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el afán de superarse a uno mismo Para progresar y lograr lo que deseamos, podemos buscar la fuerza en nuestro interior o en la comparación con los demás. Lo primero nos convierte en protagonistas de nuestra vida. Lo segundo puede ser una fuente de envidia y rencor.
S rosa rabbani
Doctora en Psicología y especialista en terapia familiar sistémica. Autora de Maternidad y trabajo (Icaria).
i interrogásemos a un grupo de personas sobre el sentido que le encuentran o dan a sus vidas, una de las respuestas más frecuentes sería, sin duda, que se trata de un sendero de crecimiento en el que hemos de aprender, cada día, a superarnos a nosotros mismos. Los estudios indican, en efecto, que la mayoría de las personas percibe, en sí, un fuerte sentido de la excelencia y siente, por lo tanto, la responsabilidad de cumplir ese deber consigo mismas. Constituye una facultad propiamente humana y tiene un nombre: afán de superación. Supone esmerarse en todo cuanto uno realiza; en dar lo mejor de nosotros mismos en cualquiera de los quehaceres y
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las relaciones que establecemos. En palabras de la escritora Linda Kavelin, en su Guía de virtudes, se trata de realizar un esfuerzo guiado por un propósito noble; un deseo de perfección, que no de perfeccionismo. Es no estar dispuesto a dar menos de lo que realmente somos capaces de dar. Es llegar a ser el mejor amigo, el mejor compañero, la mejor pareja, el mejor educador y el mejor ciudadano que podemos llegar a ser. Es una virtud cardinal por cuanto se encarga de conducirnos al éxito. Pero conlleva una condición: requiere de nosotros una dosis de valor para contrarrestar el miedo al fracaso que solemos sentir y que, a menudo, nos impide esforzarnos lo suficiente. Un temor que, tal vez, nos solemos generar de manera inconsciente para luego justificarnos, pensando que tampoco nos desvivimos mucho por alcanzar nuestra meta. No debemos confundir el deseo de mejorar con el perfeccionismo. Los filósofos suelen decir que uno de los rasgos diferenciadores de los humanos con respecto del resto de las especies es que somos perfectibles; es decir, podemos establecer un ideal y proponernos acercarnos a él. Pero aproximarnos a nuestro horizonte de perfección, cada día un poco más que el anterior, no implica hacer las cosas de modo perfecto. Cada persona tiene su propio proceso de
transformación, y a individuos diferentes les corresponden habilidades y cualidades diferentes a perfeccionar. Como parte de este proceso, debemos esforzarnos en conocer y asumir las debilidades de nuestro carácter y servirnos de nuestras fortalezas para reconvertir también aquellas en virtudes nuestras. Dicen que en la antigua China hubo un extraordinario pintor cuya fama atravesaba todas las fronteras. En las vísperas del año del Gallo, un adinerado comerciante pensó que le gustaría tener en sus aposentos un cuadro que representase a un gallo, pintado por este inigualable artista. Y ofreció una generosa suma de dinero por el encargo al viejo pintor. Este accedió, con una única condición: que debía volver un año más tarde a buscar la pintura. El comerciante soñaba con disfrutar de la obra durante el año del Gallo, pero decidió aceptar la condición. Los meses pasaron lentamente y el comerciante aguardaba a que llegase el ansiado momento de ir a buscar el cuadro que tanto deseaba. Llegado el día, se levantó al alba y acudió de inmediato a la aldea del pintor. Tocó la puerta y el artista lo recibió. Al principio no recordaba quién era. —Vengo a buscar la pintura del gallo… –le dijo el comerciante. —Ah, ¡claro! –contestó el viejo pintor.
Y allí mismo extendió un lienzo blanco sobre la mesa y, ante la mirada atónita del comerciante, dibujó un gallo de un solo trazo, con un fino pincel. Era la sencilla y bellísima imagen de un gallo que de forma mágica encerraba la esencia de todos los gallos que existen, existieron o existirán jamás. El comerciante contempló boquiabierto el resultado y no pudo evitar preguntar: —Maestro, por favor, contésteme una sola pregunta. Su talento es incuestionable, pero... ¿Era necesario hacerme esperar un año entero? Entonces el artista lo invitó a pasar a la trastienda, donde se encontraba su taller. Y allí le mostró las paredes y el suelo cubiertos; y las mesas, ocultas por enormes pilas de cientos y cientos de bocetos, dibujos y pinturas de gallos. El trabajo intenso de todo un año de búsqueda había desembocado en la imagen del gallo más bello nunca antes conseguida por otro artista. La cuestión más importante en torno a este rasgo del carácter (sentido de excelencia o afán de superación) es dónde reside el objeto de nuestra superación. Las dos opciones posibles son: superar a otros o superarse a uno mismo, dependiendo de dónde situemos el locus de control de nuestra acción y esfuerzo. El locus de control externo implica que nuestro proceso de desarrollo se centrará en superar al otro. Sin embargo,
este objetivo supone una enorme estafa a nosotros mismos. Nos comparemos con quien nos comparemos, y lo hagamos con relación al rasgo que lo hagamos, la trampa reside en que existirá siempre alguien que lo hará mejor que nosotros en tal o cual aspecto. Y, por lo tanto, esta opción nos generará enfermizos sentimientos de inferioridad y nos garantizará la infelicidad y amargura de por vida. Por el contrario, un locus de control interno nos convierte a nosotros mismos en el centro de atención. Es a nosotros mismos a quienes debemos superar, mejorando nuestro estado actual en las lides que nos ocupen. Son nuestros propios resultados o esfuerzos anteriores los que debemos sobrepasar, y no los de nuestro amigo o vecino. Sobre los de ellos no poseemos ningún control. Sobre los nuestros, disponemos de la máxima gobernanza y poder. Es la observación de nuestra evolución y el florecer de las aptitudes de nuestro carácter lo que nos produce un gozo intenso, un placer, incluso físico, como resultado natural de experimentar una progresión.
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Tenerse a uno mismo como referencia para progresar es la clave de la superación. La voluntad de crecer condicionada por los logros ajenos es entregar el control de nuestra vida a algo exterior y nos conduce a sentir frustraciones, celos, resentimientos, envidias y odios. Puede desarrollar en nosotros un sentimiento de inferioridad, que es una fuente incesante de sufrimiento. De todas cuantas emociones experimentamos, es la que más nos cuesta reconocer, por cuanto nos avergüenza y hiere la autoestima. En una ocasión acudió a mi consulta una señora que quería superar este sentimiento. Ante mi asombro, tardó cinco sesiones en formular claramente su demanda para empezar a trabajarla, lo que hice centrándome en la incapacidad para disfrutar de sus logros. Es realmente curiosa la creatividad que desplegamos para disfrazar nuestras envidias con los argumentos más extraños y zafios. Claro que es el único modo de vivir con ellas si no logramos reconvertirlas en su contrapartida positiva: superarnos con apoyo de los propios méritos. Rebajar a los demás para sentirnos superiores genera consecuencias devastadoras en la personalidad. Es causa y consecuencia de un sentimiento de inferioridad que, mantenido en el tiempo, nos intoxica y vuelve inseguros, desconfiados e infelices.
La envidia no se siente nunca por personas ajenas a nuestro entorno. No solemos envidiar a Cervantes, Beethoven o Einstein, sino a personas que forman parte de nuestro grupo de relaciones más cercanas. En numerosas ocasiones he atendido a parejas en crisis muy serias y enzarzadas en luchas de poder en cuyo fondo subyacía la envidia que uno sentía respecto del otro. Aunque parezca increíble, son frecuentes las rupturas que se dan por este tipo de razones. Recuerdo una pareja para la que todo funcionaba bien mientras él se mantenía prácticamente encerrado en casa sin ningún tipo de relación. Era un hombre afable y tranquilo, que establecía discretas sintonías con las personas allegadas del entorno familiar. Su esposa, una mujer temperamental y entusiasta, no podía soportar la admiración y el aprecio que las personas de su entorno sentían por su marido. Sus constantes boicots habían llegado a retirarle a él de toda vida social. Su matrimonio, de esta forma, discurría revestido de una aparente calma. No obstante, él se veía sumido en una profunda depresión que era la razón por la cual acudía a mí.
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El marido superó con éxito la depresión, pero la pareja pagó un precio amargo por la envidia que corroía a su mujer: se separaron. Algunos años más tarde, fue ella la que acudió a mi consulta; esta vez con la conciencia más clara de lo que había ocurrido realmente durante largo tiempo en su vida y en su matrimonio, y con la firme intención de superar este veneno letal. Para la desintoxicación de este veneno no existen atajos. La clave es ser conscientes de las lesiones que nos puede llegar a producir. El firme propósito de superar la envidia, junto a la concentración de toda nuestra energía en identificar nuestros talones de Aquiles y fortalezas, es lo que nos protegerá de tomar por referencia los logros ajenos. Cuentan que un buen día, en las profundidades del bosque, una serpiente avistó una luciérnaga e inmediatamente empezó a perseguirla. Esta echó a correr veloz y asustada por la feroz depredadora. Huyó durante todo un día pero la serpiente no parecía desistir. Pasó el segundo día huyendo y, finalmente, el tercero, exhausta y sin fuerzas, paró de repente y, volviéndose hacia la serpiente, le dijo: —¿Puedo hacerte una pregunta? —No he tenido este precedente con nadie, pero como te pienso devorar en breve, puedes preguntar lo que quieras –le contestó la serpiente.
—¿Pertenezco, acaso, a tu cadena alimenticia? —No. —¿Te hice algún mal? —No. —Entonces, ¿por qué quieres acabar conmigo? —Porque no soporto verte brillar. Alegrémonos por los éxitos ajenos. Convirtámoslos en los verdaderos motivadores para emprender nuestro propio camino. Cada vez que observemos algo bueno en los demás, y que creamos no poseer, podemos decirnos: “Si otros han podido desarrollar esta capacidad –o lograr tal progreso–, es porque se trata de una facultad humana, de un don interior común a todas las personas, solo que yo aún lo tengo por fecundar”. Y, a continuación, repasemos nuestra biografía y dejemos que nuestros propios triunfos del pasado se conviertan en las fuentes de energía y los puntos de apoyo que necesitamos en ese momento para sacar rendimiento a esa latente capacidad que todavía nos queda por explotar. Juzguémonos, siempre, no por lo que somos sino por lo que podemos llegar a ser. i