SIN VISADO (Jean Malaquais)

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Sin visado Jean Malaquais

Introducci贸n de Norman Mailer Traducci贸n de Gabriel Hormaechea

sajal铆n editores

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Homenaje a Jean Malaquais por Norman Mailer

Jean Malaquais no fue solamente mi mejor amigo, sino también mi mentor. Desde que nos conocimos, cuando traducía al francés Los desnudos y los muertos, ejerció en mí mayor influencia que cualquiera. En buena medida, nuestra amistad se fundó en su franqueza. Sin un duro en el bolsillo —estaba tan pelado como podía estarlo un intelectual francés en Nueva York obligado a impartir clases nocturnas en la New School—, no se mordía la lengua: mi libro no le gustaba. No, lo traducía porque necesitaba trabajo. Resultó que la retribución era irrisoria: el editor le pagaba la real suma de dos mil dólares, a la que, avergonzado, añadí otros mil. Nunca había visto a nadie trabajar tan duro en algo que le mereciera tan poco respeto. Durante el año en que llevó a cabo la traducción, tuvo que trabajar ocho horas al día, cinco o seis días por semana. Era un perfeccionista, aborrecía la prosa de mi novela y no tenía misericordia. Rayaba las páginas con flechas para señalar la negligencia con la que repetía palabras o, peor aún, ideas. ¡No soportaba la dejadez en literatura! Hay que decir que su estilo en lengua francesa era el resultado de una férrea autodisciplina. Polaco como Conrad, aprendió como este la lengua en la que iba a tener que escribir en la adolescencia. Joven inmigrante de Varsovia, en Francia se hubo de deslomar en el fondo de la mina antes de descubrir la literatura y las sutilezas de su lengua de adopción en la cálida Biblioteca de Saint-Geneviève, donde cada

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día pasaba catorce horas al abrigo del frío endemoniado de las calles de aquel París invernal de los años de crisis. En efecto, su francés lo aprendió allí, leyendo, escribiendo, recibiendo lecciones a la medida de su imaginación, de sus ambiciones, de sus privaciones, y obteniendo de esa guisa una especie de posgrado en elegancia lingüística, lo que le resultaría muy provechoso cuando, más tarde, tuviera que leer ocasionalmente manuscritos por encargo de André Gide. Este lo conoció cuando Malaquais, tras leer un extracto del Diario de Gide en una revista, dirigió al escritor una carta incendiaria. En esas páginas de su diario, Gide escribía que en ocasiones se preguntaba si de haber conocido la pobreza, acaso su arte no habría ganado en profundidad. Difícilmente se le escape a nadie toda la ironía escondida tras semejante acceso de sentimentalismo. Sin embargo, Malaquais juzgó bárbara la afirmación y la rebatió: «Debería usted postrarse y rezar a ese Dios en el que a veces finge creer para agradecerle la vida de burgués acomodado y la libertad de entregarse por completo a su arte que le concedió». Así era el tono de la carta, el rugido de una fiera surgido de la más profunda amargura, el grito de un hombre que se empeñaba en llegar al fondo de su talento pese a tener los bolsillos y el estómago vacíos. Gide le respondió con un billete de disculpa. Confesaba haber pasado por alto la situación de escritores jóvenes como Malaquais, a quien aquellas afirmaciones debían forzosamente de resultar intolerables. Temía haber jugado con demasiada ligereza con una idea que le rondaba la cabeza: quería contrariar a ciertos colegas, tan preocupados por su sensibilidad que habían llegado a encerrarse en un caparazón para evitar el roce con las rugosidades del mundo. Desde luego, había demostrado falta de tacto al ignorar la situación de esos jóvenes sin un duro y el sentimiento de agravio que sin duda despertaría la lectura de su texto. Gide incluía en el mensaje un giro de cien francos, cantidad que hoy en día alcanzaría apenas para llenar una cesta de la compra en el colmado de la esquina. Malaquais hizo trizas el giro y se lo devolvió a Gide con este mensaje: «No crea que puede recuperar su

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alma con un sello de correos. Si quiere hacer algo por mí, hágalo de veras. ¡No me eche las migas!». Siguiente mensaje: ¿Malaquais quería visitarlo? —C’est toi, Malaquais? —le preguntó Gide el día de su visita. —Oui, c’est moi. C’est toi, Gide? Era la época en que Gide albergaba una simpatía creciente por la URSS. Aquel joven polaco que se pretendía intelectual y obrero a la vez no podía más que despertar su interés. El chico no solo era marxista, sino —¡curioso hallazgo que añadía valor a la estima!— de una especie poco frecuente, puesto que pertenecía a un grupo disidente altamente evolucionado y, por tanto, representaba la absoluta antítesis de aquellos burócratas soviéticos con quienes Gide buscaba un terreno de entendimiento intelectual. Nada más embriagador que prestar oídos a la diatriba de un marxista enemigo de los soviéticos. A Gide, como sabemos, le costaba flirtear con el ateísmo sin apresurarse a cultivar la amistad de todos los sacerdotes que conociera. Quince años después, durante el invierno y la primavera de 1949, mientras Malaquais traducía Los desnudos y los muertos y nos hacíamos amigos pese a su odio a mi prosa (sin decirlo, estaba de acuerdo con él: ¿acaso fui el primero en pensar que ese libro era una buena novela a pesar de su estilo?), poco a poco adopté sus preceptos literarios, comencé a convivir con ellos, a pelearme con sus reproches, y con tanta frecuencia apelaba a su Gide en nuestras discusiones acerca del estilo que terminé por creer que conocía a este último. Sin embargo, sus permanentes intentos de iniciarme en las finuras de la escritura no eran conciertos de alabanzas a Gide; Malaquais guardaba por su antiguo jefe el cómodo respeto que se reserva al escritor cuyas cualidades se reconocen pero cuyos defectos resultan evidentes. Mi mentor, tras una arenga destinada a reducir mi hostilidad hacia la elegancia, la severidad y la necesaria contención en la escritura (virtudes que su propia dialéctica exaltaba, a fin de depurar la cualidad de sorpresa que es lo propio de la palabra escrita, siendo este un discurso bien arraigado en la tradición francesa, siempre a la sombra

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de la tutela del maestro, y en este caso, de André Gide en persona), mi mentor, digo, era perfectamente capaz de deslizar un comentario del tipo «ciertamente, cuando se trata de analizar la historia, Gide es como un escolar. Tiene talento para captar la paradoja de un personaje, y es el primero en comprender que personaje significa paradoja, pero dale un contexto social y pierde todo instinto de dialéctica». Malaquais no era en absoluto marxista. Cualquier intento de discusión con él obligaba a expandir el intelecto en un auténtico campo magnético de matices. Malaquais detestaba las fórmulas, la propaganda y cualquier concepto que impidiera un análisis matizado. Podía adelantar una nueva tesis, anticipar las objeciones, enunciarlas con claridad y, finalmente, demoler su presentación de tu defensa con un sencillo revés dialéctico. Lo hacía con tal vehemencia que las venas de la frente le palpitaban como si tratara de demostrar que el Espíritu reside en la cabeza humana, si no en el falo. En esos momentos, Malaquais se parecía extraordinariamente a Picasso: idéntica frente noble y cóncava, idéntico narizón redondo de obrero, idéntica determinación característica del mentón, marcado por idéntica hendidura. Basta esta similitud para suscitar la cuestión de la relación que bien pudiera existir entre la fisionomía y el talento. Y si hubiera que hablar de genio, evocaría aquel día en que asistí a una de sus conferencias en la New School. ¡Jamás escuché nada igual! Durante cincuenta minutos de reloj, sin leer una sola palabra, sondeó las profundidades de la relación que une a un escritor con su tiempo. La memoria me sugiere, después de tantos años, que el objeto de la lección era Proust. Recuerdo sentir mi inteligencia arrastrada en un ejercicio acrobático que de ordinario habría sido incapaz de ejecutar. Cuando Malaquais hablaba, era inconcebible que su intelecto y su lengua no marcharan al mismo compás. Hablaba como pensaba. Sin embargo, ese polaco francés menudo, de rostro poderoso y frente arrugada, admirable por su viril pericia ante cualquier pregunta que le pudieran formular, aquel prodigio del debate, aquel monstruo de la oralidad que hablaba con la voracidad con que un individuo

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de buen apetito engulle un bistec; ese hombre no era más que un prisionero encadenado cuando debía ponerse a escribir. Cuando Jean escribía Le Gaffeur, a finales de los años cuarenta o a principios de los cincuenta, justo cuando comenzaba a conocerlo, pasaba diez, doce, incluso catorce horas sentado en el escritorio. Se jactaba de no levantarse de la silla ni siquiera para estirar las piernas o tomarse un descanso para comer. No, permanecía sentado, contemplaba la página y escribía… a razón de doscientas o trescientas palabras al día. ¡Doscientas palabras en diez horas! Veinte palabras la hora, o sea una palabra cada tres minutos. ¿Acaso existe una tortura más horrible, para un hombre capaz de improvisar una conferencia entera perfectamente consumada en su cabeza, con sus ejemplos y su sintaxis, y capaz, pues, de crear una obra de siete u ocho mil palabras en menos de una hora, que verse condenado, pluma en mano, a no poder escribir más que veinte palabras en sesenta minutos? La cultura del pasado debía de pesarle como el Peñón de Gibraltar. Dado su profundo desprecio por los autores que se apresuran en exhibir sus baratijas en el sanctasanctórum, donde no deberían mostrarse más que las contadas obras perfectas, ¿cómo iba a tener el atrevimiento de añadir algo a esas excreciones? Así su mente, verdadero lanzallamas cuando estaba liberada y lanzada al galope en un discurso destinado a no dejar trazas, quedaba reducida a un hilo incandescente cuando se trataba de horadar con una simple muesca la roca del monumental respeto que profesaba hacia la cosa literaria. «Si quieres hacer un buen trabajo, hay que pisser le sang», me confesó un día, ¡y vaya si tuvo que mear la sangre de tantas ambiciones desvanecidas a lo largo de las horas que pasaba encadenado a su escritorio! ¡Qué castigo! Tras dos años, tras tres años de duro trabajo, lentamente Le Gaffeur logró horadar la noble roca de la resistencia de Malaquais a sí mismo y, por fin, el autor dio a luz su novela. Sin embargo, como ya ocurriera con su anterior libro, Sin visado, la obra que tan pronto se publicó (y tradujo) no tardó en desaparecer, o casi, de circulación.

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Cincuenta años han pasado desde que leí Sin visado, y no pretendo conservar un recuerdo completo. No obstante, no he olvidado su potencia, su ambición, su ironía, ni esa indignación sorda con respecto a una sociedad, la nuestra, contra la que el escritor se erigía en acusador. Ese libro se adelantó cincuenta años: ¡Es hora de leerlo! Su publicación, a finales de los años cuarenta, suscitó cierta confusión. El libro no casaba con el ánimo del París de posguerra, deseoso de avivar el orgullo nacional tras el abominable conflicto que todos conocemos. La novela no se vendió bien —ninguna de las obras publicadas por Malaquais en esa época funcionó—, pese a que él había invertido una cantidad prodigiosa de energía. Varios años necesitó para escribirla, siempre con un ojo atento a la puerta. Capturado por los alemanes durante la invasión de 1940, prisionero de guerra por un tiempo, consiguió escapar y llegar a París, donde malvivió varios meses sin papeles, y luego se las arregló para huir de la zona ocupada, llegar a Marsella y desde allí pasar a España. En Cádiz frecuentó las oficinas donde se expedían visados; pronto consiguió el acceso al estatuto de emigrante sin un duro en Venezuela, y luego en México hasta que acabó la guerra. Instalado con Gally, su compañera de entonces, sobrevivía escribiendo guiones a cuenta de uno o dos productores usureros. Y durante todo ese tiempo, pese a su pobreza, sus tribulaciones, sus empleos miserables, no dejó de trabajar en Sin visado. Ya es bastante difícil entregarse a la escritura de una novela digna de ese nombre cuando las condiciones son favorables. En el caso de Malaquais, que vivía a salto de mata y trabajaba sin la menor seguridad con respecto al futuro, lo contara en años o en meses, la tarea correspondía más o menos a escribir dos o tres libros gruesos. La desastrosa acogida que obtuvo debería haber amputado al escritor para siempre. Sin embargo, siguió escribiendo, y no dejó de hacerlo hasta el último de sus días, por más que hubiera comprendido, sin duda demasiado temprano, que en vida nunca haría carrera de creador reconocido.

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Jamás renunció. Cerca de cincuenta años después, casi nonagenario e impedido por el reumatismo, las piernas maltrechas y casi privadas de movimiento, día tras día se sentaba ante su escritorio y trabajaba sin descanso en la revisión de su Diario. Pese a su edad, discutía con la fuerza y la seguridad de un joven que no puede permitir que se derribe ni uno solo de sus argumentos puesto que tal cosa pondría en peligro toda la arquitectura de su pensamiento. Nos hicimos buenos amigos y, cuando volvíamos a encontrarnos en Ginebra, nos sentíamos en familia: no podíamos vivir sin guerrear, no podíamos querernos sin exasperarnos por la obstinación del otro, por la feroz determinación de no ceder en ningún aspecto de la discusión, hasta el punto de que, de haber estado en la flor de la juventud, nos habríamos enzarzado a puñetazos, habríamos rodado por el suelo en furioso pugilato. Así era la curiosa, o si se prefiere, enloquecida relación que mantuvimos durante cuarenta y cinco años. Pero nunca tuve la necesidad de ponerle remedio. Porque no había a mi juicio persona en el mundo que valiera lo que Malaquais. Razón por la que hoy levanto una copa imaginaria —¿quién osaría hablar de verdadero aguardiente?— para brindar a la memoria de un hombre que jamás permitió que una sola gota de alcohol mojara sus labios. Bebo, pues, en espíritu, por su templanza, su fiereza, su lealtad, su capacidad crítica, sus principios tan incomparables como inaccesibles, ¡y por la generosa fortuna que le regaló esposa e hija tan nobles como Élisabeth y Dominique! Una conjunción perfecta, puesto que él mismo era tan noble como pocos autodidactas alcanzan a serlo. Y bebo en fin por esa fuerza vital que corría como un vendaval por entre los vertiginosos cañones de su mente. Lo extrañaremos terriblemente, pero no habrá necesidad de venerarlo. Quienes lo conocimos bien seguiremos viviendo bajo el influjo de su proyecto: negarse a aceptar un mundo que sea menos de lo que debería ser. Un día, mientras trabajaba infatigablemente en Le Gaffeur, le pregunté por qué se empecinaba en escribir. Le sugería que, en vista

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de su inteligencia y energía, existían muchas otras empresas valiosas a las que podía consagrarse. Me miró como si fuera un débil mental. —¿Sabes qué? Soy incapaz de dedicarme a otra cosa que no sea a escribir. —Quisiera saber por qué. —Porque la única manera que tengo de saber si algo es verdadero es sentirlo moverse en la punta de mi pluma. Puede que esta sea la observación más valiosa que nunca he oído respecto a lo que puede empujar a un hombre a decirse escritor. Marzo de 1999

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Capítulo 1

Al tiempo que se quitaba las gafas de sol, el hombre dio una zancada para evitar el charco, husmeó el aire y refunfuñó entre sus dientes largos y amarillentos. —¡Cagoendiez! —masculló castigando con el bastón el bordillo de la acera—. ¡Cagoendiez! Mientras se alisaba la puntiaguda perilla, aspiró el aroma de sus falanges. A pesar de que hacía varias semanas que pasaba cada día por la misma callejuela a la hora precisa del mediodía, no conseguía acostumbrarse al tufo de moho y podredumbre que despedían los callejones del Puerto Viejo. En ningún lugar del vasto mundo que había recorrido a lo largo de su ya larga vida, ni en la Módena de su infancia ni en los barrios bajos de Alejandría, ni en los zocos marroquís, ni en la Odesa típica de la guerra civil, en ninguna parte había tenido aquel anciano la sensación de respirar tan abundantes relentes de peste y de raticida, relentes que parecían remontarse a los míticos tiempos de los intrépidos fenicios, que fueron los primeros en desembarcar en estas costas. «Me estoy volviendo delicado —pensó olfateando las falanges de sus dedos como se aspiran sales—; delicado de nariz.» Para él, las emanaciones de todas las humanidades sometidas a la efervescencia de los siglos afloraban en aquel lugar a la superficie del presente, como si aquel barrio de Marsella fuese la cloaca colectora de la purulencia universal. Así pues, el hombre se había quitado las gafas, había olisqueado, renegado, golpeado el bordillo de la acera con la contera metálica del 17

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bastón y había vuelto a renegar. Deteniéndose de golpe, hurgó largamente en el bolsillo del chaleco, miró la hora con la caja del reloj alojada en la palma de la mano, como habría hecho con una preciosísima crisolita. Esperó, contando los segundos, en pie, erguido sobre las piernas, esperó a que las sirenas hubieran bramado sobre los tejados de la ciudad —llamada de odio y de pánico que resonaba a todo lo largo de la desierta rada del puerto—. Entonces, aparentemente satisfecho de que el bramido se hubiese producido en el minuto exacto, asintió con la cabeza y devolvió el reloj a las profundidades del chaleco. «Las doce —pensó mientras volvía a ponerse las gafas de sol—. Las doce.» Desde el umbral de la cocina iluminada por una vaga bombilla salpicada de cacas de mosca, la señora Babayû acogió a su cliente con un sonoro: —Buenos días Coronel, ¿cómo van las cosas hoy? —Bien —respondió el Coronel con un gesto de la mano. Escogió meticulosamente el lugar donde dejar su bastón, se sentó con la espalda contra la pared, se quitó las gafas y frotó unos con otros sus huesudos dedos. El ajo y el calabacín, la col y el melón maduro mezclaban sus efluvios en un olor de huevo podrido que impregnaba el figón, cuya enseña rezaba bon aloi. —¿Una sopa, Coronel? —entonó la señora Babayû con el estilo heroico de una carga de caballería—. ¿Una sopa de la casa? El Coronel levantó un dedo afirmativo, una sopa naturalmente; luego, alzando el brazo, esbozó un movimiento circular en respuesta al mudo saludo de un consumidor, cuyo rostro leonino y abundante pelambrera evocaban, en la mente del anciano, la cara de Gauguin abotagada por la lepra. La mano del Coronel, que había surgido para bosquejar un gesto circular, muy cordial, encontró al final del recorrido la perilla del Coronel, cuyos pelos acarició; y, sin dejar de remover con la otra mano el líquido color tierra de Siena que la señora Babayû acababa de servirle, se volvió hacia quien tenía enfrente. 18

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—Caro mio —dijo, como si retomase una conversación interrumpida—, caro mio, su generosidad le confunde. A menos que se trate de su apetito. Sorbió prudentemente una cucharada de líquido enrojecido por el azafrán bastardo, se toqueteó la perilla y resopló por la nariz. El otro, el felino desengañado… masticaba pensativo. El Coronel lo observó, deglutió una segunda cucharada de sopa y luego enunció, un poco como se concluye de lo particular a lo general: —Querido amigo, es usted autófago, no está mal, hasta diría que está muy bien, pero ¿por qué demonios se devora usted crudo? Acuérdese de Eneas cuando hablaba a Lauso, hijo de Mecenas: «¿Adónde te precipitas, ser destinado a la muerte, que osas emprender empresas superiores a tus fuerzas?». Calló y volvió a su tierra de Siena líquida. A dos pasos del figón, un negrito feliz chapoteaba en el arroyo. El «querido amigo» vaciaba a largos tragos un vaso de agua. Se habría dicho que en su cabeza de león sufrido, nacía lentamente una grave preocupación. Dejó el vaso sobre la mesa, cogió un tenedor y apuntó con él en dirección al viejo italiano. —¡Qué maravilla! —exclamó con voz estridente—. ¡Qué maravilla, señor y Coronel! * ¿Pero de quién desciende para hablarme así? Yo soy un… Apuntó con el tenedor a la señora Babayû y, abriendo la boca de par en par, añadió: —¡Un omófago con cebolla! ¡Y bien crudo, patrona! La señora Babayû rió por lo bajo, por si acaso. Con los codos sobre la mesa, frente a su plato, un cliente consultó el menú garrapateado a lápiz, al parecer para verificar la ortografía del plato en cuestión. El Coronel estaba a punto de recitar otro verso de Virgilio cuando, en fila india, entraron varias personas. Cuatro de los recién llegados fueron a aglutinarse en torno a la mesa del Coronel, sin *  En español en el original. (N. del T.)

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que ninguno pudiese pretender un asiento solo para él: Marianne Davy, a quien él llamaba la Infanta Incantada, una corpulenta muchacha de ancha osamenta, nariz móvil y cabello pelirrojo recogido por un cordón de zapato; Yvonne Tervielle, de ojos sombríos, pensativos, y tez aceitunada; Ivan Stepanov, fornido, de mirada gris, penetrante, tamizada por cristales sin montura; y Youra, hijo de Stepanov, hermoso adolescente, de mechón rebelde, chaqueta de terciopelo y un cuaderno de dibujo bajo el brazo. El Coronel besó la mano a las mujeres, estrechó la de los hombres y soltó una parrafada de Sófocles que nadie entendió ni fingió entender. Dos clientes fueron a instalarse codo con codo junto al hombre de la melena leonina, que llevaba una amplia camisa a cuadros amarillos abierta sobre el pecho virgen de vello. Aparecieron otros habituales, y ocuparon el estrecho espacio entre las mesas, con el verbo subido: magiar, italiano, ruso, español y polaco. La señora Babayû, con los pulgares medio hundidos en fuentes desbordantes de salsa tornasolada de puro grasienta, hacía frente a la situación, mientras fuera, en el umbral del figón, el chiquillo feliz remojaba el trasero en el arroyo. —Nunca había visto tanta gente en el consulado —decía Yvonne Tervielle—. Parecía que hubiese llegado una remesa de visados, como si fuera una venta de huevos sin cupones. Sabe, Ivan, tendríamos que preguntar a Smith si no podría conseguirme una cita. He esperado cuatro horas para nada. Es agotador. Con la cabeza inclinada sobre el plato, Ivan Stepanov callaba. Cuatro horas… Él había esperado cuatro años —¿eran solo cuatro?— en los calabozos soviéticos. Esperado, en una palabra. Nada es agotador, siempre que uno viva, se dijo. Lanzó una mirada oblicua hacia su hijo, quien, sin dejar de mascar un rábano, dibujaba a lápiz en una página del cuaderno de notas que tenía sujeto entre las rodillas. El figón hervía de conversaciones, de masticaciones, de frases inconexas. Hitler en Sebastopol, en Tobruk, en Lhasa, y Stepanov se descubría asombrándose de manera pueril: ¡Qué milagro mantenerse 20

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en pie, encorvado pero en pie, soñando con visados, con un trabajo, con la vida! No merecemos nuestra parte de felicidad, pensó, y tampoco nuestra parte de sufrimiento. Lo invadió un impreciso sentimiento de gratitud, ridículo, estrafalario, por el pan con sabor a masilla, por la cadena ininterrumpida de días y noches. Buscó la mirada de su compañera, ella había dicho Smith, había dicho cuatro horas de espera, palabras como otras muchas, ahogadas en un concierto políglota de voces, de masticaciones, de ideas vertiginosas. Yvonne… Estuvo a punto de sonreírle, pero la voz chillona del hombre de cara leonina, sobreponiéndose a la barahúnda, lo cogió por sorpresa: —Dígame, Coronel, ¿un omófago se come o es él el que te engulle? Fascinado por la narración que Marianne Davy le estaba haciendo de una película que había visto la víspera, el Coronel no respondió. De ágil palabra y con la punta de la nariz móvil, Marianne hablaba y hablaba con la boca llena, aliñaba copiosamente la sopa, reclamaba el agua, agitaba la mano hacia un conocido, pasando de la ceca a la Meca con un soberano desprecio de la puntuación. «Límpido transparente Coronel un hada aquella criatura no toca la tierra seis francos el cine una mujer como yo la desearía para usted cuando él la lleva al sanatorio parece de cristal Chamonix bajo la nieve Coronel debería usted ir señora Babayû puré de patatas esta pimienta no hay manera de pimentar con ella.» El Coronel estaba encantado. Se preguntaba si la Infanta Incantada lo llevaría a ver una película, a contemplar cristales en un sanatorio bajo la nieve, si había pedido el puré de patatas para ella o para él —un plato que no le gustaba mucho—. «¡Una de garbanzos, una!», gritó preventivamente, por si acaso la Infanta Incantada pensase encajarle el puré de manzanas que en aquel momento servía la señora Babayû por encima de las cabezas de los clientes. —Marianne —dijo—, es usted una chica adorable. No muy diáfana, pero adorable. Un viejo como yo ¿puede permitirse preguntarle la edad que tiene, es decir, la edad que quiere confesar? 21

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La había conocido allí mismo, un día fasto de habas con tomate; allí mismo y en Le Fier Chasseur, un bar del muelle de los Belges donde se reunía la bohemia escapada de Montparnasse. Lo había atraído inmediatamente, excitando su curiosidad por los seres y las cosas que rompen con la común grisura. Le habría gustado apropiársela, mantenerla bajo un cristal de aumento y hacerla hablar, hacerla hablar. Marianne Davy hablaba. Con ojos azul intenso y nariz nerviosa, hablaba. «Veintiséis bonita blusa Yvonne déjame ver Youra soy yo se diría tengo veinticinco es usted muy curioso me has hecho abrir demasiado la boca no tengo veintisiete años.» Detenía su período como se detiene un coche que derrapa, con un brusco golpe de pedal. Al Coronel le encantaba. Había dicho blusa, curioso, boca, palabras cuya filiación, cuya etimología conocía, y que, no obstante, no seguía; no seguía pero le encantaban, como en otros tiempos, seis decenios atrás, el sonsonete del organillo en las plazas mal pavimentadas de Módena. Marianne tragó un sorbo de agua y calló. Dónde dormir y ese Georges que se niega iré a París qué cerdo. Pensaba en un refugio donde pasar la noche, porque la pequeña Katty Braun, en cuya casa se había instalado, acababa de caer en una redada. Pensaba en Georges, aquel católico que le negaba el divorcio, aquel Georges Davy cuyo apellido llevaba pero que le era poco más o menos desconocido y más indiferente que el gato que maullaba bajo la mesa. ¿Indiferente? Detestaba a aquel monárquico reaccionario, especialista en arte persa, aficionado al bridge, a aquel cerdo. No quería darle su consentimiento, su firma, ¿por qué no quería aquel… aquel esposo? Subir a París, asediar a aquel hombre que la tenía atada. Hizo una mueca, puaff el tufo a rancho, y un tic agitó las aletas de su nariz. Pero los pasadores de la frontera, los agentes, y dónde meterse esta noche, y la siguiente. Sus ojos, algo enrojecidos, hicieron un rápido repaso de los presentes. ¡Sí! Nadie a quien pedir un rincón de habitación. Mientras hurgaba en el bolso en busca de su dinero y 22

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de su carnet de racionamiento, se abría paso entre las sillas, usando la cadera a modo de proa. —Voy al Chasseur dame ese dibujo a tomar un zumo ya vendréis qué hora es Coronel. El Coronel se daba golpecitos en el bigote, deleitándose con el olfateo de sus falanges. Si él hubiese sido Calígula, habría hecho de ella, de la Infanta Incantada, su cotorra dominical. Marianne se había alejado, disputaba un cupón para materias grasas con la señora Babayû. Ivan Stepanov sonrió con la nariz en el plato; una sonrisa fugaz, que solo intuyó Yvonne Tervielle. Ella sonrió a su vez, de forma no menos imperceptible, en señal de cómplice solidaridad. Conocía las reacciones de Ivan mejor que las suyas propias, las preveía con precisión y con más seguridad que si él se las hubiese deletreado por adelantado y desde siempre. La clarividencia que ella poseía de sus gestos, de sus humores, procuraba a Stepanov una vaga sensación de bienestar de pensionado, sensación que a veces le producía breves accesos de impaciencia. Durante toda su vida había aspirado a una anodina quietud de abuelito: una palada de carbón en la estufa, un terrón de azúcar en la taza de té, un colchón sin chinches. Pero lo que le molestaba era la manera un tanto insistente que tenía Yvonne de manifestarle su solicitud. Se trataba en ella, no había duda, de una adhesión sin reservas y permanentemente renovada, en todos los instantes de su existencia pasada, presente y por venir. «Como si yo necesitase su aprobación —pensaba—, como si hubiese podido convertirse en mi compañera sin que un recíproco afecto nos hubiese empujado el uno hacia el otro desde siempre, desde el comienzo de las cosas.» La miró a hurtadillas, más bien a su imagen reflejada en los cristales que a ella misma. «Como si yo necesitase…» se parodió a sí mismo en pensamiento. Se removió en la silla, procurando evitar las rodillas del Coronel. —Veinte mil francos —decía alguien a su espalda—. Veinte mil machacantes y el visado de salida es tuyo. Con zalemas lo consigues, y un lazo rosa de propina. 23

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—¡Veinticinco! —terciaba otro—. Los precios se han disparado desde esta tarde. «Porque —pensaba Stepanov— es ella quien siente la necesidad; necesidad de arroparme en el algodón de sus bondades, en las mantillas un poco justas de sus bondades. Y debe ser así, puesto que todo parte de mí y todo conduce a mí. Yo, mí, palabras clave que el primer homínido habrá aprendido a balbucir, prueba de fuerza, de afirmación de sí, tal vez de divinidad. Luego, el yo, el mí, se amplificó en un nosotros colectivo. Ese paso, el día en que el bípedo dio ese paso, produjo el único humanismo que valga.» El contacto de una mano sobre su hombro estuvo a punto de devolverlo a la tierra. «El egocentrismo colectivo —prosiguió siguiendo su impulso— es una antinomia. Por poco que se ande de frente, se está obligado a guardar las uñas.» Su sonrisa fue esta vez tan evanescente que ni siquiera Yvonne la percibió. Se dejaba llevar por la corriente de sus pensamientos con una complacencia de la que era vagamente consciente, inclinado, a su pesar, a formular en preceptos memorables unos pensamientos que, si hubiesen sido formulados por otro, tal vez habría calificado de sentencias de calendario. «E incluso cuando uno estuviese solo, en lo más desolado de la soledad, sería una vez más el otro, la presencia del otro, de todos los demás, lo que daría consistencia a nuestra vida. Así es con nosotros, en esta mesa, en esta Marsella apocalíptica…» Abrió repentinamente la boca, de par en par, hasta el punto de que el Coronel, que estaba frente a él, vio su prótesis dental. Youra retiró la mano que había posado sobre el hombro de su padre. —Vamos, yo me largo —dijo, con el mechón sobre los ojos—. Se acabaron los cupones. La vendedora de sopa te fiará. Bien, has mordido una piedra, son cosas que pasan en el mejor restaurante, no hay por qué hacer aspavientos. Mientras palpaba con el dedo la encía dolorida, Stepanov siguió con la mirada a su hijo, que daba una zancada para no pisar al chavalillo acuclillado en el arroyo. Yvonne puso la mano sobre la de su 24

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compañero para impedir que estallase contra las maneras un tanto desenvueltas que Youra adoptaba últimamente con ellos. A veces, al atardecer de un día ajetreado, de ir y venir en vano, intercambiaban, en voz baja, una observación sobre tal o cual actitud o contestación del adolescente. Pero Stepanov evitaba hablar de ello. Las impertinencias de Youra lo irritaban, sin dejar por ello de despertar su interés de atento observador. Acostados uno junto al otro, agradablemente adormecidos por el rumor de la ciudad infralimentada, Yvonne y él intercambiaban frases sencillas y breves que los mantenían en la superficie de una precaria lucidez. En aquellos momentos parecía que el aliento de la Europa destripada, de las Rusias ensangrentadas, fluía sobre ellos en sucesivas oleadas. A veces, Yvonne lo sentía de una manera tan intensa que creía morir. Con los ojos cerrados y la respiración lenta, captaba el zumbido de la vida, de la muerte, y era como si su corazón latiese movido únicamente en virtud de una reverberación anónima. Yvonne movía un dedo, otro dedo, rozaba el muslo de Ivan. «¿Lo notas? ¿Oyes?», susurraba. Notaba, oía, aunque no exactamente como ella. Él tenía una larga experiencia de la muerte. «¡Que aún tenga ojos, riñones, pulmones —pensaba Yvonne— y ese vigor de roble que se intuye en él!» Por enésima vez recapitulaba la vida de Ivan, en términos de título de capítulo, de golpes de gong: dos años en la fortaleza de Pedro y Pablo, la guerra imperialista, la guerra civil, los sóviets, hambrunas, fiebres tifoideas en el sitio de Rostov del Don, el Termidor estaliniano, huelga de hambre en Oranienburg, escorbuto en Irkutsk, deportación al extremo norte, celdas de aislamiento en el extremo inhumano, cien gramos de materias grasas por semana en Marsella… Que hubiese vivido eso, sobrevivido a eso, y conservado aquel torso de tambor, aquella complexión de mozo de cuerda, era algo prodigioso para ella. «En cincuenta y tres años —pensaba—, en cincuenta y tres años de existencia, ¿ha disfrutado siquiera de seis meses de auténtico bienestar?» Se lo preguntaba, y era una de las pocas cosas concernientes a Stepanov de las que no estaba del todo segura. 25

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En la sala trasera de su café, un espejo mural reflejaba la respetable gordura de los esposos Jules Garrigue. Estaban comiendo. El patrón se zampó, pensativo, un diente de ajo que había extraído del meollo de la pierna de cordero. Abarcaba con la vista el conjunto de su establecimiento, terraza incluida y, más allá, el Puerto Viejo. Durante las semanas y los meses que siguieron al desastre, cuando la población de Marsella se dobló, el modesto café de Jules Garrigue conoció una afluencia de mil demonios. Una gaceta incluso había publicado un artículo titulado «La fauna de Montparnasse en Le Fier Chasseur», artículo realzado por una foto que tampoco estaba mal y que la señora Garrigue hizo enmarcar y colgar sobre la caja. Ignoraba lo que quería decir exactamente «fauna de Montparnasse», salvo que se trataba de un montón de charlatanes que empinaban el codo más de lo conveniente. Aquello prometía durar tanto como durase la guerra, así que ¡arriba los corazones! Cierto, Jules Garrigue creyó que se habían vuelto las tornas, que se había librado tras tres lustros de una existencia de mierda fregando vajilla detrás de un mostrador pringoso. Se sirvió otra tajada de cordero, hundió el tenedor en un montículo de pochas. ¡Quince años! ¡Puta suerte! Miró a su mujer, contenta y acicalada. ¡Quince años! Se sentía definitivamente en la otra vertiente de la cuarentena, exactamente como se siente uno junto a su cama al despertarse de una pesadilla. Sí, el apetito era todo lo que le quedaba de su juventud: el apetito y, claro está, Josette, su hija Josette que exigía, Dios sabe por qué, que la llamasen Daddy. La observó, encaramada sobre un taburete, detrás de la caja, sonriendo a aquel tiparraco con cabeza de león enfermo. Mascaba pensativo, ni siquiera era verdad que hubiese conservado su formidable apetito de otros tiempos. Se había congratulado demasiado de ver su casa desbordante de gente y, mira por dónde, ahora los parroquianos escaseaban, como si la guerra hubiese pasado de moda. Rozó con el codo el corsé con relleno de su mujer. —Cuéntalos —dijo—. Cada día son menos numerosos. A este paso, pronto no llegaremos a los cien francos de caja. 26

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—¡Bah!... —exclamó la señora Jules, emitiendo una retahíla de breves sonidos de succión adecuados para extraer un filamento de carne de cordero atrapado entre sus incisivos. ¡Bah, es verano, Julot! Los hay que ya se han ido al campo. Él se encogió de hombros y se sirvió una loncha de gruyère. Esta, no entiende ni jota… ¡Ya te voy yo a dar a ti campo! ¡En los coches celulares, toma! Él, Jules Garrigue, sabía a qué atenerse. Ha «entregado» a tres o cuatro de ellos, a la buena de Dios, era preciso; entregado para estar en paz con la Legión, que te volvía tarumba con su blablablá sobre la anti-Francia. Si creen que van a dar vida al comercio con sus métodos de poner a los consumidores a la sombra… Los unos porque judíos, los otros porque demasiado habladores, los terceros porque gaullistas, todos porque esa es la política. Suspiró, mientras extendía una capa de mostaza sobre el gruyère. Si se contentasen con cazar a los anti-Francia en su casa, al salir de la cama, aún. Pero no, necesitaban hacer redadas en los cafés, aunque fuesen casas serias; nunca había habido escándalo en el Fier Chasseur, nunca una pelea. Contaba y recontaba los consumidores: siete, sí, pero todos en la terraza y ni un gato en la sala, cuando a esta hora eran unos buenos cincuenta antes de que todo empezase a venirse abajo. Se sirvió un buen trago de vino de Médoc y, dirigiéndose a su esposa, dijo: —Pichoncito, tal y como van las cosas, dentro de un mes echo la persiana. La señora Jules se arreglaba las uñas. Su pelo teñido de platino gris-rosa olía a loción capilar. —Ya se te pasará, gordito —lo consoló—. Es el cansancio. Va, vete a jugar un tute, eso te levantará la moral. Él se encogió de hombros. ¡Qué tute ni qué narices! Luego, mira por dónde, con los kartoffel y los espagueti, que se ponen las botas tanto como pueden, para servir a los clientes solo queda vino peleón, o un aguachirle llamado banyuls. ¡Puaf! Bueno, él tenía su reserva personal, pero en ese punto poco a poco, Paco Peco… 27

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Volvió a darse un lingotazo de médoc, se levantó contando una vez más la gente en la terraza. «No están muy envalentonados, estos tipos —pensó—. ¡Tienen suerte, Dios mío! Mira qué contento está ese carcamal de la perilla, al que los demás llaman Coronel, con el terrón de azúcar que pesca en una caja de cerillas. Míralo cómo se atornilla el monóculo en el ojo para degustar su sucedáneo de café como si fuese un moka. Para mondarse de risa ¿no?» Estuvo a punto de mostrárselo a su mujer, pero la patrona estaba dándose golpecitos en la napia con una borla de polvos, y cambió de idea. El camarero recogía la mesa. En la terraza, una niña descalza vendía hilo de coser. Monóculo en el ojo, mostacho y perilla de otro siglo, el Coronel saboreaba su brebaje. Jules Garrigue no pudo aguantar más y volvió a su media costilla: —Pichoncito, ¿quieres un ejemplo de arte de vivir? La mujer inclinó la cabeza, mirándolo con ojos de búho asombrado. —¿Qué te pasa, Jules? —Nada, nada —refunfuñó—, tengo que ponerme las pilas, la Legión me llama. La dejó, ojo redondo rodeado de rímel, mejillas maquilladas, pecho imponente, uñas pulidas. Al pasar junto a la caja, se tomó el tiempo de depositar dos besos en las mejillas de Josette, más un tercero, por no quedarse corto. No le gustaba verla sonreír a aquel meteco peludo de la terraza. Hundió la mirada en los ojos marrones, almendrados, de su hija: —Estaré de vuelta dentro de una hora. Pórtate bien, Josette. —Sí, papá —prometió ella—. Y papá, si no te importa, me llamo Daddy. —Pero ¿por qué? Digas lo que digas tu nombre es Josette, así que por qué… —Digamos que porque me divierte. No es pecado, ¿verdad? De manera, papá, que hazme el favor. O Daddy o nada. Mamá, por su parte… 28

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—Bueno, bueno —dijo Jules Garrigue con laxitud—. Sí, tu madre no encuentra nada que objetar, tu madre. Bueno, hasta dentro de un rato, Daddy. Atravesó la terraza saludando a los clientes con un «señoras, señores» muy educado. Luego, cambiando bruscamente de opinión, volvió sobre sus pasos y se dirigió al Coronel: —¿Qué le parece nuestro café, señor? —Excelente —dijo el Coronel—. Excelente. Falto de aroma así como de azúcar, algo ácido, de gusto poco apetitoso pero, aparte de eso, excelente. ¿Está seguro, patrón, de que es café? Ivan Stepanov sonrió imperceptiblemente tras sus cristales sin montura. A Yvonne Tervielle le habría gustado hacer lo mismo, pero no lo consiguió: su sonrisa fue abierta, como para recogerla con la mano. La nariz de Marianne Davy hizo un movimiento de ida y vuelta. El hombre del rostro leonino levantó el pulgar, como para pedir la palabra. Una barcaza se arrimó al muelle para amarrar. El agua de la rada chapoteaba suavemente. Cercano y lejano a la vez, el puente colgante arañaba el cielo. Jules Garrigue dijo con toda claridad: —Totalmente, señor. Es café nacional. En la sede de la Legión, instalada en los locales de una hasta hacía poco banca inglesa debidamente incautada, la reunión se desarrollaba a buen ritmo. Jules Garrigue reprimió un hipo al apercibirse de que el personaje que presidía desde lo alto de la mesa no era otro que Adrien de Pontillac, gran manitú de la prefectura y jefe regional de la Legión. La dureza de la mirada que este depositó sobre aquel compañero retardatorio no pasó desapercibida para nadie; tanto, de hecho, que a Garrigue le pareció que uno de los guardias del Servicio de Orden Legionario tan solo esperaba un gesto para ponerlo de patitas en la calle. Conocía a aquel peón del SOL, espera que haga memoria, sí, sí, era camarero de bar, mira por dónde en casa de un menda… Tras consultar la hora en su reloj de pulsera (un reloj extraplano cuya caja de oro blanco hacía juego con los 29

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gemelos engalanados con la francisca),* Pontillac retomó la palabra. El tema de la reunión era la próxima visita del Mariscal a Marsella. Entre otras cosas, había que, primero, adornar nuestra ciudad focia con los colores nacionales; segundo, suscitar un entusiasmo popular absolutamente franco y espontáneo. La voz del jefe martilleaba con breves y sonoras sílabas el atento silencio de los camaradas: ca-daven-ta-na-su-ban-de-ra, ca-da-ban-de-ra-su-guar-dia-de-ho-nor, cada-guar-dia-de-ho-nor-su-boi-na-vas-ca, ca-da… Aún sin reponerse del todo de su conmoción, Jules Garrigue escuchaba a medias. Se arriesgó a lanzar una mirada al peón del SOL (mandíbula cuadrada, bandolera, cinturón, botas relucientes, pistolón), y de nuevo una arcada le subió a la garganta como si la pierna de cordero, las pochas, el gruyère y la mostaza tuviesen dificultades para acomodarse con la vecindad de medio litro de médoc. —Este, este de todas formas… —hipó, incapaz de recordar el nombre del allí presente camarero de café. Al verlo allí, tan rígido y con el torso prominente, se le habría podido tomar por la estatua de la hostilidad. De la hostilidad y del deber. Pues bien, como él mismo era ex combatiente y había hecho la guerra, la otra, la grrrande, como se seguía diciendo todavía, a Jules Garrigue, francés y orgulloso de serlo, la visión de un matasiete no tenía por qué emocionarle. No, lo que le fastidiaba era su blanco de memoria, cómo demonios se llama este bribón de… ¡de Mélodie! De golpe se sintió a las mil maravillas, pues sí, su memoria seguía viva. ¡Mélodie Jean-Baptiste se llamaba, el fortachón! Después de todo, ¿qué decía el jefe? Intentó cazar el discurso del jefe al vuelo, un poco como se salta a un tranvía en marcha. «Apoteosis», decía el jefe. «¡Entusiasmo y apoteosis, valerosos legionarios!», decía con voz retumbante. «Dale —pensó Garrigue—. Dale, sin complejos. Entusiasvoceras y apotecirrosis. ¡A mí hazme el favor de hablarme *  La Orden de la Francisca (Francisque) es una condecoración creada por el régimen de Vichy para señalar un especial aprecio del mariscal Pétain. (N. del T.)

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en el francés de aquí, qué caray!» Volvió a estudiar al SOL, con serenidad esta vez. Ahora que había recordado su nombre, lo encontraba más bien ridículo. Bueno, estás exagerando, se corrigió. Vestido así, no parece encontrase muy cómodo. Se inclinó hacia su vecino, el camarada Ignace Matthieu, por aquello de compartir el descubrimiento que acababa de hacer: Lo que les da esa facha de cosacos, a estos SOL, es su pinta de vaqueros. Pero, con la nariz en el mostacho y las orejas coloradas, el camarada Matthieu parecía decir amén a cada palabra que escandía el jefe, y Garrigue no tuvo más remedio que guardarse para sí su idea. Apoyó los codos sobre la mesa, caló el mentón en la copa de sus manos y posó una mirada somnolienta en algún lugar entre un banderín clavado en la pared y el perfil voluntarioso de Adrien de Pontillac. Dos docenas de jefes de manzana se levantaron con una unánime espontaneidad cuando Pontillac, tras martillear …lip-pe-Pétain-je-fe-glo-rio-so-de-la-Fran-cia-e-ter-na, marcó con un expresivo gesto el final de la lección. En pie, cartera y sombrero en mano, consultó de nuevo su reloj de pulsera. Había hablado tres minutos más de lo previsto, y aquellos valientes iban a retrasarlo acosándolo con sus preguntas de escolar. Tenía una prisa de mil demonios: cita con Karen a las tres, a las 4.30 el prefecto, a las 5.40 avión para Vichy. «Señores —decía—, se comunicarán instrucciones precisas y detalladas a la sede de la Legión.» No obstante, lo rodeaban, interrogadores sonrientes y solícitos: ¿salida del cortejo desde la plaza de la Prefectura? ¿Acto militar en el monumento a los caídos? ¿Misa en Notre-Dame-de-la-Garde? ¿Altavoces…?. «Ni un árbol de la rue de la Canabière sin su altavoz», precisaba Pontillac sin dejar de avanzar hacia la puerta que el SOL Mélodie había abierto de par en par. Se arremolinaban junto a él, por todas partes y a empellones: ¿niños de las escuelas? ¿Fanfarria de la Guardia Móvil? ¿Bombe…?. «Bomberos con todo el material», confirmaba Pontillac. Aquella sala era abominablemente larga, la próxima vez presidiría en esta punta de la mesa, más cerca de la salida, no es cuestión de hacer esperar a Karen… 31

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«Tendremos dos corbetas, un dragaminas y una escuadrilla de cazas», precisaba. Pero la clave, la sensación del día, lo que aún no podía divulgar, debía ser la distribución especial y gratuita de un camembert a las familias necesitadas. De pronto, cuando por fin alcanzaba la escalera de salida, el camarada Ignace Matthieu, balbuciente y ruborizado hasta las orejas, se plantó ante él: —Yo… Mi hija… Señor… Tengo una cosa… Un asunto de… Mi hija trabaja… —Hum… —produjo Pontillac, arqueando la ceja. Pensaba en Karen, pensaba en su duro pecho de virgen. Miró al compañero legionario como si nunca hubiese visto un rostro colorado recorrido por un canutillo de pastelería a modo de mostacho. Ante el imperturbable avance del jefe, Matthieu, agarrándose con una mano a la barandilla, bajaba las escaleras a reculones. —Trabajo, familia, patria —aprobó Pontillac, imaginando a Karen, imaginando la fina caída de sus riñones—. ¿Qué edad tiene su hija? —Dieciséis… dieciséis años —articuló Matthieu. —Hermosa edad, lo felicito. Con corvas elásticas y sonrisa aprobadora, los jefes de manzana abordaron la curva del descansillo: el jefe regional tenía razón, era una hermosa edad. Matthieu musitó «gracias, señor, yo…». De carmesí, su cara pasó a violácea. Estuvo a punto de tropezar en un peldaño, se enderezó, alzó valientemente el bigote: —Yo… Se trata de un complot contra… contra la seguridad del Estado… Mi hija… —¿Su hija intriga contra la seguridad del Estado? —sonrió Pontillac—. ¡Ah, se trata de una niña precoz! Matthieu produjo un mudo gesto de negación. La planta baja estaba a la vista. Una mancha de sol reverberaba en la acera, donde un vendedor ambulante ofrecía estatuillas de barro cocido con la 32

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gloriosa efigie del Mariscal. Clic clac de suelas de madera. Piernas desnudas pintadas con alheña diluida. Vestidos ligeros, vestidos exagerados. Vestido camisero de Karen. Pontillac se detuvo en el umbral para ponerse los guantes. Las tres menos diez… Tenía el tiempo justo. —Señores, hasta pronto —dijo. Los camaradas respondieron «hasta pronto, jefe», a coro y de una sola vez, cuando Ignace Matthieu pronunció en voz alta y potente: —Yo… señor… es mi hija la que… que… Una mujer alta y rubia se repasaba el carmín de los labios ante la cristalera de la sede de la Legión. Mientras la observaba, Adrien de Pontillac dijo por encima del hombro: —¿Es su hija la que qué el qué? Matthieu cambió de color, abrió la boca de par en par. Espeso y macizo, el bigote contorneaba un agujero muerto. No, no, era un error, su hija no tenía nada que ver, ¡nunca en la vida! Hizo ademán de plantarse firme en los escalones, pero como el SOL Mélodie lo cogió por el codo, resopló y continuó su descenso a reculones. —¡No, no, jefe! —protestó—. Es donde ella trabaja, mi Françoise… —Ah… —dijo el jefe—. ¿Y dónde trabaja su Françoise, camarada Matthieu? Miró al SOL Mélodie, quien, soltando el codo de Matthieu, le dejó recuperar la plenitud de sus facultades: —En el Sucror, jefe, allí trabaja. Es donde hacen esas crottes* que comemos, malas tampoco son, a dos cincuenta la unidad… —¿Crottes que comemos? —dijo Pontillac—. Matthieu, hágame un informe detallado diciendo de qué se trata exactamente. Y venga a verme a la prefectura, una tarde, dentro de dos semanitas. Cruzó el umbral y desapareció, zarandeado por la masa. Ignace Matthieu volvió hacia sus colegas un rostro radiante: dentro de dos *  Crotte es una pequeña golosina típica en Francia. Su nombre quiere decir «cagarruta». (N. del T.)

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semanitas, en la prefectura, despacho personal con el señor Adrien de Pontillac… Todos lo miraban como si fuese joven y guapo. Garrigue iba a felicitarlo, cuando el SOL Mélodie le dio un golpecito en la espalda: —Oye, Jules, ¿ya no reconocemos a los amigos? Garrigue reprimió un movimiento de rechazo. ¡Aquel pedorro endomingado lo tuteaba! ¡Lo llamaba Jules! —Sí, Jean-Baptiste —dijo—. Cómo no voy a reconocer a los amigos… —¡Estupendo! —tronó Mélodie—. Y tu hija Josette, ¿cómo está? La vi el otro día, en el cine. ¡Carape, toda una señorita! —Está bien, gracias. ¿Y tú, viejo zorro? Pareces haber prosperado desde los tiempos en que… —¿Yo?... —Se dio una palmada en el muslo y otra en el lugar de la bandolera—. ¿Yo?... Mira, Jules, después de todo ahora estamos del mismo lado. Era diferente cuando curraba en tu bar, ¿verdad? Ahora somos todos franceses, viejo Jules. Patronos y asalariados, todos iguales. Lo ha dicho el Mariscal, ¿no? —Guiñó un ojo y, bajando la voz, añadió—: ¿Recuerdas el buen pernod, el de la tercera balda de la izquierda? Debe de quedarte, Jules, con qué remontar la moral de los amigos. ¿Me invitas uno de estos días y paso por tu casa, cosa de saludar a tu querida media naranja? —Bueno, de acuerdo, queda una gota —suspiró Jules Garrigue.

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