Epílogo de Mariusz Szczygiel

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Epílogo de Mariusz Szczygiel

De cómo la vida puede vivirse como una fiesta 1 He regalado este libro a veinticuatro personas. Entre ellas un policía, una empleada de la limpieza, una profesora, o el hijo de un primo mío. Este último se graduó el año pasado en formación profesional. Un día vino a verme. A la vista de mi librería, tras hacerme la clásica pregunta «¿has leído t-o-d-o-s estos libros?», confesó no haber leído un libro jamás. En el colegio siempre se las apañó con resúmenes. —Tal vez alguno lo habría leído —dijo—, pero en el colegio regía la norma de que si te sorprendían leyendo, irremediablemente se burlaban de ti. «¡Mirad qué pringado, leyendo un libro! ¡Menuda nenaza!» ¿Por qué comenzaste a leer libros? —me preguntó de pronto, y considero que es la mejor pregunta que me han formulado jamás. —Porque me parecían más inteligentes que las personas que conocía entonces. —Recomiéndame uno para empezar. Y así, como a tantos otros antes y después que él, le di un ejemplar de Carpas para la Wehrmacht, mi favorito entre mis libros favoritos.

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Quienes lo habían recibido luego me llamaban admirados. «Es el libro más antidepresivo del mundo», decían (todos menos el hijo de mi primo, que no tenía con qué compararlo). 2 Lo escribió Ota Pavel, un periodista deportivo. Hijo de padre judío y madre católica, se libró de acompañar a Auschwitz a su padre y a sus dos hermanos porque era demasiado pequeño, y porque, gracias a un descuido de su progenitor, no estaba circuncidado. La vigilia de la entrada de los alemanes en Checoslovaquia, su madre había reservado asientos en un barco directo a Canadá, pero su padre decidió que no abandonarían la tierra de Bohemia, que solo se alejarían de Praga e irían a refugiarse en el pueblecito de origen de la familia, Buštěhrad, perteneciente al distrito de Kladno. Allí esperarían a que la guerra terminara. Su pueblo había vagado en busca de una patria durante tantos siglos que, ahora que su familia por fin había encontrado una, no iban a darle la espalda. El padre, Leo Popper, era un soñador y un plusmarquista mundial de la venta puerta a puerta de aspiradoras. Amaba el agua y la pesca, y era un hombre que sabía vivir su vida como una fiesta. Carpas para la Wehrmacht habla sobre todo de él, y casi siempre se publica junto con Cómo llegué a conocer a los peces. Da la casualidad de que los peces fueron la gran pasión no solo del padre, sino también de los hermanos. «Justo al principio de la ocupación, a mi padre le quitaron el estanque de Buštěhrad. “¿Desde cuándo un judío puede criar carpas?”, le dijo el alcalde, para persuadirle. Ya hacía tiempo que

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el estanque de abajo de Buštěhrad se había convertido en el amor de mi padre, estaba enamorado de él como de una señorita.» Así comienza el cuento titulado «Carpas para la Wehrmacht». Y no se trataba de un estanque circundado de juncos que el viento agita en la orilla, sino de un lago pequeño pero considerable en medio del pueblo. «De niño, mi padre navegaba por este estanque en una tina. También su padre lo hizo, igual que su abuelo y su bisabuelo, así que lo unía al estanque algo así como un vínculo con sus antepasados.» Vagaba cerca de la orilla y daba de comer a las carpas como si fueran gallinas, con panecillos que llevaba en una bolsita. 3 El pasado sábado, queridos lectores, fui por ustedes a Buštěhrad, a visitar el museo de Ota Pavel, muerto a la edad de cuarenta y tres años. A decir verdad, se trata de un cuarto en su memoria, y está en una vivienda cercana a la casa que fue de la familia Popper, cuyos propietarios actuales no estaban dispuestos a renunciar a su comedor. Bajo el cristal del escritorio traído del apartamento praguense del escritor, ha quedado atrapado un folio garabateado de su puño y letra que dice: «Me gustaría ganar tanto dinero en la vida como para disponer siempre de un puñadito de monedas con las que comprar un ramo de flores para tener en el escritorio (enero de 1970)». Entre las muchas fotografías expuestas, está esa de las olimpiadas de Innsbruck que Pavel tuvo que cubrir en 1964 en

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calidad de cronista deportivo. Tres hombres, tocados con gorros de invierno, avanzan por una calle; los vemos de espaldas, uno de ellos lleva en la mano una bolsa de deporte y se vuelve atrás con aire circunspecto. En la leyenda, su mujer explica: «Ota estaba convencido de haber visto a Martin Borman* en Innsbruck, y quería ayudar a capturarlo. Se sentía perseguido y miraba constantemente hacia atrás para asegurarse de que nadie lo seguía». Unos días después de tomarse esa foto, Pavel escapó sin que nadie lo advirtiera del autocar que llevaba a la delegación checoslovaca de vuelta a la patria. Lo cogieron después de que le prendiera fuego a un henil situado a pocos kilómetros de Innsbruck, porque quería salvar a la ciudad. Más adelante, dos fotos retratan una cola de gente ante una librería, tan larga que ha habido que disparar dos veces para retratarla entera. La gente hace cola para comprar el primer libro de Ota Pavel, una selección de sus reportajes sobre deportistas. Los relatos eran tan conmovedores que, según parece, incluso los mismos protagonistas rompían a llorar cuando los leían. La leyenda explica que las fotos de la cola se hicieron con el propósito de mandárselas al hospital como parte de su terapia. Allí un psiquiatra le había dado un cuaderno y un bolígrafo, y así es como Ota Pavel entró en la literatura. Más tarde diría que al escribir sentía que volvía a ser un niño, protegido con su padre al lado. «Ser capaz de vivir como en una fiesta. De festejar cualquier acontecimiento de la vida. Sin esperar que algo verdadero esté todavía por ocurrir. Porque nadie dice que lo verdadero *  Secretario personal de Adolf Hitler y destacado dirigente nazi. Durante años se especuló con la posibilidad de que hubiese escapado de Alemania. (N. del E.)

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no esté ocurriendo en este preciso instante, ni que en el futuro no ocurra nada mejor.» Copié este texto de la pared de las fotografías, porque es lo que refleja mejor el espíritu de la literatura bohemia. Y allí me vino a la mente que solo un prisionero de la depresión podía escribir el libro más antidepresivo del mundo. 4 Salí del museo para conocer Buštěhrad de cerca. Soplaba un viento gélido y desagradable. Enseguida advertí que en aquel pueblecito la literatura se había transferido a la vida real. Y debo decir que esta última había satisfecho mis expectativas. Junto al estanque de abajo vi un palo con un letrero en el que se leía que los estanques eran para el disfrute de los ciudadanos. Aunque la tarde acababa de empezar, ya llevaba un buen rato en marcha una fiesta popular bautizada como «Entre los estanques», que tenía lugar en un pedazo elevado de tierra situado, naturalmente, entre los estanques. Sonaba música y personas con aire perfectamente sereno (pese a las nubes que amenazaban tormenta) se mostraban interesadas en comer pescado y salchichas. De pronto, un hombre con aspecto de carnicero que hacía las veces de animador, cogió el micrófono y se dirigió al público: —Me siento honrado de poder dar la bienvenida... Picado por la curiosidad, me quedé viendo quién daba un paso adelante, pensando que se trataría de algún representante de la autoridad local, y en cambio el animador terminó su frase de un modo tan sorprendente, empleando un diminutivo tan bonito para nombrar al visitante que lo honraba con su

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presencia, que aquella bienvenida me pareció la frase más sensual que jamás haya oído pronunciar a un hombre. —... ¡a nuestro querido solete! —concluyó. Y en aquel mismo instante una luz amarilla y brillante nos inundó desde detrás de una nube. La gente, saciada de pescado y salchichas, enfiló hacia el Café de los Nacidos Primero, inaugurado hacía dos días (cerca de una residencia de ancianos). Sin embargo, para alejarme del gentío emprendí un paseo solitario en torno al estanque de abajo, el que Leo Popper acostumbraba a navegar con su tina. En dirección contraria venía una señora de unos cincuenta años con un abrigo negro de piel empujando un carrito. —Buenas tardes —me saludó. Le devolví el saludo y seguí andando; pero como aquel comportamiento inusual me había dejado intranquilo, decidí dar marcha atrás. —Perdone, ¿por qué me ha dicho buenas tardes? —Porque no soy de aquí —respondió. —¿No me diga? —dije desconcertado. —He llegado esta mañana de Praga para ver a mi hija y a mi yerno —explicó con franqueza. —Pero... si usted no es de aquí, ¿por qué dice buenas tardes a la gente con la que se cruza? —Precisamente porque quiero ser una de aquí. Fuimos a encontrarnos con su yerno, que llevaba un mono de trabajo manchado de barniz blanco (aunque fuera domingo) y, puesto que estábamos a unos ocho metros de la casa de Ota Pavel, les pregunté por qué había un espejito retrovisor adherido al marco de la ventana del segundo piso. —Para que los ladrones se puedan ver en el espejo —respondió el yerno con aire divertido.

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Más tarde, en la parada de autobús, mientras esperaba el de Praga, leí de arriba a abajo un cartel que anunciaba un espectáculo protagonizado por los travestis Daisy Dee y Chi Chi Tornado en el pueblo vecino de Tuchoměřice (1.109 habitantes), en la calle de Correos número 104, pero había que reservar llamando a un número de móvil. En aquel momento me pasó por la cabeza que a mí también me habría gustado ser uno de allí, como lo habían sido Ota Pavel y su padre Leo Popper, pero ya solo faltaban tres minutos para que llegara el autobús. 15/10/2011 Extraído de Láska nebeská, Mariusz Szczygiel, Agora, Varsovia, 2012.

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