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Dambudzo Marechera
La casa del hambre Traducción de María R. Fernández Ruiz
sajalín editores
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La cadencia lenta de sus pasos
Pero si me siento un día en este rincón a escuchar quedamente, puede que se aproxime la cadencia lenta de sus pasos. J. D. C. Pellow
Anoche soñé que el cirujano prusiano Johann Friedrich Dieffenbach declaraba que la causa de mi tartamudeo era el tamaño excesivo de mi lengua y me recortaba a tijeretazos la punta y los laterales de mi desproporcionado órgano. Madre me despertó para decirme que a padre lo había atropellado en la rotonda un coche que iba como loco. Fui a verlo al depósito de cadáveres: le habían cosido la cabeza al tronco y tenía los ojos abiertos. Intenté cerrárselos, pero fue en vano, así que lo enterramos con los ojos como platos. Llovía cuando lo enterramos. Llovía cuando me desperté buscándolo. Su pipa estaba donde siempre, en la repisa de la chimenea. Cuando mis ojos se posaron sobre ella, comenzó a llover más fuerte, repiqueteando en el techo de uralita de los recuerdos que tenía de él. Sus libros encuadernados en piel permanecían muy erguidos e inmutables en la estantería. Uno de ellos era el Manual de la tartamudez de Oliver Bloodstein. También había una réplica de cierta placa cuneiforme en la que se inscribió, varios siglos antes de Cristo, una devota oración para librarse de la maldición de la tartamudez. Me había contado que Moisés, Demóstenes
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y Aristóteles también sufrían defectos del habla; que el príncipe Bato de Cirene, aconsejado por el oráculo, se curó la tartamudez conquistando el norte de África, y que Demóstenes se enseñó a sí mismo a hablar con fluidez gritando más fuerte que las olas del mar con la boca llena de canicas. Llovía cuando me tumbé y cerré los ojos y lo veía estirado en la sepultura empapada, intentando mover las mandíbulas. Cuando me desperté lo sentía dentro de mí, queriendo hablar, pero yo no podía decir ni una palabra. Aristóteles masculló que mi lengua era extraordinariamente gruesa y dura. Hipócrates me abrió la boca a la fuerza y me aplicó sustancias abrasadoras en la lengua para hacer salir la bilis negra. Celso meneó la cabeza y declaró: «Lo que esta lengua necesita son unas buenas gárgaras y un masaje». Sin embargo, Galeno, que no quería ser menos, señaló que lo único que le pasaba a mi lengua es que estaba demasiado mojada y fría. Por lo que Francis Bacon sugirió que tomara una copa de vino caliente. De camino a la cervecería, vi una larga hilera de camiones del ejército parados a las puertas del distrito segregado. Todos eran soldados blancos. Uno de ellos se bajó de un salto, me empujó con el rifle y me pidió los papeles. Solo llevaba el carné de la universidad. Lo examinó tanto rato que empecé a preguntarme si le faltaba algún dato. —¿Por qué estás sudando? —me preguntó. Saqué papel y lápiz, le escribí una nota y se la enseñé. —Conque mudo... Asentí. —¿Tú te crees que yo soy tonto? Negué con la cabeza. Pero antes de que pudiera acabar el movimiento, me asestó un golpe rápido en la mandíbula. Fui a
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secarme la sangre, pero me bloqueó el brazo y me pegó de nuevo. Me resquebrajó los puentes y me asusté al pensar que podía tragarme las astillas de mis dientes falsos. Los escupí sin hacer otro amago de acercar la mano a la boca. —Conque dientes falsos... Me picaban los ojos. No lo veía con claridad, pero asentí. —Y la identidad, ¿también es falsa? Un deseo irresistible me hizo mover las mandíbulas y obligar a mi lengua a repetir lo que ponía en mi carné de estudiante. Pero solo conseguí croar sonidos ininteligibles. Señalé al papel y al lápiz que se habían caído al suelo. Asintió. Pero al agacharme a recogerlos, levantó bruscamente la rodilla de tal modo que por poco me rompe el cuello. —Estabas buscando una piedra, ¿eh? Negué con la cabeza, pero me dolía tanto que no podía dejar de moverla. Escuché unos pasos corriendo a mi espalda y las voces de mi madre y de mi hermana. Se escuchó el ruido seco de un disparo. Madre, abatida en plena carrera, con su cuerpo rígido sujeto por el aire acre, se quedó mirando al frente. Un segundo después, algo se quebró en ella y se derrumbó. La mano extendida de mi hermana, que venía a tocar mi cara, viró el rumbo hacia su boca abierta y pude sentir cómo tensaba sus cuerdas vocales para gritar a través de mi boca. Madre murió en la ambulancia. El sol gritaba en silencio cuando la enterré. Su brillo húmedo estaba rodeado de anillos fríos y calientes. Mi hermana y yo anduvimos seis kilómetros de camino a casa y pasamos por delante del hospital africano, del hospital europeo, del campamento de la Policía Británica de África del Sur, de la oficina de correos,
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de la estación ferroviaria y cruzamos por unas zonas verdes de más de un kilómetro de ancho hasta llegar al distrito segregado. La habitación estaba tan callada que sentía cómo movía su lengua y sus mandíbulas con la intención de hablarme. Yo estaba contemplando las vigas de madera del techo. Oía a mi hermana recorriendo de un lado a otro su cuarto, que estaba junto al mío. La sentía intensamente dentro de mí. Lo único que había en mi habitación era mi cama de hierro, mi mesa, mis libros y los lienzos en los que llevaba tanto tiempo intentando reflejar el sentir de las voces desesperadas, aunque silenciosas, que vivían en mí. Contuve las lágrimas y la sentí tan intensamente en mi interior que resultaba insoportable. Pero la puerta se abrió apiadándose de mí y entraron llevándola de la mano. Estaba vestida de un blanco inmaculado. Emanaba una pálida luz azulada. Sus pies delgados calzaban unas sandalias de un cuero blanco deslumbrante. El magnetismo que desprendía el rostro descarnado, las cuencas de los ojos vacías, la sonrisa de sus dientes afilados (uno de ellos algo desportillado), los pómulos pronunciados y la ausencia brutal de nariz... El magnetismo de todo aquello mantuvo mi mirada fija en ella hasta que me dio la sensación de que mi ojos cansados habían sido súbitamente absorbidos por su rígida quietud. Él vestía de negro. La mano descarnada de mi madre descansaba en los dedos descarnados de él. A padre no le habían cosido bien la cabeza: se inclinaba precariamente hacia un lado como si se fuera a caer en cualquier momento. Su cráneo mostraba una grieta irregular que descendía desde la mitad de la frente hasta un extremo de la mandíbula inferior. Para que recuperara la forma lo habían cosido de un modo tan rudimentario que parecía que se fuera a abrir en dos.
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Mis ojos no podían soportar el dolor. Cuando los volví a abrir, se habían ido. Mi hermana estaba en el umbral en su lugar. Le costaba respirar, lo que hizo que me doliera el pecho. Alargué el brazo para tocarla: estaba cálida y viva y su respiración agitada creaba una ansiedad dolorosa en mi voz. ¡Tenía que hablar! Pero antes de que pudiera emitir ningún sonido, se inclinó hacia mí y me dio un beso. La desazón nos proyectó al uno en los brazos del otro. Fuera, la noche recitaba un sordo galimatías sobre el tejado y el viento se aferraba con fuerza a las ventanas. Oímos, en la distancia, las secciones de viento y cuerda de una lejana orquesta militar.
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