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Richard E. Kim
Los mártires de Pyongyang Traducción de Damià Alou
sajalín editores
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Capítulo 1
La guerra llegó a primera hora de una mañana de junio de 1950, y cuando los norcoreanos ocuparon nuestra capital, Seúl, ya habíamos abandonado la universidad, en la que éramos profesores ayudantes de Historia de la Civilización Humana. Me alisté en el ejército coreano, y Park se presentó voluntario al cuerpo de marines, la orgullosa unidad de combate que mejor encajaba con su temperamento. En poco tiempo —pues en la primera fase de la guerra los oficiales jóvenes morían muy deprisa— se nos adiestró y se nos puso a prueba en combate, y los dos llegamos a oficiales. Sobrevivimos, pero nos hirieron a ambos. La metralla de un proyectil de mortero me causó un rasguño en la rodilla derecha durante la defensa de Taegu, y un francotirador alcanzó a Park en el brazo izquierdo en la operación de limpieza de Seúl después del desembarco de Inchon. Los dos pasamos un tiempo en el hospital, y se nos prometió una medalla, pero no tardamos en regresar a nuestros respectivos destinos. Park, que por entonces era teniente, regresó al combate en algún lugar del frente oriental, pero yo no volví a mi compañía antitanque. Alguien del ejército había descubierto por accidente que había sido profesor universitario y decidió trasladarme a una unidad de inteligencia. Cuando salí del hospital de Pusan,
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me mandaron a Seúl, donde me pusieron al frente de una sección en el Servicio de Inteligencia Política Militar, y me nombraron capitán provisionalmente de conformidad con el cuadro de la organización. La segunda semana de octubre, las fuerzas de Naciones Unidas tomaron Pyongyang, la capital de Corea del Norte. Trasladamos el cuartel general a esa ciudad y nos instalamos en un edificio de mármol gris de cuatro plantas. Mi oficina, que estaba en la tercera planta, daba a las ruinas de la Iglesia Presbiteriana Central. Resultaba una extraña coincidencia, pues era la iglesia donde el padre de Park había ejercido de ministro durante casi veinte años. Sabía muy poco de él; aunque Park era íntimo amigo mío, casi nunca me había hablado de su padre. Era de esperar. Su padre lo había repudiado, y, a su vez, él había censurado a su padre. Según su repudiado hijo, el señor Park era «un fanático de la fe» que le había «hostigado día y noche con su santurronería, su exagerada fe y su obsesión con un dios igualmente obsesivo». Por otro lado, Park se hizo ateo después de su regreso de la Universidad de Tokio, y abandonó la fe cristiana en la que había sido educado. Yo sospechaba que no habría censurado a su padre si este, desde el púlpito, no hubiera dicho ante su congregación que su hijo se había pasado al Diablo, y que había pedido perdón al Señor por cortar todos los lazos terrenales con su hijo. Eso había ocurrido unos diez años antes de la guerra. Park sabía que su padre había desaparecido de Pyongyang. Le informé de la inquietante noticia poco después de trasladarme a la ciudad, y lo hice con cierto desasosiego. Yo había llegado a Pyongyang de un humor excelente; durante las primeras semanas vivía en una especie de euforia, en parte debida a la
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excitante novedad de encontrarme en una ciudad enemiga ocupada por nuestro victorioso ejército, y en parte por el irresistible entusiasmo y afecto con que la gente de la ciudad nos había recibido a nosotros, sus liberadores. Muchos de mis colegas oficiales habían nacido en Pyongyang, y en medio de ese maravilloso caos emocional que siguió a la liberación, escenificaban escenas melodramáticas aunque conmovedoras al reunirse con sus familias, parientes y amigos, o, de hecho, con cualquiera que reconocieran. Yo no conocía a nadie de la ciudad, y a veces envidiaba a esos oficiales. Era entonces cuando sentía el impulso de ir a ver al padre de Park, aunque no se me ocurría ninguna excusa. Me venían a la mente muchas razones que podían justificar mi visita, y sin embargo, cuando me imaginaba llamando a su puerta y presentándome ante él como un buen amigo de su hijo, no podía evitar sentir un temor peculiar. Luego descubrí que la policía secreta comunista lo había arrestado poco antes de la guerra; y cuando la Inteligencia Militar hizo saber de manera oficial que «un número no especificado de ministros cristianos norcoreanos» había desaparecido y que el ejército «creía que habían sido secuestrados por los rojos», incluso me sentí aliviado, aunque con cierta vergüenza, desde luego. Así que le escribí a Park y se lo conté con todo detalle, pero en su carta de respuesta no hablaba más que de cuestiones sin importancia —tal y como ya esperaba— acerca de su puesto de mando, sus hombres, e incluso sus planes futuros, pero no decía ni una palabra acerca de su padre. Al otro lado de la calle sonó la campana de la iglesia. Abrí la ventana. Una fría ráfaga de viento bajó por la ladera de la montaña cubierta de escombros, procedente del cielo azul blanquecino
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de noviembre de Corea del Norte, agitando aquí y allá deslumbrantes ráfagas de nieve que azotaban los edificios de Pyongyang, feos y con agujeros de bala. La gente que excavaba entre las ruinas de sus casas dejó de trabajar. Se enderezaron y levantaron la mirada hacia lo alto de la loma, donde se veían los restos de la Iglesia Central casi demolida y los restos grises de un campanario rematado por una cruz, donde repicaba la campana. Luego se miraron los unos a los otros como si comprendieran el mensaje esotérico de la campana. Algunas ancianas se arrodillaron en el suelo, y los viejos se quitaron sus sombreros de piel de perro e inclinaron sus cabezas descubiertas. La campana calló y todos regresaron a su trabajo, aplicándose con el mismo silencio y terquedad de todos los días. Desde mi llegada a la ciudad, había observado a esa gente. De vez en cuando los veía extraer de los escombros algún resto informe de sus bienes domésticos; otras veces un cadáver, que se llevaban sin decir nada en una carretilla. Luego seguían cavando en aquel amontonamiento de ladrillos, tablones y trozos de cemento. Cerré la ventana y regresé a mi escritorio. La panzuda y oxidada estufa de carbón que había en la otra punta del cuarto daba mucho calor, pero cuando volví a sentarme temblaba. Era como si una mano gélida me hubiera acariciado la nuca tan suavemente como la punta de un pincel muy suave. El padre de Park había muerto; el oficial al mando me acababa de informar de su muerte.
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