El fruto (primeras páginas)

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El fruto Román De la Cruz


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na figura extraña se sumerge lentamente en el agua. A su paso, las olas arrecian, los peces huyen, la sal hierve, salta y araña su piel. Todo a su al rededor lo odia ¿Quién crees que es? ¿una persona? No, no volveremos a cometer ese error. Que su figura no te engañe, no es un hombre, no hay hombre que siembre en el mar. No tiene hogar, no habla nuestro idioma y no cree en nuestros dioses. Ha llegado a llevarse un misterioso fruto del fondo del mar —de nuestro mar—, dejándonos sin peces y familias con hambre. Se llevará todo lo que nos queda. Mi abuelo me contó que los de su raza alguna vez se asentaron al lado de nuestro pueblo. Fue una época próspera, donde hasta los estirados de la ciudad venían a conocernos. Era de suponerse que hasta seres malditos se verían atraídos por nuestra opulencia: se desenterraron tesoros, encallaron embarcaciones perdidas, grandes peces y exóticos comerciantes aparecían sin parar; todo pasaba en nuestro amado pueblo. Pero así como fueron los primeros en llegar, lo fueron también en abandonarnos. Tras ellos, los turistas, los estirados, los aventureros. Quedó un pueblo solitario y, al lado suyo, una aldea desierta donde mi abuelo levantó nuevas casas, para no dejarles lugar a dónde regresar.

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ecuerdo el día de nuestra partida. Había aprendido a querer el mar y de mi boca ya salían palabras que sonaban al idioma de los pobladores, como una canción que no podía quitarme de la cabeza, una melodía que me gustaba cantar. Días antes, nuestra aldea estába vacía y en los ojos de mi padre solo habitaba el silencio, dos puntos azules, fríos, insondables. Los demás ya se habían ido, solo nosotros dos esperábamos algo sin saber qué. Pero mientras él miraba el mar con tristeza; yo lo añoraba y cantaba, mezclando palabras nuestras con las de los pescadores. Hasta que el día llegó, dos pequeñas astas surgieron de mi cabeza como un pensamiento. Me sentía más fuerte, más sabia y, al cantar, que mi voz resonaba en el horizonte, que el mar me respondía… «Ahora sí», me dijo mi padre al verme la cabeza, en sus ojos había llanto, en sus labios, una sonrisa. «Ya podemos volver». No hubo tiempo para despedirnos de los pescadores, ni para mostrarles las palabras que había aprendido. Con el pecho lleno de dudas, solo lo seguí. «Ese es nuestro hogar», me dijo, señalando una bosque en el horizonte, pero yo aún miraba hacia atrás. «Sé que extrañas a tu madre», me dijo, sin poder entenderle, «pero ese pueblo es su lugar, no el nuestro. Tus astas lo demuestran».

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egún un antiguo relato, de fuente desconocida, la tribu en cuestión es un rezago de un grupo de no contactados, alejados de la mano rectora de la civilización. Se mencionan vagamente sus rituales, su habilidadades, los eventos que suelen acompañar a sus apariciones… Sin embargo, es todo contradictorio, se habla por igual de hambrunas como de prosperidad, de fortunas escondidas como de pestes. Hay incluso recetas que usan sus cornamentas trituradas para fabricar cremas para la piel. Libros llenos de supertición e idolatría, chistes, rituales, cuentos para asustar a los niños. Pero lo que nos interesa, a usted y a nuestros investigadores, es la fuente de su poder, y no hay registro que nos permita entenderlo. Por eso, mal hace pidiéndome que encuentre señales sobre temas de los que no se han escrito. Si el espécimen que capturamos hubiese sobrevivido tendríamos todas las piezas, pero es claro que sus hombres no están preocupados por el bien de esta nación, este retraso es responsabilidad suya y tendrán que pagarlo. Exijo un castigo ejemplar. Una vez hayan escarmentado, envíe a otros agentes hacia el puerto. Tenemos indicios de que dicho espécimen no era el último.

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ntes de que dejara de escuchar el rumor de las olas ya sabía que nunca volvería a verlas. Estas tierras, estos gigantes de cabellera verde, serían los nuevos vecinos con los que no podría hablar. Mi padre se sentía aliviado, parecía incluso más ligero a cada paso, pero mientras nos adentramos en la espesura los tonos esmeraldas se hacían grises. Llegamos, por fin, hasta a una laguna donde no encontramos a nadie. «Llegamos tarde» dijo él, cayendo sobre sus rodillas. «No los culpo, este mundo ya no es el nuestro». En el fondo de sus aguas cristalinas, un cuadrado de piedra como una puerta marcaban el fin de nuestro viaje. Quietos, mi padre dicidió que viviríamos ahí para esperar. El tiempo pasó, aprendí a cazar y a defenderme mientras oía a las hojas murmurar historias, cuentos de otro tiempo. Mi voz ya no tenía canciones, pero mis oídos era aún captaban cada sonido. Hasta que, poco a poco, sus voces se apagaron. Los árboles también morían. «¿Es nuestro turno?» le preguntó mi padre al viento, con un tono desconsolado, sin respuesta. «No. Tenemos que darle vida al bosque», dijo, retomando el aliento, «hay que recuperar el fruto». Inició el viaje y, a pesar de mis protestas, pidió que me quedara. Al irse susurró: «Traeré un recuerdo de tu madre y de tu amado mar».

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