Navidad. Para los unos anuncia, entre repique de campanas, el fi nal de un año que ya queda atrás; para los otros, como eterno símbolo del nacimiento, es el momento en el que se vislumbra el principio de una nueva y apasionante aventura. Para todos, que navegamos inexorablemente entre las páginas del calendario, es el mar azul y apacible en el que desemboca cada año el río tranquilo que es nuestra vida. Capeamos algún temporal, sobrevivimos a traicioneras corrientes, temblamos ante la cercanía de algún torbellino y al fi nal de la travesía ansiamos la dulce Navidad como ansía el reposo el guerrero. Entre los cálidos brazos familiares, el niño que duerme en cada uno de nosotros, sueña año tras año con un fi nal feliz. Sigámosle el cuento…
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Este ejemplar es un pequeño recuerdo de:
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Ilustración: Federico Contín Diseño y maquetación: Rosa León 2008, Edita Global Luxury Communications Pº de la Castellana nº 123 Esc. Dcha 7ºB 28046 Madrid www.spend-in.com editorial@spend-in.com Impreso en España
l primer día de playa todo es entusiasmo. Se te apoderan las prisas por llegar lo antes posible y despojarte de la ropa, y correr a la orilla para poder sentir el agua salada acariciándote los pies. Pero la rutina lo estropea todo y, como llevo varios días de vacaciones, ya no hay entusiasmo, ni siquiera me apetece ir a la playa. Hoy no iría. Pero voy a ir, sé que pronto acabarán las vacaciones y no estaré cerca del mar y no puedo desperdiciar el tiempo. Así que me armo de valor y, toalla, iPod y móvil en ristre, me dirijo hacia allí. Camino muy despacio, casi arrastrando los pies, el calor y la desgana se apoderan de mí. Quizás si no estuviera solo la cosa mejoraría, pero bueno, para que me voy a quejar, estoy acostumbrado a que me dejen colgado y además prefiero no pensar en ello. La arena quema mucho, me abraso los pies. A grandes zancadas, me acerco lo más posible a la orilla y planto el campamento. No sé si nadar un rato ahora o dejarlo para luego. ¡Dios, qué hastío! Extiendo mi toalla, conecto mi iPod y me tumbo. No dejo de pensar.
Intento concentrarme en la música, pero no puedo, mis pensamientos van demasiado rápido. Lo intento un poco más, sé que si consigo concentrarme, al menos por un rato conseguiré descansar. Detesto estar así, parezco un disco rallado y no me gusta. El sol me quema en la cara, tengo la piel muy caliente y me empieza a doler la cabeza. Lo intento un poco más, esta canción me encanta… Nada, no hay remedio, no puedo concentrarme, me voy a bañar. El agua no está fría, y me apetece nadar, pero voy a meterme poco a poco, quiero saborear este momento. A pasos cortitos camino hacia el horizonte, ya tengo las rodillas dentro del agua, sigo hacia delante y me paro. Como siempre, voy a tardar unos minutos en lanzarme a nadar. Es increíble como una decisión tan pequeña me lleva tanto tiempo y otras veces, en cosas mucho más trascendentes no necesito ni un segundo para lanzarme al vacío. Al fin me decido, doy unas largas brazadas y sumerjo la cabeza. Ahora me siento mucho mejor, más despejado. Ya no tengo calor. Empiezo a salir del agua, otra vez muy poco a poco, pero me detengo a medio camino. Miro hacia lo lejos, casi nadie está solo. Hay un montón de grupos de amigos y muchas familias. Me gusta observar a la gente, todo el mundo parece feliz, hablan sin parar, los niños corren de un lado para otro y juegan en la orilla, construyendo castillos que nunca tendrán príncipes ni princesas. Mirando y mirando a la gente ha pasado un largo rato, casi he dibujado en mi mente la historia de cada uno de ellos. Pienso que ese señor, que no se ha quitado la camisa que cubre su enorme barriga, parece un hombre satisfecho, contento con su vida, conforme con sus circunstancias; y que su mujer, de aspecto un poco descuidado, es la típica madre tradicional. Lo imagino porque justo a su lado hay una pequeña nevera, seguramente repleta de comida casera. Sobre su melena despeinada lleva un gorro de paja que no le sienta bien, pero seguramente le da igual, no está en la playa para tomar el sol ni para lucir palmito, está ahí porque su mejor plan es estar rodeada de
su familia. Tienen dos hijos, yo diría que uno debe tener seis años y el otro ocho, son casi iguales y llevan el mismo bañador; son hermanos, está claro. El tercer niño que está con ellos… Quizás es un amigo de los niños, alguien que conocieron en la playa cualquier otro día, no sé. A lo mejor le pasa como a mí, que no tiene con quien estar, y por eso la señora del gorro de paja, como es muy protectora, ha decidido invitarlo a pasar el día en familia. Más o menos detrás de donde he dejado mis cosas hay una pareja joven, parecen muy enamorados, toman el sol cogidos de la mano. Ella lleva un bikini verde y él un bañador azul. Sonríen constantemente. Otros que parecen ser muy felices. Justo delante de mí hay varios chicos de mi edad, ya los vi el otro día, y estaban jugando al fútbol, como hoy, y también parecía que se divertían, como ahora. Me pregunto cuánto de verdad hay en esa felicidad, es raro, no puedo creerme que yo sea la única persona de la playa que atraviesa un mal momento, me parece casi imposible. Los chicos siguen divirtiéndose jugando, los voy a contar, son uno, dos, tres… Siete, en total son siete. Creo que siete es un mal número para jugar al fútbol, pero a ellos no parece importarles nada. Si yo estuviera con mis amigos probablemente también estaría jugando al fútbol. Pero como estoy lejos de casa tengo que conformarme con observar a la gente. Por un momento me planteo acercarme y ofrecerme a jugar con ellos. Si jugara yo seríamos ocho, y seguro que sería mejor. Pero no lo hago. No me atrevo y tampoco quiero. Mi piel está empezando a arrugarse, llevo demasiado rato aquí dentro y tomo la decisión de volver a mi sitio. En cuanto mi piel mojada entra en contacto con el aire siento algo de frío, pero llevo días pasando mucho calor, así que en el fondo lo agradezco. Ya estoy aquí, vuelta a empezar. Me siento, después me tumbo sobre mi toalla, conecto la música y dejo pasar el tiempo. Quiero que los minutos pasen rápido, que pronto llegue la hora de volver a casa, cenaré con mi padre, me iré pronto a la cama y mañana haré lo mismo que hoy,
que ayer y que antes de ayer. Y así pasaré el resto de los días hasta que vuelva a mi ciudad. A pesar de que tengo la música alta es inevitable escuchar las voces y las risas de esos amigos que juegan al fútbol. No quiero que perciban que les estoy mirando, pero disimuladamente me incorporo para verlos mejor. ¡Oh, no! Se les escapa la pelota, que rodando por la arena se acerca peligrosamente a mí, demasiado cerca, y me sentiré obligado a acercarles el balón. A lo mejor me invitan a jugar. Miro a lo lejos, ya viene, viene muy cerca, aquí está, se para justo delante de mí, rozando mi toalla. No quiero parecer mal educado, así que me levanto, cojo el balón con mis manos, lo coloco a la altura del pie y lo lanzo. Un buen tiro, menos mal. Uno de los chicos levanta el brazo para darme las gracias. Es muy delgado, bastante moreno de piel y con unos ojos redondos y muy grandes color castaño. Nadie me invita a jugar así que sigo a lo mío, la soledad, que parece ser lo mío desde que he llegado aquí. Los rayos de sol son cada vez más leves, está cayendo la tarde, y parece que el partido de fútbol ha llegado a su fin. Veo que los chicos se despiden y cada uno emprende su camino. El chico de los enormes ojos castaños se acerca a mí, por un momento me asusto, no me gusta su actitud tan decidida, pero aquí está. Te he visto observándonos, me dice, estás solo ¿verdad? Sí, estoy solo, le contesto. No os observaba, yo… No pasa nada, dice él. Me llamo Marcelo, ¿y tú? Javier, contesto yo. Soy de Madrid. Sin más preámbulos se sienta a mi lado, no me cae demasiado simpático pero de pronto es agradable que alguien quiera mantener una conversación conmigo. Se sienta en la arena, a mi lado. Me siento incómodo, no sé qué decir. Pero a él no le cuesta hablar, trata de ser simpático y, cuando sonríe, le brillan los ojos de una manera extraordinaria. Me habla de esa playa y de otra que hay un poco más al norte, de que le gusta hacer deporte, de a qué colegio va y de cuáles son sus asignaturas preferidas. Poco a poco voy cogiendo confianza y
entablamos una animada conversación. Por primera vez en muchos días lo estoy pasando bien. Suena el móvil, es mi padre, dice que está muy ocupado; llegaré tarde, cena lo que puedas, prometo recompensarte, mañana pasaremos el día juntos, lo prometo… Una vez más, no sé por qué me extraña. Marcelo me escucha hablar, sé que está al lado y me hace sentir un poco incómodo, pero es lo más parecido a un amigo que tengo cerca. Lo miro, me mira y percibo en su mirada un gesto de pena, de lástima. Siempre igual. Porqué no te vienes a mi casa a cenar, me dice. Y me voy con él, porque no quiero estar solo, hoy no. Vamos, me anima, lo pasaremos bien. Nos levantamos y salimos de la playa. Vivo aquí cerca, dice Marcelo. Pero antes tengo que hacer una cosa. ¿Qué cosa?, le pregunto. Ahora lo verás, me contesta. Por el camino mi nuevo amigo no para de hablar, yo mientras, imagino dónde vamos, y cómo será la cena de después, supongo que Marcelo tiene una casa parecida a la de mi padre, he visto muchas así por esta zona. Espero que a su familia no le importe que cene alguien más en su casa esta noche, aún no le he preguntado si tiene más hermanos. Esta oscureciendo, caminamos por una calle estrecha, con casas de apenas dos plantas a los dos lados de la carretera. Ya estamos llegando, es un local antiguo, Marcelo empuja la puerta de metal y chirría, entramos los dos. ¡Hola Marce! Dice un señor desaliñado que espera tras el mostrador. ¿Has venido con un amigo? Genial, ¡hay trabajo para los dos! Marcelo me pide que le espere sentado y es lo que hago. Me siento un poco raro, no sé muy bien qué pinto ahí, ni que trabajo piensa ese señor que voy a desempeñar, yo nunca he trabajado. Tras unos segundos sale Marcelo, no lo puedo creer, con los ojos como platos miro a mi irreconocible nuevo amigo y espero una explicación. Mi cara de sorprendido debe ser un poema porque Marcelo no puede reprimir soltar una carcajada. Verás, me explica muy serio, hago esto desde hace unos días para ganar algún dinero, no
me cuesta mucho esfuerzo y pagan bien, el único problema es el calor que se pasa con el uniforme, pero merece la pena. ¿Te apetece probar? Tengo claro que no quiero, pero mis palabras se me adelantan, ¡vale!, digo. Pues pasa dentro y te cambias, verás todo lo necesario en esa percha. Así que, en pocos minutos me visto y salgo. No entiendo por qué, pero ahí estoy, enfundado en ese ridículo traje. ¿Qué tenemos que hacer? Ahora verás, es muy fácil, me dice, y me explica cuál es mi misión. No me vendrá mal ganar algún dinero y tampoco tenía nada mejor que hacer, de modo que, bueno, estoy dispuesto a intentarlo. Marcelo me sigue explicando, tenemos que ir a ese centro comercial que ves al final de la calle, cuando lleguemos allí nos separamos, tu entrarás por la puerta de la derecha y yo por la de la izquierda, dentro de un rato iré a buscarte, ¿de acuerdo? Ya estoy solo ante el peligro, nunca me imaginé haciendo esto. Se parece bastante al resto de centros comerciales que estoy acostumbrado a ver en Madrid. ¡Dios mío!, está demasiado abarrotado, la gente corre de un lado para otro cargada con paquetes. Me coloco en mi posición y me dispongo a mi tarea. Niños y mayores me miran al pasar, todos al verme dibujan en sus rostros una sonrisa. Por ahora es un trabajo agradable, sólo tengo que soltar mi frase de forma mecánica, sonreír y ver pasar a la gente, no es nada complicado. Sobre todo se acercan niños, supongo que mi uniforme llama la atención. Me parece que esa niña que llora está sola, no hay ningún adulto a su alrededor, la pobre llora desconsolada, me voy a acercar a ella. Hola, le digo, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras? Automáticamente ella se agarra a mi pierna, me aprieta con fuerza con sus pequeños bracitos. Estoy sola, me he perdido. ¿Puedo pedirte algo?, me dice. ¡Pues claro!, pide lo que quieras, le contesto. No quiero volver a separarme de mi familia nunca más. Me enternece mucho. A lo lejos veo a una señora correr desesperada hacia aquí, la niña de los ojos tristes es su hija, la abraza fuerte, me da las gracias y se marchan. La niña, que ya no tiene los ojos tristes, me mira desde detrás del hombro de su madre,
y me dice, ¡Ché, gracias Papá Noel! No recuerdo haberme sentido mejor nunca. Con un nudo en la garganta, suelto mi frase, aunque esta vez me sale del corazón, ¡FELIZ NAVIDAD! Estoy en el cono sur y, a pesar del calor que pasa un Papá Noel a este lado del mundo, aquí hoy también es Navidad.
a pantalla de su ordenador parpadeó y saltó un mensaje: ¡Feliz Navidad! ¿Qué tal va todo? Era Alfredo, alias El Mosquetero. Victoria, que andaba muy atareada de aquí para allá preparándose para ir al trabajo, se detuvo un instante para enviar una mirada amenazadora a la pantalla, lanzó un resoplido de resignación y se acercó a la mesa para contestar a su amigo: “Ahora estoy muy liada, tengo que irme a trabajar, ya hablaremos esta noche, adiós”. Se subió a sus tacones y cogió su diminuto bolso en el que ya no cabía ni un alfiler. Mientras bajaba en el ascensor se pintó los labios y retocó su rubia melena. Trabajaba como directora de publicidad en una de las compañías de juguetes más importantes del país y en la época navideña comenzaba una de sus peores pesadillas, a la fuerte presión de los resultados y las cifras, se sumaba su extraño rechazo hacia la Navidad. Desde luego, era una mala época para pensar en sus sentimientos, pero ella se sobreponía a todo y era capaz de lograr el anuncio más emotivo, aquél que llegaba a lo más profundo del corazón de los padres y de los niños, aquél que siempre captaba la atención y conseguía vender todas aquellas muñecas con labios de silicona y todas estos videojuegos de última generación. Al salir a la calle llamó a un
taxi, iba con el tiempo justo y no podía llegar tarde a aquella reunión. A tan sólo unas semanas de la Nochebuena las ideas debían fluir sin cesar y, sobre todo, ser rentables. Victoria era una trabajadora muy respetada por sus compañeros, una mujer preparada, lista, pragmática, educada y seria. Era famosa por sus originales lemas y hoy, todos sus colegas esperaban en sus sillones para escucharla. Cuando entró en la sala de reuniones dejó el maletín sobre la mesa y esperó a que le dieran la palabra, entonces, se levantó de un respingo y dijo poniendo voz de anuncio: “El único, el inigualable, el juguete que otros muchos niños nunca podrán tener”, y se sentó con una sonrisa de autocomplacencia. Su superior la miró estupefacto y le preguntó: ¿Ésta es tu frase de Navidad? A lo que Victoria contestó con un ademán afirmativo. ¿Pero es algo dura, no? -insistió su superior-. Bueno, ya sabemos todos que en los últimos años los juguetes no están llegando a todos los continentes, la crisis del petróleo hace estragos y, en esta ocasión, he querido vender pero también denunciar la situación -explicó Victoria-. ¿Pero tú crees que eso lo va a entender un niño? -le preguntó él-. Uhmm…quizás sí, aunque lo importante es que el mensaje llegue a ésos que adquieren los juguetes, no hace falta que diga sus nombres -contestó ella-. Sinceramente Victoria, esperaba otra cosa de ti. Esta frase no es alegre, no transmite felicidad, no es nada navideña. Vamos a aplazar la reunión tres días y, para entonces, quiero algo realmente bueno, ¿entendido? -le increpó su jefe-. Sí -se limitó a contestar ella-. Victoria se llevó la mano a la frente, estaba algo confundida y enfadada. Su amiga Elena se acercó para animarla y le propuso que fueran a tomar algo juntas; una iniciativa que Victoria rechazó; sólo quería regresar a casa.
De vuelta al hogar, miraba las luces de las calles, los árboles de navidad y escuchaba villancicos prematuros en las puertas de los grandes almacenes; no entendía aquel rechazo, aquella contradicción que sentía en lo más profundo de su alma. Cuando abrió la puerta de su casa su gato Humphry se levantó del sofá arqueando el lomo para ir a saludarla. Después, decidió llenar la bañera y puso en su cadena aquel cd que guardaba con tanto cariño… Sonaba John Coltrane. Una vez puesto el camisón, encendió el ordenador. En alguna parte del mundo, seguramente en el lugar más recóndito estaría su amigo Alfredo conectado. Ya eran las nueve de la noche y él habría aterrizado hacía tres horas. El Mosquetero: ¡Por fin te veo conectada! Vic: He tenido un día horroroso y no he podido entrar antes, ¿qué tal ha ido el vuelo? El Mosquetero: Bien, hoy duermo en Yakarta y estaré aquí hasta mañana a las 15:00 horas. Después tendré que pilotar un avión de pasajeros hasta Bangkok. Pero, ¿puedo preguntar qué te ha ocurrido? Vic: Bah, nada, lo de siempre, llega la Navidad y me pongo triste e irascible; parece que soy la única con este sentimiento. El Mosquetero: No seas exagerada chica, no es para tanto. Vic: Bueno hay algo más, mi jefe la ha emprendido conmigo porque no le ha gustado nada mi propuesta para esta campaña navideña. El Mosquetero: ¿Y cuál ha sido esa frase magistral? Vic: “El único, el inigualable, el juguete que otros muchos niños nunca podrán tener”. El Mosquetero: Buf, es que es un poco impactante. Vic: Eso es publicidad. El Mosquetero: Ya, pero imagino que tu jefe esperaba algo menos realista. Vic: Da igual, ya está hecho y no me arrepiento. Me preocupa que la gran mayoría de los niños que viven lejos de aquí se queden sin ilusiones. Trabajo para dar algo de felicidad con mis anuncios, con los
productos de mi empresa y no me quito de la cabeza a aquella otra mitad del mundo que no ve nada de esto. El Mosquetero: Ya… Se me está ocurriendo una idea algo descabellada pero que puede estar bien. Déjame que lo medite y te cuento más tarde, ¿vale? ¡Adiós! Vic: Ok, ¡cuánto misterio Alfredo! Aquí estaré esperando, ciao. Victoria cerró la conversación y se quedó un instante embobada. Tenía hambre y se levantó para coger algo del frigorífico. Pensaba en Alfredo, su confidente desde hacía un año. Nunca se habían visto y habían pactado no hacerlo, en eso residía la magia, se lo podían contar todo sin problemas porque sabían que nunca nadie de su entorno se enteraría. De repente, sonó el timbre y Victoria se extrañó porque no esperaba a nadie; su sorpresa llegó cuando al abrir su puerta vio a un grupo de niños y niñas ataviados al más puro estilo navideño: boinas, bufandas, panderetas y hasta una botella de anís… Inspiraron profundamente y comenzaron a cantar Noche de Paz. A continuación, dijeron: ¿Nos quiere comprar un boleto de lotería para un viaje a París? Sin saber muy bien qué hacer, y perpleja por aquella representación que sólo había visto en las películas americanas, no sabía si reírse a carcajadas y darles con la puerta en las narices o ablandarse y buscar el dinero para el boleto. Optó por la segunda idea y les compró un número para la rifa de una cesta. ¡Feliz Navidad señora! ¡Feliz Navidad! -gritaban repetitivamente todos ellos-. Lo que faltaba, a la parafernalia sacaperras navideña se le sumaba la crisis de los treinta y tantos, Victoria no se pudo resistir y les gritó: ¡Eh, vosotros! Iros con el cuento a otra parte y no volváis por aquí nunca, ¿habéis oído? ¡Será posible! Los niños echaron a correr con cara de no saber qué le estaba pasando a aquella “señora” de bata fucsia. Victoria se acordaba ahora de los niños que no tenían ropa, de los que no tendrían comida en sus platos y de los que se quedarían sin los regalos de su compañía, miró
hacia el cielo y entonces una estrella fugaz se cruzó con su mirada.
Era sábado. Las sábanas se le habían pegado, pero su gato Humphry se encargaba de despertarla paseándose por encima de la cama y de vez en cuando pisoteándola. Lo primero que pensó al abrir los ojos fue: ¡La frase!, hoy mismo tengo que dar con ella sea como sea. De lo contrario su puesto de trabajo podía peligrar. Cuando Victoria encendió su móvil le llegó un mensaje de su amigo Alfredo: “Est tarde a ls 8 n la tercera pista del aeropuert Central, no faltes!” ¿Qué planeaba Alfredo? ¿Qué tipo de sorpresa sería esa? Victoria no entendía nada y no podía perder el tiempo. ¿Se habría vuelto loco? -se preguntaba-, incluso se le pasó por la cabeza si Alfredo pensaba declararse… Pero eso era imposible, no, no…Tanto secretismo comenzaba a no gustarle nada, además, a ella no le apetecía conocerle en persona. Por otro lado, no podía faltar a la cita, al fin y al cabo, para ella Alfredo era su amigo y quizás estuviera en apuros. Estaba obligada a acudir. El resto del día lo aprovechó para organizar su habitación, salir a hacer la compra semanal y dar una vuelta por el parque. Conforme se iba acercando la tarde, Victoria se iba inquietando más y más, se había sentado en el sofá de su casa con una libreta para anotar las ideas que se le ocurrieran para su frase navideña, pero lo único que había hecho era comerse una bolsa entera de patatas y dibujar un garabato. A las 18:45 lo dejó por imposible y se dispuso a cambiarse de ropa. Una vez lista, salió a la calle y cogió su coche dirección al aeropuerto. Estaba un poco nerviosa porque iba a ver por primera vez a Alfredo y aunque era una tontería no lo podía evitar. Aparcó y se dirigió a la entrada de la pista número tres, entonces lo vio, supo que era él porque le estaba gesticulando con el brazo para que se acercara hasta la puerta de embarque. Nadie le puso impedimento y pasó. Una vez
juntos se saludaron y se miraron de arriba abajo. ¿Me puedes explicar por qué hemos quedado aquí? Hicimos una promesa que consistía en que no nos veríamos nunca. Además, ¡no tengo tiempo para estas incógnitas! -le reprochó Victoria-. Shucchh -gesticuló Alfredo- te voy a proponer algo muy importante. El otro día cuando me dijiste que estabas preocupada por aquella parte del planeta a la que no llegan juguetes de Navidad, pensé que podía echarte una mano. No todo es tan triste ni tan diferente si lo ves desde ahí arriba. Cada parte del planeta disfruta de la vida a su modo, incluso en algunos países no celebran la Navidad y no les pasa nada. Hoy quiero que veas eso y, para ello, volaremos hasta un poblado de una tribu africana que reside cerca de Ghana, ¿qué te parece? ¿Cómo? Pero ¿dónde nos alojaremos? ¿Conoces a alguien de allí o sabes algo de ese lugar? -le preguntó Victoria-. He pasado algunas veces con el avión por allí y te aseguro que no tendremos problemas -insistió él-. ¡Buuueeeeno! Vale -aprobó ella-.
Aquella noche, Victoria sintió que estaba viviendo una aventura única. Fue una noche realmente distinta en la que no echó en falta el pavo que siempre cocinaba su madre ni el regalo que su tía Rita le regalaba cada Nochebuena y que, por cierto, nunca le gustaba. A la luz de una hoguera todo el mundo bailaba y reía, los niños correteaban de un lado para otro jugando entre ellos y con cualquier cosa que encontraban por su camino, los animales descansaban apaciblemente en los alrededores, y ellos, Victoria y Alfredo, eran dos más en aquel grupo de gente que parecía tan feliz y que les habían acogido con un cariño tremendo. Victoria se sentía invadida por completo por sus sentimientos, reflexionó y pensó que allí nadie echaba en falta los juguetes de su empresa, realmente su sufrimiento no tenía sentido. En cualquier parte del mundo habría otra hoguera como aquélla
u otra mesa con los incondicionales langostinos. Cada cual sería feliz o no, a su manera, pero los niños seguro que lo serían siempre con juguetes de última generación o con juguetes de latón y cartón. Victoria sacó de su bolsillo su móvil y escribió: “El único, el inigualable, el juguete que todos los niños querrán tener”, después buscó en la agenda el nombre de su jefe y le dio a enviar.
eñora, por favor, aguarde, escúcheme, no tenga miedo, que nada malo va a ocurrirle. Inútil ha sido el tirón de Claudia para zafarse de esa mujer, cuya regordeta mano le sujeta el brazo con brío pero sin violencia, qué fastidio, y justo ahora, cuando abría la puerta de su coche, cuando Mauro la espera en una suite del hotel ayer inaugurado en la ribera del río. También es inútil gritar, pues apenas hay gente en la calle y no parece que esta anodina mujer quiera robarle, quizás le pida una limosna, es Navidad y muy apurado es su semblante. La desconocida es vieja, joven es Claudia quien, vestida de noche, no se inquieta por el destello de las gemas de sus pendientes en los rusientes ojos de la extraña, sí por impacientar a Mauro con la demora de su encuentro, una íntima velada de amantes que celebran su primera Nochebuena. -Señora -insiste la mujer-, ¿por qué esa prisa?, llegará puntual a su cita, se lo prometo. No notará su caballero que ha estado conmigo. Tampoco se le arrugará el vestido ni se despeinará, y no tengo intención de robarle las joyas, no es lo mío. -Y al instante, un tono persuasivo, casi confidencial, empaña el ronco timbre de su voz-: Se lo ruego, acompáñeme, habrá regresado antes de lo que se imagina. Una sierva de la noche se le antoja a Claudia que haya de ser esta anciana, cuya estatura apenas le alcanza los hombros, firmes y
redondos, abrigados con una estola de chinchilla, un regalo de Mauro, con quien mañana viajará rumbo a Ravello, nunca regresarán, acaso contraigan matrimonio, y será la suya una casa con balcones sobre el Mediterráneo, allí recibirán al nuevo año, allí residirán de por vida. Por plazas y callejones caminan las dos mujeres, siendo el brazo de Claudia el apoyo al de su acompañante, cuyos inflamados pies calzan unos deslucidos botines de gruesa suela. Claudia se ha pintado de rojo las uñas de sus menudos pies, en medias de cristal enfundados y levemente sujetos por la tira de unas finas sandalias de negra seda, la misma de su vestido, con un tacón muy delgado, muy alto. En ocasiones, Mauro la descalza y le pide que repose en sus rodillas las plantas de sus desnudos pies; y así, durante horas, a veces durante toda una tarde, el hombre admira los diminutos dedos, las luminosas uñas de su amada, acariciando a ratos las dulces lomas de sus empeines, distendido el hosco frunce de su ceño, cuyos viriles pliegues besará Claudia tan pronto se haya librado de esta mujer que, curiosamente, el dinero rechaza, pues con su otra mano impide que su compañera de la noche abra un delicado bolso de malla de plata. -Señora, se confunde, no quiero ni necesito dinero. ¿En algún momento se lo he pedido? Soy modesta, sí una mujer modesta, pero no soy una mendiga. ¿Se lo parezco?
Nunca Claudia, altiva, en sus réplicas muy pronta, se ha sentido tan cohibida y, sin embargo, tan amparada por el aroma a espliego y a leña quemada desprendido del cabello y del cutis de la misteriosa mujer que, a su lado, y aviada con prendas de un pardo color, parece su sirvienta, la criada de una esbelta dama perfumada con fragancias de jazmín, de luminosos labios apenas teñidos de carmín y cuya mirada tiene el brillo de un otoñal atardecer, el crepúsculo de su primera cita con Mauro quien, el cigarrillo entre los dientes, un mechón sobre la frente, cual el de un colegial que hace novillos, la aguardaba en el velador de una rosaleda, porque, antes de proseguir su viaje, antes de dirigirse a su casa, la había telefoneado y, en cuanto la vio, sin dejar de acariciarle las manos, le dijo al oído, con sus labios rozándole el cabello, cuánto la deseaba, cuánto la amaba. -No señora -prosigue la anciana-, no tiene por qué disculparse, no me ha ofendido. Yo la entiendo. Sé como se siente... Tan ilusionada con su cita y abordada por una vieja loca que la arrastra por esta espantosa barriada. Pero, señora, tranquilícese, que enseguida estaremos dónde quiero llevarla. La desconocida ha soltado el brazo de Claudia quien, siguiendo a esa desconocida, camina entre tristes y grises edificios, qué distintos de las coquetas villas vecinas de su residencia en una calle de aceras sembradas de plátanos y acacias, de algún tilo, mientras que en esta zona se diría que el aire, incluso en esta sagrada noche, ha fulminado los árboles, ha consumido su desnuda belleza, la hubiere hurtado a las familias de esas casas, cuyas risas, cantos y brindis navideños acompañan la ronda de esas mujeres, cobijándolas en una esencia de miel, de vino dulce, de agujas de pino. Probablemente, Claudia haya olvidado su compromiso, tiempo habrá de acudir al hotel donde Mauro, en mangas de camisa, sin haberse anudado el lazo de la corbata de su esmoquin, la espera reclinada su cabeza en el respaldo de una butaca, el rostro alzado hacia el techo de la habitación, ansiando el beso de la amada en su ceño, después en los labios, por algo ha
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dejado abierta la puerta de la alcoba, no será preciso que llame. Ahora, la anciana ha detenido su marcha al final de una calle, allí donde muere la cinta de su acera, también el asfalto de la calzada -Ya, señora, ya hemos llegado. ¿Verdad que no hemos tardado mucho? Ni se ha enterado de cuánto tiempo hemos caminado. Vamos, sígame. Suben por una empinada y mal iluminada escalera. Claudia no recuerda la fachada de la casa, ni cuándo atravesaron su portal. En el segundo rellano, una puerta abre la anciana y, de inmediato, una mujer joven y bonita, sale al encuentro de las recién llegadas. A su espalda, un niño, luego otro, ambos de corta edad, corren a recibir a la guapa señora del vestido negro y del echarpe de piel, la nueva amiga de su abuela quien, como regalo de Navidad, ha querido que sus nietos conozcan a una reina, a un hada de los cuentos que, con ellos, con sus padres, ha de festejar la Nochebuena. Los pequeños, intimidados por el obsequio de la abuela y a pesar de la insistencia de Claudia, rehúsan el beso de la bella dama, le tienen miedo… De nada valen las amonestaciones de las mujeres de la casa, advirtiéndoles que no cenarán, que no irán a la Misa de Gallo, que no habrá regalos de Navidad ni de Reyes, que el padre, tan pronto llegue a casa se enfadará mucho, mas el padre, un hombre alto y fuerte, moreno y, como Mauro, de marcado ceño, no se enfada, así se lo ha rogado Claudia, quien ahora se ha sentado a la mesa entre su anfitrión y su amiga de la noche, frente a la madre, frente a sus niños, testarudos, sin dar la cara a los mimos, a los agasajos del hada que su abuela les ha traído a casa. Agrada a Claudia el sabor de la viandas servidas durante la cena, la esmerada pulcritud del mantel y el blanco mate de la vajilla de loza. Admira Claudia el brillante cutis del rostro de la linda esposa, terso como la piel de un fruto, rosado cuando le habla el marido, cuánta pasión en los ojos de ese hombre, cuánto cariño en la entonación de su recia voz. Sin embargo, mucho entristecen a Claudia los pucheros de los pequeños cuando la hermosa invitada
amago hace de acariciarles, de ofrecerles un trozo de turrón, cuánto les aterra la prestancia de la dama del vestido negro, cuánto les espeluzna la suavidad de las pieles de su chal, negligentemente echado sobre los hombros, qué blancos, demasiado para su inocencia. Uno de los niños rompe a llorar, su hermano le corea y Claudia, a pesar de los ruegos de los padres, de la abuela, muy apenada abandona la casa para entrar en su coche, por alguien aparcado frente al portal del edificio y, sin prisa, de repente muy tranquila, conduce el vehículo hacia el hotel donde la espera Mauro, a quien besa en el ceño, después en los labios, a quien, luego, con una caricia en el negro cabello, impidiéndole un beso, le susurra: -Adiós, amor mío, feliz Navidad. En el camino de vuelta a su casa, escucha Claudia el repique de las campanas de una iglesia. Llaman al oficio nocturno. Suenan como las carcajadas de un niño, quizás el niño de Mauro, un niño a quien desconoce, a quien jamás conocerá, pero a quien, hoy noche, con gran ternura, como una mimosa madre, hubiera abrazado en su seno.
ensé que Uriel, el jefe de todos los ángeles de la guarda, tú incluido, os lo había explicado ya sobradamente. Vuestra misión en la tierra es meramente exploratoria y de toma de contacto. Me interesa que conozcáis a vuestros pupilos en directo, en carne mortal, y no sólo a través del espíritu. Por eso son tan importantes estas visitas a la tierra: porque es la única manera de establecer vínculos afectivos entre los humanos y sus ángeles custodios. Además, sé que con tu Lola no te vas a aburrir. No te va a dejar ni un segundo de respiro. -¿Qué quieres decir con eso, Padre bueno? -Ya te enterarás -contestó Dios enigmáticamente-. Y, aunque Franka le insistió para que le revelara el sentido de sus palabras, Él no le quiso dar más pistas. Finalmente, persuadida de que no le iba a sacar ni una palabra más, Franka se retiró. La esperaban para empezar a preparar la transmutación de su espíritu en un cuerpo humano de sexo contrario que obedecería por Francho.
-¡Cariño! ¿Sabes ya qué te vas a poner para la fiesta del sábado? -No lo sé, mamá. Tengo millones de dudas… y ya sabes que no tengo absolutamente nada que ponerme. Mientras contestaba a su madre, Lola ni se movió de su cama. Llevaba allí tumbada casi toda la mañana, como si la confusión mental de sus 16 años le pesara como una losa y le impidiera mover ni un músculo. Por eso, en modo alguno se le había escapado el sibilino intento de su madre de reanudar la discusión de la noche anterior. Sara, que la conocía como la madre que la parió (quizá porque era ella misma) se dejaba envolver cada vez menos por su hija y, para frustración de ésta, cada vez con más frecuencia adivinaba sus intenciones. -Mamá, ¿sabes que algunos chicos de clase están planteándose organizar una fiesta?
-¿Ah, sí? -contestó Sara, su madre-. Y ¿dónde la van a organizar?, ¿en el colegio? -¿Qué dices, mamá? -contestó Lola inmediatamente, poniendo los ojos en blanco y a la vez extraviando la mirada, dando claramente a entender que lo que su madre preguntaba era una solemne estupidez- ¿Te crees que somos como esos niñatos de primaria? Ya tenemos 16 años -remachó para que no quedaran dudas sobre lo mayores que eran-. -¿Y, entonces? -preguntó su madre, sin la más mínima intención de ayudarla-. -Pues no lo sé -se salió por la tangente Lola, intuyendo el peligro-; creo que están buscando un local -terminó la frase con cautela-. -No te estarás refiriendo a una discoteca en la capital, ¿verdad? -intentó zanjar su madre la discusión-. Porque sabes que no me apetece que zascandileéis hasta las mil y monas por el centro de la gran urbe. -Ya, mamá, pero va a ser mi primera fiesta -empezó a porfiar Lola-. De manera inmediata, su tono de voz se elevó 15 ó 20 decibelios sobre el anterior, y todo lo que hubiera podido tener aquél de angelical desapareció como por encanto. -¡O sea, que sí va a ser en donde yo decía! -le acosó su madre-. -Ya, mamá, pero eso te lo estás inventado ahora mismo. -Lola, ¡basta! -le espetó su madre antes de dejarle terminar la frase-. Lola era capaz de calcular con sorprendente lucidez para su edad cuándo era preferible hacer una retirada táctica antes de volver a la discusión. Lola y su mejor amiga, Virginia, llegaban en el autobús al intercambiador del centro. Aunque apenas eran las nueve de la noche, para las dos era ya una velada mágica. Su primera fiesta como adultas. Por fin, después de arduas negociaciones con los padres de ambas y varias llamadas de teléfono entre las madres, lo habían conseguido. Naturalmente, el permiso final pasó por un arduo sendero de promesas.
Sólo después de innumerables “¡Mamá te lo juro!”, o incluso “¡Mamá, te lo prometo!”, pasando por diversos “¡Papá pero qué dices, ¿estás loco?”, los padres de Lola y de Virginia dieron el anhelado permiso. Y ahí estaban. Bajando del autobús, excitadas, nerviosas, una pizca asustadas, aunque se hubieran dejado matar antes de reconocerlo. Habían quedado con el resto de las amigas de la pandilla en un bar que había al lado de la discoteca. En la inseguridad de sus dieciséis años, necesitaban apoyarse unas en otras. Aunque no se hubieran perdido la fiesta por nada del mundo, ninguna de ellas era capaz de imaginarse a sí misma entrando sola en la discoteca.
La transmutación transcurrió con rutinaria normalidad. Una vez en la Tierra, Franka, ahora convertido en Francho, observó la calle a su alrededor. Pronto encontró el cartel de la discoteca. Su neón entre azul metálico y gris, y su incesante parpadeo, prometían emociones, baile, música, romances… Se encaminó hacia la puerta. De pronto notó un ligero tirón en la espalda. “Mierda, las alas”, masculló. Efectivamente, ahí estaban sus alas, de prístinas y suaves plumas blancas, totalmente esenciales para cualquier ángel que se precie. Ya le habían avisado en el cielo que no se le ocurriera perderlas ni estropearlas, que eran nuevas. Sin embargo, no era cuestión de entrar en la discoteca con las alas, que tenía que llevar por fuera de la ropa, para evitar tener aspecto de giboso irrecuperable. Después de pensarlo durante unos segundos, optó por la naturalidad. En el recibidor de la discoteca, delante del mostrador del guardarropa, simplemente se las quitó delante de la chica que recogía los abrigos. Con gesto rutinario, como el que pondría al quitarse los zapatos en casa todos los días, se quitó las alas. Con un ligero tirón, desprendió la primera, y luego la segunda. Con el mismo gesto se las alcanzó a la chica del guardarropa, que le miraba fijamente, sin perder detalle. -¿Me puedes guardar esto, por favor?
-Claro. ¡Qué bonitas son! ¿Dónde las has comprado? ¿Vienes de una fiesta de disfraces? -le contestó ella encantada mientras acariciaba con sumo cuidado las plumas, de una suavidad infinita-. -Gracias, no me acuerdo, y sí, vengo de una fiesta. Si te portas bien luego te las presto -le dijo Lucas con una mirada seductora y una media sonrisa-. Al abrir la puerta de la sala, una ensordecedora cascada de sonido se le vino encima. Amenazadores como bocas del infierno, por encima de su cabeza pudo identificar los negros frontales de los altavoces. Cuando se pudo recuperar del primer impacto, miró hacia abajo, donde se extendía la pista de baile al final de unos someros escalones. Animados por luces estroboscópicas, que creaban una extraña sensación de irrealidad, junto con intensos fogonazos de luces multicolores, docenas de chicos y chicas se contoneaban espasmódicamente. -Bendito Dios -dijo en alto Francho, aunque no le oyó absolutamente nadie, ni siquiera él mismo-. No me extraña que cada uno de éstos necesite un ángel de la guarda. “¿Y cómo encuentro yo aquí a esta chica?”, se preguntó Francho. Optó por esperar acontecimientos y se dirigió hacia la barra para pedir un refresco. Su paciencia no tardó en verse recompensada. Cuando llevaba un rato allí, aparecieron Lola y Virginia. Llevaban las miradas febriles y brillantes. Sus frentes se perlaban ligeramente de sudor. Disfrutaban. No se fijaron en Francho, aunque se pusieron en la barra justo a su lado. Después de que les sirvieran, volvieron con su grupo de amigas. ¿Cómo era posible que llevaran casi cuatro horas contoneándose sin dar la más mínima muestra de cansancio? Estaban empezando a recoger. Francho decidió adelantarse a la salida. Cuando llegó al mostrador del guardarropa, entregó la ficha. Unos minutos después, que ya se estaban haciendo sospechosamente largos, la chica del guardarropa -que no era la misma que cuando él llegó- se presentó en el mostrador.
-Perdona, pero no lo encuentro. -¿El qué? -preguntó Francho, súbitamente alarmado-. -Tu abrigo -Perdona, no era un abrigo. Eran unas alas blancas. -Ah, ¿ésas? ¿eran tuyas? -¡Cómo que si eran mías? Claro -Francho empezaba a estar alarmado-. -Pues, el caso es que… -¿Qué pasa? -gritó ya Francho-. -Que otros chicos me dijeron que eran suyas y se las han llevado. -¿Perdona? -Francho estaba poniéndose ya rojo de ira-. -Que se las han llevado. Me dijeron que eran suyas, joder -empezó a justificarse la chica, atacando a la vez-. -¿Cómo que te dijeron? Y, entonces, ¡para qué narices sirven estos ticket que dais? -Francho sentía cómo su indignación crecía por momentos. De no haber sido un ángel, ya le habría dicho varias burradas a esa necia que se mantenía con la cabeza erguida, desafiante y chulesca-. -Pues sí, joder. Me dijeron que eran suyas, que luego venía su amigo con el ticket, y les creí. ¿Para qué iba a querer nadie una mierda de alitas como ésas, si no fueran suyas? Lucas estaba a punto de contestarle. Entonces las cosas pasaron muy deprisa. Mientras él discutía con la chica del guardarropa, el recibidor se había llenado de gente, que esperaba también recoger su abrigo. Entre ellos el grupo de Lola, y algunos otros amigos más. De pronto, una de las chicas que esperaba gritó: -¡Imbécil! ¡Tócale el culo a tu madre! Y, sin más, se volvió y propinó una sonora bofetada al chico que estaba detrás de ella, un adolescente alto y moreno. Al recibir la bofetada, el chico la empujó y armó el brazo para devolvérsela. Inmediatamente, con velocidad felina, se adelantaron dos de los jóvenes que acompañaban a la ofendida y se abalanzaron sobre él. El caos
fue inmediato y muy violento. Llovían puñetazos, patadas, y gritos. Lola quedó atrapada entre la pared y la pelea. Empezó a gritar, presa del pánico. Francho se volvió, e inmediatamente se olvidó de la chica del guardarropa. Sorteando a los que se peleaban, consiguió llegar hasta Lola. La agarró del brazo con firmeza, tiró de ella sin contemplaciones y se dirigió a la puerta de la calle. La abrió de un empujón mientras seguía tirando de Lola. Nada más salir a la calle, se dio la vuelta y la miró. Estaba intensamente pálida. -¿Estás Bien? -Sí, gracias -contestó Lola con apenas un hilo de voz-. -…Lola -se le escapó-. Ella se levantó inmediatamente la cara, como impulsada por un resorte. -¿Quién eres tú? ¿Por qué sabes cómo me llamo? -un velo de desconfianza se cruzó rápidamente en su mirada, y el pánico con el que salió de la discoteca fue instantáneamente sustituido por la alerta-. -Me llamo Francho. Soy… En ese instante salió Virginia a la calle, como una exhalación. -¡Lola! -gritó como una posesa mientras se abalanzaba al cuello de su amiga-. ¿Estás bien? -Sí, si, tranquila, Virgi -le contestó Lola-. Inmediatamente se volvió hacia Francho, buscando su mirada. Mira, éste es Francho. Mi salvador -agregó sin querer-. “¡Qué espanto, qué cursi!”, pensó según terminaba la frase. Pero ya estaba dicho. -Mira, Lola. Tu padre -dijo señalando hacia un coche aparcado en la esquina, y del que sólo se veía la mitad trasera-. Sin dejarla contestar, la agarró del brazo y se dirigió hacia el coche. Ni se despidió de Francho. Y no se te ocurra contarle nada de esto a tu papi, que la chinamos. Mientras era casi arrastrada por su amiga, Lola no pudo reprimir una mirada hacia atrás, hacia Francho. Bueno, en realidad, otra vez a sus ojos. Azules, limpios, parecían atraerle de forma hipnótica. “Adiós”, musitó mientras se iba y le miraba. “Adiós”, repitió Francho, y sólo Lola le oyó.
Francho estaba tumbado en su cama. Llegó muy tarde al piso, donde compartía habitación con otros tres estudiantes, hacia las tres y media de la madrugada. Como siempre, los Ángeles de infraestructura habían hecho un buen trabajo, y a la mañana siguiente Francho sería considerado por sus compañeros de piso como uno más, el estudiante de segundo de “Telecos” que ocupaba la habitación del fondo del pasillo. Al principio toda su energía se concentró en la preocupación por haber perdido las alas. “Dios mío”, musitó. Perdidas. Y en la primera noche. Con todo lo que le habían avisado para que las cuidara. No quería ni imaginarse la que le iban a formar cuando volviera. Sin embargo, se sorprendió a sí mismo dando de lado este pensamiento, aunque si hubiera estado en su sano juicio debería haber sido lo único que le importara. Lola. ¿Lola? Sí, Lola. Lola era lo que ocupaba su mente. Toda su mente. Su mirada felina color de miel. Sus ojos de gata cuando le preguntó, escrutadora, “¿Quién eres tú?”. Su elástica cintura. Sus pechos adolescentes, insultantemente desafiantes. Sus dientes, como blancas perlas perfectamente ordenadas. Nadie, ni siquiera los ángeles responsables del entrenamiento emocional, le habían preparado para esto. -Uriel. -Aquí estoy, Padre bueno. -¿Eliminasteis la capacidad hipnótica en la transmutación de Franka? -Por supuesto. -Me alegra, porque si no sería demasiada ventaja. ¿Y la capacidad de inducción emocional? -También. Se siguió el protocolo habitual: se le ha convertido en un humano normal, con todas sus virtudes y limitaciones.
-Bien -Ya te has dado cuenta de lo que está pasando, ¿verdad, Padre? -Por supuesto -contestó Dios-. Ni siquiera Él mismo, en toda su mismidad, entendía bien cómo lo conseguía Franka. De todos los miles de millones de ángeles custodios que en ese instante estaban, no sólo en el Planeta Tierra, sino en todos los planetas habitados del Universo, contactando con sus pupilos, Franka era el único que conseguía atraer sobre sí la atención de Dios, de forma individualizada. No pudo evitar un ramalazo de ternura hacia ese ángel testarudo y montaraz, aunque con uno de los corazones más grandes de todo el cielo. -¿Le hago volver? -preguntó Uriel-. -No, todavía no -le contestó Dios-. Tengo verdadera curiosidad por ver cómo se las arregla este chico. Aunque sea Dios, también me gusta la intriga. En la dosis justas, por supuesto.
Lola miraba ensimismada al viejo roble del patio del colegio, como si quisiera ver en un momento todos los años que el viejo árbol había visto. Como si buscara una respuesta en sus viejas y retorcidas ramas. Como si anhelara fundirse con él, hacerse hoja, volverse rama, corteza, raíz, tierra. Para dejar de sentir. Para dejar de pensar. Para dejar de padecer. -¡Lola! -¿Eh? ¡Ah ¡ Hola, Virginia. No te había visto. -Ni a mí ni a nadie, tía. ¿Qué te pasa? Desde el día de la fiesta estás más colgada que una para paragüaya. Estás toda flipada, tía. Y ya me rallo. -¿No le recuerdas? -le contestó Lola sin perder del todo su mirada ensimismada, e ignorando por completo las protestas de su amiga-. -¿A quién, tía? ¿De qué vas? -Al chico que me sacó de la fiesta. -¿Eh? -Virginia estaba un poco despistada-.
-¡Ah! -recordó de pronto-. Sí claro, el chico ése. ¿Cómo se llamaba? -Francho -contestó Lola de inmediato-. De pronto, Virginia lo comprendió todo. -No me jodas, tía -exclamó Virginia volviéndose bruscamente hacia su amiga y cogiendo sus manos-. -¿Qué? -se hizo la despistada Lola-. -Que te has “enamorao”. Que te has quedado colgadísima con el Francho ése. -Bueno, ¿y qué? -se defendió Lola, altanera-. -¡Si es que era monísimo! No te fijaste. Esos ojos azules transparentes. Esos brazos fuertes que me arrastraron como si fuera una pluma. Esa voz cálida y acariciante. Ese aroma, tan masculino… -Ni que estuviera loca. ¡Y lo peor es que no creo que vuelva a verle nunca en mi vida, tía! ¡Creo que me voy a volver loca!
Habían pasado veinte días desde la fiesta. Después de unas cuantas noches sin dormir (o al menos así le pareció a ella), Lola empezó a tranquilizarse. Y sus padres también. En los días siguientes a la fiesta, los dos empezaron a mirarla con rareza, unas veces con alarma, otras con sospecha, otras con temor. Por fin, Sara, después de unos días de observar a su hija, la abordó una noche. -¿Cómo se llama cariño? -Lola intentó hacerse la despistada, aunque con femenina rapidez había entendido de inmediato la pregunta de su madre. -¿Eh? ¿Cómo se llama, quién? -Lolaaaa -terció su padre-, que no hemos nacido ayer, cariño. Ella no se resistió. En el fondo, se sentía aliviada de poder compartirlo con las personas que hasta ahora habían sido su referencia. Suspiró y se puso boca arriba en la cama. -Francho -contestó con un suspiro- y les contó cómo lo había
conocido. Los dos fruncieron el ceño cuando el relato de Lola llegó a la parte de la pelea, aunque Lola intentó quitarle todo el hierro que pudo. -Tan sólo espero que, si le vuelves a ver, se haga merecedor de tu insomnio -le dijo su padre mientras se despedía de ella y le daba un beso-. Por primera vez en unos cuantos días, Lola durmió de un tirón.
Llevaban un buen rato en el “Open”. Como en muchos de los sitios en los que se había abierto, estos supermercados de “última hora”, pero que en realidad tienen un poco de todo, especialmente lo que puede atraer a los adolescentes, se había convertido en uno de los polos sociales del pueblo, sobre todo para la gente joven. Lola y Virginia estaban en la cola, esperando para pagar el último disco que Lola se había comprado. Virginia le contaba a Lola cómo molaba el último móvil que le habían comprado a no-sé-quién de la clase, con cámara de vídeo y todo. De pronto, Lola se puso rígida como una vara, y pálida como la pared. Su mirada estaba fija en un punto concreto de la cola, por delante de ellas. -Lola, tía, ¿qué te pasa? -le preguntó Virginia al verla palidecer de pronto-. Tía, estás más pálida que Michael Jackson. -Es él, Virginia. ¡Está ahí! -le contestó Lola, sin apartar su vista del punto donde la tenía hipnóticamente fija-. ¡Es él! -repitió, agarrando el brazo de su amiga hasta hacerle daño-. -No veo a nadie, tía -insistió Virginia sin dejar de mirar-. -Mírale, es ése de la camisa azul que está ahí delante. -¡Ah! -dijo Virginia cuando le identificó-. Tengo que verle. Tengo que hablar con él. Antes siquiera de acabar la frase, Lola se salió de la cola y se adelantó, como arrastrada por la misma fuerza hipnótica que le impedía apartar la mirada de Francho. Virginia se quedó mirando, expectante. -¿Francho?
Una voz sonó detrás de él. Sólo una palabra. Pero él la identificó de inmediato. La habría reconocido entre millones, no importaba dónde. -¡Lola! -contestó Francho volviéndose de inmediato-. Pero, ¿qué haces tú aquí? -preguntó Lola-. Es que vivo aquí, en el pueblo. Estoy estudiando en la facultad y vivo en un piso con otros estudiantes -consiguió arrancar-. -¡En serio? Pues es que yo también vivo aquí, en el pueblo. ¿No es una coincidencia increíble? Ninguno de los dos, ni Franka ni Lola, podían saber que, como parte del proceso de acercamiento entre ángel custodio y pupilo, siempre se alojaba a los ángeles en el vecindario de éstos. Eones de procesos de acercamiento entre unos y otros habían demostrado que el encuentro casual es, con mucho, el método de conocimiento más eficaz. Desde ese momento, para los dos desaparecieron la tienda, el disco, la cola, la amiga, el Titanic mismo que hubiera entrado por la puerta no les hubiera obligado a desviar la mirada el uno del otro. -¿Nos vamos? -acertó a decir, por fin, Francho-. Lola no contestó. Simplemente se volvió hacia Virginia, que estaba “ojiplática” unos metros más atrás, y le dijo con los labios mientras se llevaba una mano a la oreja, simulando un teléfono: “Te llamo”. Inmediatamente después, los dos salieron de la tienda y fueron engullidos por la noche. Los días siguientes estuvieron rodeados de magia. En cuanto Lola salía del colegio, iba corriendo a casa, hacía los deberes con toda celeridad y esperaba ansiosa la llamada, que se producía inevitablemente hacia las ocho y media de la noche. Los días que no se podían ver, porque Francho o ella tenían que estudiar, se pasaban hasta dos horas al teléfono, para desesperación de los padres de Lola. Muchas veces, sin hablar, simplemente oyéndose respirar el uno al otro. Saberle cerca, casi sentir el calor de su piel a través del auricular, parecía suficiente, al menos como sustitutivo del contacto físico. Cuando se veían, entrelazaban sus manos y ya no se soltaban
en toda la tarde. No se cansaban de tener la mano del otro unida a la suya. Los dos parecían vivir un palmo por encima del suelo. Y una noche pasó. Pasó lo que tenía que pasar, claro. Bajo un viejo sauce llorón, en la piscina de la urbanización, donde se colaron saltando la valla, como otras de las noches en que paseaban juntos, Lola y Francho se besaron. Ella, estaba apoyada en el tronco del árbol. “Como si fuera una peli” -pensó ella fugazmente-, y se derritió todavía más de amor por Francho. El acercó su cara a la suya. Sus labios iban a un encuentro inevitable, y no por eso menos deseado. Primero fue un leve contacto, un roce suave como la seda, tenue como una pluma. Se tomaron su tiempo, como si cada uno de ellos llevara toda la vida esperando ese momento. Los dos querían disfrutar cada milisegundo. Ninguno se dio cuenta de cuánto tiempo habían estado besándose, unidos como nadie lo había estado jamás en toda la historia. Cuando finalmente se separaron sus bocas, ambos tuvieron una gélida y dolorosa sensación de desnudez, como si, de pronto, una mano cruel les hubiera apartado de lo que les daba la vida. Y también ambos, en ese momento, tuvieron la completa certeza de que su amor era para siempre. Entre llanto de conquistada dicha Lola le interrogó: ¿Sabes hasta qué punto me asusta que tengas tanto poder sobre mí? Como podría no saberlo, la calmó Francho. ¿Por qué se llora Lola, qué pasa físicamente? Leí en una enciclopedia médica, que los lacrimales cumplen la función de proteger y lubricar el ojo. Cuando te emocionas se excitan y producen lágrimas. Y, ¿por qué se excitan? Antes de que Lola pudiera articular palabra, él ya contestaba… -tal vez la emoción se vuelve tan intensa que el cuerpo no logra contenerla; la mente y los sentimientos se vuelven poderosos y el cuerpo se lamenta.
Francho dejó a Lola en la puerta de su casa. “A ver cuándo le invitas a pasar”, le decía su madre. “Ya habrá tiempo”, contestaba, indefectiblemente, Lola. Y sus padres, que se habían jurado a sí mis-
mos ser respetuosos con la niña en esta historia de amor, irrepetible por ser la primera, se mordían los labios detrás de la ventana. Pero nunca hicieron ademán de invadir ese espacio de intimidad. Mientras los dos jóvenes no quisieran compartirlo con los demás, era suyo y sólo suyo. Francho volvía a casa andando. Más que andando, levitando. ¡Qué suerte haberla encontrado! ¡Qué bendición de Dios! ¡De Dios! ¿De Dios? ¡Oh, no, Dios Mío! De pronto, con la inmediatez y la violencia del rayo, tuvo finalmente consciencia de la realidad. De toda la realidad. De la que, de pronto, le hizo caer en la cuenta de que él era un ángel custodio que, aunque lo hubiera olvidado, se llamaba Franka y no Francho. Respiraba con dificultad; el sudor frío, ese feo compañero del miedo, le recorría la espalda con cruel determinación. Con el pánico galopando a su espalda como un implacable y despiadado jinete, se adentró corriendo sin destino por los prados que se esparcían a ambos lados de la carretera. Por fin, extenuado, rodó por el suelo. Lloró amargamente. Y lloró. Cuando ya no le quedaban más lágrimas, de pronto empezó a sentir cómo el pecho le hervía de furia. La culpa era de Dios. Maldito sea. Él tenía toda la culpa. Por haberle hecho venir a la Tierra. Por haberle hecho conocer a Lola. Levantó los brazos al cielo, y gritó amargamente. -¡Dios mío, porqué me has hecho esto! Bruscamente, Franka notó cómo una brillante luminosidad empezaba a formarse a su alrededor. Como por arte de magia, todo el dolor y el sufrimiento desaparecieron de pronto. -¡La transmutación! -acertó a pensar Franka-. Pero no puede ser. ¡Si me dijeron que me avisarían antes de irme! ¿Y Lola? ¿Cómo me voy a ir sin despedirme? Ya no pudo tener más pensamientos. Completado el proceso preliminar, se inició la transmutación.
-¡Franka! -repitió el arcángel Uriel, su jefe inmediato. La agitó suave y cariñosamente el hombro-. Espabila, hombre, digo ángel, que Dios te espera. Franka hubiera dado una de sus alas nuevas o las dos, de no haberlas perdido, por no tener que pasar por esto. Por no tener que enfrentarse a Dios después de lo que había pasado en la Tierra con Lola. -Padre Bendito, ¿puedo pasar? -Ah, Franka, pasa, pasa, hijo mío. Iba con la mirada humillada y baja, esperando el severo castigo que Dios fuera a imponerle. -¿Por qué bajas la mirada, Franka? -Porque estoy avergonzado, Padre bueno. Y no me atrevo a levantar los ojos. No soy digno de ser un ángel, ni mucho menos de estar en tu presencia. -Franka. Mírame. Franka levantó los ojos hacia Dios. Esperaba encontrar en Él reproche, castigo o un rayo fulminante. Sin embargo, cuando miró, se encontró con algo que no esperaba. Tanto, que tuvo que mirar una segunda vez. Los ojos de Dios no contenían reproches, ni castigo. Sólo decían: “Te quiero”. Franka miró una tercera vez, incrédulo. Y los ojos de Dios seguían diciendo: “Te quiero”. Entonces lo entendió todo. Y se relajó. Y, súbitamente, se convirtió en un ángel de verdad. En un ángel custodio de los buenos. -¿Lo entiendes ahora, Franka? -Ahora sí, Padre bueno. Ahora sí. Ahora entiendo que no hay en el Universo entero fuerza más grande, más poderosa, más potente que el Amor. -Eso es -contestó Dios-. Te di libertad, a ti como a todos los hombres y mujeres que pueblan la Tierra. Como a todas las criaturas del Universo. -Y tú elegiste bien, Franka. Elegiste el camino del amor. Incondicional. Sin fisuras. Sin guardarte nada para ti, Fuiste libre y elegiste bien. Ahora ya puedes tutelar a tu pupila.
-Gracias, Padre bendito. Pero, ¿qué pasará con Lola? Ella me amaba, y perderme le va a hacer sufrir intensamente. -No te preocupes. No quiero que los seres humanos sufran a causa del contacto con sus ángeles custodios. No sería justo. Los dos, Dios y Franka, miraron hacia la Tierra. Y vieron a Lola saliendo del colegio, peleándose con el plasta de su hermano Carlos, que salía, como siempre, hecho un cerdo y un adán. -Ahí la tienes. Ve con ella. Protégela y ámala. Como Dios manda. Cuando al día siguiente Lola esperaba en el escenario de aquella mágica noche, pensaba en Francho, en la inmensa fortuna de haber encontrado a un chico, cuyas preguntas y respuestas alejaban lo convencional y su amor, la elevaba un peldaño por encima del resto. Viéndolo llegar a lo lejos, corrió tras él, le abrazó y le dijo: ¡Francho, hoy he soñado que tú eras mi ángel de la guarda! Intuyendo el propiciador de su sueño acertó a decir sin miedo: Lo soy Lola, y estoy convencido de que en tu otra vida, mi jefe se encargará de demostrártelo. Una vez más Lola no entendía nada, ni falta que le hacía, pues el desconcierto desde que conoció a Francho habitaba en un mundo maravillosamente real: su corazón.
ola, me llamo Pololo Gascón Uz. Tengo 9 años. Vivo en Bilbao y voy a 3ªA en la Pureza de María. Me monto en el autobús 2 y sabes qué, que llevo petardos en los bolsillos. Mi mejor amigo es Javier Biztinaga Lamarca, siempre vamos cogidos del hombro por el recreo porque somos amigos, aunque esto ya lo he dicho. Hoy hemos vuelto al cole después de las vacaciones. Nos ha dicho la señorita Marta que tenemos que hacer una redacción con lo que pedimos a los Reyes Magos. Esa carta no la quiero repetir porque ya la he enviado y ya me han traído todos los regalos, menos el juego de química porque me he portado regular. Aún no sé si habrán traído unas cosas raras que pedía que no son de juguetes. Cosas como… no reñir con mis hermanos, obedecer a mis padres, que los niños pobres no pasen hambre y reciban juguetes y más cosas que ahora no me acuerdo. Por eso, he pensado que prefería contar a mi profe lo que me había ocurrido ese largo día. Es que había escuchado a Rafa (que era el mejor portero de fútbol de clase), decirle a Pachi al oído que los Reyes eran los padres. Yo me enfadé muchísimo porque eso era mentira y les miré con cara de odio para que supieran que les había escuchado, que eran malos y ya no iba a ser su amigo. Cuando llegué a casa fui a contárselo a mi madre. Me dio un bocadillo de chorizo de Pamplona y me prometió que ya hablaríamos. Y me fui con mis hermanos al cuarto de jugar donde todo estaba tirado por los suelos y olía a tigre como siempre. Un día, Mamá y Papá me llevaron a su dormitorio y me explicaron que todo era cierto, que me había hecho mayor y que era el momento de saberlo. Yo no me quedé muy convencido a pesar de saber que mis padres no podían engañarme. Papá era juez y decía que su trabajo era escuchar a los malos para saber quiénes eran los buenos. Como era travieso, me decían gritando que no sabían qué iban a hacer conmigo. Pero cuando estaba mimoso, entonces, mamá cogía mi cara y me la movía de un lado para otro apretándome de los mofletes, diciendo con
una voz diferente que se me comería a besos con esos ojos azules que tenía. Y eso, también se lo decía a mis otros hermanos. Nunca pensé que lo hicieran de verdad, lo de comernos. Mi hermano mayor es Martín, igual que mi padre. Como es el mayor es el jefe en todo. Dormimos juntos y me pega porque le espío las cosas de mayores y sé un secreto suyo, tiene novia. Luego estoy yo que ya he dicho cómo me llamo. En el cuarto de al lado duermen Caye y Chencho. Caye va mucho al hospital y mi madre llora y reza por las noches porque dice que Caye está muy malito. El pequeño Chencho es una pulga de lo pequeño que es, le decimos que haga de poste de portería y no protesta. En casa es normal el griterío, los partidos en el pasillo, las guerras de almohadas en la cama y los cachetes de mi padre cuando vuelve de trabajar. Dos contra dos en todo, menos cuando falta Caye que son muchas veces porque… como está malito. Mamá es muy guapa y muy buena, me gusta que me abrace porque huele muy bien. Claro, qué tonto soy, es que huele como huelen las madres, a mamás. Y se llama Inés y nos hace comidas ricas y cuando es nuestro cumple, sabes, podemos elegir lo que queremos comer y ser los “primer” en escoger el pastel favorito. Yo cojo el de tocinito de cielo, si alguien lo coge antes, me enfado porque lo hacen a mala idea y entonces no respiro durante medio segundo. Luego digo que ya no estoy enfadado y elijo un chocolatero que es mi segundo preferido. Después de la explicación de mis padres, cenamos cosas buenas, cantamos “Noche de Paz” y “Pero mira como beben”. Colocamos los turrones y los mazapanes, las copitas de licor dulce y el agua para los camellos. Yo nunca he visto un camello pero beben mucho. Antes de ir a dormir hay que ponerse en fila para darle las buenas noches al Niño Jesús del Belén de la entrada. Hay que terminar así: En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu… Santo, Amén. Y soltamos un beso con ruido en la misma mano que hemos utilizado para santiguarnos y otro en su piececito. Y Mamá nos da uno a cada uno que parecen ventosas. Al cabo de mucho rato, cuando mis hermanos ya dormían, me
deslicé suavemente por la colcha, reptando como en tantas ocasiones lo hacíamos jugando a soldados. Conseguí llegar hasta la mesita del pasillo, divisaba perfectamente el salón, las puertas de cristal ya estaban cerradas. Se escuchaban ruidos de plásticos arrugándose, pisadas, murmullos de voces que me resultaban conocidas y tintineo de copas. Me acerqué un poco más, aún a riesgo de ser pillado. No lo podía creer, eran mis padres los que abrían los paquetes y colocaban los juguetes con mucho sigilo en los sillones y el sofá. De cuando en cuando, bebían ese líquido rojizo de las copas y comían lo que habíamos puesto sobre la mesa horas antes. Ni rastro de los camellos. Era todo muy extraño, pensé en lo que me habían contado por la tarde. ¿Sería verdad? Estaba claro que eran ellos pero… ¿qué hacían allí?, ¿dónde estaban Melchor, Gaspar y Baltasar? Miraba todo, a mis padres y a los regalos. ¡Cómo relucían los celofanes! Estaba tan ilusionado de ver todas aquellas luces, colorido y destellos que por un momento, me olvidé de la ausencia de los tres Viejecitos. Reaccioné y comprendí todo lo que estaba pasando. Los de Oriente eran más Magos que nunca. Les habían confiado a mis padres la secreta tarea de ser sus Pajes. Pobrecitos Reyes, tendrían tanto trabajo que necesitaban ayuda. ¿Quién mejor que mis padres que ya sabían dónde estaba todo en casa y dónde se ponían cada año los regalos de cada uno? Y así, fue como vi lo importantes que eran Papá y Mamá y lo orgulloso que estaba de ellos, de las ganas que tenía de contárselo a mis hermanos pero sobre todo, a los tontos y mentirosos de Rafa y Pachi. Con tanta tensión y emociones me entró, de repente, mucho cansancio. Me fui otra vez a gatas hasta mi cama. Tenía la gran noticia. ¡Bien! Me sentía un niño muy especial por haber visto a los “Pajes”. Tuve el tiempo justo para pensar en lo afortunado que era por tantos juguetes que iba a poder abrir y por tener esos padres tan estupendos. También pensé en lo que me había dicho mi madre de querer a todo el mundo,
hasta a Rafa y Pachi que ahora eran mis íntimos enemigos. Lo tenía claro, de mayor querría ser Paje como Papá y, por supuesto, también bombero que eso ya me lo había pedido antes. Con la boca ya tonta por el sueño, balbuceé un “Mami, Papi, os quiero”. Deseé que al año siguiente vinieran los Reyes Magos pero que aunque no tuvieran mucho trabajo les dejarán a mis padres ser sus Pajes para siempre. Braulio, el pequeño perro de la familia, pegó un salto y se apretujó entre mis piernas para darse calor. Mientras me daba lametones tipo metralleta en la oreja, me debí quedar dormido. Y eso es lo que pasó. Pololo Gascón Uz, de 3ºA.
Esta carta escrita a lapicero o una muy parecida, debió de ser la que redacté para mi señorita Marta. ¿Cuántas veces me acuerdo de ella? Han pasado veintinueve años desde entonces. No se cumplieron todos mis sueños, siento decirles que no soy el bombero que tanto deseaba, supongo que como otros muchos niños, es el sueño más incumplido junto con el de ser futbolista o astronauta. Tenemos una pequeña empresa de juguetes en Valencia, ciudad a la que me tuve que trasladar hace ya dos años junto con mi mujer y mis dos hijos por motivos de seguridad. Mi otro sueño, el de ser Paje Real, tengo el privilegio de ejercerlo todas las noches de Reyes, “ayudándoles” a preparar los presentes que ahora Ellos les traen a mis dos pequeños soñadores, Jacobo y Bruno. Sigo creyendo en los Reyes Magos y sigo pensando que son unos señores muy altos con barba y pelo largo, vestidos con decoradas túnicas y turbantes, venidos de muy lejos para hacer felices a niños y mayores. En esa Noche mágica vuelven muchos recuerdos. También, mi hermano que desgraciadamente falleció muy joven agotado de sus
interminables viajes a la máquina del dolor y mi madre, que no pudo soportar tantos lloros y tantas noches en vela sin su Caye. Prefirió marcharse al Cielo para seguir cuidándolo. Nunca me arrepentiré de haberle hecho caso y recuperar la amistad con Rafa y Pachi, ahora mis buenos amigos y socios en la empresa. Todos los días seis de Enero nos reunimos a comer las tres familias en una casa diferente cada año. Por cierto, me casé con Daniela, la preciosa e inteligente hermana de Javier, ese amigo del alma que se hizo misionero y vuelve a España por Navidad, compartiendo con nosotros la comida de ese día tan especial. Nunca vinieron los camellos pero continúo sintiéndolos tan cerca como a los Reyes Magos. Manuel Gascón Uz (Pololo para los de casa y amigos).
veces, cuando el tiempo acompaña, camino de noche por los jardines de esta casa y me siento a escuchar los sonidos que vienen del otro lado del muro: el soplo ligero del aire en el bosque, el roce entre las hojas de los árboles al moverse sus copas, las campanas de la cercana ermita. El retumbar de la vida en la ciudad, muy lejos, allá abajo, que sin embargo ahora parece más cercana que nunca. La casa está casi vacía ahora: sólo vivimos mi mujer y yo, después de tantos años de compartirla con el resto de mi familia. Hace mucho que nos quedamos solos, y no nos importa. La mantenemos como si no hubiese pasado el tiempo. Vivo en esta casa desde siempre, sobre la suave ladera de la colina. Abandonarla durante alguna temporada resultó cada vez sólo un episodio sin interés en mi vida. De niño, un coche me llevaba a la escuela, a pocos kilómetros de aquí, y volvía cuando la luz pardusca de la tarde hacía más bellos los bosques que aún hoy nos protegen. El vehículo ascendía el último repecho y me encontraba de bruces con el viejo caserón. Toda la inquietud acumulada durante el día se iba apagando, y a mi paso camino de la vieja verja del jardín desaparecía completamente. En otros tiempos era una casa aislada, un palacete inhiesto como surgido de la nada en medio de tanto verde. Ahora suelen venir a verla en verano algunos excursionistas extraviados. Pocos. Se presentan detrás
de la tapia en bicicleta, o paseando, como peregrinos que vinieran a contemplar una reliquia extraña y, una vez delante de ella, no se atrevieran a hablar ni acercarse. Llegar hasta aquí nunca fue fácil. Y menos en esta estación, cuando la carretera y los caminos se vuelven peligrosos por la nieve y el hielo. Lo preferimos así. Sin embargo, abro con gusto las puertas a mis viejos amigos, los de siempre, y nos sentamos horas y retomamos el hilo de una conversación que dejamos aplazada unas semanas antes. O bien nos callamos, confiados, y llenamos el ambiente con bocanadas de humo y el aroma cálido de nuestros vasos de licor añejo. Es, en esos momentos, cuando pienso que todo sigue igual. Que aunque sólo sobrevivimos algunos, los que se han ido siguen de alguna forma estando con nosotros. Es la casa de mi familia, que yo, hijo único, heredé junto con mi apellido y un oficio del que hemos vivido siempre y que nos ha regalado cierto reconocimiento social. Ya no suelo ir a reuniones de colegas; el cine y el teatro quedaron allá abajo. Mi biblioteca, levantada con veneración por mi bisabuelo y continuada por todos nosotros, me ofrece todo lo que necesito. Tengo la costumbre de escribir allí o en el despacho, en la segunda planta, donde muchas paredes y el suelo están forrados de madera y nuestras pisadas parecen siempre suaves y lentas. Mi mujer pasa los días trasteando por la casa mientras espera que llegue la compra de la semana y todo aquello que hace que nuestra vida siga siendo tan cómoda. Fue ella quien encontró la caja hace tres años. Andaba poniendo orden arriba, en el desván, junto a unos mozos que contratamos para limpiar todo aquel desastre que ha ido acumulándose año tras año. Es una caja pequeña, metálica, francesa, con restos de pintura todavía visibles. La caja contenía postales, algunas de cuando yo todavía no había nacido; otras, las más, de cuando yo gateaba o correteaba por las salas. Casi todas son postales de Navidad. La Navidad era para mi familia el mejor momento del año. Entonces mi casa se poblaba de gente, de sombras que yo miraba fascinado,
agitándose de un lado para otro, temblorosas, como locas. En ocasiones tan cercanas a mí que se transformaban en rostros sonrosados (rostros que pocas veces volvía a ver) y que alegremente me besaban y me despeinaban con una afectuosa y veloz caricia. Recuerdo sobre todo las cenas de Nochebuena y tantas caras familiares disfrutando del banquete: mis padres, mis abuelos, algún invitado que parecía estar siempre fuera de sitio. Y la presencia descomunal, mirándome con calidez desde el otro lado de la mesa, del hermano de mi padre. De mi querido tío. Durante mi infancia fui tomando conciencia del papel que cada uno desempeñaba dentro de la casa. Mi abuelo apenas hablaba, pero bajo un simple gesto suyo, un ademán sin terminar, todos sabían lo que se esperaba de ellos en las próximas horas. Era quien mantenía el norte. Mi padre permanecía junto a él siempre, y hablaban en voz baja como si eternamente uno se confesara al otro. Sólo les oía hablar (sus voces me llegaban tenues, escondidas tras las paredes) cuando se encerraban en el despacho de mi abuelo. Mi madre y mi abuela eran puro amor.
El servicio ni se dejaba notar. De este modo fui situando a todos en mi pequeño universo. A mi tío, sin embargo, nunca lo pude ubicar: no aparecía hasta la cena de Nochebuena, y tras unos pocos días entre nosotros, justo antes del fin de año, volvía a desaparecer tal como había llegado. Irrumpía cada veinticuatro de diciembre, durante todas las Navidades de mi infancia. Y cada vez que llegaba era como si algo se apagara en la casa, mientras que por la puerta entraba toda la luz del mundo. Siempre volvía cambiado: una novedad en su forma de vestir, un automóvil que nadie había visto antes, regalos para todos, historias que escuchábamos en silencio; la barba, siempre limpia y bien arreglada, cada año poblaba más su cara. El sombrero que colgaba al cruzar el umbral lo había comprado en algún lugar que nosotros nunca visitaríamos. La casa se llenaba de sonidos, de voces, de músicas que despertaban mi curiosidad de niño. Él era, pensé tiempo después, quien en realidad atesoraba, allá donde estuviera, el alma de mi familia. Yo lo pensaba, y seguro que lo pensaba también mi padre cuando lo observaba llegar cada año desde el fondo del pasillo, entre la oscuridad, y le acogía despacio en sus brazos como si en ese momento estuviera recuperando parte de una vida perdida hacía tiempo, en el momento en que empezó a asumir que él, mi padre, sería quien iba a tomar definitivamente el testigo de pater familias. Para mi asombro, el resto del año apenas se oía hablar de él. Cuando su nombre era pronunciado en un descuido por alguien en la mesa (un invitado, mi abuela, quién sabe…), se producía un incómodo silencio y la cara de mi abuelo se ensombrecía. Veía delante de mí cómo mi padre paraba un instante de comer, y el resto de la mesa se movía torpe, lento, dejando que al fin el correr de unos pesados minutos consiguieran llevarse esa palabra, esa presencia, ese nombre inadecuado.
Pero mi tío siempre volvía. Mi padre me contó mucho después que mi querido tío había abandonado la casa poco a poco, sin hacer ruido, como si supiera de antemano que su marcha definitiva iba a romper con el equilibrio que mi abuelo había ido construyendo desde el principio de todo. Después dejó de venir algunas noches. Cuando volvía de los cafés, del Club donde se reunía con sus amigos, la puerta del despacho de mi abuelo apenas podía acallar el enfrentamiento que, con el tiempo, terminó por arraigar definitivamente en el corazón de nuestra familia. Puedo adivinar las razones, las escenas de frustración que se produjeron. Mi padre siguió aplicadamente la carrera y el oficio de mi abuelo; mi tío sólo quiso vivir. Y sé que con su renta anual, la que mi abuelo le dio pese a que sabía que pagaba una vida disoluta y feliz (sí, le dolía que fuese feliz fuera de su familia), lo mantuvo alejado siempre de nosotros. Una vida completa pasada en las ciudades más fascinantes, vestida con las mejores ropas, aderezada en las mejores mesas. Algo que todos llevábamos dentro, seguro, como pudimos demostrarlo allá donde estuvimos. Pero la fina barrera que separa el placer del desenfreno, la felicidad de la alegría de vivir, sólo él la pudo superar. E hizo muy bien. Todo eso lo supe después. Yo nací cuando mi tío ya no vivía aquí. No sabía nada de él, fui creciendo en esta casa sin que nadie me dijera nada. Sólo que esa visita anual era parte de nuestro universo. Que tenía que quererlo. Y lo hice. Y él hizo, con su compañía durante unas pocas horas al año, que lo quisiera aún más. Mi familia, como era tradición, bajaba a la ciudad y asistía a las misas que durante la Navidad se celebraban en la catedral. Nos sentábamos juntos, en un banco que cada año era el mismo y hacia donde el señor obispo lanzaba sonrientes miradas y largos parlamentos. Mi tío nunca seguía la celebración, pero estaba allí. Yo no entendía nada, y trataba de buscarlo por todo el templo, dejando de atender el oficio. No comprendía por qué ese personaje, que sabía que formaba parte de mí mismo, de mi naturaleza, se mantenía al margen de nosotros. Siempre
aguardaba protegido bajo las sombras de cualquier capilla, paseando, observando, tocando la fría piedra; yo lo seguía con la mirada, y sólo mi cuerpo, que se dejaba llevar por la inercia de los celebrantes (ahora de rodillas, levantándome luego despacio), mantenía las formas y los gestos del culto. Mi mirada y mi pensamiento seguían a mi tío, embutido en su largo chaquetón oscuro, observando en silencio la figura medio apolillada de un santo, el suelo embaldosado de la tumba de un personaje olvidado que el caminar silencioso de los fieles había pulido. Me sentía cercano a él, y sabía que algo complejo e invulnerable, que no llegaba a comprender, nos unía. No sólo conmigo, sino con toda mi familia. A pesar de todo. Mi tío me mostró que podía aprender cosas nuevas. Recuerdo cuando junto a él (pedía llevarme fuera de la casa, pasearme por la ciudad, solos los dos) visitábamos esa misma catedral, o el parque poblado de plantas de nombres impronunciables para mí. O cuando me llevaba al viejo monasterio y me levantaba en brazos, acercándome a un capitel del claustro donde habitaban seres extraordinarios y ocurrían historias increíbles que yo reconstruía luego, esa misma noche, en la oscuridad de mi habitación, justo antes de dormirme: sirenas que enloquecían a los hombres, enanos tocando instrumentos imposibles, un diablo muy humano que bailaba como un loco, y que bajo las palabras emocionantes de mi tío nunca llegó a asustarme. El sol sobre la nieve del claustro del pequeño monasterio de mi ciudad que rompía el frío de la mañana, y la compañía y el cariño de mi tío, son recuerdos que todavía me hacen revivir la inmensa alegría de un tiempo que intento recuperar cada día. Las postales que hemos encontrado en el desván me han producido una desazón infinita. He sentido de nuevo ese tiempo, la felicidad de todas esas Navidades, cuando yo esperaba, escondido bajo la gran mesa del salón, en la carbonera o bajo mi cama, a que mi tío comenzara a buscarme por toda la casa. Esos años que precedieron a su marcha definitiva, la que todos esperábamos. Yo había cumplido quince años y
mi abuelo, a quien mi tío sabía que debía todo, acababa de morir. Liberado de ese atávico compromiso, mi tío nunca más volvió a visitarnos. Sólo una de esas postales tiene valor para mí, porque es la única entre todas que fue escrita por él. No tiene ningún sello, pero su firma delicada, que he encontrado encabezando algún volumen de la biblioteca, está ahí. Nunca fue enviada. La escribió en esta misma casa, durante uno de esos pocos días en que conviví con él. Y aquí mismo la escondió, furtivamente, quizás para que yo la encontrara mucho tiempo después. Porque está escrita a mi nombre. La leí anoche, pasados casi setenta años: “Te escribo desde el otro lado del siglo. Ojalá te acuerdes de mí”.
n el corazón de la Selva Negra hay una pequeña arteria de asfalto estrecha y umbría, único puente que une el mundo con Hohenligen, una estampa viviente, un suspiro rústico que sobrevive en medio de la aridez del progreso y del imperio del acero. Esta villa es también el hogar de Thomas Holzenbein, sin duda el personaje más sorprendente y notable que vive o haya vivido aquí desde que el Emperador Barbarroja pasó tres noches en la casa de los Overath. Hohenligen es un pueblo extraño. Por desidia o por autosatisfacción, sus habitantes nunca han querido saber qué había más allá de su valle; nunca tuvieron interés en hacer nada que pudiese cambiar esa vida apacible y monótona que se sucede de estación en estación, oculta entre el espeso abedal, al abrigo de las rocas nevadas. Hasta que apareció Thomas Holzenbein preguntando por aquella casa en venta en el número 12 de la Schwanthalerstrasse. Hoy no hay ningún ciudadano que no recuerde aquel caluroso día de agosto en que una sombra oronda bajó de una vieja furgoneta que llevaba escrito en letras multicolores el rótulo de Pastelería Holzenbein. Fue Bodo Schwarzenbeck, carpintero, el primero en cruzar palabras con aquel estrafalario desconocido. Cuando lo vio pensó que era algún loco que había escapado del sanatorio mental del lago Fredman. Cualquiera que saluda a un desconocido con un gorro de cocinero y un rotundo “Feliz Navidad” en pleno agosto hubiese recibido el mismo juicio. Un extranjero quería venir a vivir a Hohenligen. Era algo inaudito. Seguramente en el diario de sesiones del ayuntamiento no se había recogido tan inusual acontecimiento en la historia del municipio. En cada esquina se contaban historias exageradas y habladurías que llevaron a todos a la conclusión de que no era bueno ni aconsejable tener como vecino a semejante excéntrico. Todos confiaban en que la señora Meier zanjase el asunto negándose a vender su propiedad a alguien así. Sigue siendo un misterio cómo Thomas, que se presentó ante la
puerta con mandil y gorro de cocinero, convenció a Elisabeth Meier. Sólo se sabe que ante el asombro y el estupor del pueblo, esa misma tarde el pastelero tiró la puerta y comenzó a trabajar sin descanso en el número 12 de la Schwanthalerstrasse. Con la tienda aún cerrada, durante dos meses, noche y día, Thomas se afanó en convertir una casa abandonada en una coqueta pastelería. Los curiosos que paseaban ante la puerta hacían cábalas sobre qué estaba haciendo aquel lunático tras los toldos de tela de saco. El día en que la Pastelería Holzenbein abrió por fin sus puertas marcó un antes y un después. Era una de esas mañanas impregnada de neblina otoñal. Solamente apareció Bodo Schwarzenbeck, enviado por el resto del pueblo para informarse de los desmanes del indeseable intruso. Emocionado, Thomas abrazó a su invitado y le agradeció que le acompañase en el día más feliz de su vida. El edificio estaba todavía cubierto, pero cuando la obra quedó al descubierto, Bodo quedó deslumbrado: la vieja casa Meier se había convertido en la casa de Santa Claus, tal como la había imaginado siendo niño. Guirnaldas, bombillas de colores, espumillón, una corona de acebo en la puerta, y en grandes letras de muérdago se podía leer Pastelería Holzenbein. La madera volvía a resplandecer bajo el sol tibio, y las camelias, rojas como fresones, cubrían los balcones y los ventanucos como un collar de pétalos primaverales. Bodo, todavía asombrado, le preguntó: “¿Pero qué significa esto de Feliz Navidad? Todavía quedan dos meses”. Thomas se volvió, le pasó el brazo por los hombros y se limitó a contestar: “Aquí siempre es Navidad, pasa y lo entenderás todo.” En el interior, el carpintero no podía creer lo que estaba viendo. Era un vergel de almíbar y chocolate. Nunca había visto tal cantidad de tartas. Había de mil formas y texturas. Olía a menta y lima, a maracuyá con frambuesas, a cacao y a nata montada. No había un solo rincón que no tuviese una guirnalda de caramelo o un bastón de algodón glaseado. Había tantos dulces que Thomas tuvo que animar a su afortunado convidado a probar unos bombones de pétalos de jazmín. La
explosión de sabor en el paladar fue lo más parecido a degustar las frutas del paraíso. Cuando por fin Bodo salió de la pastelería, se sentía como un niño. No recordaba haber sido tan feliz desde aquellos días cuando en la mañana de Navidad se apresuraba a mirar debajo del árbol, esperando los regalos que la magia de la noche, marcada en rojo en el calendario, dejaba para él y sus hermanos. Andaba en una nube camino de su casa cuando se encontró con medio pueblo que salía a su paso. Se había olvidado de dónde estaba, de quién era. “¡Bodo, Bodo!”. Sin darse cuenta se encontró en un interrogatorio exhaustivo: todos querían saber; sin embargo, él no contestaba. Sólo acertó a decir: “Ese hombre es un genio, ¡Feliz Navidad!”. Y con esas misteriosas palabras se fue a casa. Y como no hay mayor estímulo que la curiosidad, algunos de ellos se acercaron a la pastelería para conocer aquel fenómeno. El efecto fue similar y las propiedades mágicas de la Pastelería Holzenbein pronto fueron conocidas en todo el pueblo. Una Navidad perenne se había instalado en sus vidas. Poco a poco cada vecino probaba las delicias que Thomas preparaba con sumo cuidado. “Es como morder la Navidad”. Al cabo de un mes todos los habitantes de Hohenligen reservaban cada día, al menos, cinco minutos para poder sentirse felices y dichosos entre una crema de vainilla batida y un hojaldre tan fino como la brisa. En poco tiempo, la fama de la pastelería que vivía en una Navidad continúa traspasó las fronteras de la comarca, del Länder y finalmente de toda Alemania. La fama de Thomas Holzenbein fue tan grande que vinieron a recibir sus lecciones los talentos más prometedores de las bombonerías de Bruselas, de las cocinas más reputadas de los principales hoteles y restaurantes de París a Kuala Lumpur. Pero el más destacado entre todos fue Piero Menci, un joven napolitano. Había viajado por el mundo para dominar las artes del chocolate y el pastel. En Japón conoció los secretos de la gelatina de judías, en la Pampa argentina consiguió dominar los dulces de leche y los panqueques gauchos, en España aprendió
a hacer huesos de santo y Pantxineta. Estudió los dulces árabes en Siria y las mil formas de confitar el dátil en Bagdad. Con sólo treinta años era ya una autoridad, pero todavía tenía ante sí el reto de entender cómo era posible que un pastelero en un bosque remoto consiguiera que todo un pueblo viviese en una continua Navidad. Delante de la pastelería sintió vértigo por un segundo, pero entró: tardaría una década en volver a bajar al valle. Fueron diez años de trabajo mano a mano. Durante ese tiempo, Thomas siempre encontró en aquel italiano devoto del caramelo y el bombón un alma gemela, y por eso en una noche fría de marzo supo que no podría retenerlo más a su lado. Tenía que contarle el secreto. Se sentaron juntos, maestro y discípulo, con los delantales cubiertos de azúcar glasé y alguna mancha de cacao. El acebo se balanceaba y las cintas encarnadas hacían sonar las pequeñas campanas. Thomas se giró y, clavando los ojos en los de Piero, sonrió: - Has llegado a tu final, has llegado hasta donde ya no te puedo enseñar más. Sé que tu cabeza, que es como era la mía, sigue buscando una respuesta al misterio de esta pastelería. Sabes que no es una cuestión técnica porque las conoces y dominas todas, así que sólo me resta desvelarte mi secreto. Sobrecogido, Piero sólo acertó a asentir: - Así es, quiero buscar, y no quiero marcharme con la tristeza de no comprender por qué en nuestra pastelería todo es diferente, sabe diferente… - Nada es diferente -continuó Thomas- somos las personas las que la hacemos diferente, nosotros, porque trabajamos con ilusión y ellos porque quieren sentir que lo que hacemos es especial. Viajé mucho cuando todavía era joven, y descubrí que no sabía que quería hacer con mi vida. Una vez, después de haber recorrido media Europa, recuerdo una noche fría en Kracovia. Colgaban chupones de hielo de las farolas, y mi aliento era granizo. No había nadie en la calle y yo me senté en un banco. Frente a mí se erguía una vieja fábrica. Un torrente humano salía
de allí. Se saludaban unos a otros, se daban palmadas. Yo me pregunté por qué estaban tan contentos, saliendo de esa cueva de vapor. Pasaron diez minutos y ya sólo quedaban algunos grupos diseminados por esa fría calle. Yo estaba helado. Acurrucado en aquel banco, pensé que no pasaría vivo de esa noche. Uno de los rezagados se me acercó y me dijo algo que no entendí. Con gestos y aspavientos me indicó que le acompañase. Le seguí hasta la calle Chelmzynska, pasamos delante de la estatua de Kozciusko que, como todos los grandes hombres a caballo, me pareció aburrido. Subimos una escalera y me encontré en un piso humilde y limpio. Me saludó la esposa de mi anfitrión, y también sus tres hijos. Disfruté de aquella zupa ogórkowa, esa sopa pobre que me pusieron delante. Cantamos y bebimos. Por primera vez desde que comencé a recorrer el mundo sentí lo que es la felicidad. Y me di cuenta que aquella gente no necesitaba nada más, no quería nada más. Fue mi año nuevo. Entendí tantas cosas aquella noche que decidí que todos los días quería que fuesen como aquél; quería sentirme vivo, sentir que los demás eran felices, y quería que al menos una mínima partícula de lo que sentí aquel día perdurase en mí. Apenas dormí aquella noche, sólo pensaba en ponerme en marcha, en reconstruir aquel dulce sentimiento. Lo más difícil era encontrar el lugar en el que iba a vivir mi Navidad eterna. Fue entonces cuando recordé que una vez escuché que no había un pueblo más feliz que Hohenligen, con sus calles empinadas y el viento del oeste en los días de ventisca; recordé que mi confidente me habló de los niños en la Plaza de la Iglesia. Cuando por fin pisé sus calles, me detuve en el escaparate abandonado del número 12 de la calle Schwanthalerstrasse. Era agosto. Y pese a que el calor veraniego empezaba a despoblar las calles, quise devolver a mi corazón y mis nuevos vecinos la felicidad de una Navidad eterna. Mi secreto es ese: tú, Piero, tendrás que encontrar tu Navidad por ti mismo.
ÍNDICE
La playa ....................................................
4
Isabel Sauras
En cualquier otra parte ........................... 12 Julia Julve
Gala de Navidad ...................................... 20 Julio Cristellys
City of Angels .......................................... 26 Javier Nicolás
Oro, incienso y mirra .............................. 42 Gonzalo de León
Postales antiguas ..................................... 48 Luis del Río
12 Schwanthalerstrasse ........................... 56 Andrés Puch