Cosas de Don Bosco
Los zuecos Calzando a la humildad
L
Nota Verano de 1854. Don Bosco regala sus zapatos a un chico pobre. Al no encontrar calzado, y tener que ir a confesar urgentemente, se calza unos rústicos zuecos. De regreso, recalará en la zapatería de viuda Zanone. Ella le regalará unos zapatos a cambio de los zuecos que conservará como reliquia y recuerdo (MBe V, 483-484).
os zuecos tenemos un tosco cuerpo de madera. Pero, a pesar de nuestra ruda apariencia, late en nosotros el deseo de proteger a las gentes del campo. Resguardamos los pies campesinos del barro de los senderos. A ello contribuyen los tacos clavados en nuestra suela. Cuando conocimos a Don Bosco ya éramos unos objetos inútiles. Una mano inmisericorde nos trasladó a la ciudad. Las calles pavimentadas de la urbe nos tornaron superfluos. Dormitábamos polvorientos en el desván del Oratorio. Añorábamos un pasado que jamás regresaría. Ignorábamos que la vida puede hacerte un guiño en cualquier momento. Así ocurrió aquella tarde de verano. Pasos apresurados en el desván. Búsqueda afanosa. Manos liberándonos de la capa de polvo que nos afeaba. Minutos después, nos hallábamos frente a los pies sin zapatos de Don Bosco. Dedos inquietos y nerviosos bajo sus calcetines remendados. Resignación. Por las palabras que musitó el muchacho que nos había rescatado, comprendimos la situación. Don Bosco había regalado sus zapatos a un huérfano. Tras este arranque de generosidad, no encontraba acomodo para calzar sus pies. Y, ¡debía desplazarse para confesar a un bienhechor que estaba a punto de llamar a las puertas del más allá!
No había tiempo que perder. A falta de zapatos o sandalias… fuimos nosotros, unos humildes zuecos, los elegidos para cubrir sus pies. Iniciamos el trayecto. Conseguimos no resbalar en el enlosado de las avenidas. Pero no logramos evitar el ruido que producían nuestros tacos de madera golpeando el pavimento. ¡Toc-toc; toc-toc-toc…! Los viandantes se giraban. Risas y chanzas. Vergüenza. Don Bosco comenzó a caminar encogido para que su sotana rozara el suelo y nos ocultara de miradas indiscretas. Pero nuestro estrépito seguía resonando. Arribamos a una casa señorial. Sus alfombras mitigaron el ruido. Don Bosco confesó al enfermo. Le dejó preparado para que llamara sin temor a la puerta del paraíso. Orgullosos de nuestro trabajo, iniciamos el regreso. De pronto, el hombre ilustre que ahora acompañaba a Don Bosco, le hizo recalar en una lujosa zapatería. La dueña descalzó a Don Bosco. Nos apartó con desdén. Colocó unos elegantes zapatos en nuestro lugar… Sentimos un hondo desprecio. Pero, cuando todo parecía oprobio, la dueña de la zapatería suplicó a Don Bosco quedarse con nosotros. Así fue cómo permanecimos en el escaparate de aquella zapatería de postín durante largos años. Los lujosos zapatos llegaban y marchaban. Pero nosotros, unos toscos zuecos, siempre estábamos expuestos. Fuimos los testigos silenciosos de la generosidad humilde de Don Bosco. José J. Gómez Palacios, sdb
Boletín Salesiano julio / agosto 2022 • 9