HIRAM TORRES ROJO www.sanpablo.com.mx/constructores
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sta es la historia de un hombre que dejó todo y dio la vida para que viviéramos en un país democrático y libre. Triunfos, fracasos, sueños, ideales, dudas y equivocaciones se mezclan para mostrarnos a un ser humano que nos cuestiona y nos invita a hacer de México, un mejor país. Es además una sugestiva invitación a reflexionar: gobernantes, representantes populares, jefes de familia, amas de casa, empresarios, jóvenes, adolescentes… todos podemos encontrar en Madero algo que cale en nuestra conciencia y nos haga querer hacer algo bueno y mejor... La decisión es tuya.
ISBN: 978-607-7648-64-2
MADERo: Sólo lucho por la libertad
Regreso a casa
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rancisco —don Panchito, como le dicen cariñosa y respetuosamente sus trabajadores— acaba de llegar a Coahuila procedente de Estados Unidos, donde realizó estudios de contabilidad, economía política y comercio en universidades de aquella nación y también en París, Francia. Toma un respiro en la cálida recepción que le brindan sus familiares y amigos, y sale a contemplar el paisaje. Sus pensamientos se afilan como las espinas de las plantas del semidesierto que buscan una pizca de humedad, en la aridez circundante, para sobrevivir. Necesita readaptarse a su entorno natal. La familia le ha encargado la administración de las haciendas que posee en San Pedro de las Colonias, Coahuila. Es inevitable para él la comparación de las condiciones de los trabajadores en esos países y México. Lo resume en una sola palabra: atraso. Y el atraso comprende también, por extensión, el sistema político; sangriento, si se juzgan las noticias que la prensa, pese a la censura oficial, desliza de vez en vez. O Francisco las interpreta. De los muertos en una huelga fabril, el régimen responsabiliza a los trabajadores por intransigentes, cuando su principal demanda es la reducción de las jornadas
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de trabajo de hasta 16 horas diarias. El descrédito del gobierno va en aumento y a un ritmo sostenido. Francisco fija sus ojos en el horizonte. En lo árido la vista viaja rápido y lejos y sonríe enigmáticamente. —No hay flores más hermosas que las del desierto —piensa—. Debe ser por el trabajo que les cuesta crecer, desplegar sus pétalos y ofrecerlos al entorno parduzco y pedregoso. Si hasta en el desierto se puede florecer… Sus divagaciones son súbitamente interrumpidas por la campana que llama a comer. Ese día es especial. Su padre, don Francisco, ocupa la cabecera de la mesa; a su lado, su esposa, doña Mercedes y junto a ella, el recién llegado: Francisco Ignacio. Los primeros comentarios, obviamente, giran en torno a la cocina, a la extraordinaria riqueza culinaria de México y que Francisco tanto extrañó durante su ausencia del país. Vendría poco después la andanada de preguntas respecto a muchos y variados temas, que desde luego no se agotaría en una sola reunión. Con humor, Francisco chico desgrana sus vivencias, salpicándolas con anécdotas chuscas y observaciones respecto al modo de vida en Francia y Estados Unidos. Siente un gran respeto por esos países debido a sus
Las condiciones de los trabajadores las resume en una sola palabra: atraso. Y ese atraso comprende tambiĂŠn el sistema polĂtico
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avances democráticos y a la situación de sus respectivas clases trabajadoras, sin dejar de lado la prosperidad de los negocios, lo que da pie a que don Francisco pregunte si los conocimientos adquiridos por su hijo pueden aplicarse en México, en Coahuila y más concretamente, en los negocios que la familia posee. —Estoy seguro de que sí, papá. Y esto se reflejará también en el bienestar de todos. Si cultivamos mejor la tierra, va a producir más. Y los trabajadores van a ganar más también: necesitan vivir mejor: escuelas, hospitales, medicinas… Don Francisco asiente con la cabeza, al igual que su esposa y los comensales en la recepción a Panchito. La sobremesa, como es de esperarse, se alarga desmesuradamente. Nadie quiere retirarse a descansar con una pregunta en la punta de la lengua. Panchito complace a todos. —Orden, a ver, uno por uno, ¡pero si eso ya se los dije por lo menos un millón de veces! El humor es excelente. El hijo, el hermano, el sobrino, el amigo ha regresado y hay que aprovecharlo, pues mañana —bien que lo conocen— será difícil robarle algo de tiempo para que les cuente de sus viajes. —¡Pero si no soy Marco Polo! —dice con una sonrisa, atusándose los bigotes y la barba. —Nomás fui aquí tras charquito —añade parafraseando a los lugareños. Todos ríen.
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Y los trabajadores van a ganar mås tambiÊn: necesitan vivir mejor: escuelas, hospitales, medicinas‌
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Te voy a contar mis sueños…
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Las de por sí prósperas haciendas de la familia Madero, adquieren una bonanza mayor con la presencia de don Panchito. El reconocimiento familiar, de amigos y de sus propios trabajadores se manifiesta de mil maneras hacia el cada vez menos don Panchito y cada vez más don Francisco. El tiempo en el desierto se dilata tanto como las sombras al atardecer. Cuando el sol se pone, parecen alcanzar
al día siguiente. Así pasan los meses. El trabajo es arduo y a las estaciones se las lleva el viento envueltas en polvo. Una tarde templada, descansando con Sara, su esposa —cuyo noviazgo se dio cuando ambos eran estudiantes en Estados Unidos— mientras ella teje, escucha, sin levantar la vista. —Es curioso, ¿verdad Sara? Quienes se casan por acá por los pueblos, si son personas de recursos, aunque modestos,
hacen su viaje de bodas a México y van a conocer la capital. Nosotros lo hicimos al revés. Nos casamos en México y vinimos a este pueblo que temo mucho no te guste, pero que conste que te lo advertí. Esto no se parece nada a San Juan del Río, allá en Querétaro, donde naciste. —Me gusta donde tú estás, así sea polvoso y árido —contesta Sara, con la sinceridad que se aloja en su sonrisa, en sus ojos y en la punta de sus de-
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Cualquier persona, dándole educación, sería útil a sus semejantes y a la sociedad. No sé por qué comparo al agua con la educación. Y es que tanto ésta como el agua, le dan una oportunidad a la vida
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dos que se deslizan suavemente por los cabellos de su esposo—. Aquí en el semidesierto, la gente tiene que hacer verdaderos milagros para sobrevivir. El verde es escaso, tanto como abundantes las espinas. ¿Frutos de la tierra? Sólo en la huerta, cerca del ojo de agua. La aridez se mete aun por las rendijas más estrechas. —Y fíjate, Sara, que la tierra es buena. Lo que siembres, se da… si hay agua… Te decía cuando estudiábamos, al ver a nuestros condiscípulos, bien vestidos y alimentados como nosotros, que cualquier persona de aquí de mi tierra, del país entero, dándole educación, sería útil a sus semejantes y a la sociedad. No sé por qué comparo al agua con la educación. Y es que tanto ésta como el agua, le dan una oportunidad a la vida. Será por mis vivencias de niño —Francisco hace una pequeña pausa, que según las leyes no escritas de su matrimonio, es preludio de un piropo o un halago para su esposa—. Tú eres el agua para mí. La pareja se mira y el beso tarda menos en llegar que un instante. —Te voy a contar mis sueños —cambia la conversación Francisco. —Amor mío, lo has hecho mil veces —dice Sara sin ocultar una sonrisa un tanto maliciosa, sin ser agresiva. —No importa. Uno eres tú, que le das a mi vida sentido de pertenencia, de que junto a ti soy de los afortunados que se sienten en plenitud.
Sara no aparta los ojos del rostro de Francisco. Prodigan una mirada más allá de la dulzura. Es comprensión absoluta. —El otro es hacer de mi vida algo útil para nuestra patria, para nuestro pueblo pobre, hambriento, desprotegido, analfabeta, enfermo… ¿Tendré tu ayuda? —Estaré contigo todo el tiempo y te apoyaré en todo lo que te propongas y hagas. —Mucho me temo que en nuestro camino surja la necesidad del sacrificio. —¿Necesidad? —pregunta un tanto extrañada Sara. —Sí, mi amor. Ser consecuente es una necesidad: pensamiento, palabra y obra. Esa noche apenas puede conciliar el sueño Francisco I. Madero. Su mente da vueltas. Finalmente, rendido, duerme un poco con la idea de conversar al día siguiente con su tío Catarino. Se arrulla con la suave y pausada respiración de Sara, el canto de la lechuza y los lejanos aullidos de los coyotes.
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多No piensa usted que hay que hacer algo por el pueblo?
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Para vivir en libertad —Tío Catarino, ¿no piensa usted que hay que hacer algo por el pueblo? —Pues claro que sí, sobrino, ¿pero qué?, ¿no estás satisfecho con lo que has hecho hasta ahora? Escuelas para los trabajadores y sus hijos en tus ranchos, has recogido a muchos niños y viudas a quienes sostienes, a veces aplicas tus conocimientos de homeopatía y te conviertes en médico, y hasta les regalas la medicina… Les pagas mejor, con dinero y no con vales para la tienda de raya como en otras haciendas… ¿Pues qué más quieres?, ¡ah, qué mi Panchito!, ¡ah, y se me olvidaba! Te has echado encima a dos o tres empresarios norteamericanos, porque defendiste el derecho de unas comunidades al uso del agua de la que los gringos se querían adueñar. El presidente municipal no se mete contigo porque ya ves cómo es cobardón con la gente que tiene cierta posición. Ante un débil intento de réplica de Francisco, tío Catarino, ya encarrerado, sube un poquito la voz. —Y no me digas que no cuando sí. Ya sé que no estás en contra de los latifundios, e insistes en que deben estar bien administrados, y los trabajadores mejor pagados y tratados, y que tampoco estás contra la inversión extranjera, sino que quede en las manos del gobierno su regulación.
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