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El cineasta israelí Amos Gitai reflexiona sobre
JOSÉ GORDON FOTOGRAFÍA LAURA STEVENS
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Nathan Zach
sostuvimos recientemente y que se transmitirá de manera completa en el Canal Cultural de México, con motivo del aniversario 30 de este espacio televisivo. Las miradas se entrecruzan. Nos escaneamos.
lotan en el aire imágenes que sobreviven el momento en que se proyectaron en el cine: unos refugiados que huyen de la Alemania nazi se encuentran confinados en la cubierta de un pequeño barco en donde una pareja intenta infructuosamente hacer el amor ya que el hacinamiento los pone a la vista de todos; en un club nocturno de la ciudad de Haifa contemporánea un hombre palestino y un hombre judío se besan con placer y temor; un hombre ortodoxo que adora a su mujer la repudia —con consecuencias trágicas— presionado por su comunidad religiosa, porque después de diez años no pueden tener hijos. Estas son imágenes de algunas de las más de 40 películas, entre documentales y ficciones, realizadas por el director israelí Amos Gitai, reconocido internacionalmente por un cine crítico que aborda los problemas de la violencia y la intolerancia y, al mismo tiempo, apuesta por la sensibilidad, por entender y tocar al otro. En la escena que abre una de sus películas, un hombre alto, vestido de negro, camina por una playa de Haifa mientras se escuchan los versos de un poeta. Esa persona es Amos Gitai quien, también con un traje negro, ahora camina por los pasillos de Canal 22. Antes de la entrevista platicamos brevemente. Me observa con mirada cálida y atenta. Este es un fragmento de la conversación que
FEmpecemos con un poema de Nathan Zach que se vincula directamente con tu película Carmel, pero también con tu madre, con Haifa —tu ciudad natal— y con el drama de la vida. Estas líneas empiezan así: “Este es un poema sobre las personas, sobre lo que piensan y lo que desean y lo que piensan que desean”. Hablemos de cómo este drama toca tu vida. Amo este poema de Zach y en la continuación de este texto se habla de una experiencia que yo mismo tuve: cuando un avión recibe un disparo, cae y nadie sabe quién regresará. Esa fue mi experiencia. Tenía 23 años y en el quinto día de la guerra de Yom Kippur mi helicóptero fue derribado por un misil sirio. Mi copiloto, que estaba a la distancia a la que estamos conversando, murió instantáneamente. Sin embargo, por alguna extraña razón estoy aquí. Fui testigo del precio de la destrucción de la vida y todo lo que significa la guerra. La vi de frente. Fui amigo del poeta Nathan Zach y junto con otro escritor israelí leía sus versos: “Estos son poemas sobre la guerra/ escritos en una mesa/ mientras hay un incendio sin piedad”. Has puesto el ojo en algo muy conmovedor para mí. Esto finalmente me ayudó a tomar la decisión de ser cineasta porque sentí que necesitaba el medio más directo para hablar sobre el destino de mi país, al que amo, pero a veces creo que merece una buena mirada crítica, tanto desde el lado afectivo —que implica entender la razón por la que los judíos también merecen un pedazo de tierra en este planeta— como desde la perspectiva del deber de mantener una cuestión de ética y moralidad en el día a día.
Es por eso que busco hacer un cine fuerte que hable sinceramente sobre los dramas de mi país, sobre algo muy conmovedor e inquietante que compartimos. Las culturas fuertes no necesitan de relaciones públicas. Saben que tienen que expresarse. El más grande homenaje que un artista puede hacer a la cultura que ama es realizar un trabajo crítico. Podemos, por ejemplo, inspirarnos —sin ser religiosos— en los grandes textos bíblicos que son muy críticos y esto es un homenaje a la cultura, a lo que los autores de esos textos querían inscribir en el ADN de su pueblo. Esto se puede apreciar en la historia del rey David, el rey más poderoso. El profeta viene a su encuentro y le dice tú, el rey, eres inmoral porque deseaste a Batsheva y por ello enviaste a su hombre a ser asesinado en la guerra. No tienes ética. Y podemos imaginar que, en ese tiempo, hace tres mil años, era un riesgo hablar de ello para un escritor o incluso el editor o la editora en jefe de la Biblia. No obstante, sabían que esto repercutiría en la actitud crítica de las siguientes generaciones. Así, creo que mucho del ingenio de una cultura no es una cuestión de biología o de cromosomas, es una cuestión de actitud. Sin eso, no tienes a Einstein. Einstein puede decir: “Newton está bien, pero yo también tengo derecho a hacer mi propia versión”. Eso marca a los grandes pensadores que provienen de esta cultura.
En tus películas tocas algo que es muy interesante porque no es la épica habitual, sino que captura los momentos ocultos que te cuentan la historia real, la tragedia real. Incluso dentro de la tragedia hay más capas de tragedia.
El primer ejercicio que aprendí a hacer fue observar, incluso antes de filmar, para ver cuál es el gesto, cómo se mueve la gente. Por ejemplo, en la película Kadosh(Sagrado), que trata un drama relacionado con la ortodoxia religiosa, busco cuál es la coreografía, porque la religión no es solo texto, también es la forma en que mueves un objeto en el espacio y haces una ceremonia. Esas observaciones las comparto con mis actrices y actores porque creo que hoy en día tenemos una especie de montaje de Speedy González, condensando todo, apurando todo, pero vamos a darle espacio, espacio y ritmo que ni siquiera se puede declarar como un gesto político. Evitemos esto: exprimir un evento hacia la simplificación. Vamos a tratar de crear un bloque de tiempo para que la gente realmente pueda entender los componentes y tengamos narrativas del mundo conmovedoras.
Ahora que hablas de la velocidad en el cine, hay una investigación sobre la capacidad de atención que tienen unos pececitos rojos. Es de ocho segundos y los estudios que realizan Google y las grandes empresas de las redes sociales revelan que los seres humanos —en estos días— tenemos un espacio de atención de nueve segundos y hacemos clickal siguiente estímulo. Es muy claro que tus películas se encuentran en el polo opuesto. Esto es muy interesante porque cuando haces un close-up puedes ver un rostro durante mucho tiempo y se revela algo que por lo general no sabemos, porque no observamos con el ritmo requerido.
Una de las grandes tragedias de la modernidad es esta cuestión de exprimir el tiempo y tal vez también sea una explicación de por qué las personas se sienten atraídas por el misticismo y la religión. Cuando caminas en un espacio considerado sagrado —no importa si es una iglesia, una mezquita o una sinagoga—, hay algún tipo de fil- tro: te estás saliendo de este mundo y vas a otro espacio con otro ritmo y eso es atractivo. Así, incluso si quieres criticar la religión, tienes que entender qué es lo que seduce en ella. Lo que quiero hacer es un cine que toma en cuenta estas observaciones, las integra, las comparte como instrucciones a los actores y a los técnicos. Esta labor es como la de un matemático que pone una pregunta en el espacio y construye una ecuación para responder a esta interrogante. Esa es mi actitud hacia el cine.
Algo muy interesante es que cuando tienes una narrativa y la exploras a fondo, hay algunas cosas que se te revelan en ese momento. Hablemos de los descubrimientos que haces sobre las capas de las relaciones humanas cuando puedes verlas a través de estos lentes que amplifican los sentimientos más sutiles. Eso se refleja en nuestros rostros, pero no lo apreciamos porque estamos atorados en imágenes que se quedan en la superficie y no las dejamos hablar.
Este es el tema de la definición de la belleza. Para mí, la belleza nunca es la perfección. La perfección es autoritaria. No me gustan los modelos porque, para mí, una persona hermosa tiene algún pequeño defecto o asimetría. En las artes también esto es belleza. Por cierto, eso lo aprendí en los años que pasé estudiando arquitectura en Berkeley. Tuve un gran maestro, Christopher Alexander, quien era un gran coleccionista de alfombras musulmanas para la oración del siglo XVI. Colgó diez alfombras y nos pidió a los estudiantes de doctorado que las analizáramos comparativamente para escribir sobre ello y luego tratar de discutir qué era lo más hermoso. Llegamos a la conclusión de que lo más hermoso siempre tiene algún defecto. Por ejemplo, algún cambio del color del tejido de blanco a un pequeño rojo. Tal vez el tipo de lana en un pueblo cambió y no pudieron emparejarla completamente. Sin embargo, esto le da a la alfombra gracia y personalidad.
Algo que es clave en tu trabajo es tratar de transmitir las poderosas imágenes que capturas e ingeniártelas para que dancen también en el espectador cuando se apaga la luz del proyector.
Suelo decir que las mejores películas que he visto como espectador empiezan cuando termina la proyección. Las tienes que reestructurar, reconfigurar. A veces, durante un vuelo, vemos una película para pasar el tiempo, pero tú me preguntas sobre lo que pasa al día siguiente. Para mí, la película que a veces no es fácil de digerir del todo es la que me provoca, la que estimula el pensamiento. Esas son las cintas que amo.
Y ahora que lo mencionas, me encanta el gesto que hiciste con tus manos que enmarcan una escena. En el comienzo de mi película Zona libre, con Natalie Portman, hay una cámara fija de diez minutos solo mirando su rostro que nos da un juego muy rico de expresiones. Tan solo con el rostro. A veces lo más complicado es hacer algo simple, producir emoción reflejada a través de eso.
En medio de las batallas que vemos hoy en día esto es muy importante: cómo no ser rehén de los movimientos externos y tratar de capturar los momentos de intimidad. En una de tus películas se ven unos soldados que van a comenzar una operación militar. Están planeando la estrategia y en medio de esto un soldado está en una llamada por celular con su madre en una discusión casi infantil. Esta muestra de vulnerabilidad abre otra dimensión de la humanidad.
Soy un gran coleccionista de contradicciones. Amo las contradicciones y creo que también, si realmente queremos llegar a aliviar este conflicto todopoderoso, con tanto derramamiento de sangre, con tantas pérdidas en nuestra región, tendremos que entender al otro. La estabilidad de la existencia de Israel en esta región tan complicada tiene que ver con encontrar y aceptar al otro. A veces pienso que este anhelo de la paz es un poco como el amor. Se suele decir: “Haz el amor, no un trabajo”, pero tampoco se puede hacer el amor unilateralmente. Si esto es así, no es amor, es otra cosa. Tú, el otro, tu pareja, quien quiera que sea, debe ser considerado.
Se debe entender la tragedia de los demás. Eso es lo que propones en tus películas. Hay una constante que se repite: la pregunta “¿por qué?” Naces en un hogar lleno de amor y compasión y luego te enfrentas a esta violencia y la gran pregunta que atraviesa tu cine es por qué y qué hacer con ello.
Sí. La pregunta es por qué. La mayoría de mis películas lidian con el individuo aplastado por la poderosa mega estructura de la guerra, la hostilidad de la religión, y el individuo que tiene que mantener su existencia en estas batallas por la supervivencia. Por eso la película Kippuren realidad es mi propia historia, la de una persona que va inocentemente a la guerra y la guerra lo derrumba por completo.
En una conversación, Amos Oz hizo una observación muy perspicaz. Me habló sobre lo único en que lamentablemente los dos lados del conflicto nunca se darán por vencidos. Concederán tal vez parte de Jerusalén, tal vez algunas fronteras, pero quién es la víctima de quién, esto nunca lo concederán. “Somos tus víctimas”. “No, nosotros somos tus víctimas”. Eso es interminable y tenemos que empezar a salir de este túnel. Creo que el arte visual de los escritores, el cine, es una forma de expresar estos grandes dramas.
Que invitan a ir más allá de las imágenes para tocar al otro. Sí. Y para eso hay que pedirle al público que trabaje como un intérprete, no como un consumidor, para hacer una especie de pequeña y modesta interpretación, para que descubra lo que estás tratando de hacer y presentarnos retos.
Y pienso que uno de los desafíos mayores que tenemos es la propuesta de un cine que trata de entender la distancia entre lo que realmente pensamos, lo que realmente deseamos y lo que pensamos que deseamos. _
Cuántas veces te sorprenden las palabras que brotan de tus propios labios, dichas sin pensar, por inercia. “No me vengas con cuentos”, reprochas a tu hijo, cuando enhebra excusas fantasiosas para justificarse. El espejo de su mirada te devuelve tu contradicción: lo dices tú, precisamente tú, que te ganas la vida contando historias y urdiendo cuentos. Tú, que has comprobado mil veces cómo una anécdota con rostro humano deja una huella infinitamente más honda que una idea abstracta. Tú, que ensalzas la habilidad humana para tejer narraciones y nuestra sed inagotable de escucharlas. Sabes que el cerebro asimila mejor la información encapsulada en un relato y, tal vez por eso, durante milenios, hemos transmitido conocimientos de generación en generación a través de mitos y fábulas. Las civilizaciones necesitan justo a esas personas que vienen con un cargamento de cuentos. El don de contar buenas historias podría ser incluso un escudo, una protección frente al peligro. Miguel de Cervantes, cinco años prisionero en Argel, intentó fugarse cuatro veces con un grupo de compañeros. Cuando lo atraparon, declaró ante el bey de Argel, el veneciano Hasán Bajá, asumiendo él solo toda la responsabilidad de la fuga. Son misteriosas las razones por las que sobrevivió ileso, pues los fugitivos capturados solían pagar su audacia con terribles suplicios o la muerte. Se alegan motivos económicos o eróticos, aunque quizá Cervantes se salvase por la seducción de sus relatos. Con esa hipótesis juega Bernardo Sánchez Salas en su novela Sombras Saavedra, donde el bey Hasán reclama a Miguel cuentos sobre su tierra, y el escritor, como una nueva Sherezade, para sobrevivir, inventa las graciosas peripecias de un caballero extravagante y su pragmático escudero —engendrados, como él mismo afirmó, en una cárcel—. Aquellas andanzas imaginadas debían prolongar el encantamiento mientras su autor esperaba el rescate y la liberación. Vivir para