruz. Desde mi ventana solía ver a los que entraban y salían. Eran tiempos de afeitarse a navaja, de arreglar el bigotito fino a lo Errol Flynn, o cortarse el pelo para poder peinarlo con mucha goma hacia atrás o hacia el costado, creando una imagen muy masculina. Recuerdo el día en que papá me llevó y me sentaron en una silla pequeña, más alta, sobre la común. Me dejó en manos del peluquero que sonreía y me acariciaba la mejilla. Papá debía ir a trabajar y mamá cuidaba de mis hermanos más pequeños. Todo fue bien, aunque mis miedos se repetían y se ampliaban en la 161


medida en que el hombre pasaba su máquina y su peine por mis pelos. Yo sentía que cada vez más se llenaba mi nariz de líquido. Era como un flujo y reflujo que se movía con mis succiones. De pronto ya sentí que no podía soportarlo más y seguro me movía demasiado como para que el barbero pudiese hacer su obra. El hombre me miró con piedad y sacó de un bolsillo su pañuelo.

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V Dónde se inició el rumor exactamente, Ricardo no lo sabía. Tenía sus presunciones, por supuesto. Tal vez había hecho comentarios desafortunados en ámbitos reducidos, pero que podían tener filtraciones. Recordaba bien una reunión con algunos de sus colegas, tal vez dijera allí algo parecido a esto: En realidad no es la literatura en sí, sino los escritores, de quienes sospecho padecen en Platea de un indefinido complejo de inferioridad por lo limitado del mercado, que no les permite desarrollarse como aspirarían, pero en verdad, eso sucede en todos los campos, no únicamente en literatura. Como prueba evidente a través del tiempo, hemos visto que quienes han vivido en el exterior, sea donde fuera, vencen ese problema. Creo a su vez que este complejo los torna muy vanidosos en contrapartida. Algo así era hasta lógico que hubiese expresado y alguno se sintiese dolido. Por otra parte, siempre sospechó que se estaba desconfiando de su honestidad. Eso lo enervaba. Era sabido que Melisa movía la lengua más allá de su boca. Ricardo no olvidaba su gesto moviendo el ojo al ritmo de su ceja empinada, cuando él informara al colectivo de la entrega de las tasas de inscripción del encuentro en Cuba. Ella no se hubiese atrevido a decir algo en su presencia como «dónde habrán ido a parar esos dineros», pero no era de extrañar que de inmediato surgieran comentarios, «qué raro, no hay recibo», «unas firmas en un boleto no dicen nada», «debió de haberse asegurado», «era nuestro dinero y no nos rinde debidas cuentas».... Se sabe que cuando una ola se enerva debe desatarse en algún lado. De una brisa puede agigantarse luego la cresta desorbitada. Alguien empezó a inquietar, eso era seguro. La Antología era también cuestionada por algunos, aunque había sido recibida con beneplácito en La Habana. El desequilibrio de los pasos de baile, a un ritmo desusado, hacían peligrar la estabilidad y con él, el proyecto. 163


Idiotas también las riñas de aquellos brasileros y su autonombrado representante para todo Brasil, algo realmente imposible por su magnitud, que cuestionaron a Luba como intérprete, por no tener obra publicada y no ser escritora. Indignante el hecho para Ricardo, que se sentía desautorizado, habiendo sido él quien la nombrara para su gente y la recomendara por su capacidad de trabajo. Más de sesenta personas, escritores y los que no lo eran, únicamente acompañantes, más turistas que otra cosa, habían llegado de Brasil. Pasaron como sombras ante los organizadores del evento y siguieron para las playas caribeñas. Cómo es eso, decía Ricardo y comentaba a sus compañeros, ¡lindos motivos encontraron para hacer turismo!, era algo aberrante, no habían pasado más de un día en el evento, claro que volverían antes de que se terminara, no sea cosa que se perdieran el cóctel final…. Eso sí, se enteró mucho más tarde: las tasas de inscripción de toda esa gente nunca habían sido entregadas a los cubanos, quedaron en manos de aquel «representante», Bento Gonçalves, que procedía de la terra do vinho, en Río Grande do Sul. Pero ahora era él quien estaba siendo cuestionado. Mensaje va, mensaje viene a quienes lo convocaran, no parecían dar solución de continuidad.

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VI Estar condenado, paralizado, estúpido, en definitiva, hace que se degeneren los recuerdos. Sin embargo —y ahora cuando hago mi marcha final hacia el mar— quedan grabados en los sentidos otros instantes en que el viejo y majestuoso océano, también fue protagonista, de pasada nada más, cuando en el medio de una vegetación cerrada de trópico, se pudo ver una mancha ni celeste ni azul, en tonalidades verde-esmeralda, desconcertantes por imposibles. En realidad, antes de eso, cuando ascendíamos, solamente fue una breve charla, tal vez continuación de aquella noche en Platea, que se venía orquestando, como un flechazo demoledor o una guiñada. Cuando partió la vieja carreta, puesto que eso no era un ómnibus ni mucho menos, y encaminó sus ruedas hacia el paseo del campo cubano Güira de Melena. Busqué desesperadamente sentarme a su lado. Recuerdo que varios de los viajeros procuraban sus ubicaciones intentando sobreponer sus cabezas a la de los demás. ¿Sería que también la inquirían? Adelante, a la izquierda, sobre una de las ventanillas, vi sus rulos manifiestos. Era un ondulado distinto al de las africanas que en esos tiempos aún no los laceaban como ahora y al de las españolas que mantienen con tesón sus melenas amplias y negras. Ella parecía estar inmersa en una voluptuosa y encrespada cerrazón, que guiaba un privilegiado rostro terso, de facciones regulares, con una mirada al parecer perdida en el paisaje, pero que cuando te atrapaba, no dejaba ni muestra en tu coraje masculino. Vi que Mauricio, el librero, estaba ya sentado a su lado y divisé también a Ricardo detrás suyo, algo extraño si se considera que, como organizador del viaje, siempre procuraba estar al frente, cerca del micrófono cuando lo había, o al menos del conductor, por las observaciones que debiera dirigirle. Pasé hacia atrás del vehículo, por su lado y no pude evitar la tentación de mirarla fijamente. Ella apenas sonrió al verme y me dijo, como de pasada, mais tarde vamos falar, gosté muito de sua poesia. ―Ah, gracias Luba ―apenas murmuré, mientras los que venían detrás de mí, buscando su asiento, presionaban lentamente para abrirse paso.

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VII Gracia me dijo que están recabando firmas. No se atreven a hacer un comunicado público. No tienen ni una sola prueba. El miércoles, en la reunión ―está bien que llovía mucho, pero…― no había más de cinco personas contándome a mí. Ni Gracia estaba. Los que allí se encontraban eran todos nuevos. Gente que se acercó por la reciente convocatoria que, en verdad, no me animo ya a difundir demasiado porque parece que el mundo se me viniera encima. Gracia me dijo: ―Ricardo, no dejes que te encierren. Yo siempre te lo dije, esa gente no tiene escrúpulos. Te digo que no juntan más de diez firmas; es más, no creo que lleguen a esa cantidad. Ahora no recuerdo si fue lo que le respondí o simplemente razonaba: ―Ya sé, me van a pedir que renuncie al Movimiento. Ellos piensan que de esa forma van a conseguir la verdad. Pero, ¿qué verdad es la que quieren?; ¿que pasé estos años tratando de ampliar los espacios sin ningún recurso?; ¿que jamás conseguimos un crédito ni una ayuda oficial que nos permitiera salir del confinamiento que tiene la cultura en Platea? Está bien que aquel error que cometí en el hotel cuando permití que subiera la muchacha cubana a la habitación de Mauricio, haciéndola pasar como mi esposa ocasionó un tremendo enojo de las damas del grupo y que se sumó a las docenas de quejas que todos tenían por cualquier cosa, pero casi ninguno de los problemas que sobrevinieron fueron a causa de mis maneras. Por otra parte, cuando les pedí a los directivos en el exterior que me apoyaran, primero no me respondieron y cuando lo hicieron fue en medio de millares de excusas. Yo conozco muy claramente la tenue reglamentación que se tiene. Las representaciones son por ciudades, no por países, porque no se puede abarcar más territorio del que se logra alcanzar con las manos. ¿Cómo alguien puede hacerse responsable de un país como Brasil, que es casi un continente? 166


Sin embargo, apoyaron a ese señor que les llevó a los turistas, porque pensaron en las sesenta tasas de inscripción que llegarían a sus manos. Que ese hombre los haya defraudado debería ser como para ponerse contento, pero no lo estoy. Debería estar satisfecho de mis actitudes, ¡si no fuera que esto parece estallar!

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VIII Debería estar feliz, aunque sea otoño. Recuerdo ahora aquel poema de Nelma, la muchacha entrerriana que procuré anotar ya que me impresionó por su dulzura. Tanto que procuré publicarlo, aunque luego no se pudo. Decía algo así, creo: Me entristecía el otoño/ aunque he nacido en abril/ debí madurar en gustos/ para poder descubrir/ la belleza que atesoran/ los ocres y los dorados/ los amarillos y el gris… Es que el otoño allá en el sur americano y aquí, por supuesto, en esta carretera interminable, nos da una tristeza natural, que luego se disipa con la noche. La noche que se acerca y que pienso será la última que viva, aunque no la duerma. Acabo de recibir un premio que esperé por años. En la fiesta de celebración todos se acercaron y me dijeron, ¡qué bueno!, ¡qué justo! Es lo que uno puede llevarse, lo que le concederá al final una última sonrisa. Me bebería una cerveza. Ahora, en esta ruta infernal que no se acaba nunca. Pero no debo parar, al margen que por acá, salvo en algún puesto de gasolina de esos que te dicen: «no se expenden bebidas alcohólicas», no hay ni un restorán, palabra llevada y traída del restaurante francés, restaurant catalán. ¡Uy Dios!, que hiciste caer maná del cielo, déjame encontrar la salida a este endiablado motivo que me lleva a acabar con mi cuerpo gigantón, obeso, viejo y maltrecho. Siempre pensé que la poesía era nombrar las cosas de un modo diferente. Ya con los ejemplos que abundan y para qué. Yo nombro la muerte como fin y eso es poesía. Estoy en camino al mar y sin embargo lo siento como nube, como niebla, como ausencia. Eso es poesía. ¿Lo habrán sentido así los jurados que me dieron el premio? ¿Y el lector de mis textos, si es que queda alguno? Debía de estar feliz como lo estuve en Platea hace ya un año, como lo estuve en Cuba hace apenas unos meses. Es que aquellas experiencias fueron mojones de dicha en mi existencia. Ella es maravillosa. No puedo dejar de estar enamorado de su lucidez, de su esplendor. Desde que la vi en Platea, me cegó y ahora que intento comunicarme, llamarla, decirle, oye niña que soy el mismo, aunque ya no sea nadie. Tú me entregaste tu amor en esas noches en que otros nos reclamaban presencia, que tus pretendientes te perseguían por el hotel y tú te evadías porque te habías comprometido a verme, a escucharme o tal vez porque debías extraer la última gota de mi

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sangre, esa que rebozaría el «copo», como decías, de mi rendición. Entonces no me enojé. Me enojaba, eso sí, ¿cómo no me voy a enojar con gente a la que le ofreces el paraíso y siguen en el limbo? Ricardo no me miró con buenos ojos cuando ofrecí publicar a todos los que me enviaran sus trabajos sin ningún cargo para ellos. Al menos me pareció que me miraba mal. Reconozco que interrumpí aquella velada poética con mi insólito ofrecimiento. Pero me había parecido que era mi deber, teniendo, como tenía entonces, todas las posibilidades de dar promoción a esa gente que estaba en pañales de publicación, en una extensión verdaderamente internacional propagada en un mundo de alto nivel cultural, no debía dejar de hacerlo. Gracia me sonrió como si yo fuera un imbécil de primer orden. No me dijo nada ni entonces ni después, pero yo sé que me miró con misericordia. Habrá pensado, este estúpido alardea de su magnificencia y su poder, se cree que nosotros somos indios todavía y él el colonizador. Claro, cómo no voy a enojarme, si estuve esperando los trabajos como tres meses, extendí los plazos incluso y nada. Apenas dos o tres fanáticos me enviaron. Ricardo no tuvo la gentileza ni de escribirme dos líneas; ¡cómo no voy a enojarme!

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IX Gracia sabe, y también me lo comentó Mauricio, que están preparando una reunión a la que intentarán convocarme para pedirme la renuncia y que les dé explicaciones que no tengo por qué dar a nadie; Mauricio, pobre, que anda angustiado también porque no puede olvidar a su cubanita Tania, aunque intentó relegarla en cuanto partió el avión. Ella no se iría nunca de La Habana, que es como una marca a fuego para quien la vive. Mauricio tampoco podría volver porque después de sus últimas «hazañas», el no haber podido conquistar a Luba, que Sofía enfocara para otras miras y que su esposa Aurora le diera el ultimátum, está desesperado y sin recursos. No podía quedarse más en la casa. Fracasó incluso en la devolución de los préstamos que le habían hecho algunos compañeros. No sé cómo hace Tania, pero lo llama varias veces por semana. La otra tarde, me contó ―seguramente fue el definitivo motivo de la decisión de Aurora―, ella misma atendió el teléfono y claro, preguntó quién hablaba que zonaba tan lejos. La respuesta fue sincera, mire señora, por favor le dice a Mauricio que quien le llama desde La Habana es Tania, su novia, que trate de comunicarse urgente conmigo. Y así las cosas van como van. Mauricio ya no sale con Sofía tampoco, quien finalmente se aburrió de tanto desplante y mientras estábamos en Cuba, se arregló con un futbolista de segunda división de un equipo desconocido. Pedro volvió a sus talleres y le pidió a María Esther que lo esperara al final de la hora. Ella entendió que con nadie podía aprender tanta literatura como con él. De Juancito y su padre poco sabemos. Finalmente, no pudieron ir a Cuba con nosotros porque el viejo se enfermó y los médicos le prohibieron viajar. Es probable que Juancito se fuera solo en cuanto lo vio mejor, se alquilara un «carro» o una moto y marchara a recorrer la Isla con alguna mulata. Sergio invitó a Luis a asociarse y si bien no publicaron el trabajo de Luba, empezaron una serie narrativa con autores cubanos que les proporciona al menos una posibilidad de salida comercial, al publicar los mejores cuentos de la era contemporánea, seleccionados por concurso en toda la Isla. De Luba, mejor no acordarse y mucho más si sucede lo que Gracia considera irremediable con el pobre Antonio. 170


X Hacía bastante que ya estaba solo. Uno se acostumbra a no rendir cuentas, a conformar el tiempo con trabajo o simplemente caminar, buscar las calles de una ciudad que cada día se hace más sorprendente. Uno no termina de entender que todo se postergue. Hay un hábito de dejar para luego, para mañana, lo que realmente es para nunca. No es posible dejar de indignarse cuando se evidencia que lo prometido nunca se cumplirá. La cultura de la excusa siempre a tiro, es como un corredor sin salida. Sucede tanto para la obtención de un crédito, como para una cita a la que nadie llega. Cuando uno está solo, esto todavía se hace más evidente. Lo que se logra es la desconfianza, transitar por la inestabilidad y la triste certeza de la derrota. Estaba en otra parte y me decía, regreso. Vivía pensando que nada puede ser mejor que estar en tu tierra. Y me volví, casi perdido, enlutado de rumores falsos, perseguido por la lejanía, el cambio desgarrador. Entonces me volví desde donde estaba y llegué marchito, machucado de tanta despedida. Volví casi desierto, maravillado de paisajes y conciliaciones, como oliendo la sal después de las postales. Me puse a caminar, a hacer milagros, tratar de convencerme en cada cara, en cada voluntad, que hay que llegar, llegar, llegar…. Asoman a mi memoria todos estos hechos de agua. Papá me llevaba hasta el arroyo y trataba de enseñarme a nadar. Un día me dejó solo un momento y yo avancé más de lo debido, como si quisiera atravesarlo y llegar a la orilla de enfrente. Sin saber que había un remolino, quedé sin hacer pie. Gritaba, pero la voz no salía. Llegué a pensar por qué no tragué peces para aprender a nadar. La vida en ese momento era lo más importante. Ya desesperaba cuando sentí en mi cintura los imponentes brazos de mi padre. Sé que en algún sitio ahora él me está esperando y yo ya no demoro. Ahora, nuevamente se trata de llegar, por más que la lluvia casi me impida la visión, nada se va a interponer en lo ya decidido.

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XI Estimados compañeros del Movimiento Internacional: Realmente, plantarme frente a esta hoja en blanco para escribirle a amigos, y titubear en cuanto al tono, a la forma, e incluso al contenido, es algo a lo que no estoy acostumbrado. Me resulta difícil y desgarrador. Esto último, porque nunca pensé llegar a una situación como esta, que por sobre todas las cosas, me resulta incomprensible. He notado, desde el retorno de Cuba, que dejé de tener respuestas a mis cartas. Luego me fui argumentando diferentes excusas, tal vez por no querer asumir que podía estar sucediendo algo grave. Me llamaba fundamentalmente la atención la falta de comentarios sobre un encuentro realizado en común. Uno puede aprobar algunas cosas, desaprobar otras, pero siempre hay lugar a observaciones, sobre todo, luego de haber vivido una experiencia inédita, con un nivel de recepción altamente positivo por parte de ese maravilloso pueblo ―desde los intelectuales a los campesinos―, todos, quienes generosamente nos brindaron una hospitalidad inigualable. Por otra parte, algunos de los demás participantes llegados desde otros países, no dejaron de reconocernos en su correspondencia, el esfuerzo realizado de nuestra parte en la organización del evento y el éxito que obtuvimos en todos sus aspectos. Es que realmente nuestra ocupación fue exhaustiva en análisis de todos los detalles, lo que le podía interesar a cada uno, y si en algo se pecó, fue en el exceso de actividades, que nos hacía estar permanentemente hostigando a la gente, para poder cumplir los compromisos asumidos como grupo. Cumplimos también rigurosamente con la entrega de los fondos recaudados como tasa de inscripción, cosa que ustedes saben bien, pese a que no les fue posible cumplir con el requisito formal de un debido recibo y tal como me suponía, me perjudicó tremendamente al rendir cuentas a mis colaboradores. Quisimos aportar nuestra experiencia y aconsejar opciones, en ámbitos amistosos, sobre lo que no fuese nuestra propia especialidad de editores y representantes culturales y esas referencias no fueron nunca reconocidas.

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Hasta hoy, mediando toda la indiferencia ya aludida, que no llegaba a interpretar, mantuve una actitud de espera, respetando la distancia que Uds. me impusieron, pero esperaba recibir el respaldo acorde a mi responsabilidad cumplida hasta en los mínimos detalles. Sin embargo, no quiero ni comentar la nota que he recibido en las últimas horas, nota firmada por los máximos directivos del Movimiento que nos invitara. En ella, implícitamente, se procede a dar razón a quienes nos han impugnado en nuestros cometidos, aunque sin la valentía de afirmarlo. Solamente se excusan en desconocimiento de lo que llaman «rencillas internas en Platea», en menoscabo de la verdad que, sin embargo, ustedes conocen en su totalidad. Desconozco la razón de esa indiferencia o parcialidad y tampoco quiero conocerla. Prefiero desde este momento enviarles en el acto mi renuncia indeclinable como representante en Platea, de un Movimiento merecedor de mejores logros a los que humildemente traté de contribuir. Desde ya, entonces, pueden disponer de esta plaza como mejor les plazca y tal vez algunos de los discrepantes con mi actuación, pueda ser mejor interlocutor y se logre una mayor integración y desarrollo cultural, que lo que fuera conmigo y tal vez alguno de mis detractores locales pueda llegar a ser vuestro representante. Aprovecho la oportunidad para saludarlos, atte. Ricardo Ferrari

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XII El agua arrasa con todo y no devuelve nada, únicamente los recuerdos. No sé por qué precisamente ahora que he llegado hasta el mar, haciendo el último intento de hablar con Luba, intentando vanamente que los teléfonos funcionen, que las líneas no estén ocupadas, que las malditas empresas acierten, aunque sea una vez y no me den línea equivocada. No sé por qué precisamente ahora que podría mirarla y decirle en la cara: ¿qué me has hecho?, aunque no creo que me atreviera porque seguramente ella no me hizo nada, ya que es lo que quiero creer, aunque no sea la verdad, el agua lo arrasa todo y no devuelve nada, únicamente los recuerdos. Mi adolescencia siempre estuvo llena de gente. La casa congestionada de parientes que huían de uno u otro bando, sin que nadie les preguntara entonces a quién habían defendido o atacado en la Guerra Civil. Mi casa invadida por personas que comían y bebían lo que mi padre pudiera darles. Gente de todas las edades. Gente que usaba un único baño cuya puerta no cerraba bien y dejaba filtrar olores y sonidos y por la cual, en una abertura indiscreta, justo cuando yo pasaba aquella tarde, vi a mi prima mojada, desnuda, radiante, sacudiendo su enorme cabellera aún pegada a su cabeza pequeña. Creo que fue entonces que tuve mi primera erección consciente. No podía dejar de mirarla, como no pude dejar de mirar a Luba en aquella noche habanera, en una locación de dos habitaciones y un solo baño, al medio, justo allí, en esa insólita y desmedida suma de cuartos cuyas puertas convergían en un único y pequeño baño que se compartía. Ella cedió estar cerca, pero independiente y, tras largas y delicadas transacciones, concordamos en eso. Entonces yo la escuchaba ducharse, sentía sus ruidos intestinales, sus largas cepilladas dentales, hasta el silencio atroz de la ausencia no anunciada. No podía utilizar una rendija para saberla. Jamás sabría si le ocurría lo mismo que a aquella prima adolescente, casi de mi edad, a quien vi mojada y supe, como descubriendo un misterio, que cada vez que se bañaba se excitaba. No pude dejar de mirar a Luba cuando abrió sucesivamente su puerta de ese baño intermedio y con la misma sinuosidad con que movía su cuerpo al andar, abrió la de mi dormitorio. Allí estaba entera en la penumbra, mirándome sonriente y decidida. Nada se interponía a esa hora entre nosotros.

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Comprendí entonces lo que pasaría ahora. Ese ahora que nunca se sabe que existe hasta que se pronuncia; hasta que se entiende y ya no puede evitarse; hasta que nos domina definitivamente la atracción de una estrella que nunca fue inocente.

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XIII Toda esa locura de representaciones y conquistas, de intenciones y realismos quedó detenida luego de su renuncia. Había sido una etapa magnífica en sus comienzos, aunque trabajosa y sacrificada. Pero eso se había terminado. Fue una experiencia funesta y Ricardo parecía no superarla. Ricardo, que en verdad nunca había estado maniatado, porque de alguna forma se sentía libre. Ahora mucho más. Había recibido en sus espacios a todo aquel que quiso acercarse. Estaba convencido de que había generado opciones de crecimiento para mucha gente y mucha gente se orientó y creció a su lado. Envió una simple hoja de síntesis a quien quisiera publicarla, decía: El tiempo, que es solo una ilusión, es despiadado con los mortales, pero también es despiadado con todo lo existe; debemos aferrar la poesía a las piedras si es necesario, al eje de la tierra, al cosmos si es posible. ¿Qué puede quedar de los humanos si la poesía, su único intento inteligente de ser, desaparece sin que nadie la recoja en otro tiempo? Por eso es que amamos, los poetas, no solo porque lo pida nuestro cuerpo, nuestra sed, la angustia de la soledad que no se quiere ―porque la que se quiere es sagrada―, sino para tratar de perpetuar la poesía, llevarla a otras esferas, a la inquietante luz que va naciendo en otros seres. El desgaste inevitable de las cosas nos ata a custodiar lo que nos place, a endiosar lo que se escapa. Y lo que se escapa es la solidaridad, la claridad de conceptos, la verdadera esencia de la cultura, en su diversidad, en sus realidades y en sus espejismos. RF

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XIV De últimas, en esta playa en que camino, acabo con aquello que quedara dando vueltas en mi cabeza, lo que hacía tiempo andaba dominándome, una especie de vorágine de golpes, cada día que pasó, más perfectos, tan sutiles y envolventes como pérfidos y crueles. Aquí dejo mis últimos objetos, mi reloj siempre a punto de morirse, el diploma que acredita mi premio literario recién obtenido. Nada más, salvo un poema manuscrito. Ni siquiera el lápiz con que escribo, que me acompañará, o estará seguramente retratando palabras escapadas en los riscos, sobre las olas, o entre las algas desnudas. A lo mejor un pez lo llevará en sus escamas como un reaseguro, sin solemnidad, sin despedidas. Vi cómo se iban deshaciendo conceptos rígidos, elementales, para humanizarse las concepciones de lo real. Era como si me hubiese dado cuenta de que la lluvia no era detenida por los vidrios y que también golpeaba en mi cabeza como aquello que anduvo dando vueltas desde hacía tiempo, cuando todavía no lo imaginaba. Podía irme por las ramas de la lluvia que no era detenida por los vidrios, con golpes que desvanecían mi conciencia de a ratos y en otros parecía que las gotas de la lluvia corrían por tu cara, mujer y tus entornos, dando vueltas por todos tus rincones. Golpes cotidianos cuando abría los ojos al sol, los que se interponen entre nosotros, mujer que no te conozco, nunca te supe y no responderás. No hay tiempo para nada luego de que aparecen estos golpes tan fáciles de dar en mi debilidad, quemando fantasías en mis espacios vulnerables, en cabezas como la mía que peinan buena fe, en los que tallamos los pies en paisajes de energía, en los que pintamos las ausencias con besos trasnochados, en los que antes germinamos esperanzas para alimentarnos, en los que ahora estamos desnudos moviendo los océanos.

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Ă?ndice Una mirada desde adentro / v El recreo de la vida real / vii Primera parte: El Encuentro / 9 Segunda parte: El viaje a Cuba / 95 Tercera parte: La despedida / 153






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