CAMILO AYALA OCHOA www.sanpablo.com.mx/constructores
un país independiente, libre?, ¿el proceso iniciado ¿Somos por el cura Hidalgo terminó o sigue vigente? Estas son
algunas de las preguntas que permanecen después de la lectura de Hidalgo: el despertar de una libertad ausente. El cautiverio del Padre de la Patria, su excomunión y fusilamiento, así como sus reflexiones en la soledad de un calabozo, te mostrarán las carencias y necesidades de nuestro tiempo. Un relato que te conmoverá, te hará pensar y te dará herramientas para enfrentar los males que aún nos aquejan, en pleno siglo XXI.
ISBN: 978-607-7648-65-9
HIDALGO
despertar de una libertad ausente el
Era un joven sin mĂĄs interĂŠs que sentarse al sol por las maĂąanas y pelear con su padre en las noches
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Preso
¿Q
ué va a pasar con nosotros, Costilla? —dijo Isidoro sin angustia ni curiosidad, más bien para romper el silencio. —Harán lo que tengan qué hacer —contestó el cura, sabiendo que no era necesario detallar la respuesta. Los dos hombres sabían que podían morir en cualquier momento, que nada les aseguraba el llegar a Chihuahua y que, a medida que se aproximaban a esa población, se acercaban al patíbulo. Por eso agradecían el sol que les abrasaba durante las mañanas y el frío que les calaba por las noches, y miraban anhelantes el paisaje indiferente de pastizales salpicados de agave, como queriendo fundirse con él. Estaban sentados en unas rocas, llenos de tierra y broza de maleza, con los pies cansados y la piel del rostro quemada. Iban prisioneros y sumidos en sus pensamientos. Eran los principales jefes insurgentes, los que habían puesto en jaque al Virreinato de la Nueva España. Habían sido apresados en Acatita de Baján, en la región de Coahuila. Allí estaban Miguel Hidalgo, Ignacio Allen-
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de, Juan Aldama, José Santos Villa y Mariano Hidalgo, los que siete meses atrás habían salido del pueblo de Dolores para iniciar la rebelión contra el Imperio español. Miguel Hidalgo miró a Isidoro y sintió lástima de su juventud. Lo había seguido desde Dolores, y rogó en Monclova a las familias que caritativamente le visitaban, solicitaran que el muchacho lo acompañara. Mucho dinero se repartió entre los militares y autoridades civiles sin ninguna garantía. Isidoro Agustino Cerrato de Lobera era un joven sin más interés que sentarse al sol por las mañanas, pelear con su padre en las noches, y que había sido encargado a Hidalgo por su angustiada madre para que le curara su indiferencia. Hidalgo no lo había querido dejar a su suerte en Monclova y pensaba intentar que se le diera trato de eclesiástico. Lo que supieron después fue la suerte de sus compañeros que se quedaron en Monclova. Les robaron hasta la ropa. Por un tiempo fueron apiñados en el hospital, en cuartos donde sólo podían dormir de pie, padeciendo hambre, sed y disentería. Se les servía de comer en el suelo y sólo contaban con un barril de agua sucia al día. Los realistas vendieron a la simple tropa insurgente para trabajos forzados en obrajes y haciendas. A los oficiales los comenzaron a fusilar y, luego, sin razón alguna, se detuvieron; a los sobrevivientes los mandaron a presidios
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o los degradaron como soldados rasos. Isidoro no tenía grado militar, pero su palabra era obedecida entre los insurgentes, por lo que su destino habría sido incierto. También era cierto que su aspecto aniñado y enfermizo, delgadez y escasa estatura hacían que todos consideraran imposible que pudiera levantar alguna vez un cuchillo, de hecho se preguntaban cómo podía caminar o montar a caballo. Tenía el aspecto de un indefenso moribundo y esa era su gran defensa. Alguna vez en Valladolid lo habían dado por muerto cuando sólo estaba dormido. En la hacienda de San Lorenzo se llevaron a los monjes y sacerdotes en custodia rumbo a Durango. Isidoro solicitó correr la suerte de su maestro, pero su petición no era necesaria: de todos modos iría a Chihuahua. Esto había preocupado a Hidalgo, ¿sería que sacó al muchacho de la sartén para llevarlo al fuego? Un soldado les ató fuertemente los pies entre ellos y otros dos más para que durmieran. Como todas las noches, un velador mantendría sobre ellos apuntada una lanza.
© ASARO
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Lo más importante era dar oficios a los pobres, darles un modo de vida que heredaran a sus hijos, ¿no era lo correcto?
Arando en el mar
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Hidalgo no durmió. Pensó en su pueblo de Dolores, cuyo curato le heredó su hermano mayor, José Joaquín, muerto tan intempestivamente. ¡Cuánto habían reído los dos cuando estudiaban en Valladolid! En Dolores fundó una escuela de oficios en la esquina de las calles de Olivos y Real de San Miguel, de un solo piso, paredes gruesas, muchos libros en estantes, ancho zaguán y gran jardín con pozo al centro. Ese fue un espacio
abierto a todos donde se organizaron tertulias con música y baile, y se habló de autonomía y de mal gobierno. Quiso más, siempre más, y en la esquina de las calles del Peligro y la Represa colocó pilas de agua, grandes hornos y una noria. La casa del Peligro, que escrituró a nombre de las monjas catarinas de Valladolid, fue un enorme taller donde él mismo, la mayoría de las veces aprendiendo por la lectura de
manuales, enseñó alfarería, carpintería, curtiduría de piel, talabartería, herrería y manejo de telares. Lo más importante era dar oficios a los pobres, darles un modo de vida que heredaran a sus hijos. ¿No era lo correcto? Vasos, platos, ladrillos, muebles, telas, zapatos, vestidos, mantillas y sombreros salieron de su escuela para vestir al pueblo. También recordó cómo fue construyendo una instalación junto al río, con
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una noria que regó las tierras de cultivo de morera para la cría del gusano de seda y de vid, y que cobijaron panales de abejas. Las cepas de ese laboratorio se entregaron a varias huertas para crear una región de vino. ¿Dónde quedó la primera sotana de seda que con tanto orgullo salió de los capullos? Y de los colmenares se obtuvo dulce miel y buenas velas para alumbrar las noches del pueblo. La misma cera se usó en cirios para las ceremonias del templo y la lectura de libros filosóficos y políticos. Años atrás, removiendo la tierra para oxigenarla y limpiándola de malezas, le había dicho Isidoro: —Costilla, ¿no crees que los curtidores, alfareros y herreros que formas en tus talleres, satisfechas sus necesidades, tarde o temprano alimentarán su ambición y buscarán aprovecharse del prójimo? —No creo que tenga que preocuparme por las decisiones que tome mi pueblo —le contestó sonriendo Hidalgo. —Pero, eres su guía, su pastor, su maestro —rebatió Isidoro, sólo por llevar la contra. —¿Y el guía tiene que señalarle los caminos a todos? El buen guía deja de serlo cuando crecen sus discípulos, quienes deben seguir sus propios caminos y, ¿quién sabe? convertirse en guías de alguien más. La vida es como nuestras cepas de vid traídas de Europa que han enraizado en estas cálidas tierras y que al crecer les cortamos un pie para plantarlo en otro sitio. Algu-
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nas plantas morirán, por más cuidado que tengamos, y otras crecerán aunque las descuidemos. Esos pusilánimes del gobierno virreinal nos han negado la licencia para el comercio del vino para proteger el mercado de los que nacieron en Europa, pero algún día podremos inundar con ellas los comedores y las tabernas de Madrid, París y Londres. —Sin embargo —dijo Isidoro mostrando la agudeza que había impacientado a sus familiares y maestros—, si es entonces al contrario de lo que pensaba, si los pobres aprenden un oficio y llegan a prosperar, ¿no llegarán a agotar las razones que los hacen trabajar y se darán a la flojera? —Querido Isidoro —comentó Hidalgo, serio porque había descubierto tirada una cubeta rota—, enseñar un oficio es muy fácil, basta aprenderlo y comunicarlo, pero convertir a un niño en un hombre que siempre cumpla con su deber, que no se deje vencer por la pereza, es lo más difícil que puede haber. ¿Cuántos hijos de un firme y constante labriego se pierden? —España nos ha enseñado muy bien a aprovechar los recursos y el trabajo de otros —repuso irónico Isidoro. —Las virtudes y los vicios permean como el agua en las piedras, y un pueblo no tiene un buen modelo si sus dirigentes sólo se preocupan por cobrar impuestos para coleccionar casas y carruajes, lucir nuevos trajes en ceremonias y banquetes sin utilidad. Las
El buen guĂa deja de serlo cuando crecen sus discĂpulos, quienes deben seguir sus propios caminos
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autoridades, no sirviendo en el poder, se sirven del poder y tienen una multitud miserable que no puede soñar porque sólo tiene tiempo para el trabajo, que no puede ser educada porque tiene hambre, que no puede aspirar a obtener justicia porque no se les escucha. —¿Crees, Costilla, que tus alumnos tendrán un buen futuro? Hidalgo lo vio con profunda tristeza. —¿Recuerdas a Santamaría, ese purépecha tan fuerte como renegrido que se fue al sur, con su esposa Lucina embarazada, después de Navidad? Su padre era un curandero a quien conocí en Valladolid, una de las tantas noches que me escapé del seminario. Vino a mí al morir sus padres para aprender un oficio, y ya que lo hizo se fue a buscar un porvenir. Cuando llegó a un pueblo que le gustó, comenzó a vender huaraches de piel bien cortados, con adornos de cordel. Todo indicaba que prosperaría, más aún cuando el cura Apezechea le dio a arreglar unos botines que compró en Portugal y quedó muy contento; pero Santamaría le trató de cobrar el material y lo echaron a la calle a palos. El sacerdote prohibió a sus feligreses que hicieran tratos con aquel indio. Un domingo, a la salida de misa, Santamaría le volvió a cobrar el material porque su mujer estaba mala, muy mala, y tenían hambre, lo que oyeron varios vecinos. Apezechea mandó a llamarlo en la noche según esto para pagarle. Llegada la hora, sus criados lo amarraron, se cansaron de golpearlo, le
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© Hno. Salvador Ramírez
Las autoridades, no sirviendo en el poder, se sirven del poder y tienen una multitud miserable que no puede soñar porque sólo tiene tiempo para el trabajo, que no puede ser educada porque tiene hambre, que no puede aspirar a obtener justicia porque no se les escucha
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