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Edward Bunker
Perro come perro Introducción de William Styron Traducción de Zulema Couso
sajalín editores
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Prólogo
1981 —¡Hop, dos, tres, cuatro! ¡Hop, dos, tres, cuatro! Fila derecha... ¡En marcha! El monitor marcaba el ritmo y gritaba las órdenes. Los treinta chicos de la casa Roosevelt llevaban el paso bajo el crepúsculo veraniego. Todos y cada uno de ellos fingía una conducta de extrema dureza. Incluso los que se sentían realmente asustados conseguían mantener una expresión lo más tosca posible. Caras de piedra, ojos de hielo, bocas que rara vez sonreían adoptaban fácilmente un aire despectivo. Siguiendo la moda del momento entre los estratos más desfavorecidos, llevaban los pantalones absurdamente altos, casi hasta el pecho, con el cinturón bien apretado. Aunque mantenían el paso, cada uno lucía su propio pavoneo estilizado. Eran internos de un reformatorio de California pero marchaban como en una academia militar. Con edades comprendidas entre los catorce y los dieciséis, se incluían entre los más duros de su edad. No metían a nadie en un reformatorio por absentismo escolar o por pintarrajear paredes, se requerían varios arrestos por robo de coche o por allanamiento. Si era el primer delito, entonces debía tratarse de robo a mano armada o de un tiroteo desde un coche.
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La escuela estatal se encontraba a unos cincuenta kilómetros al este del centro de Los Ángeles, en una de las primeras extensiones del mapa, cuando la población de la ciudad rondaba los sesenta mil habitantes y el terreno era barato. Tiempo atrás, el reformatorio tenía un aspecto similar al de un pequeño colegio con sus extensas zonas verdes y sus edificios con aspecto de mansiones señoriales de paredes de ladrillos y tejados inclinados de pizarra rodeados de sicomoros. Algunos de los viejos edificios aún seguían en pie, reliquias vacías de una época en la que la sociedad creía que los jóvenes podían ser salvados, mucho antes de los días en que los muchachos utilizaran armas MAC, cuando Bogart y Cagney eran los modelos de tipo duro que solo liquidaban a «ratas asquerosas» y siempre con un revólver de cañón corto, de cerca, nada de vaciar el cargador de una ametralladora con la esperanza de dar en el blanco. Los muchachos detuvieron la marcha cuando el Hombre abrió la puerta que daba al patio. Los contó mientras entraban. El patio estaba cercado por una valla de tela metálica coronada con alambre de espino en bucles. El Hombre dio el visto bueno al monitor. —Rompan filas —gritó el monitor. Las ordenadas filas se desintegraron y se formaron grupos según razas. Los chicanos constituían la mitad del total, quince muchachos, seguidos por nueve negros, cinco blancos y un par de hermanastros, uno de ellos vietnamita y el otro un cuarto nativo americano, un cuarto negro y mitad vietnamita. Los hermanastros miraban enfurecidos al mundo a modo de desafío. Los chicanos y dos de sus colegas blancos del este de Los Ángeles se dirigieron hacia la pista de frontón, una pared
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independiente en el medio permitía que se jugara un partido a cada lado. Los negros hicieron equipos en la media pista de baloncesto. Los tres blancos que quedaban se juntaron para caminar a lo largo del campo, junto a la valla coronada de alambre de espino. Uno de ellos llevaba zapatos negros de tacón bajo, idénticos a los del uniforme de los marines; se le rompieron justo una semana antes de que empezara su condicional. Era sábado y Troy Cameron salía en libertad el lunes por la mañana. —¿Cuántos te quedan? —preguntó Big Charley Carson. A los quince, ya medía casi metro noventa y pesaba algo menos de setenta kilos. Engordaría cuarenta más antes de cumplir los veintiuno. Para entonces, tendría la fuerza suficiente para ganarse el apodo de «Diesel». —Un día y una mañana —dijo Troy—. Cuarenta horas, un tiempo tan corto como el pito de un mosquito. El tercer miembro del grupo sonrió ampliamente llevándose una mano a la boca para ocultar los dientes descoloridos. Era Gerald McCain, apodado ya «Mad Dog» por su comportamiento demente. Entre sus hazañas más conocidas se encontraba la vez en que utilizó un bate de béisbol de aluminio para golpear mientras dormía a un matón que lo había acosado. En el mundo hobbesiano de un reformatorio, a un maníaco se le elude. Alguien duro o retorcido es una historia pero la locura es algo extraño, diferente y aterrador. El trío siguió caminando mientras sus sombras se alargaban. De fondo a su conversación se escuchaba el choque de las pesas al caer contra la plataforma, el balón de baloncesto driblando sobre el asfalto y los golpes del balón contra el metal del panel de la canasta y del aro acompañado por exclamaciones de ánimo o maldiciones de frustración. Unos pasos más
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allá reinaba el particular sonido de una pequeña pelota negra de frontón chocando contra la pared. Llevaban la puntuación en la lengua de Aztlan, una jerga callejera de español combinado libremente con inglés. El frontón representaba el juego del barrio puesto que solo se necesitaba una pelota y una pared. —¡Punto! Cinco a tres. Dos juegos a nada.* Tras acabar el partido, los dos perdedores dejaron la pista cada uno acusando al otro de ser el culpable de la derrota. El chicano que llevaba la puntuación era el siguiente en jugar. Miró a su alrededor en busca de un compañero y se fijó en Troy. —¡Oye, Troy! ¡Colega! Venga. Vamos a machacar a estos granjeros. Troy miró al equipo contrario, Chepe Reyes y Al Salas. Chepe le hacía señas, retándole. —Llevo zapatos. —Señaló los zapatos negros que se arañarían terriblemente sobre la pista de frontón de cemento. —Toma —dijo Big Charley—. Usa los míos. —Se quitó las zapatillas de caña baja. Troy se cambió los zapatos, se quitó la camisa y se envolvió la palma de la mano con un pañuelo. Lo ideal era un guante de frontón pero, a falta de uno, el pañuelo serviría. Estaba listo. Botó la pelota contra la pared un par de veces para calentar. A los quince años, no se necesitaba un calentamiento largo. —Vamos. Bola para el saque. —Le lanzó la pelota a su compañero. Empezó el partido con Troy en la posición más adelantada. Jugaban fuerte y se lanzaban contra el cemento para alcanzar las bolas bajas. En una ocasión, a mitad del partido, el * En castellano en el original. (N. del E.)
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compañero de Troy corrió hacia delante para llegar a una bola. Troy anticipó el golpe del oponente, alto y hacia atrás, y corrió antes de que este le diera. Al mirar hacia atrás a la pelota, no vio a los tres jóvenes negros de espaldas hasta la última fracción de segundo. Consiguió medio levantar las manos antes de chocar contra ellos, dos se tambalearon hacia delante, el tercero se cayó al suelo. —Tío, lo siento —dijo Troy tendiéndole la mano. Conocía al joven negro: Robert Lee Lincoln, le llamaban R. Lee. A los quince, tenía el cuerpo de un culturista de veintidós, un coeficiente intelectual de ochenta y cinco y el control emocional de un niño de dos años; además, odiaba a los blancos ricos. Troy lo sabía, había evitado al negro durante los dos meses desde que llegó. No le sorprendió que R. Lee le pusiera las dos manos en el pecho y lo empujara como respuesta a sus disculpas. —Hijoputa... Ten cuidado. No me gustan nada los hijoputas como tú. Sus palabras desafiantes rebosaban desprecio. El mentón de R. Lee sobresalía, miraba por debajo de la nariz con ojos que irradiaban odio racial. «¡Puto negro!», pensó Troy para sí. Solo utilizaba esa palabra en situaciones específicas. La aplicaba únicamente a los negros que actuaban como negratas escandalosos, burdos, estúpidos, el calificativo encajaba con ellos a la perfección, igual que «paleto sureño» describía a algunos blancos ignorantes. Pero junto con este pensamiento llegaron dos más. En una pelea a manos desnudas, se llevaría una buena tunda. Sintió la tentación de lanzar un puñetazo en aquel mismo momento, sin previo aviso, mientras R. Lee seguía posando. Si su mejor golpe daba en el blanco, podría pulular alrededor de su oponente y ganar la pelea antes de que R. Lee
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consiguiera recomponerse. Pero si hacía eso, perdería la libertad condicional. Vio al Hombre acercarse a ellos. —Dejadlo ya —dijo el Hombre. R. Lee se alejó con un mensaje de despedida. —Terminaremos esta mierda después. Troy se giró hacia sus amigos que permanecían expectantes. Una oleada de vacío le recorrió desde la garganta hacia el resto del cuerpo. El miedo engullía su voluntad. Nunca podría darle una paliza a R. Lee, el negro era demasiado grande, demasiado fuerte, demasiado rápido, y sabía pelear. Aunque ese era el menor de sus miedos, Troy tenía un plan mejor para casos como este. Desatornillaría la boca de una manguera de incendios y golpearía sin previo aviso. Nunca llegarían a una pelea a puñetazo limpio. Sería una victoria pírrica puesto que su libertad se iría por el retrete en cuanto golpeara. —Mierda —murmuró. —Ese negro está loco —dijo Big Charley—. Es uno de esos cabrones que odian a los blancos. —Sí. —Consiguió fingir una media sonrisa que más bien fue un resoplido—. Ahora mismo, yo también odio a los negros. ¿Qué cojones podía hacer? Quizá no le retiraran la libertad condicional si solo se metía en una pelea cuerpo a cuerpo pero eso significaba recibir una buena tunda. Igual conseguía colar un par de puñetazos. —Casi preferiría no tener la mierda de la condicional —dijo. —Hostia —exclamó Mad Dog—. Se me había olvidado lo de la condicional. Es una putada. Troy podía acudir al Hombre en busca de protección para sus dos últimos días, podían aislarlo durante cuarenta y ocho
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horas. No perdería nada, excepto su reputación en su mundo. Se maldijo a sí mismo por pensar siquiera en aquella posibilidad. Algo así no era una opción a considerar. Si hacía algo remotamente parecido, quedaría marcado de por vida en los bajos fondos, donde pretendía vivir. Sería un estigma del que nunca podría deshacerse, un gesto que invitaría a la agresión por siempre jamás. —Deja que yo me encargue —se ofreció Mad Dog—. Yo le daré lo que se merece. Troy negó con la cabeza. —No. Yo limpio mi propia mierda. El toque del silbato de la policía, señal de que debían colocarse en fila en la puerta del edificio, interrumpió el atardecer. Mientras los jóvenes desfilaban hacia el interior, el Hombre los contaba junto a la puerta. Dentro, algunos corrieron por el pasillo en dirección a la sala de televisión, querían conseguir los mejores asientos. Los que habían estado jugando a frontón, a baloncesto o levantando pesas, giraron hacia la izquierda en dirección a los baños. Había tres lavabos comunitarios cada uno con tres grifos. Troy observaba a R. Lee en la fila, delante de él. R. Lee giró a la izquierda. Perfecto. Le daría a Troy la oportunidad de ir a la derecha hacia el dormitorio. La manguera de incendios estaba justo detrás de la puerta. La boca de metal rompería un cráneo como si fuera una cáscara de huevo si la hacía oscilar con la fuerza suficiente. Ya había decidido que era lo único que podía hacer. Odiaba a R. Lee más aún por su ignorancia, por forzar aquella situación, por arrebatarle su inminente libertad. R. Lee no era ningún estúpido, sabía que Troy iría a por él. Cuando giró para entrar en el baño, observó a través del espejo la puerta que quedaba a sus espaldas. Se quitó la camiseta y
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se acercó a la pila. Como vigilaba la puerta, no se percató de que Mad Dog estaba en el retrete de la derecha. Mad Dog tiró de la cadena con el pie y se dio la vuelta. Sujetaba el mango de un cepillo de dientes contra la pierna. Lo había derretido y, mientras aún estaba blando, había colocado dos piezas de una cuchilla. Al endurecerse, las hojas solo sobresalían menos de un centímetro, pequeñas pero muy afiladas. Se acercó por detrás de los jóvenes que había en el lavabo. Solo tardó dos segundos en llegar hasta R. Lee. Colocó la cuchilla sobre la espalda marrón y la deslizó desde el hombro hasta la cintura. La piel se abrió como unos labios durante un segundo antes de que la herida se llenara de sangre y manara a borbotones segundos después. R. Lee gritó y se dio la vuelta inmediatamente intentando alcanzar la herida y buscar a su atacante. Mad Dog permaneció allí con los ojos abiertos de par en par, como una hiena esperando el momento oportuno para lanzarse de nuevo y acuchillarle otra vez. Otro negro había presenciado el ataque desde el otro lado de la sala. —¡Cuidado! —gritó y se abrió paso entre los demás. Mad Dog levantó el brazo como un escorpión preparando la cola. El segundo negro se detuvo, fuera de su alcance. —Estás jodido, blanquito. —¡Que te follen, negro! El Hombre se percató del caos e hizo sonar la alarma que llevaba. En la puerta del dormitorio, Troy escuchó los gritos y vio a los chicos corriendo hacia los baños. Cuando salió al pasillo, R. Lee se abrió paso entre la multitud hacia la puerta del extremo opuesto y salió corriendo en dirección a la puerta exterior. Tenía toda la espalda cubierta de sangre que seguía
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chorreándole abundantemente por detrás de los pantalones hasta el suelo. Empezó a dar patadas a la puerta. —¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir! ¡Dejadme ir al hospital! Troy se percató de que un par de negros le miraban. Llevaba la boca de la manguera envuelta en papel de periódico. Si hacían algún movimiento, les daría en la cabeza. El Hombre llegó hasta la puerta exterior, la abrió y dejó salir corriendo a R. Lee. Desde el otro extremo, los hombres libres se acercaban con sus porras y las llaves tintineando contra las caderas. Cerraron el edificio con personal extra vigilando. R. Lee necesitó doscientos once puntos. Mad Dog acabó en el agujero. El lunes por la mañana, Troy fue puesto en libertad condicional. Le debía su liberación a Mad Dog, una deuda con la que cargó en el futuro.
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