Un día de fuego. Cuentos completos de Beppe Fenoglio

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Un día de fuego

Cuentos completos de Beppe Fenoglio Traducción de Pepa Linares

sajalín editores

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Un día de fuego

A finales de junio Pietro Gallesio dio la palabra a la escopeta. Mató a su hermano en la cocina y dejó seco en el patio a su sobrino que salía al disparo; la cuñada estaba en la lista, pero apareció detrás de una reja con la niña más pequeña en los brazos y entonces Gallesio, en vez de disparar, bajó corriendo a la casa parroquial de Gorzegno. El párroco llegaba en aquel momento de visitar a un moribundo del otro lado del Bormida y Gallesio lo fulminó por la calle de un balazo en la sien. Fue el mayor suceso ocurrido antes de la guerra de Abisinia.* La mañana de la matanza de Pietro Gallesio era para mí una jornada normal de vacaciones en San Benedetto, separado por una única colina del pueblo en el que Gallesio había nacido, vivido y matado. Me enteré del hecho hacia las diez de la noche, ya en mi cuarto de la buhardilla, con la oreja pegada a una rendija de las baldosas del suelo que había justo encima de la cocina, donde mi tía, mi tiastro y los vecinos de la oficina de correos hablaban con voces ora sofocadas ora tonantes. Según ellos, no se podría dormir en toda la noche a causa del continuo estrépito de los camiones de carabineros que convergían en Gorzegno procedentes de Alba y de Ceva; se afirmaba por ahí que el brigadier de Cravanzana había telefoneado a la comandancia superior y había dicho que para Gallesio se iban a necesitar no menos de cien hombres. *  Duró siete meses, entre los años 1936 y 1937. (N. de la T.)

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Sin embargo, yo dormí como cualquier otra noche y me desperté más tarde de lo habitual. Al salir a la luz del sol me sorprendió ver a mi tiastro sentado en un tronco al abrigo de nuestra pared, masticando tabaco ya. Enseguida quise saber por qué y me contestó que la tía lo había obligado a quedarse en casa por miedo a que el prófugo Gallesio recorriera los bosques del Gerbazzo y él se lo viera apuntándole con el fusil en un momento en que por casualidad enderezara la espalda. —Y pensar que no tengo ningún miedo de Gallesio —dijo. Yo lo admiré. —¿Te atreverías a luchar con él? —No lucharía con él. Quiero decir que estoy seguro de que Gallesio no nos haría ningún mal ni a mí ni a ningún cristiano como yo. —¿Tú conocías a ese Gallesio? —Lo vi una vez en la feria de Cravanzana. Lo miré a los ojos, aquellos ojos que una vez se llenaron de la figura de Gallesio, pero de pronto los dos tuvimos que levantar la cabeza porque el cielo de Gorzegno había empezado a sacudirse como una sábana tendida expuesta a las ráfagas de aire. —Los carabineros —dijo mi tiastro, levantándose—, son los carabineros, que disparan. Lo han descubierto. Quién sabe dónde, quién sabe en qué lugar del Bormida. —Estaba muy erguido, atlético y desvencijado al mismo tiempo, ya no movía una pestaña y el tabaco le manchaba las comisuras de los labios. La 501 de Plácido apareció por detrás de la iglesia y se dejó caer unos metros en punto muerto. Tres, cuatro, cinco hombres del pueblo se subieron al asalto mientras Plácido les decía entre blasfemias que lo hicieran con cuidado y que no le estropearan la furgoneta, ya que por aquella especialísima carrera a Gorzegno cobraba una tarifa que a duras penas le daba para la gasolina. La furgoneta continuó en punto muerto y frenó justo delante de nosotros. Plácido sacó la cabeza para decir: 318

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—Fresia, ¿qué haces ahí? Vamos a Gorzegno a ver la batalla de Gallesio con los carabineros; por dos liras os llevo y os traigo. Mi tiastro se moría de ganas, pero de inmediato salió del interior la voz gélida de mi tía. —Fresia no va —le dijo a Plácido—. Fresia no se gasta dos liras en ir a Gorzegno para ver a un don nadie y quién sabe si para recibir en la cabeza la primera bala perdida. —Pero si nos protegemos detrás de los árboles —dijo uno de la expedición—. Deje que venga su hombre, que él hizo la guerra y podrá darnos muchas explicaciones. —¿Sabe, Fresia, quién dirige la acción? El capitán de Alba en persona. Si no hay cien carabineros, no hay ninguno. —¿Cómo cien? Serán doscientos. Están también todos los de Millesimo. Mi tía dijo sin mudar el tono de voz: —Váyase, Plácido, no pierda el tiempo, porque mi hombre de San Benedetto no se mueve. Plácido, conocedor de mi tía, metió la marcha. Mi tiastro apartó las manos de la capota y preguntó en voz alta: —Pero ¿dónde han descubierto a Gallesio? ¿Andaba por los bosques? —¡Qué va! —respondieron todavía a tiempo desde la furgoneta—. Había vuelto a su casa. Se ha encerrado en el henil y allí se defiende. Tiene cien cartuchos. El barba roja de Feisoglio le ha vendido la pólvora y las balas. La furgoneta partió. Mi tiastro se volvió a mi tía. —¡Golfa! —le dijo con tal intensidad que con la palabra se le escapó un perdigón de saliva tabacosa. Ella, en vez de inmutarse, le respondió con aquella calma suya: —Sí, claro, pero yo por ahorrarme las dos liras de la carrera voy a pie hasta Alba y tú estabas dispuesto a tirarlas por irte a ver el teatro de Gallesio. Volvió a entrar en casa y enseguida reapareció con el desayuno para mí: dos rodajas de pan ovales y pálidas como peces con unas 319

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espinas de mermelada. A él también le dio de comer: una hogaza del tamaño de un sombrero y un culetín de salchichón que mi tío apoyó contra su enorme pulgar terriblemente arañado. —Luego me cortas la leña y me sacas el agua —le dijo, y se retiró. Comimos juntos, espantándonos recíprocamente las moscas. Mi tiastro rezongaba como un buey y a mí me hacía sufrir porque entonces yo era delicadillo, aunque aquella mañana le tenía simpatía y estaba decididamente de su parte. Todavía conservaba entero el escudo de plata que me había dado mi madre al marcharme, y le habría proporcionado con gusto aquellas dos liras para que me compensara con el relato de los hechos de Gorzegno, pero no sabía de qué modo ofrecérselas. Por lo demás, parecía ya resignado, aunque de vez en cuando soltaba por aquella bocaza un sonido que se asemejaba a la consabida palabrota para la tía. Continuaba oyéndose el flip-flap en el cielo. Al rato mi tío dijo: —Mira cómo se defiende, cómo planta cara. ¡Gran cazador que ha sido Gallesio! Y luego se levantó porque había entrevisto pasar un montón de hombres por los calveros del Gerbazzo, todos a buen ritmo, como si llevaran a los alemanes pegados al culo, y no cabía duda de que se daban prisa para ver la batalla de Gorzegno. Mi tiastro bajó los brazos con tal abandono que el pan se le escapó de las manos y cayó al suelo. Cuando acabamos de comer, cesaron los disparos abajo, en Gorzegno, y mi tiastro dijo: —Ya se habrá terminado. Gallesio estaba muy solo, por eso no me fui con Plácido. Podía acabarse antes de que hubiéramos hecho la mitad del camino. Venía hacia nosotros Scolastica, la funcionaria de correos, anunciada por el olor a orina que despedía siempre la enorme falda que nunca se mudaba. —Fresia, usted que estuvo en la Gran Guerra, ¿eso eran disparos de verdad? —dijo. El sol arrancaba reflejos pavorosos a sus gafas de un dedo de grosor. 320

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—Sí, Scolastica, eran los disparos de Gallesio y de los carabineros. En aquel instante los escopetazos azotaron de nuevo el cielo. —¡Ay! —se lamentó la vieja—, ¿pero es que van a durar mucho? —Eso espero —rezongó él. Detrás estalló la voz de mi tía. —Pero, desgraciado, delincuente, ¿también tú estás de su parte? —¡Vieja golfa!, yo estoy de parte de quien me da la gana. Se entrometió Scolastica: —Pero si ha matado a la mitad de sus parientes y sobre todo a ese buen párroco. —Por ese lo siento yo menos que por todos los demás —gritó mi tiastro—. Esos cerdos de curas que siempre andan diciéndote: «Mira allí, detrás de aquella esquina, que está el coco», y tú les haces caso y te asomas a mirar y ellos aprovechan para robarte a tus espaldas la mujer y los bienes. —¡Asqueroso! —gritó mi tía—. No te permito hablar así de los curas. Acuérdate de que tu mujer es madre de un chico que estudia para serlo. Scolastica, semejante a una elefanta, había salido pitando y mi tiastro dijo a su espalda: —No es de extrañar que se vaya, era la amiga del antiguo párroco. A mi tía no le faltó más que sacarle los ojos. —¡No escandalices al chico! Ve a cortarme la leña y corta para varios días, ya que por culpa de ese asesino de tu Gallesio hoy no puedo mandarte al campo. Allá fue, escupiéndose ya las manos, y como yo me disponía a seguirlo, la tía me dijo muy seca: —¡Ay de ti como lo sigas! No sea que al acabar el verano te me vuelvas a Alba con el alma estropeada para siempre y tu madre suba hasta aquí para arrancarme uno a uno los pelos de la cabeza. Haz una visita a Marcelle. Se trataba de la hija de doña Louisette, una mujer de San Benedetto que había tenido la rara oportunidad de casarse en 321

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Montecarlo: era el primer verano que pasaba en el pueblo de su madre y se había convertido de inmediato en un problema encantador, siempre con un vestidito tan corto que dejaba ver medio palmo de braguitas; todo hasta que el cura hizo una observación a la madre; claro que desde que vivía en Montecarlo doña Louisette ya no hacía caso de los curas. Marcelle resultaba demasiado exuberante para mí, tenía que someterme a ella todo el rato y cada cinco minutos me llamaba M… y «macarroní». Cabe imaginar mis pocas ganas de desperdiciar con ella una mañana tan extraordinaria. Fui de todos modos porque a mi tía no se la podía contradecir en nada, pero por suerte la señora Louisette me avisó desde la ventana de que la petite no estaba, pues se había marchado con su padre a Bossolasco en el Peugeot, aquel coche cuyo capó puntiagudo me daba tanta risa. Así que pude regresar donde mi tiastro, al que oía dar golpes con el hacha, y por temor a que mi tía me interceptase, en vez de pasar por delante de la casa, rodeé por el cerezal del viejo Braida y, tomando por el juego de petanca, llegué hasta donde estaba él. Me senté delante, a una cierta distancia a causa de las astillas, pero no tan lejos que no me llegara el olor acre de su sudor. —No oigo bien con este ruido —me dijo—. ¿Siguen disparando en Gorzegno? —Siguen. —¡Se lo ha jurado este Gallesio! —dijo entre dientes. Entonces le pregunté por qué había disparado Gallesio contra toda aquella gente. —Le han hecho una guarrada. —¿Cómo? —Le han hecho faenas. —¿El párroco también? —Ese el que más. —¿Qué faenas? —Con los intereses. Tú eres aún pequeño, pero las faenas que tienen que ver con los intereses son las que más te envenenan. —Dejó 322

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de cortar leña, apoyó un pie en el montón y se enjugó la frente con un pañuelo del color del óxido—. A Gallesio no le iban bien las cosas, nunca le han ido bien, le obsesionaba demasiado la caza y no atendía sus deberes con las tierras. Por eso, para hacer frente a la situación, pidió prestada una cierta cantidad a su hermano, por la que pagaba un interés que ni un judío habría pretendido. Tanto es así que en la taberna Gallesio decía: «Mi hermano debería dejar de hacer buenos negocios solo conmigo». Su cuñada, una cascarrabias, sabiendo de sobra que Gallesio no tenía posibilidades, azuzaba a su marido para pedir la devolución del préstamo y, en caso contrario, para arrebatarle el campo y el prado. Gallesio no tenía otra salvación que casarse a todo correr con una mujer de Gorzegno que poseía alguna cosilla y demostraba una fuerte inclinación por él. Se casaban, con lo de ella liquidaba la deuda del hermano, liberaba sus tierras y en paz. La mujer estaba decidida, pero como último paso va y se le ocurre pedir al cura su parecer; ya sabes, ese tipo de mujer sola que pregunta al cura hasta cuánta sal hay que echar a la sopa. ¿Y qué hace el párroco? Le da una información fatal de Gallesio, exagerando al máximo lo poco malo que en conciencia podía decirse de él; en resumen, le pinta un cuadro que la asusta, y todo porque el cura tenía sus planes: que la mujer se quedara soltera y dejara a la iglesia todos sus bienes. Ella lo tomó por el Evangelio y dio a Gallesio con la puerta en las narices. Así que Gallesio se ha puesto a pegar tiros. A su hermano, por haber olvidado que es su hermano y recordar solo que es el marido de una bruja. A su sobrino, porque en definitiva era quien iba a disfrutar de sus tierras. Y al párroco, por la faena, por la traición de la información falsa. Entonces no lo entendí todo, pero me pareció que podía concluir que en el fondo Gallesio no era tan malo. —Un original, seguramente; pero malo no. —La tía dice que los periódicos hacen bien en llamarlo el loco de Gorzegno. 323

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Mi tío se echó a reír. —¿Loco, Gallesio? Que los periódicos digan lo que quieran a los ciudadanos. Un poco vivo, sí, pero no loco. En aquel instante, con mi vista terrible, vi bajar volando por la pendiente de Niella al hijo del peón caminero en su bicicleta de carreras e intuí que sin duda regresaba de Gorzegno con alguna novedad. A correr. Llegamos a la plaza en el momento en que Remo se desataba las correas. Y corrimos sin preocuparnos de que la tía nos viera y nos fulminara desde la ventana. Mi tiastro hablaba jadeando. —Quiere decir que está muerto, que han acabado con él. De hecho, óyelo, ya no disparan —dijo. Llegamos a la plaza, entre las dos iglesias, cuando Remo echaba pie a tierra con tanta gente encima de pronto que le faltaba hasta el aire. Dijo que una hora antes Gallesio había matado a un carabinero, uno de los que lo cercaban. Una bala en plena frente, a su estilo. —Un Nápoles —dijo rápido y tajante mi tiastro. Pero otro, aclarándose primero la garganta, replicó: —También podría ocurrir que fuera de por aquí. —No, no, os digo que es un Nápoles —repitió mi tiastro. Fuera como fuere, la noticia afectó a todo el mundo y la gente se dispersó y dejó solo a Remo, que en vano pedía que le invitaran a una gaseosa a cambio de la importante novedad. Regresamos despacio a sentarnos en los escalones de la casa, y yo pregunté a mi tiastro cómo podía estar tan absolutamente seguro de que aquel carabinero era del sur de Italia. —Nueve sobre diez —me respondió—. Nueve sobre diez que es un Nápoles. Todos los carabineros son de ellos. —Pero su voz parecía envejecida y su cara también. Se pasó una mano por las mandíbulas y era como si hurgara en las virutas del hierro. La tía llegó por detrás, tan cerca que los dos notamos la punta de sus chancletas al final de la espalda. —Así que también ha matado a un carabinero —dijo. 324

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—¿Y qué? —replicó él sin darse la vuelta y sin vehemencia—. La guerra es la guerra. ¿Ellos le disparan plomo y él tiene que responder con escupitajos? —Ahora sí que está perdido sin remedio. ¡Matar a un carabinero! Mejor habría hecho tirándose a una poza del Bormida o colgándose de la viga del secadero. —Y luego—: La comida estará dentro de media hora. Mientras, córtate la barba. —No es un sábado por la noche para cortarme la barba. —Si no fueras mi hombre, ¿crees que me importaría que parecieras un oso? —pero volvió a la cocina sin insistir. Ahora bien, yo, para situar mejor los grandes hechos, necesitaba saber algo del pueblo de Gallesio, pero, en vista de las crueldades que mi tiastro había tenido que soportar de mi tía a cuento de aquello no me atrevía a llevar por ahí la conversación. También podría ocurrir que mi tiastro estuviera harto y que me diera una mala contestación si volvía sobre el asunto. En cambio, me dio alas, porque, como si hablara consigo mismo, se puso a decir: —Planta cara, siempre planta cara. —Con la mirada levantada al cielo de Gorzegno, donde el eco de los disparos galopaba aún y para siempre. —Tío, cuéntame algo de ese pueblo de Gorzegno. —Yo lo conozco bien porque de joven iba mucho con mi padre a cargar allí el vino y las castañas. También fui carretero un tiempo, y por esa razón en la guerra me pusieron a conducir mulos. Bueno, Gorzegno es algo mayor que nuestro San Benedetto, pero es un pueblo mal hecho porque sin ningún motivo está dividido en dos partes, y no hay poco trecho de la una a la otra. La parte baja está en la orilla del Bormida. ¿Has visto el Bormida alguna vez? El agua tiene el color de la sangre coagulada por culpa de los desechos de las fábricas de Cengio y en sus orillas no crece una brizna de hierba. Un agua tan sucia y tan envenenada que te suben escalofríos por la médula, en especial cuando la ves de noche a la luz de la luna. Luego está el castillo, también en la parte baja, que en otro tiempo debió 325

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de ser hasta más bonito que el de Monesiglio, pero que ahora se está desmoronando sin que el Ayuntamiento haga nada. Pero a mí Gorzegno me interesaba principalmente como pueblo de Gallesio, por eso pregunté si conocía la casa donde se había atrincherado. Respondió que no; podía haber pasado mil veces por delante, pero no podía decir que la conociera. Luego la tía nos llamó a comer y mi tiastro, nada más sentarse, dijo: —Hoy estoy más de beber que de comer. —El vino aquí está —dijo ella, levantando el botellón a contraluz. Teníamos delante una tortilla a las finas hierbas y comimos en silencio durante diez minutos, sin mirarnos a la cara mientras masticábamos. Entonces, mi tiastro estalló de repente, que ni yo ni ella lo esperábamos. Dio tal puñetazo en la mesa que noté una sacudida eléctrica en el codo a causa del rebote. —Tú, mujer, mira que no dejarme ir a Gorzegno por no gastar dos liras cuando cualquier medio hombre es dueño de ir sin dar cuentas a su esposa… —¿Solo para ver la batalla de Gallesio? No estaba en absoluto atemorizada. —Sí, solo para eso. ¿Por qué? ¿Te parece un asunto que no vale la pena? Si te lo pierdes, te lo pierdes para siempre. Un hecho como el de Gallesio no es precisamente la fiesta del santo patrón. —¿Y si te meten una bala que no sabes ni a quién le tienes que dar las gracias? —Ya me la metieron en la guerra. —Por eso, tuviste suerte una vez. —No, de suerte nada —dijo, ácido como yo nunca lo había oído—. Yo era valiente, joven y valiente. —Y qué tiene que ver. Allí se quedaron algunos más valientes que tú. Acuérdate de mi primer hombre. Entonces lo vimos erguirse, desembarazarse del banco y hacer un ejercicio gimnástico como si pretendiera saltar sobre la mesa con los 326

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pies juntos. En su estado podía echarse a reír y hacernos reír a nosotros o aullar como un loco y darnos un susto de muerte de un momento a otro. —¡Su primer hombre! —ladró—. ¡Habla de su primer hombre! ¡Mira, mujer, Taricco y yo estábamos en el mismo batallón, así que a mí no me cuentes historias! ¿Qué bala le metieron a tu primer hombre? Taricco, al primer cañonazo tuvo tal revolución en las tripas que hubo que llevarlo en volandas al hospital de Tarcento. ¡Ah, te suena el nombre de Tarcento! Y en el hospital, con la diarrea, entregó el alma. Ni más ni menos. Tu primer hombre. No te confundas, yo soy un hombre distinto, aunque te hayas casado conmigo solo porque no sabías sacar adelante las tierras. Mi tía, que estaba en pie desde el principio, me echó una docena de cerezas en la mano y me mandó a comerlas al balcón. Salí y no sé cómo acabaron aquello, desde luego gritaron todavía un buen rato. Después me lo encontré delante de casa, tranquilo como si no hubieran reñido nunca o lo hubieran arreglado de buenas maneras. Se mondaba los dientes con una cerilla usada. Por el fondo de la carretera del cementerio apareció Meca, la viuda: subía azuzando a su cabra con una mano y apretándose el abultamiento de su delantal enrollado a la cintura con la otra. Iba toda renqueante. En cuanto la tuvo a tiro, mi tiastro le dijo: —¡Ay!, Meca, ¿con qué demonio de hombre ha estado para caminar tan torcida? Ella no se dio por ofendida. —Bien puede bromear, Fresia, puesto que hoy no ha trabajado. —Y señalando la langa de Feisoglio—: ¿Es Gallesio el que ha montado todo este barullo? —Él, él y los carabineros. Parecía que la vieja reflexionaba si le convenía hablar o no. Al fin se decidió. —Pues no tenía pinta de ser un hombre así, ni de acabar de esta manera —dijo. 327

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—¿No me dirá que conocía a Gallesio? —musitó mi tiastro en el tronco. Ella soltó una risita. —Me sacó a bailar tres veces seguidas en el baile del teatro de Feisoglio. Era la tarde de la Ascensión. Hablo de hace cuarenta años. —¿Cuarenta años? Usted se equivoca. Tenga en cuenta, Meca, que en Gorzegno había una media docena de Gallesios. —No me equivoco, era el mismo Pietro Gallesio de hoy —y nos dejó a toda prisa porque la cabra se había alejado demasiado, pero a mi tiastro le dio tiempo a preguntarle qué edad tenía por tanto Gallesio. —Sesenta pasados. Poco, pero pasados. Me quedé de piedra, porque me había imaginado un Gallesio lleno de fuerza suficiente para sostener semejante batalla, algo así como mi padre, que en aquel momento estaba a la puerta de su carnicería en Alba, tan tranquilo y fibroso que yo tenía que reprimirme de pensarlo para que no me entrara una nostalgia como de anochecer. —Más de sesenta —murmuró mi tiastro—. Entonces no es el hombre que yo creía, aquel de Cravanzana. —Parecía casi avergonzado, como si me hubiera dado motivos para perderle la estima, pero continuó—: ¿Entonces quién es ese Pietro Gallesio? Desde luego tiene que estar todavía fuerte como un toro. Invertimos cinco minutos de admiración muda por el viejo Gallesio, mirándonos a los ojos, y él adelantaba su grueso labio inferior y yo movía la cabeza, ambos con las manos juntas entre las rodillas. Y en Gorzegno continuaban disparando. Parecía el día de la apertura de la veda, cuando invadían las Langhe los autocares llenos de cazadores de Liguria. Me tocó en el brazo por si oía de lejos la furgoneta de Plácido regresando de Gorzegno. Yo escuché, negué con la cabeza y él lo dejó pasar porque de mi oído podía fiarse. Entonces se durmió en el tronco, la espalda contra la pared caliente, y de vez en cuando agitaba la 328

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cabeza como una banderita de hojalata movida por la brisa. Yo me acerqué a la esquina de la casa para contemplar el ir y venir de las hormigas en la pared. No sé cuánto tiempo estuvimos así, él durmiendo y yo estudiando las hormigas —de la tía, ninguna señal—, hasta que nos espabiló a los dos el rugido de la furgoneta de Plácido; lo entreví cuando superaba el poste de la Auxiliadora y corrimos a esperarlo en la báscula pública. Se clavó en la grava haciendo un ruido estruendoso. De momento no habló ninguno de los viajeros, como si todos hubieran tenido un mal viaje o pretendieran que nosotros se lo rogáramos de rodillas. Luego se apearon, estiraron las piernas y, a grandes voces, pidieron una menta helada en la taberna. —¿Y bien? —preguntó mi tiastro con la voz temblorosa. —Ha matado a un carabinero —silabeó uno de la expedición. —¿Otro? —¿Cómo otro? Mi tiastro soltó una risa sarcástica. —¡Ah!, es que vosotros todavía vais por el carabinero de esta mañana, ese que nos ha contado Remo de la bala entre los ojos. Hace cuatro horas que lo sabemos. Aquello los humilló, así que para recuperar el prestigio Plácido se apresuró a decir: —Pero esto no lo sabéis: Gallesio ha herido al capitán de los carabineros, al de Alba. Le ha despellejado una sien, un poco más centrado y lo deja seco. —Así le ahorra hacerse el listo —dijo mi tío—. ¿Qué creía, que estaba en Alba en la fiesta del Estatuto?* La chica de la taberna trajo la menta y, entre sorbo y sorbo, nos informaron de que en Gorzegno tenían la impresión de estar en el frente. Ni Gorzegno ni ningún otro pueblo de las Langhe habían *  O fiesta de la Unidad de Italia, instituida en 1861. (N. de la T.)

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conocido un día como aquel. Detrás de cada árbol había un espectador y los afortunados poseedores de prismáticos juraban que de cuando en cuando veían centellear los ojos de Gallesio entre las rendijas del tabique del henil, pero no los prestaban ni aunque les ofrecieran un escudo por unos pocos minutos de visión. Los carabineros que disparaban y se arrastraban por la hierba, esos sí que veían sin necesidad de prismáticos. Habían llegado de Turín dos camiones grandes de periodistas y fotógrafos con los nombres de los periódicos en las matrículas: la Gazzetta del Popolo, la Stampa. Los oficiales de los carabineros, sobre todo los que llevaban muchos galones en la gorra, paseaban nerviosos arriba y abajo de la carretera y respondían con idéntico nerviosismo a los periodistas, que naturalmente eran los únicos que se atrevían a interpelarlos. Cada cinco minutos consultaban el reloj bajo la manga galoneada y levantaban la vista hacia la nube carbonosa que se había formado con tanto disparo, anclada sobre Gorzegno como un dirigible. Para que Gallesio terminara su munición, a los carabineros se les había ocurrido levantar al aire sus gorras en la punta de unos palos. Al principio, Gallesio había picado y no perdonaba una, pero luego, comprendido el truco, ahorraba los tiros; no obstante lo cual, los carabineros no lograban cercarlo lo suficiente para lanzar bombas lacrimógenas. —Gallesio se ha echado encima al Estado —concluyó Plácido—. Hoy podemos decir que hemos visto al Estado. ¡La Virgen, lo que es el Estado! Nosotros, que estamos acostumbrados a ver siempre y solo a nuestro párroco y al alcalde de Niella. —Y se disponía a retirar la furgoneta cuando se presentaron a pedir que los llevara a Gorzegno otros cuatro, dos del pueblo y dos ferroviarios de Savona que estaban allí de vacaciones. Lo vimos marcharse otra vez y mi tiastro dijo: —Menudo día de oro le ha regalado Gallesio a Plácido. Se fue a sacar agua para la tía y yo me quedé en la placita con el repentino deseo de una soledad breve, sin saber si bajar al Belbo para mirar el agua de los remolinos y comprobar hasta qué punto resistía 330

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su atracción, o entrar en el cementerio y dar vueltas por las tumbas para registrar nombres y datos —cosas ambas que estaban entre mis juegos solitarios—, cuando por la cancela de la casa de la maestra sale su misteriosa huésped y, en medio de la onda de su falda celeste, se sienta en el banco de piedra que hay debajo del tilo. Era joven, aunque no se podía saber si estaba en los veinte o en los treinta, y rubia como una mujer de otro país; los ojos siempre protegidos por unas gafas negras, de modo que muy pocos podían decir que los habían visto alguna vez, así como poquísimos podían decir que hubieran oído su voz. Según mi tía, era una profesora de Turín y tenía una rara enfermedad incurable. Como siempre, cruzó las piernas, hermosas pero tan céreas que yo temía que pudieran derretírsele si las exponía un poco al sol. De hecho, jamás lo buscaba y las escasas veces que salía del pueblo invariablemente iba a esconderse al fondo del bosque de los acebos. Yo temblaba cuando me llamaba para que me acercase y sufría mucho cuando no se percataba de mi presencia o me dejaba pasar sin invitarme. Una vez, ya tarde, me invitó al banco de piedra: me senté en la hierba a tres palmos de aquellas piernas suyas tan especiales, veteadas de azul, y ella me dijo que cantara. Encontraba en mí una voz hermosísima y un sentimiento poco normal en un chiquillo, por eso después de la segunda vez me dijo: —Dentro de algunos años te enamorarás y desde luego será un amor tremendo. Aquel día, nada más sentarse le apareció en la mano un libro, señal inequívoca de que en aquel momento no me deseaba cerca, ni a mí ni a nadie. En efecto, yo pasé por delante lo más despacio que pude, pero ella no levantó del libro la cabeza rubia. Por no quedarme a solas con aquella tristeza me pegué a los talones de mi tiastro, que bajaba ya con dos cubos en balanza a la fuente pública. —Ya es un poco tarde, pero tu tía quiere que vayas a merendar. Pan y melocotones que ha mandado tu madre con el coche de línea. 331

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—No tengo ganas. —Con los dedos sumergidos arañaba el verdín que tapizaba la pileta—. ¿Qué son esos animales que hacen zzz? —Cigarras. ¿No sabes lo que son las cigarras? Si serás de ciudad… —Tío, en Gorzegno ya no disparan. Apretó los labios. —Habrán conseguido tirarle las bombas lacrimógenas y cogerlo vivo. —¿No es mejor que lo cojan vivo? Se me revolvió que casi me deja sin aliento. —¡No! ¡No, niño, no! Después de hacer ciertas cosas hay que morir. Hay cosas que solo se hacen cuando uno está seguro de que luego va a tener fuerzas para morir. ¡Ay, si no fuera así! ¡Ay de Gallesio! Cargó con la balanza y volvimos a casa. Se fue a verter el agua y yo vi un instante a mi tía —aparecía y desaparecía como un espíritu—; me dijo que para el domingo pensaba hacerme agnolotti y me preguntó si estaba contento. Contesté que sí, aunque entre los suyos y los de mi madre había la misma diferencia que entre el día y la noche. Acabados sus paseos con el agua, mi tiastro vino a sentarse conmigo en el tronco y empezó a buscar la mejor colilla de toscano para masticar. El sol se ponía muy despacio, como un viejo que baja probando escalón tras escalón, y un airecillo llegado de no se sabía dónde pegaba en nuestro maíz, produciendo un ruidito de llovizna. En medio de aquella paz explotó en el cielo de Gorzegno una fusilería tan densa y furiosa que los dos nos pusimos en pie de un salto, como si el peligro estuviera ya en San Benedetto. —Están acometiendo. Yo lo sé. También nosotros, en la guerra, cuando disparábamos tanto era por una acometida inmediata. Miramos, como para interrogarlas, dos nubecillas suspendidas sobre Gorzegno y luego volvimos a sentarnos despacio mientras disminuían las detonaciones. —Hay que haberlo vivido para saber lo que es estar bajo el fuego. Ver para creer. ¿Tu padre no te lo ha contado nunca? 332

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Dije que no, pero mentí, porque cuando mi padre estaba en vena de contar no conocía otro tema que la guerra del 15, pero mentí porque en aquel momento quería oír algo más de mi tiastro. —Una noche de estas, puesto que vas a pasar aquí bastante tiempo, te hablaré de la Ortigara. ¿No estuvo tu padre en la Ortigara? —No lo sé, pero creo que sí porque mi padre hizo de todo en aquella guerra. —Ya, pues si estaba en los alpinos, no pudo faltar a la Ortigara. Una noche de estas te cuento. Entonces me levanté y subí a ponerme debajo del castaño de Indias para tener una visual perfectamente despejada del Passo della Bossola. Se acercaba la hora del coche de línea procedente de Alba —el señor coche de Alba, como decía mi tiastro— y, no siendo que me encontrara lejos en los bosques, jamás me perdía su paso, porque en aquella hora del crepúsculo experimentaba siempre un doloroso deseo de Alba. Su bocina potentísima hacía levantar la cabeza a todo el mundo, hombres y animales, en la cuenca de San Benedetto, y por las estrechas curvas del paso se cimbreaba como una matrona, dejando atrás una polvareda propia de un regimiento de caballería. Cuando se depositaba el último átomo de polvo, yo abandonaba mi observatorio y, suspirando, me volvía al pueblo ya cubierto por las primeras humaredas de la noche. Esperé con el oído atento a la bocina y la mirada fija en el paso desierto, por el que, ondeándose imperceptiblemente, avanzaba contra el cielo gris y cubierto un carro de heno. Pero aquel día falté al coche de Alba, porque a los diez minutos de espera un ruido de motor y un grito de mi tiastro me obligaron a salir disparado hacia la plaza con el corazón en la boca. Regresaba la furgoneta de Plácido, cuyos ocupantes sacaban medio cuerpo por las ventanillas gesticulando como locos. Mi tiastro se unió a mí en la báscula pública y dijo: —Ahora sí que se ha terminado —y la ansiedad lo hacía balbucear. Me puso una mano en el hombro como si tuviera que defenderme. 333

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Antes de bajarse, Plácido iba repitiendo ya con las manos el gesto de quien echa el telón. Después dijo en alto, como un pregonero: —Se terminó. Está muerto. Mi tiastro respiró tres veces y luego preguntó sencillamente cómo lo habían matado. —No lo han matado los carabineros. Ha sido él, que se ha pegado un tiro en la boca. Tenía un cartucho guardado. Mi tiastro no hizo más preguntas y me empezó a empujar en dirección a casa. Yo quería saber infinitamente más, enfrentarme a Plácido para que me contara hasta el último detalle, sobre todo si había visto el cadáver de Gallesio, pero mi tiastro me apretó un poco más el hombro y tuve que continuar. —¿Qué otra cosa querías saber? Está muerto, se ha matado, no hay nada más que saber. —Y añadió—: ¡Bravo, Gallesio! —¿Por qué dices bravo? —Porque ha estado a la altura. Hasta hoy mismo he vivido con el temor de que se rindiera, de que se dejara prender vivo, pero ha estado a la altura. No he tenido que arrepentirme. Quiero acordarme de Gallesio hasta que me muera. Entonces se volvió para mirar por última vez el cielo sobre Gorzegno. Yo también, y parecía un lago en el que hubieran ido a parar los círculos producidos por el lanzamiento de miles de piedras. Desde el umbral, mi tiastro llamó a la tía y enseguida subió los escalones para dejarle sitio en la puerta. Ella apareció en un minuto, secándose las manos con extrema energía, como si quisiera arrancarse los dedos. —Se acabó. Está muerto —le dijo—, pero no les ha dado la satisfacción de matarlo o de cogerlo vivo. Él mismo se ha pegado un tiro en la boca con el último cartucho y naturalmente no ha errado. Mañana por la mañana vuelvo a trabajar en la langa de Feisoglio. ¿Estás contenta? Ella lo miró fija con aquellos ojos negros, insoportablemente; luego, tiró la toalla dentro de casa y se dirigió a mí, aunque se dirigía a él: 334

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—Dentro de diez minutos cenamos. Tú lávate las manos. Yo hago una escapada a la iglesia para rezar por las almas de las víctimas de Gallesio y también por la suya. Y pediré al Señor que nos perdone y nos ilumine a todos, porque la causa de todo el mal que ocurre en estas Langhe es nuestra tremenda ignorancia.

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