Atajo_00

Page 1

Atajo. 0.0

Estrategias de recorrido.



铆ndice.

07 Cruce, liberaci贸n o ley.

23 Cuencas estabilizadas de hormig贸n e informaci贸n.

15 Torrente y vida.

29 La cinta de Moebius.



Cruce,

liberación o ley

Napoleón en el paso de San Bernardo, de Jacques-Louis David, no es únicamente la narración pictórica del momento que muestra al primer cónsul atravesando los Alpes hacia Italia, en busca de refuerzos para sus tropas. Es, además, la representación que cifra el esquema que toda revolución parece albergar en su más íntima profundidad: el atajo, el cruce peligroso y desacostumbrado. No hay victoria posible sin el comercio previo con lo abismal, sin la temerosa contienda con el áspero y porfiado paraje de lo infamiliar. Para una revolución, cualquiera que ésta sea, no hay | 07 |


| 08 |


otro trazado posible que el dibujado a contrapelo. Es por ello que la geometría del atajo, del cruce insurrecto, tiene siempre la forma de un torniquete: primero un torcerse tímido sobre sí mismo, para luego transformarse en la violencia de un vórtice que amenaza con tragarse todo aquello que lo rodea a su paso.

Napoleón cruzando los Alpes Jacques-Louis David, 1801

En todo caso, lo que menos podemos encontrar en la figura ecuestre de David, es algo parecido a la timidez. La decidida contención del animal desbocado bajo la mano experta del buen domador, en medio de la cumbre, hace relinchar al propio jinete en su hazaña. La cola y el manto, las rocas y el ejército, formando una tormenta, se someten, en el mismo círculo que describe su fuerza, a la voluntad del dedo que firmemente apunta más allá del montañoso oleaje que amenaza con aplastarlo. Toda la marea de fuerzas desplegadas por la circunstancia, a pesar de su dispersión y locura, parecen finalmente resumirse y condensarse en ese gesto de indicación. La tormenta tiene así un destino. El dictum que la organiza como un torbellino, hace que su vértice


de apoyo descanse al otro lado de la colina, un edificio de viento arisco que entierra sus cimientos en el futuro prometido por ese índice alzado. El atajo no es más que un débil filamento, el relámpago fugaz que un dedo le arrebata a la noche al rasgar su obstinado secreto, hasta desangrarla. Por esa acuosa herida recién abierta, deberá entonces deslizarse todo un ejército con sus cañones y balas, con sus soldados andrajosos y sus malos presentimientos. Solo la victoria conseguirá, a su tiempo, coagular ese sendero negruzco por donde pasó un día a tientas el sueño de la liberación; coagularlo hasta que, convertido en pavimento, el atajo se hunda bajo la firmeza de una gran avenida, brillante y definitiva, siempre dispuesta a acoger el colorido desfile de los vencedores. Por eso, el recuerdo de la gran hazaña suele tener ese olor a sangre seca, endurecida como el bronce de una estatua. Los historiadores se encargarán de preparar el molde; la arquitectura dispondrá del plinto y despejará cuidadosamente la plaza. La pintura, a su manera, velará los titubeos primigenios y el frío inaugural de ese atrevido y olvidado tránsito. Los cubrirá con una capa roja para luego sentarlos sobre un lustroso corcel amanerado. Hará que parodien la travesía arreglando un paisaje sinfónico, en donde todo parezca brotar de una única fuente de voluntad: | 10 |


el animal insolente rendido ante el jinete, su mirada fija en nosotros, los redimidos; todo ello recogido y cicatrizado en la cúspide categórica del dedo indicador. En esto consiste, tal vez, la mayor injusticia de la oficialidad representacional del Napoleón de David: borrar la timidez inicial de esos primeros pasos, la que todo atajo recién abierto en su tentativa, va desembolsando entumecida por la oscuridad, bajo el frío cordillerano. Nada de ese impreciso y sufriente primer momento del camino ha quedado asido, deslealmente, en algún rincón de la imagen. No es en ella, tal vez, donde se encuentre esa insolencia, sino en el propio título de la pintura; acaso, un nuevo atajo que se cierne en la enigmática aventura de las nominaciones: en el paso de San Bernardo. Nombre y nomos, designación y ley. Nomos es la palabra con la que los griegos referían el orden de las cosas, lo que debe ser. Pero nomos también aludía a la frontera o límite entre las propiedades, el límite que separa una casa de otra en la ciudad. Una especie de tierra de nadie, un abismo delgado y microscópico que serpentea entre las fincas distribuyendo las pertenencias de cada quien. Bernardo es el nombre del padre de la patria, de la nuestra. “Nombre del padre” es sinónimo de ley. Nombre del padre de la patria, por tanto, es el nomos que, rodeando todo un territorio, | 11 |



lo identifica bajo esa misma gran designación: “Bernardo”, o como lo llamaron despectivamente sus detractores, “el guacho” O’Higgins, es el nombre-patria, el nomos-nación. El paso de (San) Bernardo –el calificativo de guacho le impide la santidad, por una especie de mancha indeleble de nacimiento– es la manera en que la propia gesta napoleónica se reinscribe, de manera subrepticia, en nuestro nomos nacional.

El paso del Ejército Libertador por la cordillera de los Andes Julio Vila y Prades, 1904

Como una voz que ha cruzado el atlántico, Napoleón reverbera en América. Es la manera en que O’Higgins –al igual que todos los nombres patrios–, como un eco lejano, repiten la senda del libertador francés. Pero el paso de Bernardo no sólo es la llama de la razón ilustrada que incendia las colonias, es también la repetición literal del cruce fronterizo, el mismo que David ha representado como una tormenta domeñada y resumida por el altanero índice del emperador. Tras el desastre de la batalla de Rancagua, O’Higgins y sus tropas han debido tragar la cordillera hacia Mendoza. Al igual que el sufriente atajo | 13 |


sojuzgado por la pose neoclásica de los Alpes, no es el paso andino y doloroso de la derrota el que busca erigir el nomos de la patria. Al contrario, la imagen del cruce del límite, vuelve a enterrar la temblorosa e incierta embestida del atajo. No sólo el que se dibuja tras la dolorosa huida de la derrota, sino también el que se pretende proyectar en la revancha: en el Ejército libertador de Julio Vila y Prades, se remeda la cursilería del ademán napoleónico. El atajo y sus iniciáticas señas no logran sobrevivir a su repetido tránsito. Su ciega fuerza disruptiva, tan equívoca en el comienzo, pronto se vuelve paisaje acostumbrado. La violencia arbitraria que lo vio nacer, aquella que separa, abre y reparte las pertenencias, los límites entre las cosas y las casas, pronto se torna ley, nomos anquilosado y pétreo como el índice del revolucionario autocoronado emperador, vergüenza nacional que finalmente hace abdicar al padre de la patria… por asesino y dictador.

| 14 |


Torrente

y vida

Al igual que el origen de las lenguas, incierto y misterioso, por no decir inimaginable, es la lenta cristalización de los cauces naturales, aquellos que fueron abiertos alguna vez por una inédita dirección sin otra suerte que la de su propio empuje. Siguiendo el principio de la “navaja de Occam”: la naturaleza siempre buscará el camino más corto para abrirse paso. Su mecánica, entonces, es el atajo. Podría, entonces, igualarse al propio trance revolucionario, siempre inventivo en sus comienzos, aunque a la larga, ciego y torpemente desbocado. Pero del mismo modo que toda gran revolución incuba | 15 |



inevitablemente el germen de su degneración burocrática y tirana, la regularidad del fluir, repetida hasta en los detalle por la misma senda inaugurada, va borrando la épica y originaria ruptura de la roca así como la aspereza opositora del valle hasta devenir paisaje, fuente de toda seguridad del territorio, de lo reconocible, de lo extremadamente familiar. El territorio es domesticado antes de la aparición del domador: es la lenta circularidad de sus procesos los que lo agencian para convertirlo en la principal orientación del viajero y del habitante. Estrellas, riachuelos o gigantescos peñones son así la escritura de un comienzo enmudecido, cuyo silenciamiento inmemorial debe dar paso a la elocuencia de las referencias y los designios, de las rutas y tiempos del nacimiento, del trabajo y de la muerte.

Río y orillas Beatriz Navarrete, 2008

El río no regala sólo el agua para la vida, sino también las orillas. Ellas son quienes cortan en dos el paraje por donde cruza. Esa división primera dictará, además, toda técnica de emplazamiento. Pero por sobre todo, junto con nutrir las especies, proporcionará además la norma mediante la cual va solapando con la lentitud de su discurrir, los días violentos que lo vieron abrirse paso. | 17 |


Algo de esa misma regularidad tranquilizadora ha quedado atrapada, como una epopeya mil veces contada hasta tornarse invisible, en el propio trabajo humano que se alza en la orilla. Aprendiendo a extraer, apilar y ordenar sus productos, éste los envía a todos los rincones del planeta forjando para ello nuevos cauces, atravesando los paisajes recién formados hasta volverlos nuevamente irreconocibles. Así como la revolución destaca por la encandiladora brillantez del comienzo que el caballo y el dedo sentencioso oscurecen, la faena diaria de los hombres se encarga de borrar su propio momento inventivo. Así someten la violencia creadora de los primeros tiempos a la dulcificante sabiduría del método. Creciendo en las húmedas y pantanosas tiendas de Chimbarongo, los mimbrales esperan su tramitación al fondo de las casas de los artesanos. Surcando entre los deslindes de las moradas, nuevos atajos emergen para su cosecha: calles peatonales de 50 cm. a lo largo del terreno dan origen a calles transversales de 1.5 metros hasta vaciarse en las avenidas principales de 3 metros de ancho. Por allí transita, pacientemente, el material y su gente. Despojado de su manto, desnudo y blanco, | 18 |

El propio trabajo humano que se alza en la orilla Beatriz Navarrete, 2008



es cuidadosamente organizado en sendos fardos para el secado. Una larga hilera de durmientes de fibra acurrucados hasta perderse en el horizonte, van trazando un breve homenaje a ese atajo líquido y originario que los alimentó. Cruzando las orillas de ese arroyuelo de siesta veraniega, vendrán los artesanos a arrancarlos de su seco y organizado ensueño. Uno a uno serán separados de sus efímeras familias, para luego hermanarlos pacientemente en la trama geométrica de sus definitivos linajes: cestas, lámparas y mobiliarios, todos ellos prestos a poblar la vida de punta a cabo. Pero esa paciencia que diariamente guía el trámite del forjado de la trama, no es otra cosa que el orden terrestre que ahora reverbera en la sutilidad de los dedos artesanos. Bajo la más rigurosa disposición de sus raíces, el mimbre crece en la cuidada ortogonalidad de la grilla. Antes de aquél pueda tejer la vida doméstica de los hombres, ya encontraba su vocación matemática en la cuadriculada espera de su simiente. Es más, de esa regularidad arrancan las calles peatonales, las vías transversales y las avenidas cuyo resultado -también geométrico- es el propio Chimbarongo. | 20 |

Trama de la plantación de mimbrales Beatriz Navarrete, 2009




Cuencas

estabilizadas de hormigón e información

La ciudad y los objetos – como las cestas, las lámparas o el mobiliario- enlazan sus íntimas composiciones sin importar sus respectivos tamaños. La ley que los gobierna es la de la analogía. Así como el mimbral crece en la geometría que los enseres luego heredarán, los territorios del planeta miden su información en kilométricos cuadrantes. Los más densos, los más abigarrados, ennegrecen sus vísceras hasta lo incontenible. Allí, justamente bajo el núcleo donde gravita una impenetrable nube de datos, se alojan | 23 |



las grandes ciudades, las más diversas en cuerpos y lenguajes, pero también las más violentas e injustas. El exceso de acontecimientos que las aflige las vuelve pesadas, como una bola de acero que hunde la tersa disposición de una malla. De una cuadrícula así fatigada, sólo pueden resultar harapos y jirones, hilachas abandonadas al arbitrio de sus propios movimientos.

Map tiles with 32 MB of OpenStreetMap data Eric Fischer, 2013 https://www.flickr.com/ photos/walkingsf/

De modo muy distinto a como el artesano estira la fibra para imprimir su forma solemos recorrer, distraídamente, las hormigueantes autopistas. Las calles que en éstas desembocan, organizan hasta el horizonte una cansada hilera de casas, apartamentos y barrios, como hebras desordenadas de un paño a medio terminar. Adicta a esta serpenteante deriva, se dispone la marea de filamentos que dibujan nuestras horas de tránsito y de cansancio. Como los difuntos cabellos flotantes de la Ofelia de Everett, las andanzas se cruzan y se traspasan sin enredarse, vagando a tientas según el humor vítreo de los bocinazos, las pasarelas y la publicidad. Aún preguntando por su inexplicable desdicha, | 25 |


su rostro, bello e inerte, se hunde lentamente arrastrándolo todo al fondo oscuro y frío del gigantesco estanque metropolitano. Veredas, parques y hospitales; antejardines, dormitorios y zaguanes; veladores, cucharas e inodoros, todos ellos pueden desaparecer en el acuoso espesor del territorio. En aquella profundidad, no hay posibilidad alguna para el sonido, ni para el dolor. Toda la banalidad de las calles con sus accidentadas calzadas, sus mal olientes esquinas o el griterío del tránsito, de pronto se torna una bella, elegante y muda dama muerta. Esa exquisitez que sólo acontece cuando la vida se despoja del cuerpo, es la que se aprecia desde la distancia sideral que los satélites nos prometen. Todo parece tan correctamente trazado desde las alturas, a pesar de las penurias sufridas que se arremolinan allí abajo, en los detalles. Sólo las fotografías aéreas sellan esa magia irresponsable que olvida el áspero acontecer de los días. Evaden el roce que el asfalto opone a los viajantes, como tampoco dicen nada de los pensamientos alocados de la niña aburrida | 26 |

The geotagger’s world Atlas#1: New York Eric Fischer, 2010 https://www.flickr.com/ photos/walkingsf/



y solitaria en el penúltimo asiento del autobús, camino a la escuela. Únicamente celebran el resumen simultáneo de nuestros pasares, exacerbando los cortantes trayectos que organizan las decisiones e intereses, que mezclan a personas, objetos e información. Esa bella infografía urbana convierte a las pesadas cuecas de hormigón y tráfico, en una medusa transparente y luminosa que agita suavemente sus delgados brazos al compás de los deberes del trabajo. Desde entonces, nada de la paciente trama de la siembra rural y sus laboriosos atajos ha quedado. Sólo la cadencia de este gigantesco animal callado. Girando entorno a su translúcido cuerpo, sus viajeros tentáculos siempre regresan a la órbita madre de la cual parecen salir expulsados a diario. Si hay atajos que confesar aquí, éstos no son otros que los del volver siempre a lo mismo. Atajos por millones, pero sin liberación.

| 28 |


La cinta

de Moebius

El territorio o el mapa. La imagen o su representación. La realidad parece “ocurrirnos” allí donde esa diferencia es aún operativa. A pesar de su aparente vocación mortuoria, la infografía no es menos viva que la propia ciudad que intenta calcar, como tampoco ésta parece más desfalleciente que el frío animal nocturno que ostenta como su destilado representante. | 29 |


El mapa tiene la virtud de lo exacto, algo buscado con mayor pasión que el simple parecido. Sin exagerar demasiado, podríamos decir que es una especie de álgebra visual. Allí el número resiente su cuerpo espectral a los dictados de la visibilidad, no para atormentarlo en favor de la mímesis, sino para clarificar la intuición matemática del orden que busca representarlo. Si quitamos esa intuición, si la desvestimos de su figuralidad, o en otras palabras, si hacemos incluso desaparecer la elegante transparencia de esa medusa, nos quedaremos únicamente con la escuálida arquitectura del algoritmo. Frente a la campante y evidente geometría de las cosas –que pueden ser la montaña o el mimbral, una cesta y la calle, una cuchara o el inodoro– está el útil atajo de la fórmula. Ella nos lleva de inmediato al dilema de toda figura, a la clave íntima de su desenvolvimiento real. Eximiéndonos de la áspera materialidad y de su porfiada insistencia, la fórmula acapara, de un solo golpe gramático, el infinito de posibilidades del aparecer. El atajo que aquí dibujamos tiene la fórmula de la torsión, pues el camino textual que en él se dibuja busca invertir sus extremos al momento de unirlos. La inversión es la razón de su continuidad, el camino más conciso entre los opuestos. La economía matemática de esta juntura reversa, es la que ensambla al cruce liberador con | 30 |


el cruce que somete. El dedo de Napoleón, que domeña como un torbellino montañas y ejércitos, indica el atajo con altanera convicción. Si esa es su fórmula, la materia con la que se viste es el galante relincho envuelto en su orgullosa capa roja. Pero el atajo que libera debe ser también tirano, como el mal destino de nuestro tan recordado Bernardo. Igual suerte tiene la naturaleza en su desbocado discurrir. Buscando el camino más corto –como nos decía Occam– va abriéndose paso no sin violencia. De tanto insistir en su económica fórmula, ella finalmente cristaliza en el paisaje, aquél que el dedo redentor del emperador se esmeraba tanto en reorganizar. Hecho planicie y río de acostumbrado discurrir, somete a los hombres a la regularidad de los días y estaciones, entregándole, no obstante, la libertad de su más alta inteligencia: el rigor del trabajo. Éste subordina el campo a la metódica traza de la siembra, de donde saldrá pronto la fibra que vestirá la libertad creadora del artesano. Para los trastes y el mobiliario, hijos ilustres de su mano emancipada, se edificarán también los caminos por donde ellos viajen para vestir los domicilios lejanos. Para ese comercio, redes infinitas; para esa vestimenta, el tiempo programado de las modas. Coagulan, ambos, en arterias cada vez más estrechas y lentas, tan sólidas y definitivas como el asfalto. Así pasamos de | 31 |



la cuadrícula artesana y rural, a la majestuosa marea inmóvil del tránsito metropolitano. El atajo de libertad revolucionaria, redentor del trabajo y fundador de ciudades, troca así su signo en el sentido contrario; atajos que ahora sólo economizan intercambios para tornarlos firmes y definitivos, infinitos y seguros, convencidos del eterno regreso a lo Mismo.

Mobius Poem: Being a Four Dimensional Concrete Sculpture Happening. Don Gray, 1969 https://graphicarts.princeton.edu/2014/02/21/ a-four-dimensional-concrete-sculpture-happening/

La paradójica fórmula que junta los extremos invirtiéndolos, requiere de figura, de un golpe de imagen que la haga comprensible. El modo más rápido de pasar de un extremo a otro, el atajo más perfecto para que lo afirmativo pase sin sobresaltos a su propia negación, es la geometría sin espesor de la cinta de Moebius. Napoleón en el paso de San Bernardo, de Jacques-Louis David, tiene una réplica inversa. Ella hace de la representación esperanzadora y viril de David, su contrapartida friolenta y acongojada. Así nos muestra el paso Delaroche: al borde de descargar su furia blanca sobre Bonaparte, la montaña le apunta el rostro con una cuña de hielo amenazante. Las tropas han perdido sus | 33 |


uniformes. Andrajosas, caminan a duras penas junto al líder entumido, que ahora oculta su mano dictadora bajo un manto mugroso. El animal que lo transporta es quien parece guiar de memoria sus pasos, como si la naturaleza que en él actúa, quisiera decirle al revolucionario que sólo ella conoce el verdadero secreto del camino. Cegado por el frío y la tormenta, avanza entregado a la suerte del sendero recién inaugurado. David o Delaroche, cuál de las dos imágenes es la más justa, es en realidad una mala e irrelevante pregunta. Sólo ambas, en paralela e invertida oposición, actúan la dramaturgia bífida del simplificador atajo: En la decidida contención del animal desbocado bajo la mano experta del buen domador, en medio de la cumbre, los mimbrales esperan su tramitación al fondo de las casas de los artesanos. Así como el mimbral crece en la geometría que los enseres luego heredarán, las fotografías aéreas sellan esa magia irresponsable que olvida el áspero acontecer de los días. | 34 |

Bonaparte cruzando los Alpes Paul Delaroche, 1848



Toda la banalidad de las calles con sus accidentadas calzadas, sus mal olientes esquinas o el griterío del tránsito, de pronto se torna una bella, elegante y muda dama muerta. Al igual que el sufriente atajo sojuzgado por la pose neoclásica de los Alpes, no es el paso andino y doloroso de la derrota el que busca erigir el nomos de la patria. Como una voz que ha cruzado el atlántico, Napoleón reverbera en América. Girando en torno a su translúcido cuerpo, sus viajeros tentáculos siempre regresan a la órbita madre de la cual parecen salir expulsados a diario. Si hay atajos que confesar aquí, éstos no son otros que los del volver siempre a lo mismo. Atajos por millones, pero sin liberación. Por eso, el recuerdo de la gran hazaña suele tener ese olor a sangre seca, endurecida como el bronce de una estatua. Así nos muestra el paso Delaroche: al borde de descargar su furia blanca sobre Bonaparte, la montaña le apunta el rostro con una cuña de hielo amenazante. Las tropas han perdido sus uniformes.

| 36 |



Termínese de imprimir los 2 ejemplares de la primera edición en la impresora HP de Sandra el domingo 16 de agosto 2015. La familia tipográfica utilizada es Helvetica y el papel es Bond de una resma oficio comprada en un supermercado. Las reuniones del equipo de trabajo se realizaron en bares, donde se pagó todo lo que se consumió.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.