El acercamiento al género de espadachines voladores y maestros del Kung Fu fue en aquellos cines de barrio, roídos por el tiempo y con un fuerte olor a humedad, así como otros aromas de dudosa procedencia, aquellos que visitábamos cada fin de semana con los amigos del barrio, muchas r veces sin importar quedarse de pie en la sala o en alguna butaca víctima de los años, que eran verdaderas trampas mortales a la hora de sentarse en ellas.
Las desteñidas cortinas se abrían a la vez que la luz del lugar daba el ambiente preciso para quedar bajo la hipnosis de una pantalla parchada grisácea, que alguna vez fue blanca, donde se proyectaba un filme que debía acomodarse, mientras desde la sala de proyección le daban foco. Al fin, en medio de un silencio espectral, se dejaban ver algunos los primeros minutos de acción, seguidos por el título, con letras chinas de grandes proporciones, muchas veces tapando los acontecimientos que parecían congelarse por una fracción de segundos. La mayoría de esos filmes eran de baja m