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Periódicos viejos

PÉREZ GAY FOTOGRAFÍA JUAN RAFAEL CORONEL RIVERA

Juraba que aquí dejé las llaves. Y al cabo de un tiempo confirmamos que las llaves nunca están en ese sitio, ese es el juego de la memoria y de la literatura: las llaves siempre están en otro lugar.

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Conversé con un amigo de la trama de El sentido de un final, la novela de Julian Barnes. Regresé a casa a revisar mis subrayados y cayó éste de las páginas del libro y lo recogí: “Vivimos con suposiciones fáciles. Por ejemplo, que la memoria es igual a sucesos más tiempo. Pero es algo mucho más extraño. ¿Quién dijo que la memoria es lo que creíamos que habíamos olvidado? Y debería ser obvio que el tiempo no actúa como un fijador, sino más bien como un disolvente”.

Ese disolvente es un misterio. Sé que el tiempo se acelera con los años. Si eres viejo, o has iniciado ese viaje loco a la vejez, todo transcurre más rápido; los jóvenes pueden inventar futuros, quienes no se cuecen al primer hervor fabrican en cambio distintos pasados.

Durante mucho tiempo, las neurociencias y la psicología han reunido evidencia de la supuesta falibilidad de la memoria. Hoy se sabe que recordar no es un acto pasivo sino una forma de reconstruir: al recordar añadimos pedazos de información, recreando con ellos acontecimientos que pudieron o no haber ocurrido. En ese sentido, sugiere Felipe de Brigard, neurocientífico y filósofo colombiano, la memoria no es falible, sino creativa: forma parte de un sistema cerebral que crea mundos, postula posibilidades y construye así hipotéticos acontecimientos, pasados, presentes o futuros. En ese sentido, como sugirió Thomas Hobbes, la imaginación y la memoria son una misma cosa.

La prensa me devuelve la casa infantil perdida en el pasado. Abro la puerta y ahí están los actores del teatro de la memoria. Ellos han desaparecido del mundo, pero no de mi memoria: mi madre, mi papá, mi hermano, y los periódicos viejos. _

Rafael Pérez

¿Debemos confiar en la forma y la consistencia que tienen nuestros recuerdos? ¿Debemos atribuirles el don de la infalibilidad? ¿Son, pues, dignos de confianza? Ya que se manifiesta con la estructura de un relato, la memoria conserva nuestra experiencia y a la vez tiende a modificarla, como si le resultara insuficiente. Recordar es, de esta manera, interpretar, hacer que la vida, nuestras vidas, tan inarticuladas, tan carentes de forma, adquieran un orden sin el cual carecerían de sentido.

Podemos hablar de una memoria histórica —las señas de una presunta identidad—, de una memoria genética —las lecciones aprendidas y transmitidas de una especie—, pero qué hay de la memoria individual, de aquello que hemos dado en llamar lo que somos. Si aceptamos que los memoriosos son grandes contadores de historias, ¿debemos creer entonces que son proclives a la ficción?

Como género, el de las memorias exhibe un temperamento inevitablemente anfibio.

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