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La noción de intimidad ha dejado de referirse en exclusiva al hogar, la conciencia o la familia. Ahora ocupa un lugar en la esfera política De cuando lo privado se volvió público*
so no se hace. Eso no se dice. Eso es cosa de uno. Por qué vas a dar a saber. La ropa sucia se lava en casa. La vida privada es recinto amurallado. Cada uno en su casa y Dios en la de todos.
¿Cuándo tuve conciencia de que lo privado me constituía de un modo colectivo; cuándo supe que lo íntimo nos representa de manera más pública que lo que las creencias familiares y sociales me habían hecho creer?
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¿Cuándo tuve la intuición de que ciertas instituciones sociales existen solo por obra y gracia de sus secretos, de que es el secreto guardado en la intimidad de sus espacios lo que les da identidad y razón de ser? “Todas las familias felices son iguales”, dijo Tolstoi, “pero cada una es desgraciada a su modo” y con ello implicó que la única forma de conocer la particularidad de esas familias —la única manera de saber qué y cómo es una familia— es destapando sus secretos.
Secreto: lo que pertenece a un dominio reservado.
Secreto (según la RAE): lo oculto de la vista y el conocimiento de los demás.
Secreto: lo separado, lo aislado, lo remoto.
Antónimo de lo secreto: lo público.
La diferencia entre lo público y lo privado surge siglos atrás y aparece en distintos momentos y textos canónicos desde las culturas más remotas. En la cultura judeocristiana hay claras muestras de esta división desde la Biblia; en Occidente aparece en diversas manifestaciones de la vida en Grecia y Roma, más tarde aparece reflejada en el orden feudal y en la era moderna alcanza su momento más visible con la urgencia de establecer una jerarquía que permita visualizar el nacimiento del nuevo orden en la constitución del Estado burgués.
EPero hasta antes de su aparición, los espacios estaban delimitados. Ámbitos claros de la vida privada en la literatura del medioevo son el convento, el burdel, el hogar de una viuda y la corte u hogar gobernado de manera temporal por una mujer, y en ellos se revelan ciertas formas de autonomía pero también de secrecía que solo serán “reveladas” de forma extraordinaria y con una finalidad moral. Un ejemplo: “La abadesa preñada” en los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo. En general, en la Edad Media y desde tiempo atrás los secretos no deben revelarse. Deben guardarse con celo, de ahí el término arquitectónico para definir la retícula que divide el coro o los aposentos de las mujeres: “celosía”. Hablar del secreto y hacer público lo privado es someterse a la voluntad del otro; es perder de manera inmediata lo que de más preciado tiene la persona humana. “A quien dices tu secreto, das tu libertad”, dice Fernando de Rojas. Pero tarde o temprano, ya sea por voluntad expresa o por descuido, los secretos de la vida privada son carne del dominio público y hacen de sus portadores la comidilla de una comunidad. Algunas formas del secreto compartido ocurren en los burdeles dirigidos exclusivamente por mujeres como ocurría en la vida real y como se asienta en La Celestina. En estas obras aparecen tareas de auténticas aunque momentáneas micro sociedades femeninas donde la función de la trotaconventos —cuyo oficio es un secreto a voces— aparece en ámbitos antitéticos: lo mismo en los burdeles que (como su nombre lo indica) en los conventos, espacios habitados casi exclusivamente por mujeres. Algunos secretos revelados de las viudas se dan en un espacio mental privilegiado: cuando se las piensa como independientes y liberadas de toda tutela. Tal vez estas ideas tengan un fundamento real; en todo caso conforman ya desde el siglo XV un imaginario que se asienta en fueros y en libros como Lassietepartidas donde a veces se habla de lo que no se habla (Alan Deyermond).
Para hablar de la sociedad civil fue imprescindible establecer la importancia del individuo, el ciudadano sobre el que recaían derechos y deberes. Sin la ciudadanía es imposible siquiera concebir el Estado moderno. Junto con él y con la Revolución francesa por primera vez en la historia surge el concepto de vida privada como un derecho. ¿Pues bien, qué tanto ha cambiado la idea de ese derecho? ¿Qué tan privado es lo privado? Las actividades propias de la sociedad civil ocurrían y ocurren todavía para muchos en la esfera de lo público. Lo privado en cambio es el ámbito de lo doméstico, lo que ocurre dentro de las casas, lo que se dice de puertas adentro y, la mayor parte de las veces, encierra un secreto. Es curioso pensar que haya existido un tiempo en que lo público fuera cualquier cosa que no se vinculara con las relaciones de parentesco o conyugalidad. Ni siquiera con las de amistad. Lo público era el ámbito de la reflexión y la historia, el espacio de transformación y conocimiento de la sociedad. Mientras que lo privado era y es un espacio en entredicho. Las más de las veces transcurre en los tiempos sociales de ocio o descanso, de convivencia familiar y expresión de los afectos y por ello durante años no se consideró un espacio político. Es hasta tiempos muy recientes que se pensó en que eso que ocurre de puertas adentro es también político. Tuvo que llegar el feminismo para dejar cincelada su máxima indeleble: lo personal es político.
II
La vieja dicotomía entre libertad versusseguridad se vio acrecentada por la pandemia. Algunas sociedades hipervigiladas como la china, donde las cámaras invaden todos los espacios públicos y pueden seguir a un individuo desde que sale de su casa hasta que regresa, se vieron justificadas y apoyadas por otros países con las medidas de sobreinformación a que fueron expuestos los individuos del mundo para hacer un seguimiento de los síntomas de la covid-19 y para tener derecho a vacunarse. Según Byung-Chul Han, la pandemia reforzó la idea de la necesidad del Estado protector que puede participar en cualquier hecho de la vida privada y la gente eligió y adoptó esa opción.
Por más que existan páginas enteras de aceptación de las condiciones de confidencialidad, en Occidente el manejo de datos de los usuarios se ha escapado de todo control por parte de los usuarios de internet y dispositivos electrónicos. La pandemia y el confinamiento obligado de los habitantes del planeta forzados a vivir a través de pantallas hizo crecer exponencialmente la información solicitada y surgió en los usuarios el hábito de dar su consentimiento en cualquier aplicación, en cualquier servicio como el pago justo ante la posibilidad de ser protegidos, de acceder a bienes y servicios y de existir.
A esto se suma la cuestión de las imágenes. Hoy que todo es fotografiable y fotografiado y que tendemos a mirar el mundo a través de nuestros dispositivos para compartir —eso decimos, ese verbo usamos, compartir— con los otros todo lo que vamos viviendo, ¿dónde habita la línea delgada que divide lo privado de lo público?
Si la intención y el verbo que impulsan a exhibir un contenido en redes implica algo tan desinteresado como “compartir”, ¿se puede hablar de invasión, abuso, infracción, perversión, apropiación del espacio donde habita lo privado? ¿Se puede siquiera hablar de lo privado? Y qué puede ser punible en el manejo de datos o imágenes de la vida privada.
Cuándo hay una usurpación. La RAE dice que usurpar consiste en apoderarse de una propiedad o de un derecho que pertenece a otro, por lo general con violencia. Pero si en la exhibición del espacio privado en las redes no hay violencia; si en la mayoría de los casos hay consentimiento y hasta afán de exhibición; lo que usurpo, usurpas, usurpamos al tomar ese contenido es la forma de existir que el exhibicionista eligió al postear un contenido. No el contenido, que exige ser reposteado, sino la forma de existencia que su usuario eligió en primer lugar. Pero ¿no hacemos exactamente lo que el usuario del contenido quiso al subirlo a una plataforma pública? Hacer que exista. Darle carta de cabal existencia. Existir a través de la foto.
Iii
La autoficción o “las literaturas del yo”, como ahora se nombran, constituyen un nuevo y muy poderoso acercamiento a la ficción puesta al servicio de la experiencia que se vuelve materia literaria donde lo privado y lo público se unen de forma inextricable. En un sentido, el término “autoficción” es tautológico porque en rigor no hay nada que escriba uno mismo que no sea autoficción. Pero, además, no es un género nuevo aunque sus combinaciones, el debate de existir como género híbrido entre autobiografía y ficción y la proliferación de estas narrativas sí lo sean.
El caso de la escritura de mujeres, no obstante, adquiere un matiz especial. Su origen no solo se remonta a muchos siglos atrás (las jarchas, por ejemplo, en nuestra lengua) sino que las cartas y los diarios transitan por una narrativa que oscila entre la narración personal que se inscribe en el momento y hecho histórico o que definitivamente entremezcla lo doméstico con la gran panorámica social. Natalia Ginzburg es paradigmática en el ejercicio de contar la experiencia del exterminio nazi desde el ámbito familiar. Sus obras Léxicofamiliary Todos nuestrosayeresson clásicos y sin quererlo inspiran o influyen en la obra de una gran cantidad de autoras notabilísimas que entrelazan el periodismo con la historia personal, como Vivian Gornik y Joan Didion, o llevan lo privado a extremos casi impensables como Annie Ernaux, la reciente Premio Nobel que ha insistido en la escritura del yo como una experiencia social. Buena parte de la literatura escrita por mujeres ha tocado siempre lo personal. Es decir, lo político, visto fuera de la caja. Según Aina Vidal-Pérez y Neus Rotger, “La autoficción plantea la posibilidad de proyectar una escritura del yo no necesariamente factual, de reconocer el carácter esquivo de la subjetividad y de ubicar el sujeto en un cuestionamiento perenne (Infobae, 6 de diciembre de 2021). J. M. Coetzee sostiene que “este género debe conservar un pacto en que el escritor se compromete a descubrir las verdades que se ocultan detrás de la experiencia humana, pero, para ello, debe hacerlo de forma paralela al gesto de la escritura” (ibid). Es decir, lo que menos importa es la fidelidad a la experiencia o la “autenticidad de los hechos narrados sino el emplazamiento de la experiencia de lo real en el propio tejido narrativo”.
El último cuestionamiento hecho a este género es si no es impúdico escribir acontecimientos reales y hasta dónde debe llegar la construcción literaria de personas de carne y hueso.
El caso paradigmático más reciente lo constituye Emmanuel Carrère, cuya esposa Hélène Devynck lo demandó y por esa demanda él se vio obligado a cambiar el manuscrito de su más esperada novela, Yoga. La novela apareció en 2020 —el año de la pandemia— y fue recibida con grandes expectativas. Por la devoción que sus lectores tenían desde El adversario por las obras que Carrère había bautizado como “no ficción” y lo que en ellas había de “vida privada” de los personajes y por el escándalo de su exesposa, quien reclamaba la ilegalidad de publicar sobre las vidas de los otros. Lo relevante de la demanda, sin embargo, es que la esposa no adujera entre las razones de su negativa que el autor cometiera alguna indiscreción, sino todo lo contrario. Lo que la indignó fue que Carrère no decía la verdad sino que lo que escribe, dijo, “son fantasías”.
El problema de la autoficción es que se ostenta (o eso creen sus lectores) como la verdad absoluta, como el relato de los hechos puros y duros sin pasar por el cedazo de la razón. O es con esa expectativa que se acercan, morbosamente, los lectores. Pero ¿es posible que las palabras sean transmitidas sin el tamiz de la razón, la interpretación, y sin la escollera de la incapacidad o la torpeza, del azar y la imposibilidad, y sobre todo, sin el lenguaje? Un escrito, cualquier escrito, es ante todo un hecho estético, nos recuerda Borges. Para convertirse en relato una historia de familia tiene que pasar por varios Rubicón. Y entre más cercanos los hechos más distante debe estar el observador para poder volverlos “reales”. No hay nada más endemoniadamente difícil que escribir sobre aquello que tiene un referente real. Por eso en los relatos en primera persona siempre quedará la sensación de que el mundo está ahí y quien lo escribe/ quienes lo escribimos, estamos aquí. Irremisiblemente, del otro lado.
Y entonces, ¿para qué escribir un relato en primera persona que oscile entre la ficción y la no ficción? Para poder convertir una experiencia narrada en primera persona del singular en algo que pueda ser leído como primera persona del plural. Para tocar una serie de problemas que no pueden abarcar las grandes y pequeñas épicas, tal y como las conocíamos. Para visibilizar lo que adquiere un matiz especial cuando eso que se ve está encarnado en la vivencia, es decir, en el cuerpo. Para escapar de lo que sabe o pretende saber de ti, de nosotros, el algoritmo. Y, sobre todo, para pensar fuera de un sistema. El sistema del psicoanálisis freudiano que durante más de un siglo nos obligó a interpretar cualquier situación familiar de un único modo y con un significado único. Hasta antes de que se escribieran estas novelas mucha literatura estaba entrampada en la tesis de que todo origen se remonta a los padres y toda relación con los padres implica un trauma. Esta forma de interpretación abarcó toda la literatura del siglo XX y buena parte del XXI. Incluso en Chéjov (“El maestro de literatura rusa”) hay ya una fuerte crítica a esta idea de interpretar todo a través del tamiz del psicoanálisis, ¡hasta a Pushkin! Pues bien, la mayor parte de estas historias están contadas desde un lugar que no tiene que ver con la interpretación psicoanalítica y por tanto con la autovictimización, ni el sentido moral o edificante, y aunque todas tengan los elementos compatibles de la autoficción todas y cada una son una apuesta. Un acto de resistencia en tiempos de sobreexposición, plagio, autoayuda y posverdad. _
*Una versión de este ensayo fue leída en la Academia Mexicana de la Lengua el 9 de marzo de 2023.