Encuentro en el antiguo

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La virgen del Llano Rubén Álvarez


Aquel domingo un frío tenaz dominaba el cuerpo de Eduardo; un estilete helado que entumecía la carne y parecía separarla del hueso. El joven pensó en un principio de extraña gripe —algo inusual en él porque rara vez guardaba cama por catarros y dolencias similares— pero en su frente no encontraba la tibieza de la fiebre ni su cuerpo demandaba refugio bajo las sábanas. Notaba, más bien, una garra intentando arrancarle las entrañas. La sensación era repelente, en sí misma, y también porque le hacía sentir débil, pusilánime y temeroso y eso, a él, un hombre cuya principal razón vital era la superación de cualquier obstáculo que interfiriese en su santa voluntad, no le agradaba en absoluto. No era una resaca porque aquella noche no había encontrado ningún compañero de juventud extraviado ni una damisela desinhibida con ganas de intimar al son de los “cacharros”. ¡Vaya fracaso de sábado, sin sentir en los labios el regusto de una piel femenina! Sea lo que fuere, aquella extraña sensación le estaba jodiendo bien el día. Eduardo bebió un café mediano en un barín —no llegaba a bar, dada su angostura y cutre ambientación— que levantaba temprano la persiana para pescar noctámbulos de estómagos agriados por el trasiego de alcoholes varios. La bebida caliente, contra lo que esperaba, no le ayudó a recuperar la temperatura corporal. Visiblemente cabreado, decidió dar por finalizado el callejeo matutino y volver a casa. Al salir del establecimiento, cruzó en diagonal la plaza de la catedral, sin dignarse a malgastar un segundo en contemplar el altivo faro protector de la capital asturiana; imaginó una estatua de La Regenta más ligera de ropa y enfiló la desierta calle de la Rúa (nombre que le hacía mucha gracia al empollón de su primo Lucas: “es como decir calle de la calle”), espantando con su taconeo a los gatos guarecidos en umbríos portales, nietos de aquellos que espiaran los paseos de olvidados canónigos. Al comienzo de la calle Cimadevilla, Eduardo vió a un mugriento vagabundo que, precariamente apoyado en una papelera timbrada con el escudo municipal, escupía un discurso ininteligible a los vacíos balcones. Pero no fue esto lo que le llamó la atención: por encima del sombrero del hombre, bajo el arco del Ayuntamiento, el joven distinguió una figura familiar: la virgen del Llano. Cuando era pequeño y aún sufría la disciplina familiar en el pueblo, su hermana Laura despuntaba entre las aldeanas (regordetas y coloradas, tan bien criadas como los xatos de sus caserías) por su delgadez, su blanca piel —casi transparente—, sus ojos de aguamarina, su cabello de hilos de plata, su voz susurrante como los arroyos en el deshielo. Ella no caminaba, sino que se deslizaba como un ser incorpóreo, un ángel. De la admiración vecinal nació el mote de la virgen del Llano (por el nombre de la casa familiar), y ese mismo cariño le auguraba un futuro excepcional con carrera


y un piso compartido con un príncipe azul de posición acomodada. Sin embargo, una excesiva protección de los padres (que no quisieron perderla del todo, como ocurrió con Eduardo cuando éste empezó a diseñar su vida según sus impulsos) logró que finalmente la chica dejara de levitar y hundiera sus pies en el barro de la aldea: cortejó al mejor partido del concejo y se casó con él, pese a los consejos de su hermano. Eduardo quiso atraer la atención de Laura con un gesto de la mano, pero no fue necesario porque ella apareció súbitamente, después de recorrer media calle y sortear al vagabundo —sin fragmentarlo en montones de cartones y basura— en un segundo casi imperceptible. La chica estaba más blanca que nunca, casi transparentaba su piel, y unas ojeras afeaban ostensiblemente su mirada, habitualmente tan serena. —Hola, Laura, guapa. ¿Qué tal? ¿Cuánto hace? ¿Desde Navidad, quizá? —Hola, Edu. Dame un abrazo, anda — replicó, con triste sonrisa ¡Hace tanto que no nos llamas! —¿Qué ocurre, Laurita? — El joven la estrechó entre sus brazos, sin sentir la sangre circulando bajo la piel de su hermana. El frío era insoportable, como si la calle estuviera totalmente congelada, aunque corría el mes de mayo. —Nada, lo de siempre: he discutido con Víctor, nos hemos dicho de todo y… Nada importante… Eduardo quiso enrojecer de ira. El frío paralizaba las reacciones de su cuerpo y sólo consiguió desahogarse verbalmente: —¡Te ha pegado, ese pedazo de cabrón te ha pegado! ¡Voy a buscar a ese hijoputa ahora mismo y le voy a arreglar el careto a hostias! —Déjalo, Edu. Solo fue un calentón, después se disculpó. No te enfades con él, recuerda que erais amigos. Me ha prometido que va a cambiar… —Fuimos amigos, de críos. Pero eso pasó. Sabes que nunca me gustó para ti. Sé de sobra que te pega, te ha pegado y lo seguirá haciendo. —Pero yo… en el fondo, no es mal tío, también yo me propasé hablando… Ya lo dice mamá a veces, las mujeres pecamos de charlatanas… Él estaba muy arrepentido. —Arrepentimiento… ¡Ja! Tengo compañeros en el periódico que están cansados de escribir acerca de casos como el tuyo. Y, créeme, pocas historias de éstas acaban bien. —Edu, de verdad, déjalo. Ahora ya no podrá hacerme más daño… Un son céltico interrumpió las palabras de Laura. La música de Clannad se expandía por el aire matinal desde el insignificante altavoz del móvil. Eduardo agachó la cabeza mientras sacaba el teléfono del bolsillo del parka. La pantalla mostraba una palabra: mamá. El joven alzó la vista a la vez que pegaba la oreja al móvil y ya no vio a su hermana. Miró alrededor pero no halló rastro de Laura en las calles adyacentes. A través del teléfono


alguien trataba de contarle algo entre sollozos, pero Eduardo, desconcertado, no entendía nada. El vagabundo, borracho como un sumiller enajenado, estaba a su lado y con una sonrisa sardónica le decía a gritos: —¡Tú sí que estás como una cabra, hermano, como una puta cabra! ¡Pues no lleva el tipo media hora aquí plantado, hablando sólo!


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