Melancolía.

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MELANCOLÍA. 1. Estado anímico permanente, vago y sosegado, de tristeza y desinterés, que surge por causas físicas o morales, por lo general de leve importancia

─Dígame, la escucho. ─Recuerdo que vivíamos muy cerca de la Plaza de las Tres Culturas. Salí corriendo del departamento arrastrando una maleta con las pocas pertenencias que tenía. Con el otro brazo abrazaba a Artemio, un gato que recogimos. Sentía su temor y su angustia. Había dejado a mi familia en Huamantla para estudiar en la capital. No sé qué estaba pensando. Cuando uno es joven todo parece posible. A los dieciocho años te quieres comer al mundo, deseas lo mejor para ti y piensas que la educación ayudará. Con esfuerzos, mis padres habían juntado lo de mi pasaje para México. Al despedirnos, prometí hablarles todos los domingos a la caseta telefónica del pueblo. Fue más difícil hallarme en la ciudad y no perderme que entrar a la Universidad. Me sentía como pez en el agua. A los pocos meses ya iba a marchas y mítines. Sucumbí ante el fervor del Movimiento Estudiantil y quería ser parte de él. La escuela me daba el rigor justo para sentirme capaz, mientras la vida en la ciudad me hacía cabrona y vivaz. Al llegar al Zócalo durante una marcha, se escuchaba el tañer de las campanas y el estruendo de la multitud. Retumbaban fuerte en mi pecho. 1


«¡Deja de llorar, babosa. ¿Qué te pasa?!» me dijo mi amiga cuando vio mi cara llena de lágrimas. Lo que ella no sabía es que lloraba de felicidad. Me sentía orgullosa de ser parte de la lucha por el país que yo quería, un país en el que prevaleciera el bien común por encima de todas las cosas. Venía a mi mente el sufrimiento ahogado de mis padres. También luchaba por ellos, indios hambrientos y analfabetas. Me sentía bien de combatir al régimen desde la trinchera de la Universidad. De repente volteé la vista y me topé con su mirada. Me ruboricé. Era un muchacho verdaderamente encantador, al menos así lo recuerdo. La minifalda floreada que llevaba me hacía sentir insegura y al mismo tiempo con el valor de acercarme a hablarle después de la marcha. Comenzamos a salir y, al paso de los meses, decidimos vivir juntos en el departamento que le habían comprado sus papás. Recuerdo que amábamos vivir frente a la Plaza. Nos parecía una zona de historias y combates. Mientras, en la Universidad el ambiente se ponía tenso y los ánimos de lucha florecían por todos lados. Dejamos de ser universitarios para convertirnos en compañeros. Compañeros que luchábamos por nuestra autonomía. Ya para ese entonces los sindicatos se habían unido al disgusto nacional, incluso algunas escuelas habían suspendido clases. El pueblo estaba harto del autoritarismo y la opresión. Por otro lado, yo me agobiaba pensando en las diferencias que había entre nosotros, sobre todo económicas. Pero digamos que vivíamos enamorados a pesar de nuestras diferencias.

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Mi padre era campesino y se dedicaba a la vendimia del pulque. Mi mamá hacía bordados. En cambio, él era hijo de un banquero y venía de una familia muy acomodada. Pasábamos las noches escuchando la radio por horas. La televisión, vendida al gobierno, nos parecía abrumadoramente absurda, sobre todo porque la gente estaba cegada por la ilusión de las Olimpiadas, y el gobierno deseaba todo menos revueltas estudiantiles. Cuando su familia dejó de apoyarlo económicamente por cambiarse de carrera comenzaron las carencias. Sin embargo, nuestro espíritu no sabía de eso. Lo alimentábamos leyéndonos libros de historia y filosofía en voz alta; platicábamos de la vida, del futuro y de nuestra infancia, a veces hasta el amanecer. El departamento en que vivíamos se convirtió en el punto de reunión entre los compañeros. Desde ahí organizábamos las colectas, pintábamos mantas y teníamos sesiones furtivas de discusión y debate. ¡No queremos Olimpiadas, queremos revolución! No supe si la violencia era parte del fervor por el Movimiento o era un síntoma del creciente distanciamiento entre los dos. Cuando era niña, durante la Huamantlada, disfrutaba de la muchedumbre corriendo despavorida de las vaquillas. Jamás tuve miedo. En cambio, viviendo con él me volví sumisa y pendeja. Por eso el Movimiento se volvió mi refugio. Allí tenía amigos y departía con ellos.

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La noche anterior discutimos muy fuerte. Yo no quería ir a la marcha y él insistía. Me sentía amenazada. Mi mamá me había metido en la cabeza sus ideas fatalistas. Sin pensarlo, agarré mis cosas y hui a casa de mi amiga. No sabía que aquella noche nos veríamos por última vez, al menos con vida. «¡Ven conmigo!», insistió mi amiga. Fui. Mientras marchábamos, las palabras de mi mamá zumbaban en mi cabeza por encima de las consignas: «… no quiero que te pase nada. Por acá hay rumores de que se va a poner bien feo. No te metas con los revoltosos, por favor. Ten mucho cuidado». Siempre procurábamos ubicarnos en medio de los contingentes. Cuando llegamos a la Plaza estaba repleta. De nuevo quise llorar, pero esta vez de desamor y coraje. Miré hacia su ventana pero no alcancé a ver nada. Estaba segura de que también estaba en la Plaza. Volteé a todos lados pero no lo vi. Le dije a mi amiga que me iría a sentar a una esquina de la Plaza mientras leían el pliego petitorio. El bullicio era ensordecedor y la cabeza me empezaba a palpitar. Luz de bengala: Operación Galeana El mitin se había vuelto una emboscada. Ahora que lo pienso, había tanquetas y militares formados; había compañeros con guantes blancos, había gente en las azoteas, pensé que eran vecinos curiosos, algunos de ellos mirándose entre sí. Fue una putada. Perdí a mi amiga. Recuerdo que alguien me tomó del brazo y me arrastró. Se escuchaban detonaciones y gritos y llantos. Entre la confusión, tropecé 4


en las escaleras y caí en una jardinera al lado de dos bultos. Eran cuerpos sin vida, desangrados. Pensé en llegar al edificio donde vivía él. Logré entrar y subí las escaleras corriendo. ¡No tengan miedo compañeros! ¡Al suelo! ¡No corran! ¡Agáchense! Una vecina me metió de un jalón a su departamento. «No subas, hay militares en la azotea», me dijo. Noté un moretón en su sien, tal vez la habían golpeado. No estaba su esposo ni sus hijos. Además de mí, había otros escuincles revoltosos, pero no conocía a nadie. Fui la última que entró al departamento. La noche fue peor, un verdadero infierno. Había llantos y lamentos por todos lados. Queríamos salir a ayudar, pero nuestras piernas se doblaban del miedo y la angustia. Nos consolábamos unos a otros. Estuvimos toda la madrugada en vela. Ni siquiera en la profundidad de la noche se dejaron de escuchar casquillos, motores, azotes, gritos y gente corriendo. Fue horrible. Esa noche abrieron departamentos a la fuerza y saquearon comercios. Estaba segura de que no eran los compañeros. Un par de chicas y yo nos pusimos a rezar. La vecina también temía por su marido y sus hijos. «Esos hijos de la chingada no los van a dejar pasar», decía. Amontonados, tirados en el piso de la zotehuela, intentábamos no hacer ruido. Escuchábamos los fusilamientos mientras apretábamos los dientes y nos tapábamos la boca tratando en vano de contener el llanto.

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Esa noche fue oscura y fría. Está de más decir que los muertos y heridos eran muchos. La ciudad ungió con lluvia a los compañeros caídos. Llovió sobre los estudiantes sin vida, sobre las madres que acompañaban a sus hijos, sobre los niños que iban de curiosos. Antes del amanecer fui a buscarlo a su departamento. La puerta estaba abierta y no había luz. La espalda se me heló cuando vi a tres compañeros muertos, los tres con un tiro de gracia. Había sangre por todos lados. Sentí miedo, un miedo infinito que me oprimía el pecho y me arrancaba las lágrimas. Tenía apenas dieciocho años y había visto más muerte que nunca. Me di cuenta de que Artemio había regresado. También estaba salpicado de sangre y no paraba de maullar. La pequeña bestia estaba aterrada. A sus maullidos se unieron los clamores de otros animales. Comenzaba a apestar a muerte cuando llegaron las ambulancias. El amanecer se pintó de rojo por las luces de las sirenas y los borbotones de sangre. A la siguiente semana lo busqué por todos lados: en la Universidad, en la Delegación, hasta intenté contactar a su familia. Fue en vano. Nadie lo había visto y a todos les daba miedo hablar. Tal vez tenía un talante espantoso. No dudo que hubiera parecido loca. Nunca hubo cifras oficiales. Después de inauguradas las Olimpiadas, tuve conocimiento de que estaba en una morgue. Me hubiera sido imposible reconocer su cadáver a no ser por el lunar que tenía junto a la boca. Rosé sus labios gélidos con la punta de los 6


dedos. ¿Qué hay que tener en la cabeza para destrozar un cuerpo con tal saña? Sólo una bestia pudo haber hecho eso. Finalmente, no era culpa de los militares haber tenido a un gorila como comandante supremo. El peritaje sentenció su muerte: herida de bayoneta, desgarramiento total de entrañas. Jamás olvidaré la cara de sufrimiento dibujada en su rostro. Un cuerpo cercenado por otro cuerpo, la historia de nuestro país: el viejo cobarde contra el joven valiente. Es triste morir tan joven. No paré de llorar en semanas, meses. El miedo no cesó, tenía miedo de vivir, de morir… Ella ahora tiene casi 67 años y las arrugas no son en vano. Durante la entrevista nunca me miró a los ojos. Estaba hundida en sus recuerdos. Hablaba despacio. Muchas veces se detuvo para limpiar sus lágrimas. Sólo en entonces dejaba de cubrir con su mano una pulsera que llevaba en la muñeca. Su departamento es pequeño y tiene dos gatos, uno de ellos se llama Artemio. «¿Y esa pulsera?», le pregunté antes de irme. «Me la regaló él. Me la dio la primera noche que pasamos juntos», respondió mientras apuntaba con su dedo tembloroso hacia una foto pequeña en la esquina del marco de una foto más grande.

Pablo Montes de Oca.

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