LA TUMBA DEL TEJEDOR. Seumas O'Kelly

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Seumas O'Kelly

La tumba del tejedor Traducci贸n de Celia Filipetto

sajal铆n editores

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Capítulo 1

Mortimer Hehir, el tejedor, había fallecido, y fueron a buscar su tumba a Cloon na Morav, el Prado de los Muertos. El primero en subir la escalerita del portillo fue Meehaul Lynskey, el fabricante de clavos. Se le notaba el entusiasmo en la cara y se movía arrastrando el largo cuerpo torcido. Detrás iba Cahir Bowes, el picapedrero, tan doblado de cadera para arriba que andaba con la espalda horizontal, como los animales. Empuñaba en la mano derecha un bastón que lo sostenía por delante, mientras con la izquierda se sujetaba la chaqueta por detrás, justo por encima de los riñones. Con estas estratagemas conseguía no caerse de bruces al andar. La fuerza magnética de la madre tierra tiraba de la frente de Cahir Bowes, y Cahir Bowes evitaba hasta el final su beso funesto. En ese preciso momento, cuando apartó la vista de su acostumbrada contemplación del suelo, la animación le iluminaba el semblante. Los dos viejos tenían la pinta de aquellos a quienes se deja sueltos por sorpresa. Llevaban mucho tiempo ocultos en algún lugar, entre las sombras de la vida, sin que el mundo reclamara su intervención, y entonces, inesperadamente, se habían acordado de ellos y los llamaban para cumplir con un cometido que nadie más que ellos era capaz de desempeñar. Cuando subieron la escalerita del portillo y entraron en Cloon na Morav,

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sus caras inquietas reflejaban el entusiasmo de sentirse otra vez útiles después de tanto tiempo. Pisándoles los talones iban dos hombres morenos, robustos y bien parecidos, idénticos hasta en el cordón con que se ceñían los pantalones de pana por debajo de las rodillas, y como eran sepultureros, llevaban palas relucientes. Por último, tras una breve pausa, una mano blanca y firme se posó en la escalerita, y luego siguió una figura oscura, la figura de una mujer cuya cara triste y pálida asomó pintoresca, casi espectacular, enmarcada en un chal negro con el que se cubría la cabeza. Era la viuda de Mortimer Hehir, el tejedor, y entró en Cloon na Morav, el Prado de los Muertos, después de los otros. Al pasar por el camino empinado, si se echaba una mirada a Cloon na Morav, se tenía la impresión de estar ante un cementerio muy antiguo; al hacer una pausa en el camino y mirar hacia Cloon na Morav, se notaban su tranquila posición y los vientos, que desde lo alto de las colinas, entonaban un cántico para los muertos; al acercarse al muro y contemplar los túmulos del interior, se evocaban citas de la Elegía de Gray; al persignarse inclinándose sobre el muro para observar el fondo sombrío de la pared de enfrente cubierta de líquenes, y reparar en las cosas que parecían moverse en la hierba, sin rumbo fijo, como serpientes amarillas, se pensaba en Hamlet moralizando junto a la tumba de Ofelia, y se lo oía tratando de establecer la identidad de Yorick. Al subir la escalerita del portillo y andar torpemente en su interior, se olvidaban todas estas cosas y se conocía Cloon na Morav tal como era. ¿Quién acertaba a decir la edad de Cloon na Morav? La imaginación solo podía extraviarse en la mitología, debatirse entre los desvaríos de los paganos y la infancia desdentada del Cristianismo. ¿Cuántas generaciones, cuántas tribus, cuántos clanes, cuántas familias,

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cuánta gente había ido a parar a Cloon na Morav? La imaginación solo podía entregarse a la fantasía de las matemáticas. El terreno era ondulado, grotesco. Varios alzamientos sofocados parcialmente —una ebullición intensa, un estremecimiento, un contoneo subterráneo— le habían imprimido carácter. Una alambrada de hierba larga y dura lo rodeaba de un extremo a otro, en un esfuerzo de la Naturaleza por controlar las luchas de los insurgentes más atrevidos de Cloon na Morav. Ni un solo sendero; no había ni mapa, ni plano, ni registro, y si alguna vez existió alguna de estas cosas, se habían perdido. El azote de las invasiones, las guerras, las hambrunas y las contiendas habían pasado por aquel suelo, arrasándolo y dejándolo atrás. El acceso a la sepultura se fundaba en poderosos derechos tradicionales, extinguidos hacía tiempo, salvo por unos pocos casos excepcionales, últimos vestigios de una generación acabada. El desbordamiento de Cloon na Morav había obligado a abrir un nuevo cementerio a una milla de allí, donde brotaban como setas las lápidas de piedra caliza y las cruces celtas, frívolo reclamo de una civilización de hombres y mujeres que, a juzgar por los epitafios, habían hecho precisamente las dos cosas que más les hubiera valido evitar: según rezaban las inscripciones todos habían nacido y se habían muerto. En ocasiones, a manera de disculpa, se añadían oscuras citas de las Escrituras. Casi unánime era la petición de perdón al Señor por lo sucedido a los difuntos. En Cloon na Morav no había esta falta de humor. Sus monumentos eran relativamente pocos, y los que aún seguían en pie respetaban la atmósfera general. No había un solo epitafio completo; todos aparecían total o parcialmente roídos por los dientes del tiempo. Los monumentos que presentaron feroz batalla por la existencia eran patéticos en su inutilidad. La vanidad de las modas de épocas

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remotas hacía saltar las lágrimas. ¿A quién se le habría ocurrido llevar losas de mármol a Cloon na Morav? Verdes de vergüenza estaban todas. Las letras doradas, en otros tiempos legibles, tal vez habían sido grabadas con esmero. Solo los vientos aulladores y las lluvias torrenciales de las colinas podían decirlo. Unas piedras pesadas y sencillas, redondeados sus cantos con cincel para darles quizá una somera apariencia humana, se inclinaban ahora en ángulos imposibles allí donde estuvieron clavadas, como si las personas a cuya memoria estaban dedicadas las hubiesen apartado a empujones por impertinentes. Los trozos de otras lápidas, esparcidos por doquier, llenaban la mente de imágenes de Moisés que baja del Monte Sinaí y, presa de la cólera cuando se encuentra a sus seguidores bailando alrededor de falsos dioses, arroja al suelo las tablas de piedra con los Mandamientos partiéndolas en pedazos, la más trágica destrucción jamás vista de una primera edición. También había lápidas cuadradas, pesadas y oscuras, sin duda, creaciones de una imaginación pagana, que se sostenían sobre numerosas patitas dando a veces la impresión de monstruosas cucarachas negras, o quizá de mesas en las que los huéspedes de Cloon na Morav podían sentarse, cual duendes bajo la luz de la luna, cuando nadie los veía. Gran parte de las patas había cedido y las mesas estaban volcadas, como si la noche anterior una partida de cartas hubiera acabado en pelea. Aquellas que conservaban las patas lucían en su superficie profundas grietas o fisuras, cual oscuros bloques de hielo al partirse. Junto al muro, oculto entre pliegues de líquenes de un verde intenso, algunas familias de épocas remotas habían hecho un esfuerzo por mantener las tradiciones de los sepulcros orientales. Su aristocrática renuencia a entregarse a la tierra común de Cloon na Morav saltaba a la vista. Al abrigo de la pared sombría

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habían levantado unas construcciones bajas, en forma de urna, cerradas en un extremo por una pesadísima puerta de hierro cubierta de gruesos aros de metal, como los de un muelle junto al mar —portentoso cerrojo, vaya a saber qué Goliat guardaría la llave—, y una verja de hierro erizada de púas reforzaba todo el conjunto. Dentro de estos artilugios las familias muy aristocráticas guardaban a sus muertos, como si se tratara de animales salvajes. Estas antiguas vanidades no hacían sino acentuar la democracia general del recinto. Demostrar el derecho tradicional a una parcela en esta comunidad era como ponerle un sello de aprobación al propio árbol genealógico. El acto de enterrar a alguien en Cloon na Morav era en sí mismo un epitafio. Y costaba creer que todavía hubiese en este mundo dos personas con semejante derecho: una era Mortimer Hehir, el tejedor, que acababa de fallecer; la otra, Malachi Roohan, el tonelero, que seguía vivito y coleando. Cuando estos dos supervivientes de una gran generación estuvieran criando malvas en Cloon na Morav, a todos los efectos prácticos, la historia del cementerio habría tocado a su fin.

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