Amós: el campesino metido a profeta.

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CARLOS MACIEL DEL RÍO www.sanpablo.com.mx/constructores

U

n grupo de jóvenes sicarios emprenden un peregrinaje al santuario de San Juan de los Lagos. Durante el largo trayecto, en la conciencia del Jeringas correrá la sentencia del Panchillo: “¿A poco crees que por ir a San Juan, o por dar una limosna en el santuario, no te van a enfriar en cualquier rato?” Ellos y sus jefes pretenden, mediante limosnas, procesiones y rezos, atraer los favores de Dios y lavarse las manos manchadas de sangre. No saben que transitan el mismo camino que recorrieron los israelitas del siglo viii a. C., quienes tampoco escucharon los gritos del profeta y continuaron acentuando las injusticias, privilegiando al poder y al dinero, y promoviendo un culto falso. Un relato que actualiza la historia y nos muestra la terrible vigencia de las palabras de Amós: el campesino metido a profeta.

ISBN: 978-607-7648-62-8

Amós campesino

el metido a profeta


“Al veloz le fallará la fuga” (Am 2, 14)

Su historia era la misma: la familia sin certidumbre, sin empleo permanente, ni oportunidades de acceso a la fábrica ni a la escuela

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o eran dos ni diez, eran por lo menos un centenar de jóvenes que caminaban con largos trancos, sobre el acotamiento de la carretera, que como una larga cicatriz serpenteaba por aquella ciudad sombreada por la humareda de la refinería. Las playeras, los tatuajes y las perforaciones en las cejas y el oído, no dejaban lugar a confusión alguna. Eran un grupo compacto que se cohesionaba por el atuendo, el corte de pelo casi a rapa, la misma música y hasta los tenis de idéntica marca. Había que marchar de prisa, escabulléndose por entre los autos que pasaban zumbando a su lado. La tarde era fría y húmeda con presagios de tormenta por tierra y por aire. Allá arriba, se balanceaban nubes renegridas y gruesas. Acá abajo, relumbraban las cadenas, los cuchillos y las miradas retadoras y desafiantes. La atmósfera estaba cargada de lluvia, música de banda y el inconfundible olor de los carrujos de mariguana. Los jóvenes ni-ni (ni trabajan ni estudian) se congregaban por miles en un antro pestilente en aquella periférica orilla. Entre las manos de ese impresionante desfile de jóvenes circulaban monedas y

billetes arrugados. Había que contarlos, estirarlos y entregarlos en la taquilla del salón que ya retumbaba con los sonidos de moda. No se podía ni se debía ingresar a solas. Había que entrar en bloque para sobrevivir. Las pandillas rivales merodeaban en las inmediaciones del antro. El que pretendiera ingresar a destiempo se llevaría por lo menos un navajazo que le dejaría cicatrizada la piel y también el corazón; o en el peor de los casos, recibiría una puñalada seca, un corte mortal que lo haría acreedor a un ritual de despedida, cada vez más frecuente entre los jóvenes marginales, excluidos del bienestar y sepultados precozmente por la creciente violencia. Al joven recién muerto —en un riña entre pandillas— le consagrarían uno de esos altares urbanos que tapizan muros y paredes, y que siempre dicen lo mismo: el día, la hora y el mote familiar del joven difunto, el rostro juvenil y el nombre de batalla de la banda y la insustituible imagen de la Virgen de Guadalupe. Todo grafiteado con pintura brillante sobre una esquina de cualquier colonia marginal. Los vivos tendrían que seguírsela rifando cada día y cada hora de su fugaz juventud.

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Vivir de prisa. Vivir sin miedo. Vivir a tope y con todo. Ésos y no otros eran los sueños —las pesadillas, diría yo— de jóvenes que científicos sociales y periodistas etiquetaban como la base social del narcotráfico. Que si ya eran cientos de miles o millones los jóvenes ni-ni en todo el país ¿qué diferencia hacía? Para ellos, ninguna. Su historia era la misma: la familia sin certidumbre, sin empleo permanente, sin oportunidades de acceso a la fábrica ni a la escuela. De la teoría, de números y cifras se ocupaban los encuestadores, los hacedores de estadísticas y los expertos en demografía urbana. Ellos, los jóvenes, simplemente vivían o sobrevivían como halcones, tenderos, oficios éstos inventados por la delincuencia organizada para contratar a jóvenes desempleados que se la rifaban por diez, 20

Arturo Díaz

Un ritual de despedida, cada vez más frecuente entre los jóvenes marginales, excluidos del bienestar y sepultados por la creciente violencia 8

mil o los pesos que fueran, para “hacer un buen jale”, que bien podría ser mover mota, desaparecer a otro halcón o “levantar” a un veinteañero cualquiera. La vida se iba de prisa. La muerte llegaba temprano. Mientras tanto, había que reventarse los oídos, desafanarse el alma de toda la miseria que envenenaba su desesperada frustración. No había mañana, no había alternativa. Ninguno sobreviviría demasiado tiempo. Ya lo sabían. En cualquier callejón los saludaría una ráfaga, un chirrido de llantas, un levantón. Y después la loza fría, la muerte cruel. Lo sabían y no les daba miedo. ¿Para qué aferrarse a la vida, ganando un salario miserable por décadas si se podía vivir unos meses o unos años acaso, con una paga jugosa y suficiente? Vivir como un pequeño jefe de jefes por un rato, permitía conseguir toda la ropa de marca que de otro modo, ni soñar con tener. A fin de cuentas, ya lo había sentenciado José Alfredo, “la vida no vale nada”. ¿Para qué afanarse por progresar despacio, sentados en un banco escolar, realizando tareas aburridas, sumando aprendizajes irrelevantes?, ¿para qué levantarse temprano, soportar los regaños de padres y patrones, si a fin de cuentas, el sábado recibirían un salario de risa? Había otra ruta directa hacia el paraíso del consumo seductor. Bastaba con sumar audacia, contactos, velocidad y tino en el manejo de las armas para vivir como rey… por un rato.


¿Para qué aferrarse a la vida, ganando un salario miserable, si se podía vivir unos meses o unos años acaso, con una paga jugosa y suficiente? 9


“El león ha rugido: ¿quién no sentirá terror? El Señor Dios ha hablado, ¿quién podrá menos que profetizar?” (Am 3, 8)

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Voy a ir a Betel para decirle a esa punta de sinvergüenzas lo que valen sus victorias y sus ganancias... El Señor ruge una vez más desde Sión y habrá que profetizar en su nombre

—¿A dónde vas, Amós, si todavía no despunta el sol por entre las montañas de Moab? —interpeló desafiante Hulda, esposa del ganadero de Tecua— Ni siquiera se alcanza a ver el resplandor del sol por entre los pliegues rojizos y las gargantas rocosas del monte Nebo. Sosiégate un rato —añadió con firmeza—. Hace ya varios días que te noto distraído y distante. Ya ni me abrazas cuando llegas del campo.

—Ya te lo dije mujer —repuso él de inmediato—, voy a ir a Betel para decirle a esa punta de sinvergüenzas lo que valen sus victorias y sus ganancias. Jeroboán II se siente muy ufano porque sus mercenarios conquistaron un pedazo de tierra en Carnaím. El Señor ruge una vez más desde Sión y habrá que profetizar en su nombre. —¿Qué tienes guardado allá en Betel? Nada que yo sepa —sentenció la

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mujer entornando sus ojos luminosos y claros—, ni tu padre ni tu abuelo salieron jamás de Tecua. Y yo no sabía que tú fueras profeta, ni enviado de Dios. ¿De dónde te salió tanto celo por servir al Señor? Será mejor que te aplaques y te quedes en casa, si no quieres morir apedreado por los siervos del rey. —Además —repuso Hulda, cuando vio que su marido tomaba un pellejo de

Es que también mi pueblo, Israel, para cortarlo está maduro; no le perdonaré de aquí en adelante

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vino, unos panes de cebada y un montón de higos secos y se metía al corral para aparejar el burro— yo no tengo tiempo de andar pastoreando tu montón de chivas por todos esos cerros. Si te vas a ir, será mejor que se las vendas a tu hermano Samuel. Conmigo no cuentes, que bastante tengo con sacudir los sicomoros y llevar a vender los frutos a la plaza de Hebrón, para que sirvan de forraje al ganado. —Haz como mejor te parezca, vende o encarga el ganado con tus parientes —dijo Amós, mientras se sentaba a horcajadas en un burro pardo y trasijado, para dirigirse hacia la distante ciudad de Betel, por el sendero rocoso que ascendía hacia Belén, y añadió, viéndola con una mirada penetrante y firme— ¡Dios te habrá de ayudar!, ya verás que pronto estaré de regreso. Por el camino a Belén, Amós iba recitando de modo balbuceante, uno a uno, los ayes y las visiones que una y otra noche había contemplado entre sobresaltos y horas de insomnio. Los diálogos interiores que había deletreado,


entornando la mirada y aguzando el oído, se le habían grabado con punzón de hierro en la memoria. Los tenía en la punta de la lengua. Los iba a relatar sin escamotear una sola letra en los atrios del santuario de Betel. “Mientras llegaba la hora, había que ensayarlo”, pensaba Amós, a fin de comunicar un mensaje convincente y retador. —Amós, ¿qué estás viendo? —me preguntó el Señor. Respondí: —Un cesto de fruta madura… fruta madura Me explicó: —Es que también mi pueblo, Israel, para cortarlo está maduro; no le perdonaré de aquí en adelante. Mientras tanto, Amós remarcaba cada sílaba y afirmaba: “Aquel día, oráculo del Señor, las cantadoras del palacio se lamentarán. Muchísimos son los cadáveres. Dondequiera los arrojan”.

—Vas hablando solo Amós, ¿acaso has perdido el juicio de un día para otro? —le espetó de pronto un campesino de Tecua llamado Jetró, que lo alcanzó desde un sendero angosto, que subía por el lado del Mar de la Sal y desembocaba en el camino que ascendía de Hebrón a Belén, y añadió— oí tus gritos desde lejos y quedé intrigado por la fuerza de tus palabras. —El Señor lanza su voz desde Jerusalén. Yo descifré su llamado y me marcho a pregonar las duras palabras de juicio que Jeroboán II y todo Israel habrán de escuchar —y añadió— “El león ha rugido: ¿quién no sentirá terror? El

Muchísimos son los cadáveres. Dondequiera los arrojan

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El Señor lanza su voz desde Jerusalén. Yo descifré su llamado y me marcho a pregonar las duras palabras que Jeroboán II y todo Israel habrán de escuchar

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Señor Dios ha hablado: ¿quién podrá menos que profetizar?” Jetró siguió pensativo su camino, repitiendo mentalmente las últimas palabras de su vecino… “El león ha rugido… ¿quién podrá menos que profetizar?” Unos metros adelante, el campesino torció a la izquierda y se enfiló hacia el caserío de Tecua que recién había abandonado el ganadero metido a profeta. Mientras tanto, Amós se había alejado un centenar de metros de Jetró e hincaba sus talones en la panza del burro, tratando de apresurar el trote del animal. Por el lado del Mar Grande, el sol se estaba ocultando y él quería llegar antes de que la oscuridad desdibujara las siluetas calizas de los muros de Jerusalén. Horas más tarde, cuando Amós llegó a la cuesta sureste de Jerusalén, un chorro escaso de luz atravesaba los tejados de la ciudad de David. El asno parecía reconocer el sendero, porque se enfiló seguro por veredas angostas, de tierra compacta y dura, por el incesante trajinar de las cabalgaduras y se paró en seco, cuando se topó con una posada por el rumbo de la Calzada del Batanero. El sistema del trueque estaba vigente y en pleno apogeo en los mesones de Jerusalén. A cambio de un pedazo seco de queso de cabra que Amós sacó del zurrón y entregó al posadero, le ofrecieron un montón de paja para estirar sus huesos y un pesebre para el borrico. La primera jornada estaba concluida. La larga noche cobijaría las cavilaciones del aprendiz de profeta.

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