26. NADA QUE ESPERAR TOM KROMER 27. LA EDUCACIÓN DE UN LADRÓN EDWARD BUNKER 28. GALLO DE PELEA CHARLES WILLEFORD 29. REPUDIADOS OSAMU DAZAI 30. GLANBEIGH COLIN BARRETT 31. CUTTER Y BONE NEWTON THORNBURG 32. LA ESCENA CLARENCE COOPER JR. 33. DELINCUENTES DE MEDIO PELO GENE KERRIGAN 34. CARTER TED LEWIS 35. EL DECLIVE OSAMU DAZAI 36. MORIR EN CALIFORNIA NEWTON THORNBURG 37. LA LEY DE CARTER TED LEWIS 38. DRUGSTORE COWBOY JAMES FOGLE 39. NO SOLO MORIR TED LEWIS 40. EL CORO DE MEDIANOCHE GENE KERRIGAN
Pero al anochecer, con el bolsillo contento de sueldo y el cuerpo embrutecido de tanto conducir, mi espíritu se rebela, morboso, contra una peculiar afección de la rutina, y todos los bares, cafés, esnacs, pubs, discos y salas de fiesta, todas las plazas, ramblas y terrazas de la gran Barcelona (desde Mataró hasta Sitges incluyendo Granollers y Sabadell), no son suficientes para saciar mi sed. De alcohol y de vida en general. Y es que eso de portarse bien de verdad es muy complicado para los yonquis de pura cepa. Jordi Cussà irrumpió con fuerza en la narrativa catalana con Caballos salvajes (2000), novela de culto que sorprendió a críticos y lectores por su fiel retrato de un mundo marginal —el de la adicción a las drogas duras— poco transitado por los escritores catalanes, y por sus innovaciones lingüísticas y estilísticas. La novela, que narra de forma coral las aventuras y desventuras de un grupo de amigos que se dedican al tráfico y consumo de heroína y otros estupefacientes en la Cataluña de los años ochenta y noventa, es un relato perturbador, ágil y poético de «la generación de los pringados», en palabras de su protagonista. Una generación que galopó entre el éxtasis y el averno hasta que la adicción, o el sida, truncó sus vidas y que encontró en Jordi Cussà, uno de sus supervivientes, al mejor cronista posible. «Aquí hay una ambición y una competencia literaria mayúsculas.» Ponç Puigdevall (El País)
Jordi Cussà Balaguer
25. LOS REYES DEL JACO VERN E. SMITH
Jordi Cussà Balaguer
caballos salvajes
CABALLOS SALVAJES
ÚLTIMOS TÍTULOS DE LA COLECCIÓN AL MARGEN
«El retrato estremecedor y necesario de toda una generación. Un collage narrativo único e incomparable.» Jaume Huch
Jordi Cussà Balaguer (Manresa, 1961) vivió en primera persona el arrebato de la heroína y el infierno de la adicción, una experiencia que reflejó en Caballos salvajes (2000), su primera novela, y en Formentera Lady (2015). Hoy en día, Caballos salvajes se considera una obra de culto de la literatura catalana por su fiel retrato de un mundo marginal y por sus innovaciones lingüísticas y estilísticas. Autor de once novelas, dos libros de relatos y un poemario, Jordi Cussà es también dramaturgo y actor, y ha traducido al catalán obras de Patricia Highsmith, Chuck Palahniuk y Truman Capote, entre otros autores. En más de una ocasión, ha declarado que le gustaría que lo vieran «como un escritor que un día fue yonqui y no como un yonqui que un día escribió un libro».
41. KENTUCKY SECO CHRIS OFFUTT 42. UN DÍA MÁS EN EL PARAISO EDDIE LITTLE 43. NOCHE CERRADA CHRIS OFFUTT
sajalín editores
44. CABALLOS SALVAJES JORDI CUSSÀ BALAGUER 9 788494 850189 BIC: FA
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Sobredosis natural Faith has been broken, tears must be cried, Let’s do some living, after we die Wild Horses, The Rolling Stones
No es de extrañar, sino más bien lo contrario, que la primera de estas historias empiece en un entierro. Pero en vez del típico día de invierno, crudo o lluvioso, se dio un entierro tórrido, en plena canícula veraniega. Dentro de la iglesia se estaba bien, por lo menos de temperatura, porque las iglesias, ya se sabe, son como frigoríficos naturales, pero cuando («Hermanos, id en paz…») subimos a los coches a esperar el féretro para acompañarlo hasta el cementerio, el bochorno reconcentrado en el interior del vehículo era tan opresivo que amenazaba con asfixiarnos. En mi querida Marlene, siguiendo la furgoneta transportacadáveres, viajábamos, sin aire acondicionado, Eulàlia (que por aquel entonces aún ejercía de amante mía), Lídia (que ejercía de lo mismo con Fermí), Fermí en sí mismo (el inevitable Mín), y yo (Alexandre Oscà Punyol), que conducía. Hace nueve o diez años, Fermí, yo, y la difunta, Lluïsa Cabellera Enbosc (hoy llorada por padres, hermanos y amigos) habíamos formado una auténtica célula unifamiliar, mucho más auténtica que las convencionales. En realidad, lo compartíamos todo. Y cuando digo «todo», quiero decir absolutamente todo: techo, mesa, coches, fiestas, drogas. A veces incluso a las o los amantes, y a menudo, como hermanos, también la cama. Y yo, por otro lado, había sido su compañero, en Ibiza, durante los últimos meses de 1975, y otra vez,
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después de las aventuras de Pont de Suert, durante el terrible 82. Por eso, a pesar de la rabia del sol, nos sentíamos obligados a ir al cementerio a sufrir nuestro grano de impotente nostalgia. Ojalá de camino hubiéramos pinchado las cuatro ruedas y quemado el carburador. Dentro de la ciudad de los muertos no penetraba ni un retazo de brisa y las pocas sombras disponibles cerca del nicho ya las había ocupado la familia. Así que tuvimos que plantarnos bajo una implacable ducha de cuarenta grados con nuestras estúpidas ropitas de quedar bien. Recuerdo que, sin querer, empecé a imaginar los morbosos procesos bioquímicos que en ese mismo instante se desarrollaban dentro del féretro. Y que, a pesar de mis esfuerzos para desviar mi pensamiento hacia otras cosas, lo único que conseguía era «ver» a Lluïsa envuelta en un exquisito vestido azul que no se había puesto nunca, transformándose, en aquel momento preciso, en hongos y gusanos y vacío. Curiosamente, por decirlo de alguna forma, no «veía» a la Lluïsa de las épocas recientes, al borde del colapso físico a causa de los batacazos del sida y el abuso de la metadona, sino a aquella Lluïsa llena de gracia, hembra inteligente y espléndida en más de un sentido, que había conocido en Ibiza hace doce o trece años. Un engranaje de la porción subconsciente de mi cerebro, que ya hacía tiempo que no podía gobernar, me obligó a la terrible tortura de recordar aquella gota de nirvana: ¡parecía tan lejana la felicidad adolescente de las islas! En lugar de doce años, en mi alma en ruinas habían transcurrido doce siglos. De buena gana, habría dado dos dedos de mi mano derecha a cambio de quitarme la americana y desabrocharme la camisa, y todos los de la izquierda a cambio de encontrarme en la terraza del barmáscercano con un martini seco, helado y doble, deslizándose por mi garganta. No pude racionalizar el motivo, pero el sudor,
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que me empapaba hasta el ahogo las axilas, la entrepierna, los pies, las manos y la cabeza, me hacía sentir sucio entre comillas, o quizá culpable, simplemente. Al final, como de costumbre, nada nos sirvió de nada: ni el sacrificio de haber asistido a la escenificación del infierno, ni el detalle de haber venido con ropa convencional. Alguien, días atrás, había decidido que nosotros éramos, sí, los culpables, y después de media hora larga de rituales de albañilería bajo una vaharada capaz de ahogar al mismo Neptuno, cuando ya habíamos salido del recinto sagrado, Pep, el hermano de Lluïsa, nos alcanzó por detrás e hizo volverse a Fermí de un manotazo en el hombro izquierdo. —¡Mira que atreverte a venir aquí! ¡Tendrás cojones! ¡¡Pero quizá un día se te caigan, de tanto columpiarlos!! Todos comprendimos de qué coño estaba hablando. Y también que no era ningún tipo de broma ni de bruma, sino una tempestad en toda regla. —¿Qué te pasa, Pep? ¿De qué vas? —le dije con voz blanda. —¡Tú calla, hijoputa, que eres el primer culpable! Repep, como lo solía llamar su hermana, estaba completamente fuera de sí: una impotencia colérica, que yo en realidad compartía, se había apoderado de su dolor, y si hubiese podido nos habría aplastado a los dos como quien pisa un escarabajo. A Pep, yo lo conocía un poco de cuando me instalé con Lluïsa unos meses en su apartamento de Blanes, precisamente durante el terrible 82. —No sé de qué cojones hablas. Ni creo que este sea el lugar del momento —le contesté sin variar la voz. —¡No te pongas gallito conmigo, hijoputa, o te lo diré de otra forma! —Subid al coche —nos ordenó Eulàlia, interceptando a Pep para evitar que la agresividad terminara en golpes.
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Mientras, el acompañamiento había salido del cementerio y en el momento de las despedidas y los últimos pésames se había encontrado con esta triste escena. —Será mejor que subamos, Lex —intervino Fermí girándose hacia la Marlene. —Será mejor, sí —murmuré yo siguiéndolo, entre cabreado y avergonzado—, porque si vuelve a llamarme hijoputa… Y entonces fue cuando Pep Repep perdió el norte, los papeles y los estribos: —¿Qué has querido decir con eso? —gritó, tirando a Eulàlia al suelo de un empujón y lanzándose hacia mí justo cuando me daba la vuelta por segunda vez. No soy una persona violenta, lo prometo, pero si hay algo que me enciende es ver a un hombre hecho y derecho (Pep ya pasaba de los cuarenta tacos y medía más de 1’80) maltratando a una mujer físicamente. Más aún si la mujer no pesa más de cincuenta kilos y es, en ese momento, mi compañera. De forma que, tal como avanzaba el gesto, terminé de girar sobre el pie izquierdo echando el derecho hacia delante y hacia arriba tan de prisa como pude: Pep chocó con mi pie como mínimo a diez kilómetros por hora, y caímos los dos al suelo, sobre la grava que cubría el aparcamiento del cementerio, y entonces Mín y tres o cuatro figurines del acompañamiento vinieron a restablecer la paz. Aunque en realidad la guerra había ya terminado: Pep se retorcía en espasmos de dolor, falto de aliento, con las piernas y los brazos plegados sobre un punto entre el pubis y el ombligo, y yo me levantaba, a la pata coja, para ir a ayudar a Eulàlia, que también se levantaba a la pata coja socorrida por Lídia. Pero con una quemadura de grava de diez centímetros en la parte blanda del muslo como souvenir.
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Recuerdo que mientras Mín me empujaba hacia el coche, miré al capullo de Repep de nuevo por si quería otra con la otra pierna de parte de su añorada hermana, pero él, rodeado de familiares y amigos, seguía agarrotado en el suelo. La actitud de los que lo rodeaban, por otro lado, me impulsó a dar cuatro saltitos e instalarme detrás del volante. Salimos de aquella, como de tantas otras, con algunos rasguños y los neumáticos chirriando. A excepción de largarnos del pueblo sin siquiera reponer carburante, o sea martini, no puedo establecer ningún tipo de orden secuencial sobre el resto del día. La siguiente escena impresa en la parcelada memoria del yo que yo entonces era, cierta aunque nebulosa de heroína, muestra a Fermí, en calzoncillos y sudando como una esponja, bajo la sombra nocturna de la magnolia que acunaba el patio de la casita de las niñas, en la calle de les Acàcies, Barcelona, preguntándome, con el cuerpo dentro de la jeringuilla pero la conciencia bien despierta, si en realidad no éramos nosotros los culpables. Le contesté, si la memoria no me ha tergiversado la experiencia como tantas otras veces, que culpables no éramos, pero que yo, sin saber por qué, me sentía muy culpable. Lo que no podría asegurar, aunque la vida me fuese en ello, es si sucedió la noche misma del entierro o al cabo de un mes.
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