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• Ensoñación • de La Rumorosa Baja California (1957-1959) Tomás Di Bella
Ensoñación de La Rumorosa, Baja California (1957- 1959). D. R. © 2014, Tomás Di Bella. D. R. © 2014, Sueños y quimeras, A. C.. Primera edición, 2014. ISBN 970-607Queda prohibida, sin la autorización expresa del editor, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento reprográfico y tratamiento informático. Ilustraciones: acuarelas del autor. Ilustración de cubiertas y páginas 1 y 2: Susana Adelina Di Bella Murillo. Edición, diseño de interiores y cubiertas: Rosa Espinoza.
IMPRESO Y HECHO EN MÉXICO
Presentación
La Rumorosa citerior de mi recuerdo infantil está en algún lugar especial. Es mi Rumorosa, mi montaña, mis aires nevados, mis chimeneas y mis alegres incursiones al mundo agreste y ancho. Es un espacio vívido que me ha acompañado toda la vida. Ya sea en sueños o cuando regreso a ella para darle perspectiva al calor intenso del desierto, me brotan situaciones que se entremezclan en lo poético y lo histórico. La sierra siempre me ha parecido que pertenece a mi familia, que es parte génica de mis ancestros y de mis herederos de la tradición para conservar la ruptura. La montaña fue la primera que me mostró lo portentoso de la naturaleza y el misterio de su poderío terrenal. También en ella sentí por vez primera el sentido de pertenencia, el cobijo de la comunidad y el exilio temprano en la gélida soledad. El pedregal fue también una aparición primera cuya presencia y abundancia no ha dejado de influir en mi persona. Cada decisión tomada, cada letra impresa, cada idea, los aciertos, las equivocaciones y los errores, todos están bajo el signo de las rocas boludas. Esto se explica de una manera sencilla: la visión de mi infancia con los elementos básicos que modelaron mi imaginación tiene que ver con el ensueño hacia el pasado. Un pasado de ausencias porque
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el poblado era de pocos habitantes; pero un pasado de trabajo, de su nobleza inherente y su elemento fundacional. Y esa es precisamente la fuerza que mueve este texto. La colaboración obrera; la solidaridad ante la adversidad climática; la invención ingeniosa ante carencias y el arrojo de una vida sencilla; la maravilla de la naturaleza con sus extremos, como lo crudamente invernal junto a la algarabía veraniega. Y así mismo los otros extremos, los aparentemente menos visibles, casi impalpables pero que el ejercicio del lenguaje redescubre y pone sobre la mesa: el exilio involuntario de la gente del manicomio y su enfermedad sin atención frente al exilio voluntario del empleado caminero y que brindaba sanidad con su constante abrir camino. La ausencia de escuelas dónde asistir frente a la escuela de la naturaleza cuya enseñanza no podrá compararse con ninguna academia. La sensación de vivir en un mundo aparte y lejano y la cohesión que se percibe en los palmos de vida de los rumorosenses, los habitantes que le dieron forma a sus maneras de vivir la montaña. Observar el pasado, dijo Mauricio Tenorio, imaginar los huidizos contornos de algo que ya no es y que no podemos cambiar, otorga una cierta ventaja: imaginar un futuro mejor que el pasado y que el presente. Y de eso se trata este ejercicio. No es una mirada a las suculencias del pasado, donde la vida sería una cosa más edénica, mejor vivida, de menor costo, con una nostalgia simplona y derrotista. Es una ensoñación para descubrir lo velado por el tiempo -aunque lo velado siempre esté en constante cambio de interpretación-, pero también para ayudar a establecer cómo fue que fue. Quizás las disciplinas de los historiadores clásicos no comprendan esta manera de aproximarse al pasado con las herramientas de la poesía, la pintura y la ensoñación. Pero siempre surgen nuevos instrumentos y elementos de comprensión que no son los clásicos. En ello se tiene el riesgo de equivocarse o de ejercer algo que sólo se quede en el intento y que resulte en una acumulación de visiones personales. Alguien tiene que atreverse al equívoco y eso lo asumo con toda la carota. Pero insisto, el retrato que de ello salga tendrá necesariamente que ver con el retrato imaginado que el lector tenga de su lugar de “ensoñación particular”, es decir, sus entornos territoriales, sus ideas sobre la historia de su región. Y eso podrá ayudar a percibir el pasado como una nueva oportunidad de vivir un
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presente menos borroso, o de imaginar un futuro más deseable. Al fin y al cabo la poesía es una cosa que se nutre de lo vivido para forjar algo nuevo en el plano histórico, la narrativa imaginaria de un pasado incrustado en la memoria y que puede tener una útil resonancia. Por ello también el pecado capital de acompañar la ensoñación con acuarelas del lugar, y sólo como dato sugeriré que “cualquiera puede pintar una acuarela más o menos aceptable, pero ningún artista plástico renombrado se baja de su pedestal tan fácilmente debido a que creen que sólo ellos son los dotados”. Debo decir que el título de este trabajo surgió, obviamente, de Gastón Bachelard, principalmente de dos de sus libros: La poética de la ensoñación y La poética del espacio y en cuyas tramas y enredaderas aprendí de una forma burda la manera de recurrir y acudir al pasado no recorriendo linealmente el recuerdo del sueño, sino acudiendo a la memoria con ayuda de la poética sin divagar en la nostalgia. Pero también dos libros que Alberto Tapia me presentó: A sand county allmanac de Aldo Leopold y The twelve seasons de Joseph Wood Krutch, donde la naturaleza es el principal actor y maestro. Bachelard plantea, cercanamente a Vico aunque viniendo de otras laderas, la importancia universal de la historia regional, el entorno físico de la infancia, las casas y sus rincones, los cajones secretos de los sueños, la región única de la patria pequeña, las herramientas para la construcción del rostro propio, las máscaras y los escenarios teatrales del entorno familiar, todo ello como elementos para desentrañar el pasado difuso y amorfo, que necesita ser narrado una vez más, toda vez que se pueda. Por ello también aprendí que esto no se logra abriendo archiveros y folios de lo dicho sobre el asunto tantas veces, y repetido en infinidad de formas con un resultado clonado �discúlpeseme la metaforita� donde las navegaciones siempre arriban al mismo puerto, puerto seguro por cierto. (El hartazgo con que los mismos historiadores hablan encumbrando a los mismos personajes y desdeñando a la población, se torna nauseabundo y abrumador: pintores, políticos, empresarios, funcionarios y escritores con el mismo retorno). Prefiero apelar al archivo de la memoria ayudándome con el registro de la imaginación.
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Entonces a la vez que hablo de los actores y sus actos, hablo de lo que yo pienso de ellos. Es por eso que “historiar” de esta manera no tiene nada que ver con el trabajo disciplinario y serio, académico y equilibrado de datos precisos, personajes renombrados y fechas inequívocas del historiador tal y como lo conocemos y vemos en su cubículo con su currículo. Dudo pues que alguien se moleste con algo que resulta ser un ejercicio lúdico y creativo, que pretende ser una crónica histórica, eso sí, fidedigna desde mi punto de memoria y el de algunos relatores entrevistados. Benedetto Croce escribió que “la historia es crónica viva, la crónica es historia muerta”, qué tanto de ello se mantiene vivo y qué tanto murió es el asunto que mueve este trabajo. De todos modos nos acordamos de lo que esperamos recordar (Gärdenfors). La Rumorosa, Baja California, pues, es un poblado que no ha crecido mucho en 50 años, y también es una montaña que en sus entrañas guarda historias de vida a veces heroicas, a veces no, no importa. Al final lo importante es que es vida, vida de todos, materia fundamental de la historia no contada.
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Ensoñación de La Rumorosa, Baja California (1957- 1959)
Estoy constantemente retornando al hogar, siempre retornando al hogar de mi padre. Novalis
Gente de montaña Quien conozca la montaña, cualquier montaña, entenderá la imantación de las personas que viven en ella. Esta historia se trata de un poblado pequeño, de algunas docenas de personas, dedicadas a la estancia sólo para el descanso de la jornada en la construcción y mantenimiento de una carretera que comunicaría una ciudad con otra. No es una ranchería con actividades ganaderas o de cosecha. Es escuetamente un campamento de trabajadores del camino, que siempre están a la espera de la partida cuando finalice el contrato, la labor quede realizada o los envíen a otra zona adónde trabajar. Las viviendas, tan sencillas, son las oficinas de la dependencia federal, la estación de bombeo del combustible, el comedor comunitario de los trabajadores, el depósito de chapopote, el cuarto de los cartuchos de dinamita,
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el hospital de tuberculosos, el edificio del manicomio, un restorán a la orilla del camino (El Emporio) y algunas casas de madera para ciertos trabajadores que se quedan más tiempo del planeado. Casas improvisadas con material de construcción donde sólo habrá una cama o dos, estufa para leña �manzanilla o pino�, una mesa, sillas, muchas cobijas de lana, una alacena con embutidos, latas y harina, y algunos juguetes de madera o piedra. En una de esas casas vivimos yo y mi hermano, mi mamá y mi padre, que es el encargado de la cuadrilla de trabajadores y de la planeación y mantenimiento de la asfaltada. La vida transcurre llena de sobresaltos en una aparente calma. Se viven intensamente las estaciones: desde la primavera gélida, con brotes de florecillas por todas partes; el verano fresco con noches llenas de estrellas que alumbran las laderas y hacen misterioso el viaje a la letrina; un otoño lleno de vientos tifonescos y que silban sobre las rocas inmensas y entre los frutos de los pinares �los piñones cargados de semillas que se tostarán para recibir al invierno: y éste, un paisaje blanco, estático, silencioso, como si fuese un sueño sin imágenes, sin rastro, sin huellas, sin regreso. ¿Cómo se llegó aquí, a este lugar tan alto y cercano a las nubes pastoras? Pero aún más antes de contestar, debemos describir la Obertura de la montaña: Al salir de la casa �blanca calina, de adobe y ladrillo, de habitaciones mínimas, hogar cálido� me asomo y al dar un primer paso, se viene encima de mi testa infantil de cuatro años, la luz envuelta en mil frondas, vientos y distancias. No lo sé de pronto, pero una sinfonía se inicia. Luego me doy cuenta y tomo asiento en una roca ahí cerca. El viento emprende velocidad y con su escoba de largas varillas limpia el escenario. Allá, en la parte de atrás del camino de tierra, un promontorio grandísimo de piedras doradas, granitos boludos que son los tambores, los emuladores del trueno, están echados en la orillita, como para no molestar al público de mulas que pacen. Son duros, pero en mi visión son agua en su forma. Piedras femeninas, de costumbres ergonómicas, humanas en su casualidad. Harán pronto un sonido entre ellas y con el viento acabándoselas en cada sobada, en cada concierto. Tres pinos afinan la multiplicidad de sus cuerdas. Ayer paseó una mujer fumadora y demente entre ellos, de manera que la sinfonía será tormentosa. Uno de los pinos es el más
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antiguo, y lo intuyo porque es el más álgido: menos verde que los otros pero cargado de más piñones. No sé aún si es masculino, pero ya que sus frutos son similares a los senos de mi madre, pienso en feminidades. Los otros dos son chaparrones aún, como si destinados al adorno navideño, aunque gemelos, son de diferente color: uno es verde bosque; el otro es bosque verde. Entre los tres zumban sonidos muy vejestorios. La montaña les dio estancia, pero esto es desde hace mucho antes de que existiera un poblado con gente para acompañarlos. Algunos matorrales parece que se disponen a danzar peinándose la greña. Son abultados, tanto, que una pala difícilmente podría sacarlos de su posición. Desde que nacen se aferran a la tierra, hincan sus uñas entre las rocas y muy alto no crecen pero abultan y abundan. Ellos son los que tocarán los metales. Esto es entendible ya que las florecillas diminutas que avaros muestran cada primavera, son como las trompetas que anuncian el devenir del solsticio veraniego. Y es así porque el verano aquí en la cúspide es efímero, como si fuese un obrero que no pagó la cuota sindical, con opinión pero breve, por ello la danza de sus corolas no tiene temporada larga. Si con suerte llueve, correrán más rápido a refugiarse en la vitalidad de la nueva semilla. Las manzanillas, matorrales más dulces que los chaparrones anteriores, tocan los vientos con azúcar. Los obreros camineros, a veces, asan sus tacos con los palos viejos y secos de estos músicos, porque el aroma del humo crispa la tortilla como si fuese incienso en el templo del alma solitaria. Las manzanillas dan unas campanitas rojas y redondas, amargas hasta la chingada, pero el viento las hace melifluas cuando el sol apenas se asoma. De noche asustan a cualquiera. Ellas le soplarán a las flautas. Aparte de mí y una ardilla nerviosa, el pajonal podría ser el espectador. En la montaña agua hay poca. Es cierto que es la primera en recibirla, pero desde ya se queda sin ella. Por eso yo percibo que la flora de estos lares no tiene hojas: habemus púas, espinas, resinas; y gente preocupada por acumular la tranquilidad de la noria. Lago no hay, y si la lluvia pasó por aquí, habría que traerla en camión �pipa heroica� y verterla en tambos con tapa de madera. El pajonal entonces sisea nostálgico �en sus cuerdas violínicas� desgreñándose bajo la
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sombra de algún encino migrante que en sueños o en programas reforestales llegó a tantas y ávidas alturas. Pasa un cuervo plañidero, rey del horizonte, con la batuta de sus alas. El cielo es azul pero no es una pieza tristona la que se tocará. Es un concierto que este pájaro no entiende. Aunque su lamento se pose en la roca, y su negrura sea tan símil a mi abandono, a mi solitud infantil e inocente, la fronda lo espanta. El director de esta obertura es la matrona que azuza a los perros a que ladren. La madre de mis conjeturas –mi madre–, bate sus palmas para llamarme lejos del peligroso inventario. Tantas veces ha caído la noche y tantos momentos la montaña ha interpretado su sinfonía, que para ella es agua corriente. Sin embargo, para mí es el signo de mi vida. Me levanto pasmado, el frío se cuela entre mis carnes, y la matrona, entre tierna y regañona, enreda mi mirada. Cuando me levanta del suelo y me besa, el concierto irrumpe con todos sus sonidos. Desde la ventana admiro mi exilio. Desde la calidez del hogar envidio la libertad. **** No ir a la montaña, a la comunidad que vive entre sus calles de tierra, piedras, nieve de la nevada pasada, representa un peligro espiritual. No estar presente cuando el habitante de las cabañas de material de ladrillo reúne fuerzas para cargar trozos de leña y apilarlos detrás de la vivienda y así prepararse para la noche en el momento de encender la fogata, es un riesgo espiritual. No asistir al ser invitado espontáneamente por un oriundo de este promontorio de piedra y viento, altitud y actitud humana y poder tener la gran posibilidad de dialogar acerca del árbol de piñones ahí afuera, o sobre los problemas que representa el tijeral del techo que quedó débilmente construido y que quizás no resista la pesadumbre de la nevada, es una pérdida espiritual. Para evitar estos riesgos radicales y nocivos para la vida es necesario planear un viaje hacia las alturas, con humildad pero con valentía. La gente de montaña vive imantada de una magia inherente al terreno, a la altitud de más de 1000 metros y que con sus cabezas
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y sueños rozan constantemente las nubes pasajeras. Esto las convierte en autoridad acerca de los asuntos del campo, de la noche estrellada, de la lluvia torrencial, de los animales que los acompañan y los nutren. Esto les da conocimiento sobre las plantas que cuidan, riegan, siembran, cosechan y resguardan en almacenes invernales. Esto les aporta sabiduría acerca de la cocción de los alimentos, la sazón que se requiere, la temperatura que implica el equilibrio entre la sanidad y la enfermedad, entre la sabrosura y la insipidez. La gente de montaña no considera el deterioro de sus casas como trágico sino que representa un continuo a la costumbre de arreglar sus cabañas temporada tras temporada. Los enemigos de la construcción son el viento, la nieve, la lluvia, el sol; mas el verdadero deterioro no surge de los elementos sino de la apatía para reconstruir, de la falta de imaginación, de la ausencia de esperanza y sueños. La gente de montaña no deja que sus casas se vengan abajo: siempre hay una ventana a reparar, una puerta para pintar, un techo que sanar: las estaciones se suceden unas a otras y la vida no cesa. La gente de montaña considera que el pinar es parte de su vida. El árbol que vive en el patio es un ciudadano con derechos y opinión: está antes de que la gente naciera y estará después de que algunos fallezcan. La opinión del árbol se refleja a la hora de brindar sus frutos, al dar sombra, al cantar cuando el viento lo remueve y recorre, al expeler el aroma que viene desde la raíz y que se introduce adentro de la casa para habitarla y sentarse a la mesa con el resto de la familia. Ese árbol además tiene la responsabilidad de guardar todas las historias de los miembros de la familia, sus derrotas, sus victorias, sus enamoramientos, sus odios, sus angustias y sus calmas, y además recibe en sus pies, en el tronco, las cenizas de los miembros idos. Para la gente de montaña el árbol es el miembro más importante de su familia. La gente de montaña cuenta sus historias como si siempre te hubiesen conocido: no importa que acabes de llegar, que aún ni siquiera sepas bien sus nombres. La gente de montaña abre su corazón y te cuenta sus cuitas, sus planes, sus maneras de vivir, sus maneras de resolver sus problemas, sus formas de entrarle a la vida. La gente de montaña te menciona
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el rosario de sus ancestros: la madre que está demente; el hermano que murió de tanto filo de cuchillo; el padre que se quedó dormido en la cama viendo hacia afuera; el menor que se accidentó en el infierno de las minas de cal; el hijo perdido que nunca regresó al hogar; la tía que se fugó con un extranjero lejos hacia quién sabe dónde. Estas historias son piedras preciosas igual que las piedras de la montaña que brillan con la luz del sol en la mañana, también oscuras como las nubes negras anticipando la tormenta de nieve o de lluvia que arrasará con todo, menos con la memoria. La gente de montaña te abre sus puertas, te invita a estar con ellos, te sienta en sus sillones, te acuesta en sus camas, te recibe en sus mesas con la comida dispuesta; te regala libros, te ofrece agua, te brinda un trago y te enciende un cigarro. La gente de montaña no es ostentosa de riquezas porque simplemente posee el oro de la luz del sol y el cobre de las piedras en el piso; el barro para hacer ladrillos rojos de calor y el viento para sanar tus rencores atorados en el cuerpo; te da rumbos para seguir el camino o te ofrece pasar la noche en su casa. La gente de montaña tiene la sencillez del cuervo que vuela graznando entre las lomas de los vallecitos bajo el cielo azul y que recuerda lo maravilloso que es estar vivo, sin lamentos ni pretensiones. La gente de montaña tiene la paciencia de la tierra al rodar, la sabiduría del riachuelo cuando corre hacia las laderas cantando, la presencia de la superficie curtida en su piel tostada, las rayas de los caminos en sus manos. Es platicadora porque ha vivido mucho tiempo en el silencio, que es un diálogo constante entre sí y la tierra. Es por eso que la montaña ama a su gente.
La casa, el árbol y la piedra La casa de la montaña era blanca, como la nieve, como una paloma de pico café �la puerta�, con alas marrón, sus ventanas. Ahí vivimos algún tiempo, pero antes residió Pluma Blanca,
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trabajador caminero fornido, oaxaqueño, que manejaba la pala como si fuese una cuchara paleando azúcar: la enterraba en el asfalto y luego lanzaba esa negrura aromática de petróleo hacia cualquier hoyanco. No sé porqué se fue y dejó la casa; quizás por nostalgia provocada por la tristeza sola. Y es que el pequeño edificio de ladrillo estaba justo de lado poniente de un promontorio de piedras boludas, pequeña montañita de diez o doce metros, como virotes amontonados en la bolsa de papel café. En la punta un pino secón, como estandarte de la región, y señal de que a veces había agua y muchas no. De lejos el árbol se veía negro, como el vino dentro de la botella verde, pero ya de cerca se percibía un color mayor. De mañana el sol no lograba llegar a la pared del este, pero a partir del mediodía, éste alumbraba hasta el atardecer y el esplendor era cautivante. Como si fuese una caja de música en el frío de las calles con tolvaneras emitiendo una melodía de otros lugares, una pieza que no perteneciese a esta parte del mundo y sus habitantes. La casa era parte de una maqueta efímera, porque todo estaba pronto a desaparecer, emigrar hacia otro lado. Después entendería que se quedaría ahí hasta caer de un sólo golpe bajo las tormentas de muchos años por venir. Dueños de la estancia no existían. Hubo algunos que habitaron antes y habrá otros que la habitarán. A medida que transcurría el tiempo entre una primavera gélida y un invierno crudo, la piel se empezaba a curtir con el viento y los sueños se contaminaban con los alaridos nocturnos del nosocomio: para un niño ver a un enfermo de tuberculosis o por la ventana vislumbrar a un obseso entre las calles de tierra amarilla, escondiéndose entre los matorrales y quizás orinando bajo los pinos, fumando ávido, fue la mejor o peor de las visiones, asegún. Cada personaje se incrustaría para siempre en su vida; la demencia de la letra ambulante; la ríspida respiración del tono. “La literatura es locura escrita.” Un corazón gozoso de infante se reboza cuando a las puertas llega el camión pipa con agua de la cañada. Picachos se llama el lugar de donde traían el mineral. Cristalina, fría, dulce, con aroma leve de tierra escondida a la luz, el chorro de la manguera caía cantarín dentro del tambo de 200 litros. En esa visión estaba contenido todo el uso y reúso del líquido. No lo sabía, pero el niño ya percibía no sólo la memoria que el agua puede contener, sino también
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las posibilidades educativas que emite al verla correr: guisados, baños, lavanderías, irrigación, limpieza, drenaje, remedios y alivio. El agua en coanda regresa de donde salió, hasta las profundidades o hasta las alturas, en un viaje constante entre el consciente y el sueño, la sequedad y lo húmedo, el nacimiento y la muerte. Era el agua de la sierra. Lo extraño de la casa es que estaba completamente aislada. Sólo el árbol le acompañaba. El vecino más cercano estaría a cien metros, yéndose por el camino empedrado y granítico, como de grava amarilla, hacia abajo del monte. Allá viviría la familia del asfaltero, siempre con sus ropas llenas de chapopote, negras. Parecía minero sin cueva. Y ahí vivían su esposa, sus hijas e hijos, todos dentro de un galerón. Afuera la pipa y tres perros. Desde mi ventana se alcanzaba a ver la humareda de la estufa o de la chimenea. A veces la esposa del asfaltero llegaba hasta aquí y conversaba con los de acá, fumándose un cigarro, la cabeza cubierta con pañoleta, hablando de la tienda de raya, de las latas de chícharos o del vino del valle de Guadalupe. También en ocasiones traía un atado de tortillas de trigo recién hechas. En esta casa sólo comíamos maíz, costumbre que arrastramos desde los estados del sur del país. Pero ese aislamiento prevaleció hasta muchos años. El poblado no crecía como las demás ciudades: la nieve lo mantenía congelado. Nunca me enfermé estando aquí. Nací en otra estancia pero aquí se fincó cualquier imaginación. Si venía del mar, con esa manera de hacer olas como días, aquí todo era calmo. Supongo que esta fue la prolongación de encerrarse fuera de la placenta �como los cerros ensimismados� para cubrirme de futuras veleidades o derrotas inextricables. Si caminaba hacia el pino hubo llamadas de reprensión de una mujer que sólo daba a luz y cocinaba muy creativamente. Quizás la soledad le daba parsimonia para educar cualquier salvajismo onírico. No recuerdo haber jugado con cualquier cosa. Mi vida transcurrió entre la chichi y el árbol. Mas la luz breve del amanecer no tenía otro objetivo sino iluminar mi absoluto ojo para llenarlo de color. Aún hoy, enfermo de parsimonia en el detalle del trazo, veo, hacia dentro, ese leve y ya distante fulgor condescendiente, esos amaneceres de independencia sin regla, sin norma, desperdigados.
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El amarillo fue el color primigenio. Aun Bachelard, con todas sus pretensiones ensoñadoras, ajusta cuentas con este color. El sol, el huevo, la luz, la alegría, dice, son amarillos. Hasta la risa de la madre materna es amarilla, repite. Le creo, no le peleo. En la montaña La Rumorosa todo es amarillo excepto cuando ves árboles o nieva. La tierra de aquí podrá ser ocre, o quizás gris nocturna, pero fenológicamente surge amarilla, luminificada. Las primigenias piedras que brotaron frente a mí fueron de ese color. Lo digo con toda la seriedad. Si en el futuro mi color sería azul, por ciertos ojos, por el cielo, por la pacificación; y luego el rojo por la rebelión, el sindicalismo o la guerrillería; y de pronto también vendrían matices de poemastisquerías, el amarillo sigue persiguiéndome. Roger Callois, en su libro La escritura de las piedras �el menos del menos conocido�, habla de esos trozos milenarios que uno se encuentra. Piedras de formas de acertijo, de pesadez inexplicable, de profundidad en la superficie, de encuentro con la forma y el color. Él habla siempre del amarillo escondido en cada sol que es la piedra. Leí Piedras, se los confieso, entre bebés. Infantes de tres y cuatro años. Ellos eran piedras aún así. Cuidé en guardería a mi hija, Diana, como lo que es, una piedra amarilla. Cuestiones de sincretismos del sindicalismo y liberación femenina. Me tocó �como premio� presenciar el debut de mi hija ante la sociedad de la asistencia sin falta. Y mi privilegio fue darle de comer a cuatro babalocos pañalísticos en su boca, mazarroma tiérnica. A la hora de la siesta, sentado entre colchones sueñantes, (palabras de infantes, vívidas y nuevas) le leí este fragmento a la señorita cuidadora de pañales, y cito: El hombre les envidia la duración, la dureza, la intransigencia y el brillo, que sean lisas e impenetrables, y enteras aun quebradas. Ellas son el fuego y el agua en la propia transparencia inmortal, visitada a veces por el iris y a veces por un aliento. Le aportan, porque lo tienen en la palma, la pureza, el frío y la distancia de los astros, múltiples serenidades. Como quien, al hablar de flores, dejara de lado tanto la botánica como el arte de los jardines y de los ramos –tendría aún mucho que decir–, así, por mi parte, olvidando la mineralogía, descartando las artes que hacen uso de las
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piedras, hablo de las piedras desnudas, fascinación y gloria, donde se oculta y al mismo tiempo se entrega un misterio más lento, más vasto y más serio que el destino de una especie pasajera. Hablo de piedras que siempre se han acostado a ras o que han dormido en su yacimiento y en las noches de las vetas. No interesa a la arqueología, ni al artista ni al diamantista. Nadie hizo con ellas palacios, estatuas, joyas, ni siquiera diques, fortificaciones o tumbas. No son útiles ni famosas. Sus facetas no brillan en ninguna sortija, en ninguna diadema. No promulgan, grabadas en caracteres indelebles, las listas de victorias, las leyes del imperio. Ni hitos ni estelas. Expuestas a la intemperie, aunque sin honores ni reverencias, sólo dan testimonio de sí misma. La arquitectura, la escultura, la glíptica, el mosaico, la joyería no han hecho nada con ellas. Han estado desde el comienzo del planeta, en ocasiones venidas de otras estrellas. Cargan entonces sobre sí mismas la torción del espacio como un estigma de su terrible caída. Han estado antes que el hombre; y el hombre cuando llegó, no las marcó con la huella de su arte o de su industria; no las trabajó, destinándolas a cualquier uso trivial, lujoso o histórico. No se perpetúan más que en su propia memoria. No han sido talladas con la efigie de nadie, ni hombre, ni bestia, ni fábula. No han conocido herramientas más que las que sirvieron para revelarlas: el martillo de exfoliar, para manifestar su geometría latente, la muela de pulir, para mostrar su grano o para despertar sus colores apagados. Han seguido siendo lo que eran, a veces más frescas y más legibles, pero siempre dentro de su verdad: ellas mismas y nada más.
Doña Tencha, la cuidadora, amable y ancha, supo que leí acerca de ella y los bebés dormidos. Supo también que las piedras están desde antes de nosotros como cuidadoras de la nada, y estarán después de nosotros, cuidadoras del todo. Los bebés de pronto se despertaron, y modorros pidieron presencia. Las piedras, afuera, nunca durmieron. Las piedras de mi montaña nunca se han ido. Allá están. Fueron testigo de mi inmediatez, a pesar de ser ellas eternas. En mi seso han pasado miríadas de tiempo, vastedades de espacio, profundidades, eximirías, avejentamientos, jubileos, pesadumbres. Creí que se fueron, que se derrumbaron, que cayeron y callaron. Cuántos colores no me brindaron. Cuántas ro-
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dillas raspadas no me recordaban su aspereza, y sus colores acaso no siguen entrando en el alma de mis sueños. En verdad esas rocas me han enseñado más que cualquier ideólogo sin sueño: hay que no moverse de la tierra pero aspirando el ventarrón para cambiar de forma. El amarillo solía ser �después que la roca y el sol�, una camioneta de campo. La P-15-1386, de la compañía paraestatal sop. Circulaba sobre la grava del camino empedrado y rugoso de La Rumorosa. Salía a las cinco de la mañana, y una taza de café y un cigarro humeaban en el volante. La tolvanera era lo único que quedaba bajando con lentitud de nuevo a la tierra. El sonido de la camioneta era lo último que se percibía durante la mañana, y lo primero al atardecer antes de aparecer de nuevo frente al albergue. Durante la jornada los quehaceres y menesteres cotidianos y domésticos variaban, desde la encuerada y destazada del conejo para el estofado, hasta la despicada del frijol negro a cocerse sobre las brazas de la estufa. La lavandería de la ropa era una raspadería insistente: raja-raja-raja y exprimido. Un sacudimiento y a tender. Yo me atrevía a caminar más allá de la mirada escrutadora y vigilante, la protectoría de la preocupación. Y así, la montaña querendona, me mostraba algunos secretos a temprana hora. La magnificencia, por ejemplo, de un hormiguero en plena actividad migrante. Alas, antenas, patas, tenazas, pelos, química moviendo sus rocas, sus granitos desde dentro de la cueva hacia fuera, en un ritmo lento, donde cada piedrita es una maniobra, un cálculo de peso y distancia, de volumen y superficie. A kilómetros de distancia, la camioneta amarilla hacía algo sumamente similar: el terraplén construyéndose entre máquinas moviendo rocas, promontorios y granito. La piedra como basamento para la construcción civil. Un hormiguero organizado para el tránsito vehicular. Antenas de la ingeniería; tenazas de la invención caminera; química del obrero del camino en la montaña. Me imagino a mi padre, don José Di Bella Crapelli, oriundo de Sicilia y venido a México en la infancia. Me lo imagino aquí, con su mujer huasteca, sus hijos pequeños y frente a la cabaña de madera empotrada en la sierra pedregosa. Al igual que la región siciliana, esta sierra de La Rumorosa semeja el ambiente geográfico de aquella isla: piedras, rocas, pinos, arbustos, tierra amarilla y café. ¿Sentiría semejanzas y nostalgias? No lo sé. Sin ser recoleto
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pero tampoco libertino fincaba su presente y su futuro y el de la familia con base en el trabajo, principalmente, y en alguna francachela esporádica, al igual que el resto de los camineros. Aunque migrante desde muy pequeño se consideraba mexicano y además colono norteño. En este lugar olvidado del tiempo y del progreso, tenía la misión de construir y conservar la carretera, pero también un fundamental espíritu de lucha. Aun en tiempos de falta de material, presupuesto, maquinaria o personal, el trabajo no cesaría. Y así, como si fuese un paisano más en estas tierras de símil paisaje, se levantaba desde la tierra en lo temprano del día con rumbo a la autopista para sólo regresar ya tarde, a la cabaña, a fincar la dualidad de ser ajeno en una tierra propia; oriundo en una lejanía. Y así todos los camineros que habían llegado de otras tierras, dejados atrás sus ancestros y ambientes, consanguíneos y planes truncos. Y por ello se identificaban y se agrupaban, se reunían y convertían la ausencia en planes precisos, en voluntades armónicas, en asfalto evidente, en comunidad viva. La casa pequeña de noche encendía su fogón. Lámparas de keroseno, quinqués, estufa, leña prendida, calentón de petróleo. Llamaradas, calidez, luz titilante en el promontorio oscuro bajo esos grillos plateados que son las estrellas. De lejos podía verse, como luciérnaga en la boca de coyote, para que cualquier viajero de regreso supiese dónde llegar, el punto preciso del descanso, la toponimia de la identidad. Aun con frío en la montaña nevada, dentro era caliente. Cobijas de lana, camas de madera como barcazas varadas en puerto. Júbilo podría decirse que habitaba entre sus muros. Uno debería de haberse quedado ahí para siempre. Porque la casa se hace a partir de que uno nace. Antes no existía, aun que los carpinteros y albañiles la hayan construido bajo vientos y soles, aguas y copos. Existe hasta que uno le pisa, camina dentro de su cuerpo, le inyecta el aliento y la llena del aroma sanguíneo, con el incienso lavanda del alma. La montaña de noche podría parecer una joya con chispas de felicidad, un dije prendido sobre el pecho de una matrona grande. Luces que dentro de las habitaciones son labores y planes sobre las mesas. Luz para esclarecer trazos, bocetos, grafías, ilustraciones de la vida cotidiana, de la vida cosmogónica. Planes de remontar vuelo, de acrecentar la población, de
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reparación del camino. La luz del hogar implica una lucidez, la antesala del sueño. Significa resolución de laberintos, avidez espiritual, rezos, cantos, bailes, abrazos. La luz encendida es un símil del alma intensamente amatoria, del espíritu de sus habitantes, de los claroscuros de sus habitaciones, de la oscilación de sus dorados cabellos en alboroto. Las cabañas hablaban entre sí, de noche, con su propia intensidad calorífica, compitiendo con la luz lunar, con la sempiterna habladuría de los astros. El discurso de las casas iluminadas se apagaba por turnos, como la algarabía del mercado cuyas voces van desapareciendo hacia la tarde hasta reinar el silencio. La montaña entonces retomaba su voz, y aparecían los ulules del viento, el crac de la roca, el siseo del arroyo, hasta aparecer la corona del nuevo día cual gallo raudo y veloz. Durante la noche han ido y venido los sueños. Del techo de una cabaña, hasta la choza en la colina, y luego al bajar a la hondonada con la casa de tierra, hasta la cueva donde dormita el león de la montaña. En efluvios como jirones de neblina, o igual a copos etéreos que en lentitud nívea caen, los sueños se entremezclan. Y estos onirismos versan sobre asuntos terrenales: el camino rugoso por cuyo lomo baja la camioneta llena de infantes en pleno griterío hacia la escuela rural Benito Juárez. O la explosión atónita de la dinamita reventando con violencia el granito para recabar material de construcción. O la cacería de conejos con resorteras, hondas y trampas de piedra. Incluso el derribe del pino, muerto en pié y cuya sequedad al arder, brindará cocción de historias, linimento para las declaraciones. Las casas de la montaña son un abalorio de ideas hechas, de planes por venir, de momentos vivos que marcan los números de las fechas y fijan los alfabetos de la memoria. La montaña entonces no es displicente con todo lo que acontece en su escenario. Envuelve con firmeza los proyectos, aun tratándose de aquellos que no se construirán. Las casas incrustadas en su piel se enraízan aún más, tornándose minerales, asumiendo su destino de roca inicial. Antes de ir a escuela alguna, hubo la escuela del monte. Primero el reposo, dentro de la casa, con su humo como bandera lanzando señales a un futuro incierto, hacia el camino, hasta desaparecer entre las nubes y a veces entre los matorrales. La escuela primera fue junto a las ardillas, con las raspaduras de la piel recién creciendo y blanda, las víboras de
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cascabel a las que se les temían porque eran dragones del calor, arrastrándose y haciendo un sonido de ratle-ratle-ratle, agresivo y venenoso, de ojos negros. También estaba el aula de los pájaros, brillantes cuervos ya mencionados el resto de la vida, petirrojos fugaces, gallinas ponedoras, pollos corretones, cóndores altísimos, lejanos, silenciosos y fúnebres, zopilotes de carrusel aéreo, pajarillos de alambre veloces e incapturables, chanates de pico amarillo que anidaban en el muro de la casa, lechuzas a la caza de ratones de campo. Cada pájaro con su canto, su tonalidad, su plumaje, su forma de nido, sus hábitos de comer: chapulines, gusanos, semillas, frutos, desperdicios de la casa como tortillas, pasta, carne. Cada uno enemigo de otro y simbiosis de alguno, con niveles diferentes de vuelo y variadas velocidades. Escuela a la que asistía sin demora, sin horarios, sin maestros o compañeros, sin calificaciones, lecciones que consistían en parte sueño y en parte realidad. De mañana, en la tarde, durante la noche habría una enseñanza que se quedaría incrustada como concha en la panza de una barca, en el alma del infante. Recursos del lenguaje del vuelo, del léxico de la tierra, del habla de los animales, con sus siseos, graznidos, pataleos, correteos, trepadas, remontadas, sumergidas y escondidas. Con pezuñas, uñas, picos, colmillos, venenos, chillidos, camuflajes y berridos. Volando, arrastrándose, caminando, corriendo. En pozos, en árboles, bajo el agua, en túneles, sobre rocas, en cortezas y flores. Agrupados o solitarios, todos tenían opinión en la asamblea de la montaña y yo aprendía de ellos. Desde mi casa observaba, oía, sentía, palpaba, percibía y anotaba. La palabra campamento denota fugacidad. Esta palabra siempre se pronunció en la casa. Campamento significa lugar de trabajo, poblamiento de trabajadores y sus familias, lugar efímero pronto a levantarse, caravana de nómadas en receso, migrantes de paso. Y esconde en sus sílabas campo, montaña, agreste estancia, casa en el monte. El campamento de la sop era el lugar de las herramientas, la maquinaria, el material de construcción, los vehículos flamantes y veloces, el pico, la pala, las botas de trabajo, los envoltorios de la comida, los cascos amarillos del caminero y el aroma sempiterno del asfalto, el chapopote y el petróleo para hacer esa mezcla cosmogónica para la carretera. Campamento era la pista del camino
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atravesando la sierra y dándole un nuevo rostro a la circulación. La palabra implica asentamiento humano en lugares altivos. Hileras de casas guardando deseos de progreso, ideas de ahorro, organizaciones encajonadas de la infinitud. La idea de la palabra significa organización urbana junto a la piedra serrana, jerarquización laboral, planeación de la campiña en plena campaña, disciplina organizativa. El campamento es el lugar de recreo silvestre y el origen del amorío por los vientos y la nieve. El deseo de regreso al origen, donde la roca es el símbolo del cimiento, el árbol es el hermano de la casa y el río el surtidor de la vida. Campamento también era la escuela porque desde el suelo agreste se construía el hábitat. Cimientos, muros, techos, pinturas, muebles y jardines con matas y hortalizas. Todo se construía ahí y en ese momento, improvisando materiales o importándolos de otro lado. Albañiles, carpinteros, piedreros, fontaneros y pintores. Ebanistas, cazadores, tramperos, jardineros, rastreadores, choferes y dinamiteros. Conocedores de la piedra e improvisadores de alambiques, sabían encender las calderas, atemperar los minerales, encontrar los ojos de agua, bruñir los espejos del alma: y todos fueron camineros. Todo ello era una universal manera de transmitir el conocimiento traído de siglos atrás y puesto ahí, en el pecho de la montaña, para el reinado de la tradición primero, y luego la invención. El campamento era el universo vasto en la miniatura de diez o doce casas. La verdad está en el haciendo, decía Vico, por eso todo se construiría sobre terrenos mostrencos. Sin dueño, la nación empezaba aquí, y el caminero se adueñaba no del espacio, sino de sus planes de grandeza. Dijo Rilke “la llanura es el sentimiento que nos engrandece”, y esto sintió el trabajador al planificar la elocuencia grande que es trazar sobre la horizontalidad agreste una verticalidad civil. La protuberancia natural devenía refugio. Como la oruga en su crisálida, el caminero se envolvía de un cobertor contra la nieve, el viento, el sol y la lluvia, y también para almacenar granos y sentimientos, libros y herramientas, medicinas y alcoholes. Todos eran extranjeros, migrantes y colonos en una tierra ruda y llena de animales desconocidos, flora extraña, clima extremo, donde la nieve cegaría los sueños del trópico, de
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la selva, y el viento frío cortaría como navaja la piel, curtiéndola como si fuese la del marino en alta mar. El caminero tenía el privilegio de la invención, el juego de lo improvisado, la seducción de la planeación: llegar a un lugar desconocido y nominarlo, darle su carácter, imprimirle su rostro verdadero. Bautizarlo como La Rumorosa. Todo bautizo implica fiesta. Y la fiesta se hacía en la explanada-cancha de basquetbol de la escuela primaria. Allá se reunían desde la tarde los músicos, los cocineros, los bailadores, los meseros: oficios que se alternaban entre la población, a veces unos con otros. Los camineros traían la barbacoa y la cagüama para asarla y caldearla. En ese tiempo no estaba prohibida su captura. De manera que un animal de esos, enorme, podía alimentar a 30 o 40 personas. Lo espectacular era comerse la carne de la concha puesta en el asador. Había ahí un sabor a mar quemado, a ceniza de profundidad, a ola chamuscada. La música era para bailar o para cantar con nostalgia. La cerveza era la Tecate, de la cervecería del pueblo del mismo nombre. Muchos camineros tenían entrañables amigos y parientes que trabajaban en la cervecería. De manera que el líquido ámbar era un manjar fiable, la confianza que da la confidencia directa del productor. El líquido era el símbolo de la pureza de las relaciones. Amistades sin toxinas, parentelas ecuánimes, familiaridades vecinales y no adulteradas. Asar no era una costumbre burocrática, sino un ritual fraterno, con raíces profundas y de plática al aire. La fiesta representaba la herencia cultural, reinventada en la montaña, entre los bosques y las carencias, alrededor de las riquezas terrenales y los ensueños del humo con aroma a comunidad. Toda comunidad está basada, dijo Aldo Leopold, en dos herramientas básicas: la pala y el hacha. La Rumorosa también. La primera es la herramienta simbólica y real del caminero. La segunda es la herramienta que el caminero y el rumoroseño usaban en su casa, para atraer la leña, podar, hacer música en el eco de la hondonada. El hacha abre la posibilidad de lo construible, de la civilidad en la cocción, rajando lo vetusto y dando paso al brote. Es la herramienta de la nueva estación, dejando atrás la ceniza que es nutriente y abono para la salvación respirable, dando cavidad al florecimiento. Es la productora de las astillas y menu-
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dencias para avivar el fuego grande del hogar. Nutre con su filo las calderas de fundición, los fogones simétricos para la calentada pareja del chapopote �material fundacional del caminero�, y es siempre emblema de justicia colgada en el muro de la casa. La pala es la lanceta del guerrero en el camino. Su largo mango de madera hace recias y calludas las manos de los jóvenes aprendices, peones que alcanzarán la sabiduría del paisaje siempre y cuando afirmen su entereza: la pala erradicó la holgazanería. La herramienta sirve simplemente para cavar, pero su multiplicidad de uso debido a su sencillez es abrumadora. Se cavan tumbas con ella y se convierte en estaca ceremonial; se desahija de raíz el brote no deseable y se transforma en agricultora; se lanza la grava al aire y es en el momento alegría de construcción; se hunde en la arena y es cuchara para retener el desborde, la inundación. Palea la nieve casi hielo. Aplana con su lomo los hoyancos en la carpeta asfáltica. Corta de tajo con su filo cabezas de culebras. Revuelve la mezcla para la necesidad del albañil. Es ayudante de la retroexcavadora, y es reforestadora abriendo surcos y canaletas. Y a veces, en el descanso, es bastón para el reposo del trabajador. La pala se rajaba, por el esfuerzo, con un gran estruendo, astillándose y haciendo un ruido doloroso, de árbol cayendo. La pala es el cucharón que en paletadas realizó los sueños del pionero; el hacha es el separador del libro de los días jornaleros. El compañerismo es la forma más alta de la amistad, Taibo II dixit. Y eso era verdad entre los rumoroseños. Existía una mutualidad entre los habitantes. Si alguien daba la mano también la recibía. Si alguien brindaba también era brindado. Si alguno carecía pronto obtenía. Esto surgía debido al compañerismo de los camineros en el trabajo. Porque el trabajo de campo del caminero siempre era comunal. Si surgía una maniobra todos le entraban y todos ayudaban. Si había jerarquías éstas se debían a la especialización, al estudio, a cursos, a ganas de aprender y dominar la ignorancia, y no a distinciones de poder o exclusión. Hasta el caporal usaba la pala, piloteaba o cargaba piedras. El compañerismo es el motor y la motivación de la faena. Es la planeación en conjunto, la satisfacción del trabajo comunal, la sabiduría que da el pertenecer al grupo. La amistad florece a partir de esta virtud, porque todo se
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construye con el objetivo de ayudar a todos, y el individuo puede crecer a partir de pertenecer al conjunto, abrazando ideas diversas con objetivos múltiples. El trabajo de los camineros de La Rumorosa tenía esta tonalidad, el de pertenencia con independencia. Si las casas surgieron del suelo con materiales arrancados al ambiente, a la región, fueron arrancados entre todos, repartidos y con diferentes matices, pero todos recibieron y todos construyeron. Sin ideologías la comunidad funcionó a partir de la supervivencia y el cooperativismo. En La Rumorosa el principal sentimiento era el entusiasmo. No podía ser de otra manera en una comunidad que iniciaba, que se fundaba. El entusiasmo es algo así como la electrificación del cuerpo. El resorte que hace que se eche a andar el plan. Los camineros no tenían grandes cosas ni riquezas, pero el entusiasmo les desbordaba. Y es que para construir desde el ras del suelo, con la cabeza en el futuro y la nostalgia en el pasado, se necesita de ello. Levantarse antes de la luz, sin los gallos cantando aún, porque el entusiasmo es un hábito de construcción. Es voluntad pura y transformadora. Ayer el páramo silvestre, hoy, las bases, los cimientos, los muros, la techumbre, el fuego dentro exhalando la humareda, la bomba de agua chupando el pozo. ¿Cómo no hacerle caso a este sentimiento de familiaridad, esta sensación de que las cosas hay que hacerlas por mano propia? Invención de sí mismos, las mujeres y los hombres de la montaña iniciaban una historia memorable, una manera de ser en el mundo. El primitivismo de las herramientas que transformarían el ambiente natural, dando trazos de casas aquí, arroyos allá, caminos bellamente diseñados y barreras contra el ventarrón. Y todo a partir del entusiasmo: esas ganas voluntarias de no aburrirse y de vivir. Hombres y mujeres libres, autoconscientes, satisfechos con lo necesario y felices en abundancia por su sencillez. Gianbattista Vico sostenía que los hechos de las comunidades humanas, materia viva de la historia, no eran únicamente frutos del azar o de la providencia divina; decía con fervor y con lucidez que la voluntad de los hombres y mujeres determinaba el decurso de los acontecimientos. Los rumoroseños hicieron que el pueblo se levantara a base de voluntad pura. Si no creció más allá de como hoy se encuentra �y parecería que la nieve y el frío lo mantienen en
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ese estado primitivo�, y que muchos de sus oriundos emigraron hacia otros destinos, dejando lo construido a merced de los vendavales y el abandono, el ímpetu inicial es lo importante a resaltar. Imaginemos la llegada de unos cuantos compañeros y compañeras, un poco asustados pero con grandes planes. Ellos son la semilla de la civilización del noroeste de México �o por lo menos de esta montaña� dispuestos a fincar sus ideales contra los designios fatales o los retos naturales. Aunque se les contrata para levantar un campamento de paso, por determinado tiempo, ellos se establecen para siempre. Este establecerse, este cimentar y fincar, esta terquedad de poner un nombre, colocar un código postal, hacer señas desde el centro del mundo y hacia todas partes, es una tradición sanguínea de pueblo, pertenece a los cuadernos de la grandes heroicidades, hazañas célebres que sirven como ejemplo de bien común, de opinión acerca de lo que es el hombre y lo que significa levantar desde el suelo. Hubo aquí una valentía de crianza. Dar a luz en las alturas, bajo la intemperie, era lo cotidiano. Mientras el caminero construía la pista asfaltada, la arteria del progreso para la unión de las poblaciones, la mujer compelía sus partos entre el viento y bajo los pinares. El llanto agudo, la voz en cuello, las primeras lágrimas, el primer vistazo, entre el pedregal rugoso, la llovizna insistente o la nieve cegadora, los hijos y las hijas del caminero nacían a un mundo nuevo, apenas construido y sostenido por esperanzas y rezos. Un mundo donde no existía hospital, escuela o centro de reunión. Una atmósfera abierta y silvestre, donde los bungallows como joyas puestas en el lomo de la bestia terrenal, convivían con un asilo de dementes y un tuberculario. Los elementos, las carencias, los planes federales de trabajo, el patrón centralista y ajeno, se oponían como obstáculos a los camineros y sus hijos, les impedía establecer un coto, una señal de vida, una locación viva, un asentamiento humano. Y sin embargo hubo una fundación. Y creció y fue buena. Y aunque frugal, ejemplar y digna. El oficio de caminero involucraba varias disciplinas: ingeniería, ambientalismo (antes de la moda verdulera alterna), arquitectura, conservación de especies, manejo de explosivos, cálculo de materiales, cuidado de los desechos, construcción y cooperativismo sindical. El caminero solía ser una especie de hombre de la edad media, donde el conocimiento de múl-
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tiples disciplinas era una necesidad y un privilegio. Por más humilde que fuese el caminero, pronto aprendía de los demás. Era, digamos, el código de honor a seguir. El puño lleno de asfalto obligaba al trabajador a no sólo aprender de la tierra sino también a valorarla. Estamos hablando de materiales fósiles convertidos en progreso. El caminero sabía hacer esa conexión dialéctica entre el pasado remoto y el presente vertiginoso apretando la mano para compactarlos en un solo instante. De la montaña obtenía este material y a la montaña lo regresaba con alabanzas, mejorando el terreno, protegiendo la flora. El caminero podría estar solitario, y su oficio podría ser de los más rudos, porque a veces se parecía al del minero, en ocasiones al del agricultor y no pocos momentos al del guerrero de infantería. Al alzar la pala el caminero lanzaba al aire la esperanza de una vida plena, en la igualdad de sus sueños, con las virtudes del hombre fundacional. Los rumoroseños fueron hombres y mujeres de montaña y de ciudad, al mismo tiempo: rurbanos; montaraces y citadinos. Una dicotomía que sólo pudo darse en esta geografía, en La Rumorosa. Aunque la mayoría venían de estados del sur de México, o de Sonora y Sinaloa, de Tamaulipas o Veracruz y que hubieron vivido en zonas rurales, aquí llegaron a la montaña, lugar un tanto aislado, pero que en su periferia existían ya las incipientes urbes que con el tiempo serían grandes ciudades: Tijuana, Tecate, Ensenada, Mexicali. Al estar La Rumorosa entre una ciudad y otra, sus habitantes por necesidad de bastimentos, ropa y otros enseres como herramientas y variados materiales, así como medicinas, se veían compelidos de viajar constantemente y quedarse hospedados dos o tres días mientras encontraban lo necesario. Esto les dio esa característica de una doble vida: la del campo en la montaña; la de la urbe en las ciudades. Y de las dos condiciones se nutrieron, ya que una vez en la ciudad adquirían lo necesario para regresar a la cúspide y seguir construyendo. Ser urbano en la ciudad y montañés en las alturas. Caminar entre los carros y los comercios un día, disfrutar de los restoranes chinos o de los mariscos de la bahía, y al otro ascender por la falda de la montaña para descansar y ver las estrellas, horneando su pan y saboreando su caza. Nómadas migrantes no por temporadas sino por necesidades. Dualidad de visiones y entresijos pares del espíritu.
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Vivir en La Rumorosa parecería vivir entre los montes como un chichimoco, una especie de ardillita pequeña e inquieta que sale y entra de sus túneles y achispada corre por un piñón. El poblado no tiene traza urbana, es decir, el asentamiento se fue dando a como está la geografía: hondonadas, laderas, picos o vallecitos. Una casa pudo haberse construido a lado de un promontorio de rocas, y la otra, más allá, en los meandros de un arroyuelo. Alguna se edificó en la punta del monte más alto, y detrás de ella, al bajar a trasmonte, otra de un vecino más terrenal, menos aireado. Entrar al poblado y recorrer sus calles de vericuetos, sin pavimentar aún, da la sensación de abordar un tobogán, una montaña rusa que sube y baja, da vueltas y se va recto, desciende hasta la parte más baja, donde están los pedregones de río, y luego sube otra vez, al dar la vuelta, hasta casi tocar las nubes. Aunque el poblado es pequeño, uno siente que puede transitarlo durante un buen tiempo y sentir un vértigo de norteado. Y aunque las casas son singulares existe un aire de familia en ellas que a los ojos del visitante podrían ser iguales. Una vez que uno se acostumbra podría diferenciar cierta zona de otra. El poblado está tan alejado del urbanismo y tan cerca de lo silvestre que una calle puede que tenga un chamizo, y la otra podría identificarse con un piñonero; aunque más allá hay una bajada poblada de valeriana y siguiendo hasta arriba por esa misma ir encontrándose yerba santa, yerba del manso. Pero luego, de regreso no se había notado este cúmulo de salvia que rodea el agave aquel. De pronto salta un conejo de matorro espantando a un pajarito azul: esa ya es otra calle. Iglesia no había. De manera que la vida espiritual de los rumoroseños la hacían inminentemente con la montaña. Montaña sagrada, al fin, ella misma ya era un templo con milenios en su cuesta. Porque en una comunidad como ésta, lo más cercano a una vida religiosa, de recogimiento y espiritualidad, de relación con alguna divinidad, era la manera cómo entre ellos se protegían, intercambiaban experiencias y relatos, se convidaban alimentos y materiales, se confesaban sueños y planes al futuro. Y de cómo también se consolaban en sus tragedias, en sus lamentos, sus engaños amorosos, sus cuitas y rencillas. El confesionario era monte arriba, la marmita en el llano, el púlpito se colocaba en la roca rugosa en el ca-
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mino, el minarete era cualquier vecino, la hostia era la luna llena y el incienso la bruma de la montaña al amanecer. Como haya sido, el perdón existía, porque en una comunidad que amanecía con el siglo y que pujaba por sobrevivir, fincar y echar raíces no necesita de ministros, sacerdotes o rabinos. Ésta no los necesitó y la ética y moral de comportamiento les dio una libertad incomparable. Si acaso el templo lo hacía toda la comunidad, y los feligreses eran todos sus habitantes; y dios fue la montaña. Quizás habría dentro de las cabañas imágenes religiosas. La virgen de Guadalupe, san Judas, san Jorge, santo Tomás, iconos cotidianos y particulares de milagros del día con día, de mandas y juramentos circunscritos a los límites de lo familiar y vecinal. No resulta exagerado decir que la verdadera religiosidad para estos pobladores era la carpeta asfáltica: su planeación, construcción, mantenimiento y reconstrucción. Sin ello no habría vida ni fundación. Por eso el poblado se encontraba en la punta de una montaña en cuyo costado se construía un camino de significancia social para el país en esos años, formaba parte de lo que sería la carretera nacional, que como serpiente cruzaba toda la nación, desde el sur, pasando por el centro, hasta el glorioso norte. La carretera representaba la llegada del progreso, la unión de todas las ideologías y de todos los capitales, la resolución definitiva de la idea de nación unida. La carretera era la prioridad, porque de ella surgiría la circulación de la vida democrática, de la igualdad de oportunidades, de la libre circulación de las ideas, de la educación gratuita que llegaría hasta los más alejados confines gracias a la autopista: ese era el plan, por lo menos. El caminero de La Rumorosa, en su conciencia y con su porción de trabajo y en su afán de construcción del rompecabezas carreteril, creía �más allá de milagros y divinidades�, en la realidad del trabajo de su pala y su mezcla, de cuyo fruto saldría el proyecto universal de nación. Utopías iban, utopías vienen. Y las utopías son mientras funcionan, antes de convertirse en proyectos académicos de posibilidades societales, donde todo se echa a perder. Una de estas utopías prácticas ateóricas fue el hecho de que no existían ni comisario, policía, juez o cárcel. Supongo que la autoridad judicial más cercana estaba en Mexicali, y aunque La Rumorosa podría parecerse a un
pueblo del oeste vaquero gringo, no lo era así. Caballos y vacas no había, menos sherifes con pistolas. La autoridad suprema aquí era la labor cotidiana, la jornada de trabajo, el proyecto a realizar, el compromiso con el compañerismo. Si hubo delitos fueron menores y tenían más que ver con una carencia a subsanar que con una falta a la ley. La ley se respetaba porque toda la comunidad estaba de acuerdo con ella, y no al revés, donde nadie está de acuerdo en la ley y es forzado coercitivamente a respetarla a ovo, aunque ésta sea inmoral. Entonces el centro de la respetabilidad entre los habitantes de la comunidad y la flor excelsa del trabajo creador entre obreros se llama camaradería. Esto significa no sólo ayuda de cooperativa, reuniones de planeación después y antes de cada jornada, repartición cuasi igualitaria del producto, de los hallazgos en el camino, sino también ajuste de rencillas o diferencias sutiles a la luz del atardecer entre todos los camineros. Hubo reuniones donde se votó frente al rostro hecho y el corazón puesto para decidir sobre asuntos comunitarios. Sí, era utópico, pero se vivió. Algunos viejos habitantes aún lo recuerdan y no lo sueltan así nomás.
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La vida es un manicomio en la montaña
La locura y el loco llegan a ser personajes importantes, en su ambigüedad: amenaza y cosa ridícula, vertiginosa sinrazón del mundo y ridiculez menuda de los hombres. M. Foucault.
Cito a Miguel nomás porque no puedo citar a un loco, a un loco rumoroseño. Pero igual la cita sirve para establecer que la cordura del caminero al construir líneas asfálticas se equilibraba con la locura de los internos del manicomio. Y es que es factible pensar que los trabajadores cuidaban de sus vecinos exiliados de la sociedad, del trabajo, de la lucidez, de la normalidad. Pero el loco vivía un espacio diferente del que vivía el caminero, una irrealidad de sinrazón, de violencia gratuita autodestructiva. En el otro extremo de fantasías, enfermedades, encierros, medicamentos a base de calmantes, sin terapias curativas, sobrevivían los encerrados. Y de este lado el caminero libre en el camino, en la soledad de la sierra, en la locura que es vivir una nevada blanca, elaborando una construcción diaria que le hacía no sólo no dejar de hacerlo sino también amarlo. El trabajo, supongo, te mantiene en la cordura, en tus cabales hechos y derechos. El loco tenía todo el tiempo de la montaña para fumarse la locura pensando en la fuga. El caminero fumaba para emprender a destiempo lo imperdible del tiempo. No cabe duda que convivían en un juego de espejos: quizás algunos dementes se curaron al ver la cinta asfáltica monumentalmente hecha con manos y maquinaria, piedras
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y chapopote. O quizás algunos camineros se internaron por la ruta de la locura y la decepción: se dice que un caminero solía mascar vidrio, el famoso Ministro. La línea tenue entre lo real y lo irreal se difumina aquí en esta montaña: el loco en su encerrona, ahíto de naderías; el caminero en su loca carrera de progreso y atemporal, lleno de herramientas. En la nevada profunda y álgida el demente y el tuberculoso –el enfermo– se refugiaban dentro del hogar encendido. El caminero salía arropado y con herramientas a abrir camino. El demente tenía todos los caminos cerrados –o diríamos todas las fugas abiertas–, sin accesos, entre oscuridades y negaciones, vuelto sobre sí mismo convertido en un laberinto sin salida. El caminero no sólo salía a la luz alejándose de la encerrona, campo abierto su cabeza oxigenada, se organizaba para hacer brecha para los demás. La nieve cae delicada, inofensiva, pero tiende al cúmulo, y con el tiempo, al desplome. Así la locura. Hasta la fortaleza más recia puede venirse abajo con el peso formidable de lo que imperceptible y débil crece hasta lo aplastante. La nieve es así, y su pesadez impide la circulación. La nieve en el bosque, en la montaña, es decoración, o renovación espiritual, incluso almacenaje de un futuro promisoriamente acuífero seguro. Pero sobre la cinta asfáltica es pista de hielo peligrosamente abismal. Cualquier tractocamión queda a merced del desliz. El caminero es el héroe cotidiano de estas historias trágicas regionales. Abría camino de a poco. Y cada pequeña ansiedad viajera encerrada en todos y cada uno de los vehículos varados se aliviaba con el paso lento y seguro. El caminero de banderines rojos brindaba aliento a la esperanza del transportista, sus mercancías a salvo, sus combustibles a tiempo, sus heladas pretensiones a la calidez de lo seguro y de la promesa del contrato cumplida. Construir el camino y mantenerlo, abrirlo a todas las posibilidades y planes, dedicarle toda la pasión y entereza, bajo todos los climas y contra todos los accidentes y a cualquier hora, es una misión de vida. La sanidad y el equilibrio que ello implica es una responsabilidad heroica. El caminero, a medida que se construía la serpiente de asfalto, se alejaba cada vez más del claustro del manicomio. El hospital de enfermos mentales era un recordatorio del bache mental, del derrumbe de la lógica de la montaña, del accidente horrible en la curva de
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la demencia, de la explosión inesperada sobre la cabeza sin protección, del congelamiento de sentimientos bajo la grisura de la tempestad, la desorbitada manera de ver el abismo lejos y en lo bajo de la montaña. El enfermo era la falta de circulación en la vía de lo diurno, la ausencia de faroles en la nocturna ceguera en un camino hacia la nada terrorífica. El trabajo del caminero es la reparación constante de una red de agujeros que no deja escapar nada. La alisadura de protuberancias que hacen el rodar con menos sobresaltos, sin pesadillas espontáneas y en control sobre el destino. El caminero es el médico del bienestar síquico porque el viaje es inesperadamente sorpresivo y el viajero sólo desea llegar en paz a su destino. La figura del caminero sobre la carretera es icono de tranquilidad. El casco amarillo, la bella bandera roja que da el paso, la pala en ristre y lista: estos son los seguros del camino. En las ruinas del manicomio –edificio construido con piedra de la sierra– se perciben ciertos aires inestables, como suspiros de locuras, ráfagas de ventiscas de habladurías y tosidos torvos e insistentes. Hubo hileras de camas de tubería, tomas de agua, centros de desagüe, sótanos sin escaleras y, principalmente, ventanales que miran hacia el costado este de la sierra, llena de piedras boludas y nada más. Estas piedras blancas y amarillentas, rojizas algunas, están incrustadas sobre tierra café y ocre. Parecen guerreros agazapados a la espera de una orden para levantarse y despeñarse a la carga contra el enemigo hostil. Arriba de ellas, un cielo azul limpio de nubes en el verano. Y en otoño e invierno, nubarrones blancos y gigantescos hasta convertirse en una masa gris y densa, sin luz y fría, a punto de lluvia o de descargar plumas. Las nubes parecen piedras; las piedras parecen nubes. Si este paisaje eterno veían los internos, me pregunto ¿qué pensarían? En la fuga, supongo. ¿Qué otra cosa podrían desear? Asomarse por un ventanal de piedra, en un edificio de piedra, hacia un paisaje de piedra, petrifica a cualquiera. La fuga sería hacia lo blando, hacia arenales, agua o tierra mojada, lodosa. Lejos de las estalactitas, de lo duro, de lo inamovible. La liberación es alejarse de lo congelado, de la tiesura, de lo secular, de lo inflexible. Sin embargo en la piedra misma existe una calidez inherente. Una esbeltez oculta dentro de la masa rígida. La piedra es danza en armonía estática, moviéndose a un ritmo más integral y muy terráqueo. Pero
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esto era casi imposible de percibir en la encerrona, con la obsesión en la mano y la fisura relampagueante en la cabeza. Para el caminero, todo lo contrario, la piedra era elemento de fundación y material de construcción, símbolo de su destino y posibilidad de refugio, porque le era perceptible la redondez de su simpatía y lo caliente de su sencillez. Estas piedras guardan un origen misterioso. Pero también esconden los lamentos de una oratoria de locura. Es cosa de acercarse entre ellas y el viento nos revive esas voces. Las piedras también fueron testigos mudos, sin invitación, en la puesta en escena de las correrías de cuerpos desnudos y cálidos entre la nívea gélida. Piedras de sacrificio, ásperas y grumosas, abrasivas, rasparon carnes tiernas, carnes de niños aventureros y de demenciales bestias angelicales. Vieron correr chamacos vichis y obreros enchamarrados entre la tormenta. Pero también en verano son mesa de luz donde el taco y el chile, la taza de café y el agua cristalina forman un breve y delicado banquete en miniatura. La roca monumental cismontana y la piedrita en el zapato son parte de esta serranía entrañable. Son los soliloquios eternos del encerrado, los espumarajos sanguinolentos del pulmón herido y cansado, y el pie de coto de la geografía del poblado. Los locos se agarraron a pedradas cuando se les reventó la maceta. Un loco pudo haberse escondido detrás de aquella piedrota, fumando cigarros robados, y tomándose el atardecer con olfato de ojo. Aunque el caminero le pasara por de lado, él seguiría ahí hasta que los loqueros lo atraparan de nuevo. Por un rato fue libre y ayudó a que el obrero amase más aún la construcción y la sanidad del trabajo. La Rumorosa siempre ha sido como estos dos personajes: loca soledad; amistosa sanidad. La locura es éxtasis de creación. La creación es locura desatada. Para hacer algo creativo hay que tener una dosis de locura, salir de los cabales, estar fuera de sí para recibir a la musa, los dioses, el trabajo intenso y concentrado. Como sea, es un viaje del que se sale diferenciado, sin traza de lo que se fue, más enriquecido y agotado. Puede que se necesite estar encerrado un tiempo después de la tormenta o no. Atravesar una montaña y hacerle una rúa aplanada, serpentina, derrumbándole lajas de tierra, removiendo toneladas de granito, resolviendo túneles, puentes y desagües para que los ríos y las nevadas no lo destruyeran,
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es una locura creativa incomparable. Pero también hay que poseer una cordura lógica, un temple preciso y diurno, una cabeza centrada y una visión enfocada. Herramientas, técnicas, hombres cabales y un plan preciso lograron esta empresa de epopeya. El ir y venir entre una estación y otra, entre la metafísica y la física, entre la demencia y la sensatez es el quid del equilibrio que da resultados creativos. Como suele decirse: la imaginación es la loca de la casa; pero la casa no se hace sin imaginación. Los encerrados y los libres son parte del mismo rostro, el mismo cuerpo. ¿Cómo llegaron aquí los marginados, los locos excluidos? Y ¿cómo llegaron aquí, en la punta de esta montaña alejada de todo el país, los camineros a construir desde la nada la portentosa carretera comunicante? La irracionalidad junto a la idea precisa y lógica del trabajo. El abandono a la buena de dios con un salario endeble, algunas herramientas, materiales para construir unas habitaciones austeras y la enorme tarea de abrir camino. Vivir al día conociendo al paso el nuevo hábitat, rodeados de un clima hostil, con la memoria de lugares nativos más cálidos y de un futuro sólo si se autoconstruía. La demencial epopeya de batir herramientas con ideas sobre planos enrollados, dinamita real y dinamita mental, hicieron una combinación explosiva, donde el caminero se volvía loco de ansias laborales y el loco se calmaba al ver la construcción de la autopista real. Para entrar en razón primero hay que estar en la locura. O como dijo Gide, “las cosas más bellas son las que inspira la locura y escribe la razón”. Y los camineros rumoroseños fueron una mezcla de locura y razón. Al ser enviados por una oscura dirigencia en la capital, era obvio que el interés se fincaba principalmente en abrir rutas para el comercio. Algunos empresarios ocultos en la máscara de la Secretaría de Obras Públicas pujaban desde sus escritorios por brindarle una carretera al incipiente capitalismo en pañales. Pronto habría necesidad de hacer circular en tractocamiones todo lo que el vecino estadounidense necesitaba vendernos y toda la materia prima que nosotros les ofreceríamos. Esta labor ya había sido hecha en épocas de Cantú, pero era necesarísimo mantener en buenas condiciones la autopista. Esa labor era mucho más importante que cualquier otra y ese trabajo tendría que
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tener gente fija, postas de trabajadores constantes, guarniciones de materiales que siempre se agotaban. Constantemente habría que sacar de las entrañas de la región, tierra, piedra, agua. Prepararse para almacenar combustible, petróleo, chapopote, herramientas, maquinaria con necesidades mecánicas, asistencias médicas, lógicas de sobrevivencia y morales de recuperación. Nada podría desperdiciarse, todo se reducía a perfeccionar la comunicación, y todo terminaba por aplanarse en una carretera para que la vida circulara hacia la felicidad o desde la tristeza. No importa que esto suene a irrealidad acartonada de deseos pretenciosos, la realidad era así de sincrética: los camineros fueron los constructores de la nación, y no –y a pesar de– diputados y senadores federales y locales, secretarios y subsecretarios, jueces, empresarios, presidentes municipales, gobernadores y hasta el presidente en su inutilidad. El sueño de la modernidad explotando el empuje montaraz.
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La carretera en términos éticos ¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas? En los libros se mencionan los nombres de los reyes. ¿Acaso los reyes acarrearon las piedras? Y Babilonia tantas veces destruida, ¿quién la construyó otras tantas? ¿En qué casas de Lima, la resplandeciente de oro vivían los albañiles? ¿Adónde fueron sus constructores la noche que terminaron la Muralla China? Bertolt Brech
La carretera no sólo es la autopista asfáltica o la llamada carpeta, es antes que nada una vía de acceso a la multiplicidad, el desliz espacial que parte de un lugar y lleva a un sinfín de posibilidades destinatarias. La carretera es construida desde la efectividad de la apertura, es decir, atravesar regiones silvestres que son fronteras desde la noción experta del terreno, de los materiales, de las herramientas y maquinaria, de la experiencia y conocimientos del trabajador, del obrero del camino, del caminero. La carretera ya llevaba desde su concepción las misivas, los documentos, las noticias, los avances tecnológicos, las mercancías, la propaganda. La red de carreteras ya unía, a una velocidad mucho más humana, más terrenal, menos ficcionada, los quehaceres políticos, artísticos y sociales. Por ellas ya transitaban los mensajes plurales de todo el país. La carretera es la circulación, no un objeto inerme, es como la letra para el ojo en la lectura, el carro circulando y leyendo. La interrupción de la carretera es la interrupción de la vida, el cese del viaje. Entendida así, la carretera truncada o no construida es la parálisis de la sociedad. Y aceptar esto es dar cabida a la noción ética
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del trabajo del caminero. Labor que sólo significa restablecimiento del diálogo entre las comunidades, intercambio de mercancías de supervivencia, nutrimento de la vida cultural. La carretera significa “un flujo de visitantes constantes a sitios o destinos que poseen ciertos atributos de orden natural o cultural... y este intercambio entre visitantes y locales permite un enriquecimiento cultural mutuo sobre distintas formas de vida, el cual genera una corriente de simpatías y nuevas amistades, ampliando los espacios que evitan la guerra entre los pueblos”. La carpeta asfáltica construida por el caminero es pues la vía de acceso a la libertad en términos de comunicación en una vida en democracia. La carpeta es imaginada por sobre la naturaleza, ya sea desértica con sus obvios problemas de resequedad y resquebrajamiento; ya en el borde de los mares, con sus iniquidades de deslave y desmoronamiento; ya en la montaña, con sus inmisericordes lluvias, vientos, nevadas, derrumbes y trasminares. Como se le planee tendrá que iniciarse con el desmonte, peculiar manera de abrir la tierra tumbando árboles, matorrales, removiendo piedras, sacando tierra, dinamitando granito, bordeando lo inamovible, y dejando todo listo para el siguiente paso. Pero el desmonte requiere de planeación y de meses y quizás años de luchar por establecer un diseño nuevo en el rostro de milenios de conjeturas geográficas. Donde existe una rivera seca, entre dos montes de pedregones tendrá que meterse el dinamitero a derrumbar esos dos gigantes encima de la barranca, y eso requiere de un cálculo preciso de cuánta carga dinamitera se utilizará. Para ello el atraque a veces podría ser de hasta doce metros de taladrar, lo que conllevaba varias semanas de hacer barrenos. (Barrenar es una tarea ardua y laboriosa, con índices altos de peligro, porque hay que andar cargando de aquí para allá los cartuchos de trinitrotolueno y los detonantes, y la paga es poca, aunque el caminero aprecia el nuevo aprendizaje explosivo). Luego del aparente desastre detrás de la explosión –ya que todo estallido resulta en caos– las máquinas (excavadoras y palas mecánicas, principalmente) irán rebanando las laderas de los montículos, dándole forma rústica a lo que ya se adivina por dónde será lo transitable. Esto es observado por el jefe de cuadrilla y los demás camineros con pala en mano, hundiéndose en la tierra recién descubierta y revuelta,
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húmeda con aroma a capa de subsuelo e indicios de pozo. Las indicaciones a los monstruos mecánicos son variadas y la labor del peón se circunscribe a observar y disfrutar del paisaje, quizás apenas si vierta combustible de vez en vez: su labor entrará después, en el calado del terraplén, cuando la carpeta sea ya inminente. Ser caminero constructor de grandes y largas carreteras significa ser un trabajador recio, aguantador y lleno de humor, sin importarle nunca presupuestos, partidas, jefes foráneos venidos de la capital o capataces iracundos de la región. Sólo se necesita picardía para mover la pala, ánimo de pico, imaginación incontrolable y amor al oficio. Para construir se necesita añorar el aroma del asfalto, la picazón del chapopote caliente sobre la piel, el mareo leve de embriaguez que brinda el petróleo a la hora de ser vertido sobre el terraplén y que sale humeante de las pipas regadoras. Se requiere tener el ánimo como la fogata que se hace para calentar los tacos y las ollitas de peltre llenas de verdolagas o frijol, fogatas que se construyen con leña y palos encontrados al mediodía, con el sol ardiente, a la orilla del camino construyéndose. Fogatas con aroma de manzanilla y de pino y que calientan los planes accidentados de la curva, las vicisitudes del puente, la consistencia de la mezcla, el clima frío que es impedimento para el aplanamiento, o el cálido que hace más incontenible el material. Un caminero sabe usar la pala, pero también se sube a la motoconformadora en caso de emergencia, y lo mismo banderea para interrumpir el tráfico o le da fogosidad al tránsito lento y pesado; sabe levantar todas las piedras de exceso y no uniformes de la mezcla y se bebe hasta la última gota del barril cervecero en días de fiesta; puede escalar en los peñascos para colocar señales de visión para el topógrafo o sumergirse en los pozos para señalar la profundidad de las aguas; a veces tiene que bajar de los vehículos en las nevadas para colocar cadenas sobre las ruedas, aunque también remueve rocas de miles de kilos hacia el abismo. En la construcción de la carretera nada sobra, todo mundo hace falta, todos se integran. Desde el ingeniero en sus planos y cálculos hasta el peón caminero con su reciedumbre e imaginación, pertenecen a una estructura movible y variada pero necesaria. Un caminero se parece en ocasiones al campesino que recorre el surco, sólo que aquí se camina en la hondo-
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nada que va abriendo la máquina, y ahí se siente la humedad de la tierra recién descubierta, sacada de su apacible oscuridad. Texturas, colores, aromas, esencias, mezclas, seres de la tierra, raíces arrancadas, piedras húmedas de tesituras varias forman la visión que el peón va descubriendo y grabando en su memoria. Se agacha recogiendo arenas, limos, terrones, rocas y lodos: todo lo saborea y lo tamiza con sus manos; todo ello es una limpieza de un plano que pronto se llenará de una combinación de sustancias que aplanarán el ambiente. Los ingredientes de la carpeta asfáltica son varios, y tal y como si se tratase de una receta culinaria en donde nada puede ser excesivo y todo tiene que tener su tiempo de cocción y su equilibrio, el caminero hacía lo pertinente. Y eso era antes de que llegara la modernidad con sus máquinas de excelencia y de tecnología irrebatible, donde el recicle es el dios a perseguir y la economía de la velocidad es su templo. Hoy un monstruo de cien metros de longitud se traga la carpeta vieja y va defecando una carpeta nuevecita –aunque más delgada que la antigua y de menos duración, cosa de la actualidad de desechos y consumos–. Así, nada es comparable con lo antiguo y las viejas maneras de hacer carreteras tenían algo de artesanía, de lentitud parsimoniosa en su construcción, de trama de escritura por sobre lo silvestre, y donde las equivocaciones podrían ser consecuencia de fatales accidentes futuros. Por eso los viejos camineros podrían haberse tardado meses en finalizar un tramo, mas este una vez terminado resistiría nevadas, derrumbes y vientos. Una escritura perdurable sobre el paisaje. Una acuarela de grata presencia. La trazadura sobre la planicie o sobre la montaña es lo principal. Una imaginación que exuberante crecía a partir de una realidad geográfica, una toponimia –porque Rumorosa significaba algo para construir el dromo de carros–, que era necesario entender, una atmósfera que habría que hacer cómplice y una horda disciplinada plurioriunda con la cual trabajar en armonía. Desde el recibimiento del chapopote, que era esperado con ansias para verterse sobre la tierra colorada para revolverla, hasta la acumulación del asfalto en sí en montecitos longitudinales, todo el proceso implicaba transformación, pero a la vez estadio y estancia. La tierra se mezclaba y cada vuelta de la cuchilla de la motoconformadora se transformaba no
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sólo en su consistencia –de seca y áspera a pegajosa y chiclosa– sino también en su color. Y así, otra vuelta de cuchilla, y del color amarillento rojizo se llegaba al ocre oscuro para finalmente lograr ese negro brillante, el color de la mezcla a punto de verterse y aplanarse. Mientras esto se lograba, una cuadrilla ya trabajaba sobre el terraplén: la base que recibiría el asfalto. Y éste se hacía de tierra del mismo terreno, estableciendo niveles con respecto al resto del paisaje. De manera que si se trataba de una curva, digamos, habría que considerar la falda de una montaña y sus pedregones, árboles o menudencias arenosas, y el voladero de la misma, lo que con el tiempo los fantasmas (señales de concreto para detención de vehículos) resguardarían. La carretera se hace de una sola vez, en un solo lugar y para siempre. Y aunque el paisaje se transforme o finalmente invada la urbanización, debajo de ella latirá todavía la idea de movilidad, idea de vida.
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La guerra del terraplén Desde la montaña se ven los caminos Hilos de tierra venas de piedra Suben hasta llegar al pie de los abedules Curvean entre los riachuelos transparentes Se ve a la distancia como si fuese caterpillar Una vagoneta amarilla que levanta polvo Y obreros camineros con palas y picos, lanzas y obuses Y tras de sí avanza un ejército rebelde, aguerrido Con la motoconformadora igual que cañón de grandes alcances Rasurando seductora el matorral invasor Y a la piedra obstructora rodándola hacia las laderas Y es que el camino deberá conformarse Para que la civilidad pujante pase y repase Lo que traerá consigo ruidos fenomenales Porque viene abriéndose camino Con explosiones derribando montes y cúspides Taladrando la cabeza dura de la altitud Volando por los aires piedras Toneladas de granito hecho polvo aéreo En una orquestación de máquinas, hombres y explosivos. Desde la montaña se percibe jubiloso El batallón que transformará lo silvestre En el terraplén que es base de la comunicación
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Vendrá a vuelta de lentitud la plancha de ruedas metálicas Y los neumáticos aplanarán como si fuese un gran pastel La superficie que será distancia más corta, tan breve Entre el deseo que surge y la espera deseosa de unirse Habrá subidas abruptas y curvas solitarias Y morirán en ambos bandos accidentadas carnes enfrentadas Abismos que la cuadrilla de obreros habrá que con sus risas Empatarán el sonido del eco de sus voces Con la grave presencia del halcón al planear sierra abajo En la búsqueda poética de su huidiza presa Y mientras en un respiro ¡A comer! Y compartirán la comida traída desde todos los rincones Desde las regiones más lejanas Donde la lumbre tuesta chile y trigo Maíz y tomates, café y soda Agua principalmente para la lengua quemada El rechingado lenguaje del picor paisano Y mientras la panza arde y descansa el callo del mazo El abismo sigue ahí escondiendo el espíritu De la montaña ahora tatuada por la máquina Y tasajeada en sus partes más blandas Porque el terraplén sólo se construye con héroes Donde la piedra no existe y la tierra se desmorona Así se va realizando lo que está en el plano Lo que el camión sueña recorrer veloz
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Y donde furioso el deportivo imagina estrellarse Pero eso será mucho después Hoy se hace a un lado la raíz recia y obstinada Y en el aire se respira el polvo removido La grama que muere tras el diesel quemado Y hace toser a capataces y peones, animales y ramas Así los cocineros corren a tapar sus ollas humaredas Para no reblandecer otra vez el fuego Y resoplar fulgurantes la carne encendida y deliciosa. Desde la montaña se ven los caminos Como si fuesen ríos de oro y rúas de cobre Acá en el mediterráneo ha sido difícilmente epopeya Construir el camino sinuoso y presuntuoso Porque la tierra es dura, maciza, es pétrea La piedra se hunde varios metros Tierra adentro y mar de oleaje al fondo Hace que la roca se endurezca con los siglos Es la vitalidad voluntariosa del caminero La que construye el terraplén piedra a piedra Terrón tras terrón y metro tras metro Así utiliza barrenos que se taladran Veinte metros en la entraña de la sierra Así coloca los cartuchos exponenciales de estallido Así corre a cubrirse detrás de una roca Así hace accionar el fusible Así estalla la carga y la tierra tiembla
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Y así Y se cimbra el espíritu del obrero escondido en el retumbar Y se siente el derrumbe de la geografía Así cambia el paisaje violentamente Mientras la montaña llora tierra y el lamento escinde Y se derrama hacia las barrancas Y así es ahora materia prima robada Para el asfalto chicloso mezclado con chapopote Desde la montaña se ven los caminos Aún no han llegado a ser negros Como si fuesen culebras de laguna caliente Que se deslizan en la superficie Y que brillantes seducen a quien las mire Así cautivan estas carreteras ondulantes Como si fuesen caminos llenos de misterio marcas de látigo en la espalda terrenal Igual que zorrillos negros de rayas blancas O escalones hacia las nubes algodonales El desmonte antes fue una guerra salvaje Entre los camineros y la vida silvestre en resistencia Animales huyendo sobre el matorral doblado y en llamas Aves en desbandada disparadas hacia el cielo Ciervos y conejos en una carrera hacia lo lejos Como si el fuego se acercase voraz tragando Y consumiendo a cenizas el país de lo intocable La comarca donde la virginidad ayer reinaba
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La invasión produjo desniveles, movimientos de tierra Aplastando cuevas y túneles del hogar de peludos sin tierra Y vinieron diques que detuvieron el fluir Taludes que sostendrán la modernidad Y serán soporte de todo lo ajeno a lo natural El comercio con sus engranajes dentados Y el filo de las cobranzas, los haberes del crédito Los intereses de la política monetaria y codiciosa El ahorro del tiempo que aquí se medía en milenios El terraplén soportará ferrocarriles Será aeropuerto para la carga explotable Camino y autopista para el sueño del progreso Habrá masacres porque desaparecerá el cuervo volátil Y el vuelo del águila no se verá nunca más Y la rata del monte huirá más allá del monte Y el felino félix maullará adolorido sin comida Habrá bajas en el ejército que no conoce armas En el batallón que vive sin bayoneta o bala Que no tiene automotores de ruido álgido Como si fuese una enfermedad incurable y fría Calculadora en insensible enfermedad civil Desde la montaña se ven los caminos Ahora de vehículos llenos de empuje Unos tras otros sin destino por llegar al regreso Y en fila interminable lo grisáceo se levanta Donde la paisajada de verde ya no se percibe
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Y el azul del cielo tristemente se ennegrece Y como un rosario de beata son los carros enfilados Lentos avanzando en la paradójica vía rápida Rebasándose codo con codo rechinando llantos o llantas Pelándose la dentadura de la madre por llegar a tiempo Amenazándose con defensas brillantes como cuchillos Chocando carrocerías y aboyándose las costillas Metálicas indiferencias ante las orilladas descomposturas Casetas de cobro será siempre Frígidas impotentes receptoras de conteo Cientos Miles Cienmiles de carros circulantes Sobre el terraplén dentado Sobre la carretera cerrada Sobre la ruina de hoyancos y baches Donde imperceptible y sutil Crece la hierba del monte invasora Que algún día regresará a tiempo pródiga a su terreno.
Bibliografía y discografía de adorno Libros Bachelard, Gastón (2000). La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica. --------- (2000). La poética de la ensoñación. Fondo de Cultura Económica. --------- (2003). El aire y los sueños: ensayo sobre la imaginación del movimiento. Fondo de Cultura Económica. Berlin, Isaiah (1953). El erizo y la zorra. Un ensayo sobre el enfoque de la historia de Tolstoi. Península. ---------- (2000). Vico y Herder. Ediciones Cátedra. Byrne, David (2013) Diarios de bicicleta. Sexto Piso. Ferrer, Christian (2005). El lenguaje libertario. Antología del pensamiento anarquista contemporáneo. Terramar ediciones. Flores Schroeder, Antonio (2014). Personajes de una ciudad sitiada. (Prosa poética hiperbreve). Center for Latin and Border Studies, nsmu. Leopold, Aldo (1949). A sand county almanac. And sketches here and there. Oxford University Press. Wood Krutch, Joseph (1949). The twelve seasons. A perpetual calendar for the country. W. Sloane. Zárate López, María de los Ángeles (2014). Densificación habitacional en una colonia popular. uabc. Discos acetatos If I could only remember my name (1971) David Crosby. Atlantic. Blows against the empire (1971) Paul Kantner. Who knows? The goat rodeo sessions (2011) Yo-Yo Ma, Stuart Duncan, Edgar Meyer & Chris Thile. Fiesta huasteca (1998) Trío Xoxocapa y Trío hidalguense. Alebrije. My name is Buddy (2007) Ry Cooder. Nonsuch Records.
Ensoñación de La Rumorosa, Baja California (1957- 1959). de Tomás Di Bella se terminó de imprimir en el mes de diciembre de 2013 en los talleres gráficos de RR Servicios Editoriales. José María La Roque 1475, Col. Nueva, Mexicali, Baja California. Para su composición se utilizó el tipo Luthier. El cuidado de la edición estuvo a cargo del autor. Su tiraje consta de 300 ejemplares.