GLANBEIGH Colin Barrett

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Colin Barrett

Glanbeigh Pr贸logo de Kiko Amat Traducci贸n de Celia Filipetto

sajal铆n editores

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Prólogo de Kiko Amat

la villa de los malditos

Glanbeigh: confinamiento, estigma y la perenne rabia de los pueblos.

1. ¿te imaginas vivir aquí? —¿Te imaginas vivir aquí? —me dice mi mujer, Naranja, cuando circulamos en coche por la calle central de un ínfimo pueblo gerundense de carretera, cruzándolo de puntillas de un extremo al otro. Yo me río, las dos manos bien fijas al volante. No es una pregunta que necesite respuesta, sino más bien una forma que tenemos ella y yo de recordarnos quién somos y de dónde venimos y a dónde vamos. Un chiste privado que lleva pegado a la base un monumental iceberg de significado, de idea-general-de-las-cosas. Avanzando a 30 km por hora («¡No corras tanto, majara! ¡Imagina que se te cruza un niño!») por aquella calle donde no imaginas que alguien alcance a vivir con normalidad —el chorro de automóviles es incesante, como en el videojuego del Frogger— distingo los elementos de siempre: el bar de carretera medio desierto, con un par de ancianos abúlicos y otro par de curdas crónicos apalancados en su «terraza» (un miserable pedazo de cemento secuestrado a la acera) aspirando gases de motor diésel y viendo el mundo pasar; el taller de automóviles untado de grasa negra y recubierto de carteles obsoletos de Seat Ronda;

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la panadería (a menudo abarrotada de gente; ¿qué le pasa a la gente con el pan en este país?);* el kiosko desvencijado con portalones de madera descascarillada y un cartel de La Loto, toldo azul de La Vanguardia; los puntuales adolescentes en parka y chándal matando el tiempo, arreándose empellones o dándole gas a sus ciclomotores aeroespaciales... El tiempo estático, encerrado en ámbar; la solana de mediodía, y las casas de un solo piso que no proyectan sombra alguna sobre dicha solana; el cemento en las paredes y los desagües herrumbrosos de uralita encaramándose tapia arriba; la sensación de nada-que-hacer; las ganas que tienes de salir pitando de allí cada vez que lo cruzas, bien consciente de que solo estás de paso, gracias a Dios. Y me recuerdo allí. Claro que me recuerdo allí. La pregunta inicial, y mi consiguiente risa, eran (en mi caso) únicamente retóricas. Para mi mujer, lo de cómo debe ser vivir en un lugar así es un misterio irresoluble, un ejercicio de pura abstracción teórica, como imaginar el calor diabólico de un chorro solar o ponerte en la piel de alguien aquejado de esclerosis múltiple. Pero para mí, ¡ay!, es una mera cuestión de archivo. No tengo que imaginarlo; no me hace falta. Solo tengo que ir a la carpeta marcada con «Infancia y adolescencia» y echar un vistazo prolongado (y previsiblemente dañino) allí dentro. ¿Lo que sale de fondo en todas las fotos, historias, batallitas y recuerdos? ¿Lo que ven allí, detrás de las cabezas y los brutos sosteniendo señales de tráfico recién descabezadas, ojos a la virulé y Martens medio vomitadas? Es mi maldito pueblo, tal y como (cerrando los ojos en algún punto de 1987) decidí conservarlo: los cañaverales meciéndose, llenos de polvo, al lado del río más *  Creo que el pan en Catalunya es el nuevo crack.

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lóbrego de Europa;* los solares y descampados llenos de llantas oxidadas, Xibecas rotas, condones pisoteados, hipodérmicas sucias, páginas del Lib recubiertas de mierda y arcilla, pero aún exhibiendo a señoras alemanas con mucha sombra de ojos verdosa, dedos fofos y la cara llena de esperma cafeínico; las moreras, los zarzales, las espiguillas; las farolas encendidas en la calle mayor desolada, todos los bares cerrados; la humedad y el frío, y nosotros allí, confinados, resentidos, cercando a lo Sioux la máquina de latas de cerveza de la estación de Ferrocatas, como si estuviésemos a punto de irnos pero no yéndonos nunca, condenados a no alejarnos de allí jamás. Del pueblo y de nuestra suerte, la que nació con nosotros, la que heredamos de los humanos que estaban aquí antes. Mi pueblo era particular, lo que quiere decir que era como el que estoy cruzando ahora y como todos los demás. Colin Barrett, autor de la colección de cuentos que están a punto de leer, es bien consciente de la universalidad del concepto «pueblo», y por ello empieza su primer cuento —El chico de los Clancy— con una frase tan lapidaria como veraz: «No conoces mi pueblo, pero seguro que te suena». Barrett decide bautizar este pueblo imaginario como Glanbeigh —un villorrio ficcional perdido en algún lugar de la nalga, pero que podemos situar cercano al aromático esfínter del condado de Mayo, Irlanda—, diciéndonos con ello que es un pueblo y es a la vez todos los pueblos. Que todos los pueblos son el mismo, sí, como verán en un instante; en este prólogo y leyendo el libro entero. *  Era más seguro bañarse en el desagüe nuclear de Vandellós que en el Llobregat de 1975, créanme.

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—Sí. ¡Uf! —le contesto yo al final a Naranja, poniendo tercera y (casi inmediatamente) cuarta, en modo Mad Max, cuando veo el cartel que señala el fin del perímetro urbano, con el nombre tachado en diagonal con una raya roja, y añado—: ¿Te imaginas? No hacía falta contestar a su pregunta, pero lo hice igual; es que se me escapa. Tengo la sensación ineludible de que si no salgo de ese pueblo bien rápido me quedaré en él para el resto de mi vida y me uniré a los borrachos del bar de carretera (pues ese parecía ser mi destino). Por eso pongo la cuarta, incluso cuando Naranja me recuerda que no debería pasar de 30 km/h, flipao, homicida en potencia, vas a matar a alguien. Por eso piso el acelerador con determinación Fittipaldi, ignorando sus chillidos. Porque si me dejan a mí en un pueblo como este, a los tres días ya pueden venir a buscarme; no lo demoren. Estaré en el olmo de la entrada, segunda rama a la izquierda, cinturón al cuello y columna rota, balanceándome con el viento como un fruto raro. 2. ¡aquí todo el mundo se conoce! Colin Barrett creció en un pueblo remarcablemente parecido a Glanbeigh, que a su vez es harto similar a Sant Boi de Llobregat, Villagarcía de Arousa, La Pobla de Segur, Tomelloso, Ultramort, Villena, Azuaga, Vilanant, Limerick, Fargo o Durham (el inglés). Lo ha declarado más de una vez en entrevistas para The Paris Review, The Guardian y otros medios, y muchas de las frases que aparecen en su ficción parecen asimismo extirpadas de la vida real pueblerina,* de lo vivido (u observado) *  Esto suena a insulto lo pongas como lo pongas.

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en el municipio que le vio nacer. Pues déjenme que les diga que solo habiendo vivido en un pueblo puede comprenderse su esencia, su carácter y el de la gente que lo habita/padece. Algunas características de los pueblos no son transferibles a la gran ciudad, es así de sencillo. Por ejemplo: el estigma. La onerosa carga del apellido familiar. En los pueblos, al contrario que en las grandes urbes, los roles suelen ser inamovibles. Eso sucede porque allí vive poca gente, y cuando te entregan el título de Algo Del Pueblo (Borracho, Tonto, Loco, Camello Oficial, Tío Peligroso Cuando Toma Un Par de Copas, Tía Frescales, Friki Inquietante Que Esconde Algo, etc.)* pasa mucho tiempo —a veces un par de generaciones— hasta que te relevan; hasta que otro piernas se presenta como nuevo aspirante al trono. La anonimidad, como se desprende de los cuentos de Colin Barrett, es anatema en Glanbeigh, en todos los lugarejos del planeta. Eso implica, por pura lógica, que el pasado es allí indeleble. Lo que haces, o peor aún, lo que heredas, se acarrea en las alforjas hasta el postrero estertor. Vete acostumbrando a que al entrar al bareto del pueblo la gente se diga entre susurros (o a voces; que los rústicos son muy bestias) que ya ha llegado el Merdero, o el Gitano, o el Poca-Leches o la Chochoseco o el Mucha-Boca-Poca-Picha. Échale la culpa a tu abuelo, baby.

*  Hay muchos más: Psicópata en Ciernes, Hijo Bastardo-Reconocido, Ladrón Redimido, Adolescente Problemático —de este no te zafas aunque te den el Nobel de la Paz a los 30—, Rockero que Casi Triunfa, Casado con Hijos que Tiene que Salir del Armario y Aún No Lo Sabe Ni Él, Borracho Violento, Gorrón Empedernido, Hijo de Policía Incompetente, Argonauta Pionero en los Campos de Heroína...

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Porque sí, tienes razón, a veces se tratará de algo que hiciste la pasada noche al salir borrachísimo de Disco Gladys, ante los atónitos ojos de la mitad de la juventud del pueblo. Eso te lo buscaste, hijito. Pero muy a menudo será tan solo algo que firmó tu padre, o abuelo, o tatarabuelo: aquel sonado desfalco a las arcas municipales; aquella memorable pelea en el Ateneo Familiar que terminó en tumulto multitudinario y requirió la presencia de la Policía Municipal en efectivos nunca vistos; el embarazo no deseado e imposible de camuflar con prendas holgadas, mes a mes, en la panza de la pubilla de la familia. En Glanbeigh aparecen muchos ejemplos de bagaje familiar, ese señalador público que puede ser veraz o un completo embuste, pero que vas a llevar encima —bien visible, como un tatuaje facial— durante tu dilatada o breve existencia allí. Que va a ser tu marca caínica, tu primordial señal de identidad, hagas lo que hagas. «Conozco a tus hermanos, Dignan. Por Dios, ¿sabías que eres un diamante tallado de un pedazo de carbón?»

Eso lo afirma un pequeño matón, Nubbin Tansey, cuando topa con Sarah Dignan, una de las protagonistas del cuento Carnada. «Conozco a tus hermanos»: he ahí el puro peso, insoportable por definición, de la mácula familiar. Y lo más grotesco e irritante de todo ello es que a menudo, como insinuaba un poco más atrás, se trata de un tremebundo embuste. La rareza, la otredad, es rápidamente detectada y fiscalizada en las pequeñas conurbaciones campestre-montañiles (¡Raro! ¡Monstruo! ¡A la pira con él!), e importa poco que las hipótesis que se aventuran no tengan un pie firme en la tierra. En el mismo Carnada se habla del «borboteo incesante de teorías relativas a los verdaderos

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orígenes y la naturaleza de la chica de los Dignan». Que si (cito textualmente) la niña desciende de gitanos, que si es huérfana de Chernóbil, que si estuvo clínicamente muerta cinco minutos al nacer (asfixiada por su propio cordón umbilical), que es «retrasada mental o tiene el coeficiente intelectual de un genio». Bla, bla, bla. En los pueblos la gente habla, habla, habla. Es lo que más se hace allí, de veras. ¿No era Yuval Harari quien aventuró que los primeros homínidos desarrollaron la facultad del habla solo porque se morían por chismorrear sobre el vecino? Glanbeigh está, así, plagado de habladurías, de motes crueles que nunca desaparecen,* pasado indisoluble, rencillas entre familias tan polvorientas y prehistóricas que nadie recuerda quién cojones las empezó, puro estigma no-lavable, no-degradable. Y un montón de trolas, qué narices, sonados errores de clasificación por los que nadie será condenado. Nada rueda cuesta abajo con más facilidad que un rumor de pueblo. ¿Cómo huir de ese estigma, escucho que preguntan, atentos lectores de este prólogo? Es fácil. Huyendo, amigos. Hu-yen-do. Es decir: que no es nada fácil, lo admito. Porque no te puedes largar a otro barrio o distrito, como en las ciudades que nunca duermen (Londres, París, Madrid, Berlín, incluso Barcelona,

*  Nunca es bonito recordar que a los 14 la gente te conocía solo por Nariz de Patata. O Culo de Pera. O Aceitoso. O Cara-Cráter.

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si se empeñan),* y cambiar de amigos, empleo, apellido, teléfono, look. No hay escapatoria, ni en Glanbeigh ni en ninguna otra ínsula de menos de 100.000 habitantes. En el cuento En su propio pellejo, el arquetípico slacker magullado Bat, dependiente a perpetuidad de la gasolinera Maxol,** pelo negro grasiento y cara medio deformada por una paliza juvenil, mantiene con el jefe un pequeño intercambio de pareceres sobre su atuendo: —Las mangas. Las mangas, Bat. ¿Qué te he dicho de las mangas? —Indica los brazos de Bat con un gesto—. No puedes enseñar los tatuajes, muchacho. De ahora en adelante ponte camisetas blancas o negras, de las normales, por favor. —Pero si aquí todo el mundo me conoce —dice Bat.

Recuerdo una conversación que mantuve no hace mucho con la alcaldesa de un burgo apacible del Alt Empordà. Viene a cuento, no pongan esas caras. Hablábamos de la villa, porque (lo tengo comprobado) en los pueblos la gente solo es capaz de hablar de su circunstancia y del propio municipio y su flora y fauna, y al resto del universo habitado que lo zurzan. «Aquí tothom es coneix!» («¡Aquí todo el mundo se conoce!»), me espetó ella en modo triunfal, como haciendo propaganda del mayor valor espiritual y cultural que le venía a la cabeza al pensar en su aldea natal. Aún no sé cómo me las apañé para desdibujar la mueca *  Ya pueden ir olvidando todas las capitales de provincia españolas, que no son más que pequeños municipios. Intenta perderte en León, amigo, a ver qué tal te sale. **  En los pueblos hay siempre un gasolinero, o un hijo del gasolinero. Aunque luego haya diseñado catedrales o descubierto una vacuna imponente contra el Sida, aquel tío será El Gasolinero hasta el día de su muerte.

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de auténtico HORROR que afloraba a mis labios y globos oculares. Pues para algunos de nosotros, los que hicimos nuestra la máxima de Julie Christie en Billy Liar («No me gusta conocer a todo el mundo. No me gusta sentirme parte de nada. Lo que me gustaría es ser invisible: me gustaría poder moverme sin tener que dar explicaciones») lo de que te conozca todo el mundo —como sucede en Glanbeigh— suena a castigo definitivo, a gran putada final. 3. «te gusta este sitio, ¿no, val?» Les decía lo de huir del pueblo, de esa sobre-familiaridad atenazante, pero muchos ciudadanos de pueblo no sienten la menor inclinación, el menor deseo, de hacerlo. En mi opinión (o sea: tal y cómo yo lo sufrí en mi propio trasero, pues nací más de pueblo que un tractor),* en un pueblo coexisten tres tipos de ciudadanos: a) Los que quieren escapar a toda costa de allí y al final, erre que erre, lo conseguirán, por cualquier método a su alcance. Como el marido ausente, «demonio insaciable», del cuento Diamantes, que alcanza a tener la única buena idea de toda su vida y toma las de Villadiego («Así que se fue, lo más lejos posible. Dijo que era la única manera de que todos mejorásemos»). Por el bien común, cosa que le honra. b) Los que quieren escapar pero nunca lo conseguirán. Como casi todos los personajes de Glanbeigh. *  Pertenezco a la peor especie conocida: un pueblerino renegado, que emigra a la gran ciudad y trata de ocultar su boina y raíces. Como Holly Golightly, pero en barbudo.

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c) Los que están la mar de bien allí, qué narices. Los que se han puesto cómodos y no tienen la menor intención de abandonar su zona de confort. En el cuento Carnada, las chicas (Sarah y Jenny) se ríen del apocado Matteen, campeón local de billar,* haciendo gala de un sarcasmo que el pobre infeliz nunca pilla (pues es un poco simplón), pero que básicamente hace befa de la aceptación del propio destino —la estrechez de miras y metas— del chaval: —Así me gusta —dijo Sarah. —Qué emocionante, ¿no? —dijo Jenny. —Estas noches podrían durar para siempre —dijo Sarah. —Si fuera así, te harías millonario, chico —dijo Jenny. —Estas noches merecen la pena —dijo Matteen, con el taco inclinado sobre el hombro como un fusil en un desfile. —Y sigue habiendo más —dijo Jenny— y más, y duran la tira.

Sí, siempre hay más días y noches, en el pueblo. Siempre. Miles de ellas, con ínfimas variaciones meteorológicas y climáticas y laborales (siempre para mal). No te las acabas, se lo garantizo. Por otro lado, hay gente a quien le va bien así, por difícil de comprender que nos resulte a los urbanitas cínicos de siempre. Como cuando en La luna, la hija del dueño de la disco local (Martina) habla con el portero de la misma disco (Val) sobre la universidad a la que irá cuando empiece el año académico: —Te gusta este sitio, ¿no, Val? Te gusta todo lo que hay aquí —dijo Martina. *  Esto sí es una ambición insignificante, carajo.

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—Suena a acusación. —Para nada. Alguien tiene que quedarse aquí de guardia. —Tampoco te vas a ir tan lejos. —Galway no está tan lejos —dijo Martina— pero para la gente como tú es como si fuera la luna.

Yo, acabo de recordarlo, mantuve una charla de tono similar con la dueña no-tan-mayor* de un colmado en Sunbilla, un diminuto pueblo del valle del Baztán-Bidasoa navarro, cinco años atrás. A modo de enjuta presentación le comenté a la doña que éramos de Barcelona (pues al entrar al badulaque se había creado una atmósfera de Western clásico —todos los lugareños mirándonos, mano al trabuco— que convenía airear de inmediato), y ella procedió a poner cara de aneurisma fatídico (quería decir: no tengo ni pajolera idea de dónde rayos está Barcelona) y despidió nuestra afable plática con estas palabras: —Yo una vez viajé a Roncesvalles. Oyen bien: a Roncesvalles. Ron-ces-va-lles. Dos montes más allá, vamos. 1 hora y 23 minutos en coche desde Sunbilla (16 horas andando, cosa que no les aconsejo probar). Este había sido el gran periplo vital de la señora del colmado. El viaje de su vida. Marco Polo, ya lo ves: tu récord estaba allí para ser pulverizado. Y es que a veces los confines del pueblo se antojan difíciles de salvar así por las buenas. ¿Cómo saltar la valla y empezar de nuevo en un lugar ignoto, donde nadie te conoce, tu vida pasada una página en blanco, un bocadillo de cómic vacío? Es tan fácil *  Quiero decir que tenía 60 años, no 104.

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(y tan doloroso a la vez) quedarse, aceptar el futuro, tratar de ser feliz allí, tomar al loco conocido y olvidar al potencial amigo por conocer que reside más allá de las murallas de confinación (mental) de la villa... De todos los cuentos del libro emana una inconfundible dicotomía de aceptación de la propia suerte, y a la vez de confinamiento, de estar atrapado en algo. En las ojerizas indelebles, tal vez, de la aldea; en la distancia física, medible, del pueblo; en las familias torcidas y los devenires estropeados, en los secretos y pasados cataclísmicos. El pueblo natal como jaula, ni más ni menos. El pueblo como planta atrapamoscas que más te ahoga cuanto más tratas de desasirte; cuanto más forcejeas. 4. métodos de evasión del pueblo Este titular ha creado gran expectación, puedo sentirlo. Pero va a decepcionarles. Porque en realidad no hay ningún método para huir de Glanbeigh, si no contamos las cuatro vías de evasión clásicas de todos los pueblos del mundo: drogas, alcohol, folleteo y violencia. Por supuesto, ninguna de ellas sirve para evadirse de veras (ni sirve para nada, si tengo que serles sincero), pues tras cada bacanal narcótica, juergaza desesperada, fornicio tabú (más bien sórdido) o cruenta reyerta uno vuelve a mirar por la ventana y sigue allí —Saigón. Mierda—, en el mismo lodazal estanco de toda la vida, y de la vida de tus padres y abuelos. Eso sí, cómo les diría: esos cuatro métodos contribuyen a aligerar la espera, a hacer más ameno el ominoso periodo que separa tu nacimiento del día en que al fin te despides de this mortal coil, de este valle de lágrimas. Y te marchas de allí. Con los pies por delante o, sería preferible, con los pies por detrás y macuto al hombro y aquí os quedáis.

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La droga/folleteo/bebercio/pugilato es, usemos el símil adecuado, como un tamborileo de dedos mientras empujas los días hasta un año menos desesperanzador. Hasta un periodo menos agrio y tedioso. Porque en los pueblos, déjenme que les diga también esto, nunca pasa NADA y la mayoría de las veces uno se sorprende muriendo porque pase algo, una cosa, cualquier cosa. En el tres veces mencionado Carnada se dice esto: «Era una noche de verano de hace mil años y yo y mi primo Matteen Judge íbamos en el coche dando vueltas y vueltas y más vueltas al prado municipal ovalado de las viviendas Grove Park, esperando a ver qué pasaba» (las cursivas son mías). En El chico de los Clancy, el cuento que inaugura el libro, se dice también: «nuestra rutina tiene la comodidad de la rutina pero también el misterio de la persistencia de esa rutina». Hay mucha espera en Glanbeigh, hay mucha rutina aplastante en todas las historias de Colin Barrett, y (compréndanlo) uno tiene que llenarlas con algo. Aturdirse una miaja hasta la llegada del nuevo amanecer. Baudelaire, aquel poeta de desapacible fisonomía, recomendaría llenar esa espera con «vino, poesía o virtud», imagino, pero ya les avanzo que ni en Glanbeigh ni en Sant Boi encontrarán ni poesía ni puta virtud. Lo que sí hallarán, y a espuertas, es vino, y del peleón. Bat, de En su propio pellejo, decide que «beber no ayuda (...) pero sí que ayuda» y yo, como su prologuista, solo puedo subrayar lo adecuado de ese razonamiento. Beber es lo que haces mientras decides qué haces. Por supuesto, llega un punto en el que has bebido tanto que (paradójicamente) ya no sabes lo que haces. Ese es el momento en que, según marca la tradición, deberías aplastarle la cara a alguien. Y eso tampoco va ayudarte, claro.

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Hallarán bastante violencia en Glanbeigh. Latente o desencadenada. Antigua o justo a punto de suceder, esa electrizante sensación de que va a empezar algo, de que van a volar los taburetes y saltar los dientes. Los ingleses, expertos en el tema, llaman a ese fenómeno el kick off. El detonador de la bronca. Los hombres que protagonizan, causan, toda esa bronca tal vez no sean violentos de nacimiento, pero (como escribió Harry Crews,* parafraseando el libro del Génesis) sus vidas están llenas de violencia. «Tú no eres así», le dice aquella viuda al matón Arm en Tranquilo entre caballos, el mejor cuento (casi novela corta) de la obra, «es que has acabado tomando el camino equivocado». No hace falta que les diga que en Glanbeigh abundan los caminos equivocados. Es como un laberinto trucado por un dibujante con pérfidas intenciones: tomes el sendero que tomes, la cosa acabará mal. En el punto de partida, y estoy siendo benevolente. No, la visión del mundo de Glanbeigh no es muy optimista, que digamos. Tienen razón, lectores. Pero no se depriman. Antes dije que los únicos caminos de fuga eran el alpiste, la toxicomanía y todo eso. Pero existe un quinto bote salvavidas: la amistad. No abunda, pero se la conoce, se han visto ejemplares en libertad. Y hay que aplaudirla, esa amistad, porque las circunstancias de su existencia no son precisamente halagüeñas, y todo conspira para tiznarla, para comprarla, para destrozar su virtud y promesa. Hay amistad en El chico de los Clancy, entre Jimmy y el gigantón afásico Tug. Jimmy incluso alcanza a sentir «una oleada de gratitud», algo tan raro en Glanbeigh como hallar un diamante *  En Una infancia (Acuarela & A. Machado. Traducción de Javier Lucini.)

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de catorce quilates incrustado en el ano de tu anciana madre. Hay amistad en Tranquilo entre caballos entre Arm, ex boxeador, y su cripto-empleador, el caótico y desastrado Dympna. Hay algo parecido a la amistad (amargo compañerismo en el infortunio, al menos) entre los dos músicos destrozados, ex-semi-rockstars locales venidas a menos, que protagonizan Les ruego que se olviden de mi existencia. Y aunque me pillan en un momento vital en que no tengo una visión particularmente épica de esa falacia llamada amistad, es de justicia afirmar que en algo ayuda, no jodamos. Durante la adolescencia (especialmente en un pueblo como Glanbeigh), la amistad puede marcar la diferencia entre ver un nuevo día o que te encuentren balanceándote de tu propio cinturón en la viga de un lavabo público.* Toda esa gente, en Glanbeigh, Sant Boi, Tomelloso y Ultramort, «persiguiendo otras aflicciones», obcecada en diversos «proyectos de autodestrucción», tocando fondo «por voluntad propia»** o ajena, da un poco igual. Emergiendo con suma cautela de ese fondo, quizás, sin demasiadas esperanzas de redención, y muy magullados. Esperando, anhelando, enfrascados en «algún tipo de reparación cósmica» por el pasado, por lo que sucedió, por lo del gato Ruckles,*** por aquella paliza o abandono o traición o infidelidad o cobardía inconfesable.**** *  Y dale con el cinturón. Últimamente he pensado mucho en eso de ahorcarse, les ruego disculpen mi compulsión. **  «Reconocí haber caído tan bajo por voluntad propia», confiesa tal cual el protagonista de Diamantes. ***  El felino de marras se zampa una ampolla de cocaína y casca. También en Diamantes. ****  «Los cobardes eran cobardes, pensó Doran, arrepentido, pero para serlo necesitaban convicción; por lo general, ser valiente era lo más fácil.» De Les ruego que se olviden de mi existencia.

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Que sí, que de cabrones y cobardes está el mundo (y este libro) lleno. Algunos les caerán semi-bien, otros fatal, con otros simpatizarán, otros deberían morder el polvo de la forma más agónica y atroz concebible, y absolutamente todos van a romperles el corazón. Porque todos ellos son gente como usted y como yo, como la mayoría de nuestros amigos y conocidos. Gente extraviada, desviada, gente rota, confusa, sin ni puta idea de qué camino tomar, que expresa su no-tengo-ni-pajolera con bravuconadas de risible contundencia en bares, que cuentan chistes machistas pero tiemblan y tartamudean cuando topan con una mujer de verdad, hombres que en el fondo son cachorros acojonados que miran al futuro entrecerrando los ojos, temerosos de Dios y de los hechos y las cosas que van a sucederles. Borrachos llorosos, bocazas deshechos, mentirosos compulsivos, armadillos temblequeantes (duros de coraza, blanditos por dentro), matones capados por el remordimiento y la culpa, chulos acojonados por sus terribles carencias, abusados y abusadores, tajas flatulentos, patéticos drogatas, timadores pedigüeños y serviles, toda esa gente recubierta de cicatrices recién hechas, las que aún tienen la carne rosada y visible, fácil de abrir, puntos fuera. Todos los desgraciados. ¿Cómo lo cantaron aquellos? Ah, sí: We are the psychos, pathetic, the quitters, the all-time losers. We are the midgets, the low-class, the unclean, the unkempt. We are the cretins, uncivilized millions, second-rate human beings. Así que mejor poner buena cara, siempre les digo lo mismo. Mejor sonreír ante la catástrofe. Pues que todo sea un timo, una broma asesina, y nosotros unos pobres desgraciados falibles, no debería impedirnos pasar algún buen rato de vez en cuando.

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5. y toda esa rabia de clase obrera Debería ir terminando; les noto impacientes por comenzar este asunto que llamamos lectura. Solo una cosa más: miren ustedes qué casualidad que todos los protagonistas de todos los cuentos de Glanbeigh son de clase obrera. Baja, no media-baja. Lumpen, como incluso dirían algunos gilipollas. Owen Jones tiene razón: la gente no se corta. Fulanos que entornarían las orbitas oculares al escuchar la palabra «negrata» sueltan la palabra lumpen con completa pachorra e impavidez, como si fuese lo más normal del mundo, como si yo no estuviese delante. Y yo, por supuesto, siempre me lo tomo personal. Siempre me lo tomo a pecho. Y por ello me emociona que Colin Barrett haya escrito, lo verán en un momento, un libro maravilloso, duro y bello y terrible, sobre gente destrozada, sobre los del arroyo y el aluvión, como antes hicieron Alan Sillitoe, Harry Crews, Hubert Selby Jr., Donald Ray Pollock, Nelson Algren, todos los grandes (a quienes el autor puede mirar cara a cara, además). Barrett ha escrito un libro sobre ellos, vosotros, todos nosotros, como desoyendo aquellas palabras del Liberación de James Dickey: «nadie que valiera un comino podía salir de semejante sitio». Negándose a aceptar tal axioma, el autor ha escrito sobre las personas que sí habitan en «semejantes» sitios, y ha escrito sobre ellos con afecto, sin condescendencia, viviendo sus vidas. Vidas y actos que algunos juzgarán condenables, injustificables, brutales incluso, pero en los que el autor sabe hallar —dijo Harry Crews— belleza, humor, gozo y éxtasis. Kiko Amat, enero del 2016, Barcelona.

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