LAMPA CAL Y CANTO El viaje de la percepci贸n Construyendo mi ciudad
La micro rural es torera, ruge al venir caminando, se mueve despacito por la vejez. Se agita más en invierno, es como si el frío le calara las entrañas. Se espera en el paradero hasta que se asoma tímida, luciérnaga. Así es la Lampa- Cal y canto, de esos micros museo, que andan en las orillas de la ciudad, fantasmas. Así era el obrero que reconocía en mi adolescencia, al subir al micro, por el andar cansado, y la mochila gastada por el trajín. Ese señor que aprendí a conocer por un fin honestamente práctico, del cual hoy me siento culpable.
Me fijaba en él porque jamás llegaba a Santiago, siempre bajaba a la mitad de la Panamericana Norte, entonces me iba cerquita, asechando, a ver si alcanzaba por lo menos media hora de asiento. De tanto estudiarlo, se me metió en los ojos, me gravé su mirada. En cierto sentido, comencé a pensar que debía pedirle perdón por ser yo la que siempre llegaba a Santiago, por tener la mochila nueva que me compraban mis padres cada año y por abusar de sus cansancios, de sus bajadas antes, para reposar un cuerpo juvenil. ¡Un malsano cuerpo juvenil! Malsano, por cansado.
Porque ¡Naciste cansada me dijo un día mi madre! , porque no quería poner la mesa, y era cierto. Ese nacer cansada, me daba vergüenza, porque sabía que no se parecía al cansancio de verdad, el cansancio duro y verdadero del hombre o la mujer que trabajan. Entonces a veces, miraba mis manos, tan pulcras, pues había heredado las manos largas y los dedos formaditos de mi madre, y jamás me había mordido las uñas, porque no tenía hijos que alimentar, ni gastos que suplir. En mí reposaban las preocupaciones, estaban dormidas. Tal vez algún día renacerían luego de años de silencio.
Pero era improbable, porque mi micro siempre era la que llegaba a Santiago, mi jumper enarbolaba la insignia emblemática capitalina, de la mujer del futuro. O al menos así decían en los discursos inaugurales. Y la mujer del futuro, esa que llega hasta Santiago, no tiene olor a fritanga en la sangre, en general ocupa Chanel nº 5, camina altanera y usa medias en invierno. Una de esas sería yo. Pero entre tanto viaje, entre el balanceo constante del micro provincial, en medio de los olores a gasolina en que vive este pueblo cansado, había aprendido una cosa: la micro arroja ingrata en el camino, parada a parada, a los representantes de las distintas ciudades antes de la ciudad.