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Atajo. 0.3

A medio camino, a medio morir saltando.


At


Atajo


El acortamiento es una política.

Lo es, en cuanto todo encoger pretende poner en escena, o mejor dicho, hacer de la escena un enmarcamiento que, sin la gradualidad del tránsito, ponga de manifiesto la heterogeneidad de los límites. Precisamente, la supresión del intermedio, del penoso e inevitable rodeo que todos los haceres tienen inscrito como su obligado deber, permite el encuentro siempre fallido de los extremos. Se trata de un colapso. Los vértices finales de un recorrido colocados sin el lubricante que tonifica sus mutuos encuentros, no podrían darse sino mediante la disonancia. Pues bien, aquello que se parece más al ruido que a la sonoridad ordenada de la representación, es la política. Entre otras, el atajo luce como una de sus posibles versiones.


Mediante esta táctica de acortamiento, lo que primariamente se somete a la pausada degradación de los órdenes y las jerarquías, pronto es colocado en conjunción, sin mayor solución de continuidad. El atajo vuelve a presentar las tensiones de los extremos que otrora administraba el pausado anudamiento de las partes, se trata, sobre todo, de una política que aspira a lo instantáneo. Policía -nos dice Rancière- es el tejido regular que mantiene claramente establecidos los lugares de inscripción de cada cual, la trama que encorseta las miradas y las voces, que autoriza y modula el decir y el no decir. Política, por el contrario, es la interrupción, aquello que constantemente se abre paso entre las partes contadas como tales con el propósito de exigir una presentación inaudita destinada a desarreglar la continuidad policial. El atajo, como acción política, pone aquí en comunicación lo que parecía prudentemente distanciado.


La Univer


rsidad


Como recorte que organiza su exterior al mismo tiempo de pretender informarlo, lo universitario se erige siempre satisfecho de sĂ­. No obstante, para colonizar el afuera es necesario sostener la profilaxis del adentro. Como uno de los cabos aquĂ­ presentados, la autoridad universitaria requiere del ejercicio prudencial de la distancia, puesto que insiste en la claridad del lĂ­mite que, justamente, le permite reproducir su poder informante. Lo que la universidad no deja de


repetir en este gesto, es el esplendor de su presencia, brillo que la vuelve siempre impenetrable, lejana, graduada en todos sus accesos, ritualizada en cada una de sus autorizaciones académicas. Mediante el esplendor de sus signos, la regulativa universitaria no sólo insiste en aclarar su posición y alumbrar su entorno, sino también en cautelar sus senderos interiores, vigilando siempre los trayectos sancionados de la malla curricular. Más entrañable aún es el patrullaje docente de la clase, lugaridad eminente del sometimiento del afuera: el rasgo más evidente de su presencia, es la intolerancia de la interrupción. “Cualquier docente sabe bien –por experiencia– de qué cosa estoy hablando y la zozobra que supone: trátese de impertinencias o desatinos, de disparates, porfías o desacatos. (…) La clase es una convocatoria que llama (clamare, calare, del griego kaléo) y que al llamar, ordena –una sola cosa, su propia condición: ‘escúchame’. Tal es el

El aburrimiento y la rápida decepción tras haber ingresado a estudiar, me llevaron muy pronto a caer en sus encantos. Situadas al borde del patio de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile, las llamadas “pircas” gobiernan un seductor estatuto de ambigüedad. Este delgado limbo para los arrepentidos y estafados, aquellos que no han tenido el ánimo ni la suficiente valentía para dejar la carrera, quizás nutre su indecisa condición del confuso régimen de propiedad que lo aqueja. Uno de sus costados, colindante al actual parque San Borja, corresponde a la antigua calle Marcoleta, hoy anexada en parte a los terrenos de la Facultad por medio de un acuerdo con la CORMU.


imperativo que constituye y mantiene a una clase, el imperativo primordial de toda relación docente, que nombra con su único nombre lícito - ‘oiga’ - a cada cual en la clase.”1 Aquí no se trata, obviamente, del afán polemizante o contra-argumental, siempre prestos a reinscribirse en el torrente instructivo de la clase. “No; la interrupción por antonomasia sería, pienso, aquella que, perfectamente visible en su reservado desborde, es de primeras inaudible: el cuchicheo, el chisme.”2 Inaudible no por lo solapado de su ejercicio, sino por lo irrepresentable de su manifestación. Siempre público y, por tanto, esplendoroso, el Logos universitario no se deja solamente oír, sino que obliga a atenderlo al momento de fabricar a sus propios oyentes. Es en esa medida en que éstos están autorizados al habla. El cuchicheo, en cambio, es phoné, ruido que viene a deslizarse en medio de la regularidad argumentativa exponiendo lo que, por definición, debe estar excluido de la polis o, más específicamente, de la


policía: la mera afección sensible. “Es así como, para gran escándalo de la gente de bien, el demos, el revoltijo de la gente sin nada, se convierte en el pueblo, la comunidad política de los atenienses libres, la que habla se cuenta y decide en la Asamblea, tras lo cual los logógrafos escriben:“Εδοξε τω Δήμω: ha complacido al pueblo, el pueblo ha decidido”(…) Pueblo no es más que la apariencia producida por las sensaciones de placer y pena manejadas por retóricos y sofistas para acariciar o espantar al gran animal, la masa indistinta de la gente sin nada reunida en la asamblea.”3 El cuchicheo interrumpe porque no es más que el animal que aún trae, en sus rótulas, el afuera doliente o placentero; una familiaridad del demos vuelta inaudible para la acuciosa industria académica. El chisme -la interrupción- es la primera seña interna de un acortamiento, es un atajo que pone en comunicación demasiado pronto lo que debía ingresar dosificadamente en el habla docente.

Desde el año 2008, la Municipalidad de Santiago insiste en la necesidad de restituir la calle al dominio público, todo ello bajo la presión de la eventual ejecución de un megaproyecto de estacionamientos para para nutrir principalmente el Centro Cultural Gabriela Mistral. El dilema de la propiedad no deja de vislumbrar las paradojas de lo público. Universidad del Estado que privatiza una calle, el Estado que solicita restituir su carácter público. Interno a la Facultad, ese borde aún suele acoger las hablas disidentes de la disciplina, a medio camino entre la calle y el saber institucionalizado.




El b


bar




Pues bien, ¿cuál es, por lo pronto, el lugar del chisme? Se dice (pero, ¿quién es finalmente “se”?) que el pelambre es una institución. Su economía, no obstante, no es la prolija y esplendorosa regularidad del Logos. Habría que señalar, con toda seguridad, que el rendimiento que lo hace funcionar es el placer. Sin embargo y aunque que sea el disfrute quien guía sus mecanismos, no lo


exime totalmente de las reglas. He aquí, tal vez, la más general de ellas: pelar es siempre pelar al Otro pero, además, en su ausencia. Podríamos decir que el placer chismoso radica en esta falta y es en honor a ésta el cómo el Otro ingresa como tal al cotilleo. No es la veracidad lo que mueve al pelambre, ni tampoco la moralidad. Ni verdad ni justicia, dominios del Logos, entran en su negocio. ¿Qué nos queda? bueno, de la moderna tríada ciencia-ética-arte, sólo parece restar este último. En efecto, el pelambre es primordialmente estético. En el Logos universitario, el Otro –que puede interrumpir la clase con su cuchicheo– es siempre convocado a la atención del “oiga”, que no hace sino insistir en recibirlo, aunque a su manera: el horizonte de la docencia es la información del Otro, la pasión por investirlo, de hacerlo ingresar al habla. Por el contrario, el pelambre no desea su presencia, más bien requiere de su falta para que el deseo pueda articular su ruido. La murmuración,

A medio morir saltando, esta reñida posición ante la ley es quien les concede a las pircas el privilegio de ser la escena más alejada del patrullaje docente de la clase, incluso más que los fumaderos clandestinos o los moteles verdes. A vista y paciencia de todos, las pircas no duermen porque las acosa el deseo constante de interrumpir. El tradicional cuchicheo del aula se torna, en ellas, la voz alta y jolgoriosa de la distensión floja. Sin embargo e inesperadamente, esa aparente turbulencia irresponsable y ebria, puede también transformarse en voluntad de consigna y acción rebelde. La frecuente persecución que las autoridades de la facultad han hecho durante años intentando suprimirlas, higienizándolas o iluminando


el barullo, siempre será el semblante del demos, y su lugar es el rincón, el borde, el filo de la forma. De hecho, la interrupción de la clase, por lo general, proviene de sus confines. En efecto, como lugar eminente de la habladuría, institución del “se dice”, el bar siempre se ha acostumbrado a las esquinas, o al rincón: “en el bar no hay centro alguno que arme y configure su espacio interior (ni hablar de un tiempo común). Todo está, por así decirlo, desfocalizado; todo tiende a convertirse en rincón, a arrinconarse.” 4 ¿Qué se trae entre manos el pelambre de cantina y su placer sin centro? El chisme, en su imperiosa necesidad de ausencia del Otro, exige la topología del escondrijo. Lugar predilecto del alumno (el carente de luz), antípoda de la ilustración académica, el bar, en su tendencia centrífuga, comporta la naturaleza de la bohème: “Al formarse las conspiraciones proletarias,


hace su aparición la necesidad de la división del trabajo; quienes eran miembros se repartían en conspiradores de ocasión, esto es, trabajadores que ejercían la conjura sólo a la par que sus otras ocupaciones, que nada más asistían a las reuniones y que estaban dispuestos a aparecer, si lo mandaba el jefe, en el sitio convenido para la cita, y en conspiradores profesionales que dedicaban toda su actividad a la conjura y que vivían de ella (…) Su oscilante existencia, más dependiente en cada caso del azar que de su actividad, su vida desarreglada, cuyas únicas paradas fijas son las tabernas de los vinateros (lugares de cita de los conjurados), sus inevitables tratos con toda ralea de gentes equívocas, les colocan en ese círculo vital que en París se llama bohème.” 5 El placer por la ausencia del Otro, no el único aunque quizás el más decidido, es el placer de conspirar. En

sus rincones, es prueba de lo anterior. El fracaso recurrente de tales empresas, finalmente ha hecho retroceder a regañadientes al logos áulico, impotente ante la jovialidad pétrea que las reúne en esa orgullosa manera de bordear el patio. En realidad, nunca ha habido demasiadas monedas para remedar el cliché dela bohemia maldita. Sólo unas cuantas para el vino en caja o la promo de pisco. Desde sus inicios, las pircas han sido nuestra mesa, las sillas y la propia barra de un improvisado y permanente bar a la intemperie. Entre sus flancos, la narcosis y la palabra se mezclan explosivamente para celebrar su propia existencia, sin importar su mala fama o las insistentes llamadas al orden. Lo que atormenta


ello descansa el más infinito delirio, de allí la indudable impronta estética del discurso conspirador, borrachín y tabernero, siempre en febril sublimidad: “La condición única de la revolución es para ellos la organización suficiente de su conjura…Se lanzan a invenciones que han de lograr milagros revolucionarios; bombas incendiarias, máquinas destructivas de mágica eficacia. Motines que han de sorprender tanto más maravillosamente cuanto menor es su motivación racional.”6 La conjura pactada que no deja de ensordecer con su bullicioso recorrer de rincones es, en efecto, el atajo. El camino corto, “hacerla cortita” es menos una fobia al trabajo que la trabajosa embriaguez de la interrupción política. Es reflejo condicionado ante la insoportable pesantez de lo real y su esplendor policial. Re-evolucionar, es apurar el tranco, saltarse el protocolo para poner en ligazón lo que, por definición, debía estar en cómoda separación.


a la autoridad, no son sus pequeños desastres, si no la insolente indiferencia con que ellos ocurren ante su mirada.

¿Y

Pero esa indiferencia, tan opuesta a la insistente vigilancia que las persigue, no obedece a alguna tozudez o simple altanería de su parte. Con una confianza casi divina en sus propias fuerzas, las pircas impiden, desde su interior, hacer visible algún poder capaz de someterlas. Un enigmático velo de cruel autosuficiencia suele proteger a los parroquianos de la frecuentan.


“nosotros”


s” dónde?


Doble militancia del artista y el docente. Bohemia y academia, margen e instituci贸n.


¿Acaso no es esta misma disyuntiva el viejo dilema de la vanguardia? Quizás menos épica que aquella es nuestra situación, indecisa, fatalmente incómoda, pues el atajo que une estos extremos no está aquí trazado simplemente para unir lo que se encontraba inevitablemente a prudente distancia. Está más bien para mostrar nuestro lugar, la tragedia débil, por cierto, de permanecer en el acorte, siempre suspendidos, maleta en mano. Pero el acortamiento es también una política porque convoca un lugar imposible, de hecho, nosotros “somos” ese lugar. Vestir el escenario con los extremos opuestos no tiene pretensión alguna de

Quienes bebimos de su leche nocturna e incorrecta, no la olvidaremos jamás. El problema es saber cuál es nuestro justo lugar, ahora que ya salimos de la tibieza de su abrigo. Doble militancia, entonces. Incomodidad de la doble escena. Las sillas que han salido de las aulas, atravesando las pircas, ahora lucen colgadas en el otro borde de la antigua Marcoleta anexionada. Es como si ese breve pasaje por sus entrañas las hubiese instruido en el arte de trepar


síntesis dialéctica, de reconciliación final. Tampoco apunta al trasnoche romántico del fragmento sin solución de continuidad. Lo que transpira aquí es el malestar de haberse quedado atrapados en el desvío, ya que, en rigor, el acortar nunca es una estrategia que visibilice a cabalidad todos los resultados posibles, más bien es una apuesta infinita que, en principio, desconoce la efectividad absoluta del camino escogido. Tragedia débil, hemos dicho, pues no sólo se habita en la parálisis no intencional del acorte, sino también se alumbra aquí una tímida epopeya que viene a arrimarse, junto a nosotros, en esta intemperie. La murmuración bohemia y el chisme interruptor de la clase se dan cita en este intermedio. Señala un estado del Ser ruidoso y demandante. Nuevamente, reclamamos ¿y nosotros dónde?, Pues aquí, a medio camino y a medio morir saltando, con las maletas a cuestas, dormitando en el atajo.


las rejas, con sus patas erizadas hacia la policía. A ciencia cierta, nadie puede acusarlas de haber tramado la insurrección. La fuerza que ha tomado los campus universitarios, dicen que se parece a una borrachera nocturna. De hecho, con las mismas palabras con que se suele denostar infructuosamente a las pircas, la autoridad acusa a una supuesta minoría aterradora, de interrumpir el derecho a la productiva y silenciosa inercia de la decente mayoría. Pertenezco a una generación que parece haber abolido, para sí misma, la necesidad de la interrupción, esa misma que pasó antaño sus tardes de desenfreno en las pircas y que, no obstante, hoy ocupa puestos importantes en el gobierno.




Oyarzún, Pablo; “El dedo de Diógenes. La anécdota en filosofía.” Dolmen ediciones, Santiago 1996, pág. 26 1

2

Ibíd. págs. 28-29

Rancière, Jacques; “El desacuerdo. Filosofía y política” Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires 1996, pág. 23. 3

Giannini, Humberto; “La reflexión cotidiana. Hacia una arqueología de la experiencia.” Editorial Universitaria, Santiago 1999, pág. 89 4

Marx, Karl; Engels, F; “Bespr. Von Chenu, Les conspirateurs, Paris 1850”cit, en Benjamin, Walter, “La Bohemia, El país del Segundo Imperio en Baudelaire” en “Poesía y capitalismo. Iluminaciones II”, Taurus ediciones, México 1998, pág. 23-24. 5

6

Ibíd. pág.25

© Fotografías de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Universidad de Chile. Tomadas por José Solís Opazo el 28 de mayo de 2015, durante la tomada estudiantil.

Termínese de imprimir los 2 ejemplares de la primera edición en la impresora HP de Sandra el domingo 16 de agosto 2015. La familia tipográfica utilizada es Helvetica y el papel es Bond de una resma oficio comprada en un supermercado.


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