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Sandra De la Torre Guarderas
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Sandra De la Torre Guarderas Una relectura del Primer Libro de los Reyes, capítulo 18
Sus ágiles dedos presionaron el pincel con metódicos movimientos circulares en el orificio central del pomo de piedra. Al combinar estelas rojizas y azuladas, consiguió el majestuoso tono púrpura y lo extendió con elegantes brochazos en cada uno de sus párpados. Luego, introdujo el delicado instrumento en otra cavidad lateral, para sumergirlo en el dorado antimonio. Sosteniendo la brocha entre el índice y el pulgar, con los otros dedos alzados buscando el equilibrio, esparció el nuevo matiz en pequeñas y constantes puntadas debajo de las cejas, para después difuminarlo con la punta del anular. La mirada escrutadora de Jezabel en el espejo de bronce bruñido concluyó su preparación para el culto matutino. Descendió de la torre principal acompañada de la percusión de sus pisadas en el marfil. ¡Cómo la complacía ese sonido! Hace tiempo que había forzado al rey Acab, su esposo, a descuartizar miles de elefantes del África para edificarse este blanquísimo palacio, evidencia de su enorme poderío lunar. Mientras bajaba, sus labios tejían el
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mismo rezo desgastado que conmovía los templos del dios Baal y su consorte Asera, en todos sus dominios: “La lluvia temprana y la tardía concédannos, padres de la fertilidad. De Canaán envíen truenos que conviertan los cielos de Samaria en rocío. ¡Reverdezcan el Carmelo!” Jezabel había coleccionado cientos de victorias desde que compartió con Acab el trono de Israel. La más gloriosa era haber convertido el corazón de todo ese pueblo, que se decía escogido por el legendario “Jehová de los ejércitos” y pregonaba a las cuatro habitaciones del viento la incalculable grandeza de sus hechos: tormentas catastróficas, escuadrones de langostas, mares partidos, murallas heridas por la voz de las trompetas... Esa nación que ostentaba conocer y servir al único dios había claudicado por ella. Ya no quedaban hombres de pie, ni el rey, toda rodilla estaba torcida ante sus baales. Las propias manos de la reina habían estrangulado el clamor profético en Israel, sacrificando a los voceros del temible Jehová. No podía acariciar mayor fama que ésta, pero una derrota le agitaba el espíritu día y noche: por más de tres años, una pertinaz sequía arañaba hasta el último rincón del territorio, desde que un tal Elías de Galaad reprendiera a la lluvia, como señal del vigente poderío del dios de Israel. No se rendiría hasta ver al cielo llorar a cántaros. Era tan solo la exigua voz del último hombre… de pie.
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“¡Reverdezcan el Carmelo!”, gritaron al unísono cientos de profetas de Baal cuando vieron el borde de las vestiduras de Jezabel traspasar el umbral del templo. Enseguida tocaron tambores y flautas que fueron amordazados al cerrarse las magníficas puertas de cedro. Por las hendijas escaparon murmullos, jadeos, carcajadas y luego, cánticos, alaridos y el desesperado llanto de niños tiernos que culminó de repente, seguido por griteríos jubilosos. Cerca del medio día, la reina salió con el semblante severo y las pupilas clavadas en el cielo, cuestionándolo por la ausencia de nubes. Tras ella, seis sacerdotisas transportaban jarrones, volteando el rostro hacia un costado, para no mirar el contenido. Lejos de la Casa de Marfil, en Samaria, la capital, otros ojos —más bien apáticos— indagaban al firmamento: los de Acab. Tampoco allá había indicios de lluvia. El suelo agrietado era, para el rey, el rostro mismo de aquella maldición añeja, de la que había intentado sacudirse sin éxito. Por largo tiempo buscó al autor, al profeta Elías, trastornando cada escondrijo del reino, para forzarlo a desatar las fuentes celestiales y, luego, obsequiarlo a la tiranía de Jezabel, pero no lo halló. A menudo decía burlándose: “Estará pastando nubes bajo las faldas de Jehová”.
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Aunque el cielo se veía mudo, muy cerca de allí sostenía un diálogo fluido con otra mirada inquieta: — ¿Estás seguro? ¿Ochocientos cincuenta profetas contra uno? —Ya te lo he dicho. —De una vez, tiro el manto y me abres lugar en el seno de Abraham. —Confía, es mi pleito. ¿No has visto bastante de mi poder? —Cómo resistirse a tu voz… me quema en el pecho. Sólo prométeme que no estará Jezabel. — ¡Mjm! Te prometo obrar conforme a mis instrucciones. — ¿Te escuché sonreído? No dijiste nada sobre la reina… Un manto áspero barría el suelo arenoso siguiendo los pasos indecisos de un hombre delgado, alto, de cabello y barba tiesos como su fe, Elías. Temblorosa, la mano del profeta apretó el bastón, como agarrando coraje; luego inclinó la cabeza y aceleró la marcha sin más reparos. Al atardecer, Acab se alteró con la noticia. Constantemente guiñaba un ojo y presionaba el pulgar derecho sobre la palma de la mano izquierda, luego de escuchar al mensajero de Elías. Por fin el
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perturbador de la nación había salido de su madriguera y estaba a pocas horas de caer en la red; sólo tenía que fraguar la táctica justa. Al día siguiente reuniría al pueblo en el monte Carmelo, como acababa de exigirle Elías por boca de su vocero. También congregaría, de todas las regiones del reino, a los cientos de profetas de Baal sustentados por la reina, claro, sin decir a Jezabel que era por mandato del vocero de Jehová, sino con el pretexto de ofrecer una ceremonia especial a los dioses de la fertilidad, ante todo Israel, en busca de lluvia. Luego, dejaría que el numerillo propuesto por el profeta se desarrolle con normalidad y, cuando el final del espectáculo se acerque, lo torturaría hasta conseguir que se trague su maldición y libere la lluvia. Al caer el sol del día siguiente, Acab sorprendería a su reina con la cabeza de Elías, ya sea bajo un torrencial aguacero o sin él. De rodillas, amaneció una delgada figura en la cima del Carmelo. Poco a poco llegaba la gente del pueblo. Algunos viajaron la noche entera desde lejanas provincias porque intuían la importancia del evento. Elías levantaba el rostro de vez en cuando y los miraba indignado. Hubiera querido insultarlos por haberse doblegado ante dioses ajenos, pero, desde arriba le caía un rocío de misericordia y callaba. Cuando a la multitud se unieron los ochocientos cincuenta profetas de Baal y
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Asera, el rey Acab y una división de su ejército, Elías despegó la frente del suelo, apretó su bastón, se puso de pie y dijo a gran voz: —Hastiado está Jehová de los jarrones embutidos de inocentes que claman justicia, ¡los jarrones que salen del trasero del templo de Baal! Un revuelo de murmullos enfurecidos cruzó por la congregación de sacerdotes. Elías calló, admitiendo para sí mismo que, aunque había dicho la verdad, ese no era el discurso que su dios le había demandado. Levantó la mirada en actitud atenta, luego agachó la cabeza y retomó la palabra dirigiéndose exclusivamente a los descendientes de Israel: — ¿Hasta cuándo seguirán cojeando con dos muletas? Si Jehová es Dios, síganlo; si Baal, vayan tras él. La multitud enmudeció. Parecía que esas palabras habían colocado una piedra de molino en el pecho de cada israelita. Para Elías se hizo evidente la prostituida fe del pueblo. Hubiera querido maldecir, castigar, pero recordó las instrucciones divinas y continuó:
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—A los profetas de Jezabel aquí presentes les reto: Sacrificaremos dos bueyes, ustedes en un altar y yo en otro. Pidan a sus baales y yo clamaré a Jehová. El dios que responda con fuego y consuma el sacrificio, ¡ese es el verdadero Dios! El pueblo se alborotó de contento. Hace tiempo que no veía señales de lo alto y, peor aún, una competencia entre dos deidades, así que se disputaron los mejores sitios. Los profetas de Baal y Asera ya estaban advertidos por el rey de aceptar sin objeciones lo que pidiera Elías. Además, les pareció legítima la batalla y se dispusieron a levantar los dos altares. Acab sonrió. Sentía lástima por aquel fanático solitario que cada vez se ajustaba más el lazo. Pronto, el Carmelo bebió la sangre de las cortaduras rituales que los profetas de Baal se hacían entre danzas y clamores; probó también el sudor de Elías que, esperando su turno, se consumía a causa de la hoguera suplicada a las alturas; saboreó las nerviosas lágrimas del ojo izquierdo de Acab, convulsionado por intensas y malvadas ambiciones. ***
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En la Casa de Marfil, Jezabel consultaba al horizonte el éxito o fracaso de la ceremonia de Acab. Nunca antes, su marido había tomado la iniciativa en asuntos religiosos y, misteriosamente, estaba liderando un culto sin par. ¿Llevarse a todos sus profetas a la capital? ¿Obligar al pueblo a ascender al monte santo? ¿Acaso, el lamento estéril de la tierra había avivado la fe del rey? Las sombras se estiraban en el patio principal, pero ni una solitaria nube matizaba el azul de la ventana. Dejó caer la cabeza entre sus manos. Estuvo así por largo rato, silenciosa, hasta que, remordida entre sus dientes, se articuló rabiosa la plegaria: “La lluvia temprana y la tardía concédannos, padres de la fertilidad…” Un estruendo sacudió la habitación y cuando Jezabel levantó la mirada, el resplandor de un rayo dibujó su perfil en la inusitada bruma. Sus ojos no se bastaron para abarcar la extensión de aquel océano gris, recortado por serpientes de luz. Corrió escaleras abajo seguida no sólo del eco de sus pasos, sino del naciente martilleo de las gotas en el marfil. ¡El llanto de Baal! Cuando cruzó la puerta del patio, ríos se habían desatado de las alturas. Con los brazos extendidos, bebió lluvia hasta hartarse y se dejó poseer por la excitación del aguacero. Su risa se hacía más intensa con cada trueno hasta volverse lágrimas. Se echó al suelo boca arriba, bañándose de gloria.
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*** Como ciervo asustado, tiritando de ansiedad, Elías corría con su bastón al viento y el manto anudado al cuello. ¿Cuántas horas se habían escurrido desde el duelo en la cima del monte?, ¿cuántos estadios habían quedado atrás?, ¿y el rey? Se detuvo perplejo ante un destello blanco tras la espesa cortina de agua, la Casa de Marfil engrandecida por los relámpagos. Reanudó la carrera en esa dirección, ocultándose en los espectros nocturnos. Sentada en el salón principal, la reina esperaba a su marido para colmarlo de honores. Vestía un magnífico traje de lino egipcio y la coronaban horquillas griegas sujetando y moldeando el oleaje de su cabellera. Había dispuesto un cántaro de vino de Sidón y las dos copas reales junto al trono. Sonreía desde la cumbre del éxtasis. Finalmente, sus dioses rompieron el silencio y se exaltaron ante todo Israel. Su proeza se recordaría por generaciones y ella misma sería una leyenda. El rumor creciente de un caballo al galope iluminó a la reina. Se levantó impulsada por la dicha y, por primera vez en toda su historia nupcial, corrió junto a la puerta para recibir a Acab.
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Detrás de uno de los pilares del patio, alguien más se había percatado de la llegada del rey. Sostuvo el aliento y apretó el bastón rogando no ser visto, cuando las imponentes botas pasaron a un codo de sus sandalias. La puerta se abrió antes de que Acab llamara y reveló el inquisidor semblante de la reina bajo el dintel. Al verla, el rey se turbó tanto que tropezó y cayó de rodillas ante Jezabel. Se estremecía herido de fiebre y no podía incorporarse. Si bien sus ropas mojadas pesaban tres veces más de lo normal, Acab parecía soportar el peso de todo el Carmelo sobre su espalda. Con dificultad, intentaba hilvanar la noticia: —El pueblo se levantó… feroz… Incómoda por la posición de su marido, la reina perdió el entusiasmo inicial. —El culto terminó. Levántate y abrázame que hoy quiero honrarte… —Fue el celo de Jehová que encendió la histeria. Ni mi ejército pudo… Perdóname, reina… mía. Jezabel tambaleó. Buscó apoyo a un costado de la puerta con los brazos cruzados a la altura del pecho. —Deliras. Entremos. Acab comenzó a gatear hacia el interior, pero apenas pudo moverse lo suficiente para quedar tendido boca abajo, a la entrada del palacio.
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—El mensajero de Jehová… — ¡Elías de Galaad! El bramido de la reina se multiplicó en el marfil como un coro de elefantes que, en venganza, le repitieran el nombre de su fracaso: “Elías de Galaad”, “Elías de Galaad”, “Elías de Ga…” Al oír la rabia engrandecida de Jezabel, el profeta, oculto a poca distancia, dejó caer su bastón sacudido por el espanto, mientras Acab seguía escupiendo el relato. — ¿No te llegó la noticia? Lo vi correr por el camino… Temía por tu vida… Desafió a tus profetas frente a todos los hijos de Israel… en el Carmelo… Eran dos altares, el de Jehová y el de Baal. Sólo tenían que conseguir fuego del cielo que consuma el sacrificio… ¡inútiles! La respiración perturbada de la reina empezó a distinguirse a pesar de la tormenta y las palabras de Acab se retacearon aún más. —Cien… cientos de inútiles y ni... ni una… ni una chispa… Con gran esfuerzo, Jezabel se tragó los gritos para no provocar otra vez el canto del rencoroso palacio. — ¡Queríamos lluvia, no fuego! ¡Lluvia! La impotencia del rey se convirtió en una náusea de frases aceleradas, como las de un convicto que se confiesa antes de morir.
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—Baal calló. Nos avergonzó… Pero el altar de Elías se consumió en instantes… Una hoguera del cielo lamió el buey, la leña, hasta las piedras húmedas, hasta el suelo, hasta el agua de la zanja. Gritaban, “Jehová es el Dios”. Sus ojos ardían… ¡Con las espadas de mis hombres! ¡Con mi espada!... mataron a todos, no quedó ni uno, ni las mujeres. “Jehová es el Dios”, decían. Están muertos… Muertos… tus profetas. Jezabel tropezó con un velo de su vestido. Recuperó la postura y dirigió una mirada glacial al cielo. —Entonces la lluvia no es manufactura de Baal. —Elías clamó… llamó a la tempestad. De los extremos se juntaron nubes oscuras… Clamó… Al diluirse su espejismo, Jezabel sintió la violencia de un vómito inminente en las entrañas, pero se contuvo, concentrando toda su energía en la sentencia: —Que los dioses traigan sobre mí el peor de los castigos, si mañana a estas horas Elías no duerme como uno de mis profetas. Tras el pilar, la amenaza debilitó las rodillas del que había desatado el poder divino. Elías cayó junto a su bastón olfateando la muerte. Esperó hasta que las vacilantes pisadas de la reina se apaguen en el piso superior, para emprender la huida.
El pánico le impidió escuchar la
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voz de la tormenta —voz como el estruendo de muchas aguas— que le hablaba de juicio, de omnipotencia… Y se fue, sordo.