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El trono de Hemingway

IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGascon

George Plimpton lo admiraba, le tenía un aprecio verdadero. Quizá era por eso que en ciertos detalles en los que afloraba una patológica obsesión de superioridad, Plimpton no detectaba complejos o manías, veía a un hombre de personalidad competitiva. En algo tenía razón. La seriedad con que su amigo se tomaba la escritura, y la severidad con que se empeñó en tratar a los demás, no solo le confirieron el aura de tipo rudo mucho antes de que redactara el thrillernoirde los duros que no bailan, sino el derecho de ocupar el trono que, en 1961, Hemingway dejó vacante con la ayuda de su escopeta.

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Esa silla, quizá, era muy grande para él. Sin embargo, se esforzó en llenarla a su manera. No con su pequeña anatomía ni con su estilo cada vez más firme, depurado. Lo intentó a través de un protagonismo activo en los asuntos espinosos de la vida política y social de Estados Unidos (contra el racismo, contra la guerra de Vietnam, contra el fanatismo, la mojigatería, el prohibicionismo), una especie de liderazgo moral al que Hemingway renunció en sus últimos años. Y es que, para Norman Mailer, Papa prefirió mantenerse lejos cuando la sociedad gringa lo necesitaba, cuando estaba al borde del totalitarismo. “Deja de perfumar tu vanidad, mánchate las manos. Estamos cansados de ti y de tus pequeñas penas”. Eso fue lo que Mailer quiso decirle a Hemingway cara a cara, cuenta Plimpton, mas no tuvo la oportunidad de saldar cuentas, pues tampoco el honor de conocerlo.

Pero volviendo al trono desocupado, lo cierto es que, aparte de Norman Mailer, eran muy pocos (o nadie), con el ego, el temple y la energía necesarias para reemplazar al legendario Hemingway, modelo perfecto del artista disidente.

Basta con leer sus primeros ensayos, sea “El negro blanco. Reflexiones sobre el hipster” (1956), inspirado más por James Baldwin que por Jack Kerouac o Neal Cassady; sean los textos en los que diseccionó la alienación, el conformismo, la apatía y el sentido de derrota de la sociedad estadunidense de posguerra (reunidos en Advertencias sobre mí mismo), y el otro caudal de estudios breves que publicó aquí y allá a lo largo de tres décadas, en los que abordó diversas cuestiones literarias (los negocios, el oficio, los géneros, la obra de los autores que admiraba o respetaba), filosóficas (mejor dicho, su filosofía), psicológicas y morales, una enorme variedad de meditaciones que reunió en 2003, a manera de autoregalo por su cumpleaños número 80, bajo el título de Un arte espectral, el libro que mejor lo pinta de pies a cabeza. Porque además de sus artículos, Mailer incluyó fragmentos de entrevistas que le hicieron tres o cuatro decenas de reporteros, encabezados por J. Michael Lennon, su amigo, biógrafo y exegeta, charlas en las que confesó sus virtudes y defectos, sus fortalezas y flaquezas, inclusive, sus extravagancias y pequeñas perversiones.

Leer al Mailer ensayista contrasta con la experiencia de leer al Mailer de la ficción. Las meditaciones separan al hombre del autor, un espacio en el que aflora el individuo trastornado por el afán de superioridad, y no el tipo de espíritu competitivo.

Plimpton estaba equivocado. Debió de darse cuenta desde esa anécdota que él mismo relató: en una fiesta organizada por el aristocrático matrimonio Heinz, dispusieron una máquina que medía la fuerza. Había que golpear un dispositivo con un mazo hasta que éste llegara al punto más alto del vigor (débil, mequetrefe, mediocre, fuerte y Superman). Mailer cogió el martillo y solo llegó al segundo grado. Lo intentó otra y otra vez y fracasó. La gente lo animaba, le echaba porras, hasta que, poco a poco, lo dejaron solo. Plimpton cuenta que Mailer no soltó el martillo en toda la noche. Los golpes se oían a la distancia, pero nunca se escuchó la campana del hombre fuerte.

Se me ocurre que esa es la mejor metáfora de su candidatura al trono de Hemingway. _

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