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La evolución del buceo
Sobre Miguel "Pili" Pagán Mir
Por Cristina D. Olán Martínez
Miguel “Pili” Pagán Mir, junto a Jaime Braulio (q.e.p.d.), Aníbal Torres y Piti Leclerc, fue uno de los primeros buzos entrenados en la costa oeste de Puerto Rico. Dedicó gran parte de su tiempo a la educación en el buceo y a las inmersiones enfocadas en la búsqueda de naufragios y artefactos antiguos, actividad que realizó siempre de la mano de Jaime Braulio.
Pili y Jaime se conocieron a través del softball. Pili, gran deportista y lanzador, hizo amistad con Jaime Braulio, una relación que transformó la historia del buceo en el área oeste de Puerto Rico. Juntos fueron los gestores de Skin Diving School of Puerto Rico. Esta escuela, que estaba ubicada en Mayagüez, estableció puentes de colaboración con instituciones académicas tales como la UPR-Mayagüez (particularmente, el Departamento de Ciencias Marinas) y la Universidad Interamericana. A través de ella, se certificaron un gran número de estudiantes en el buceo. También lo hicieron muchos otros buzos, en su mayoría residentes del sur y el oeste de Puerto Rico. La educación y la seguridad en el buceo fueron siempre el norte de esta institución, algo que tanto Pili como Jaime tuvieron muy presente. De la mano con la escuela, Jaime Braulio abrió The Dive Shop, tienda de buceo que aún se mantiene operando, administrada actualmente por su hijo, Jaime "Papo" Braulio.
Teoría y práctica es una frase que resulta muy apropiada para describir la relación entre Pili y Jaime. Jaime dominaba la práctica, el quehacer del buceo y la navegación. Pili, por su parte, se destacó como un ávido lector y escritor puntual y preciso. Se hablaba siempre de su mente fotográfica, y los documentos que se conservan, evidencian su cuidadosa caligrafía. En sus búsquedas de naufragios y tesoros, Pili documentaba los hallazgos y trazaba los mapas, marcando con exactitud los lugares en el fondo marino y los puntos en tierra, tan importantes en una era en la que no se contaba con el GPS. Pili y Jaime eran una combinación ganadora.
El Santa María de Jesús fue uno de los naufragios más investigados por Pili y por Jaime. El mismo es un buque que se hundió en el siglo 16 en aguas del Atlántico. Además, Pili y Jaime realizaron múltiples viajes a la Isla de Mona, los cuales sirvieron de base para una amplia documentación que Pili realizó sobre esta Isla. Ejemplo de ello son sus colaboraciones con el Instituto de Cultura Puertorriqueña y el trabajo Naufragios en Aguas de la Isla de Mona, publicado por el Programa Sea Grant de la UPR en 1983.
El artículo a continuación es producto también del estudio meticuloso de Pagán Mir. Por años, se mantuvo como un manuscrito pendiente de publicación. Agradecemos al amigo Edwin Vélez que nos hiciera llegar este trabajo que presenta valiosa información sobre el buceo. El mismo, además, retrata el rigor en el estudio que caracterizaba a Pili. De igual modo, agradecemos la colaboración del Maestro Jaime "Papo" Braulio, del doctor Máximo Cerame Vivas y del señor Edwin Vélez al brindarnos datos, documentos y anécdotas que nos permitieran conocer un poco de Pili Pagán a través del crisol de su mirada y sus experiencias.
La evolución del buceo
Por Miguel Pagán Mir (q.e.p.d.)
Universidad de Puerto Rico Recinto Universitario de Mayagüez
Tarjeta de Navidad de Skin Diving School of Puerto Rico conservada por Jaime "Papo" Braulio. En la foto: Miguel "Pili" Pagán, Aníbal "Agüita" Torres, "Piti" Leclerc y Jaime Braulio. El buceo o arte de sumergirse bajo el agua sosteniendo la respiración comenzó hace muchos años como medio de sustento. No puede así extrañar que 3,200 a. C. se utilizaron en la Tebas egipcia grandes cantidades de conchas de madre perla por los artesanos talladores, conchas que solo los buceadores podían obtener en tales cantidades. En una relación del año 2,250 a. C. se habla de perlas como tributo a un emperador chino. Mientras en Fenicia y en algunas ciudades griegas el buceo constituía una productiva industria.
Si nos sumergimos en el mar, el agua salada irrita los ojos. En muchas costas, las rompientes y las materias en suspensión enturbian el agua e impiden ver el fondo. En muchas islas del océano Pacífico y del mar Caribe, debido a las transparencias de las aguas, estas invitan al buceo.
Los buceadores primitivos necesitaban aguas claras y una superficie tranquila, pues con los ojos al descubierto la visión en el agua es mala. Sólo con máscaras de buceo se consigue una visión relativamente buena. Los buceadores de la antigua Grecia usaban probablemente gafas de buceo talladas en madera, con cristales acoplados. Los pescadores de perlas medievales adoptaban la misma precaución en el Golfo Pérsico, según relataba en el 1331 el viajero marroquí Ibn Batuta: “antes de sumergirse se ponían una especie de careta hecha de concha de tortuga, tapándose también la nariz con una pinza de la misma materia”. Estas caretas estaban evidentemente construidas con concha de tortuga marina, que puede pulirse hasta dejarla casi tan transparente como el cristal.
Los pioneros del buceo de los años veinte y treinta de nuestro siglo realizaron intentos con gafas de goma y cristal; pero con este método las imágenes se deformaban. No sospechaban que los inventores franceses Rouquayrol y Denayrouze ya habían resuelto el problema en 1865, al utilizar una sola placa de cristal montada en un marco de goma y metal en lugar de dos cristales. Hasta 1936 no se produjeron industrialmente en Francia las primeras máscaras de buceo.
Artefactos recuperados durante exploraciones de naufragios.
Hay viejos relatos de hazañas asombrosas llevadas a cabo por buceadores que sólo contaban con una máscara de buceo o que incluso carecían de cualquier medio auxiliar. La veracidad de otros relatos, por el contrario, están garantizados, aunque hace unos años aún pudieran parecer increíbles. Leemos sobre tiempos de inmersión que alcanzan cuatro minutos o más de duración, y profundidades que llegan a los 60 metros. El buceador de esponjas griego Scotti Georghio logró así, en 1913, atar un cable del ancla que un acorazado italiano había perdido a 60 metros de profundidad.
Un buceador a pulmón libre poco ejercitado sólo aguanta uno o como máximo, dos minutos sin respirar; pasado ese lapso, su necesidad de aire le atormenta de tal modo que apenas es capaz de resistir su imperioso deseo de ascender. Se puede aprender, sin embargo, a pasar más tiempo sin aire. Si durante unos minutos se respira muy profundamente —técnica que los especialistas denominan “hiperventilación”— esta sobre-respiración reduce el nivel normal de dióxido de carbono que siempre se encuentra en la sangre. Si el buceador retiene entonces la respiración, pasará un rato antes de que el nivel de dióxido de carbono en la sangre vuelva a ser normal. Esto ocasionará que se comience a sentir la necesidad de respirar. El tiempo que transcurre hasta que se restablece el grado normal de CO2, es lo que gana el buceador hiperventilando.
Esto, sin embargo, entraña un peligro, el dióxido de carbono cumple con una función en el organismo: cooperar a la regulación de irrigación sanguínea del cerebro. Si el contenido de CO2 disminuye, la irrigación del cerebro se reduce considerablemente, lo que acelera la pérdida de conocimiento en el buceador. No cabe duda, por consiguiente, de que las enormes marcas logradas por los buceadores de antaño no hubieran sido posibles sin recurrir a la hiperventilación. La “técnica respiratoria” fue tal vez un secreto celosamente guardado por ellos, tal como ocurre aún entre los buceadores deportivos. Aparte del peligro de ahogarse como consecuencia de la sobre-respiración, también es muy probable que la larga retención de la respiración perjudique la salud. Las mujeres que se sumergen de 60 a 90 veces al día en los criaderos de perlas japoneses, sabemos que engordan considerablemente antes de la temporada, y pierden rápidamente de cinco a diez kilos en cuanto comienzan a bucear. Es opinión muy conocida en Japón que la mujer resulta más apropiada que el hombre para realizar este trabajo. Además, consideran que el buceo produce impotencia en el hombre. De todas maneras, están aún sin investigar algunos de los efectos del buceo en el organismo humano. La Marina británica ha comprobado con sorpresa que las mujeres de sus hombresrana dan a luz más hembras que varones, y han encargado a un grupo de científicos que investiguen si se trata de una casualidad.
Mucho más peligroso son las presiones a que el cuerpo humano —adaptado a las condiciones imperantes de la superficie terrestre— se ve sometido durante el buceo. La atmósfera terrestre ejerce a nivel del mar una presión de una atmósfera (14.7 libras por pulgada cuadrada). Sin embargo, no sentimos este peso porque las células de nuestros tejidos, al estar rellenas de líquido, apenas se comprimen, mientras que las considerables cavidades de nuestro cuerpo están ocupadas por gases —principalmente de aire— a la misma presión que reina en el exterior. Las presiones que actúan dentro y fuera de estas cavidades son iguales, por lo tanto se anulan entre sí.
El peso específico del agua es casi 800 veces mayor que el del aire. Mientras que la presión en una nave espacial, desde que penetra en la atmósfera hasta que se posa al nivel del mar, va subiendo hasta llegar a una atmósfera, un buceador sólo tiene que descender a 33 pies de profundidad porque almacenan agua en las cavidades de sus cuerpos. El hombre tampoco se ve forzosamente afectado o aplastado al bucear, pues sus tejidos y huesos no resultan muy afectados por la presión, aunque los pulmones —que en un adulto contienen unas 10 pintas de aire— han de adaptarse a ésta.
La profundidad que puede alcanzar un buceador experimentado depende por lo tanto de la elasticidad de su caja torácica, que varía considerablemente de una persona a otra. La máxima profundidad permitida al buceador libre, es decir, al que bucea sin ningún aparato respiratorio, puede fijarse en 30 metros. No obstante, algunos buceadores muy entrenados han conseguido superar ampliamente esta marca. Todo intento de mejorar una marca de profundidad es siempre una arriesgada empresa que pone la vida en peligro.
Lo que mueve a los hombres no es otra cosa que la codicia. Incluso los naufragios se han convertido en un nuevo medio de enriquecimiento y con frecuencia hay que recuperar el cuerpo de algún buceador accidentado junto al botín que intentaba rescatar.
Al buceador de la antigüedad le movía indudablemente la necesidad. Ante la misma situación que afronta hoy la humanidad en pleno: Los productos de la agricultura no eran suficientes. El fondo del mar, entonces como ahora, ofrecía una solución. Los moluscos significaban un valioso alimento. Las perlas, el coral y las esponjas eran artículos codiciados por otros pueblos que tenían productos alimenticios que vender. Además, el progreso de la técnica exigía cada vez con mayor intensidad el empleo de buceadores en obras realizadas bajo el agua, sobre todo en la construcción de puertos.
El tráfico marítimo experimentó un poderoso impulso; pero como los conocimientos náuticos apenas progresaron, las tormentas, los escollos y los arrecifes exigían un gigantesco tributo a la navegación. Los piratas y las flotas de guerra echaban a pique innumerables barcos. Así surgió un nuevo campo de trabajo para los buceadores expertos. El buceo era en la antigüedad un oficio propio de las clases bajas. Debido a la poca consideración que se le otorgaba, fueron raros los buceadores que ganaron fama y honores.
El hombre-rana no alcanzó fama legendaria, sin embargo, hasta que se descubrieron los explosivos y mechas inmunes a los efectos del agua.
Sabemos por Aristóteles que los buceadores de la antigüedad disponían de un instrumento que no volvió a utilizarse hasta que lo desarrollaron nuevamente los pioneros del buceo de nuestro siglo: el tubo respiratorio, denominado hoy como “snorkel”. También en la Edad Media hubo aparatos parecidos, y Leonardo da Vinci inventó uno de ellos. Los buceadores autónomos de la actualidad aventajan a sus predecesores; gracias a un invento del oficial de Marina francés Louis de Corlieu. Allá por los años veinte, los bañistas de la Riviera francesa contemplan asombrados a un hombre que provisto de unas gigantescas aletas de goma en los pies, atravesaba la playa como un pato y desaparecía a gran velocidad en el mar. Corlieu continuó experimentando y en el 1935 fueron presentadas sus aletas. La novedad encontró rápida acogida entre los buceadores deportivos, a los que se les dio el nombre popular de “hombre-rana”. Pronto se puso de moda el vagar por aguas de la Riviera francesa con máscara de buceo, aletas y respirador, intentando arponear peces en aguas poco profundas.
Pese a todo, el buceador autónomo sin equipo respiratorio continuó siendo un intruso en el “mundo del silencio”.
El método más sencillo de proveer aire al buceador fue a través de la campana de buceo (véase figura abajo). El funcionamiento de ésta puede observarse al introducir en el agua un cubo invertido.
En una campana de éstas, un hombre podía permanecer bajo el agua unos treinta minutos. Dentro de la campana, con el agua hasta la cintura; pero con la cabeza en la cámara de aire, podían trabajar hasta que el aire comenzara a viciarse. Estas carecían de aprovisionamiento de aire fresco.
Esta campana de buceo, construida en Inglaterra a finales del siglo XVII, recibía aire fresco de unos toneles. A su vez, proveía de aire a buzos primitivamente equipados. Con este artefacto se podían realizar operaciones de rescate a poca profundidad.
El ojo humano, condicionado para mirar fuera del agua, ve los objetos bajo ésta agrandados y borrosos. Los rayos luminosos que inciden en el ojo desde el agua se refractan de distinta manera que cuando inciden desde el aire. La máscara de buceo, gracias a la máscara de aire que se forma tras ella, anula este efecto y proporciona una visión clara. Tan sólo persiste el efecto de agrandamiento con que se distinguen todos los objetos bajo el agua, provocado por un aparente acortamiento de las distancias.
El astrónomo inglés Edward Halley intentó en 1716 suministrar aire fresco a los buceadores dentro de las campanas, utilizando toneles (barriles) de madera cerrados, llenos de aire. El buzo que se encontraba en la campana conectaba una manguera al tonel y le abría un segundo agujero, con lo que el agua se precipitaba dentro del tonel e impulsaba el aire dentro de éste, a la campana, a través de la manguera.
Este sistema fue utilizado durante el siglo XVIII en trabajo de salvamento hasta que el ingeniero inglés John Smeaton tuvo una idea decisiva: conectó una campana de buceo con la superficie mediante una manguera, y bombeó continuamente aire fresco a través de ella, empleando una bomba de aire. El fuelle (bomba de aire) tenía que proporcionar una presión considerable, que si no era suficiente no podía impedir que el agua ascendiera en la campana hasta inundar finalmente el espacio de aire. Para que el límite de aire-agua no se desplazara, el fuelle tenía que proporcionar aire a una presión continua, equivalente a la presión del agua bajo la campana. Aparte de esto, Smeaton comprobó que la utilización de su campana podría resultar bastante peligrosa: si se rompía la manguera, el aire saldría disparado hacia la superficie, produciendo una succión violenta en la campana, aplastando a sus ocupantes contra el techo y despedazándolos.
En 1837, el alemán August Siebe consiguió por fin construir la primera escafandra. El buzo se introducía a un traje cerrado de lona impermeable, que le cubría todo el cuerpo. Sobre una pieza pectoral metálica, se enroscaba un casco de cobre en ventanillas de vidrio, y el aire llegaba a través de una manguera conectada a una bomba de aire. El buzo expelía el aire viciado por medio de una válvula situada en el casco. Esta válvula servía al mismo tiempo para regular la presión del aire comprimido en el interior del traje y del casco. El traje estaba siempre algo inflado y para evitar que flotara, el buzo llevaba pesados zapatos de plomo y también lastre en su cinturón.
A principios de los años treinta, se unió al grupo de hombres intrépidos, Jacques Yves Cousteau. Soñaba con moverse como un pez, estudiar la vida marina y alcanzar profundidades vedadas a los buceadores libres. Realizó sus primeras pruebas con un aparato respiratorio de oxígeno de circuito cerrado, que se utilizaba desde finales del siglo en las minas para casos de accidentes. Gracias a este aparato muchos submarinistas consiguieron escapar de sus submarinos naufragados. Costeau, comenzó a sus pruebas en 1938, sirviéndose de una mascarilla antigás, un tubo de motocicleta, una botella de oxígeno y una bolsa de goma. En sus primeras pruebas fue víctima de envenenamiento por oxígeno. El oxígeno, imprescindible para vivir, llega a destruir las sensibles células cerebrales cuando el cuerpo lo asimila en exceso por estar sometido a una elevada presión. Paradójicamente, los síntomas son semejantes a los provocados por la peligrosa falta de oxígeno. Hubo muchos buceadores que no se dejaron intimidar por este peligro. Lamentablemente muchas de estas excursiones submarinas terminaron trágicamente. Cousteau abandonó el oxígeno tras sus primeras experiencias fallidas y comenzó a probar otro sistema.
Julio Verne, en su famoso libro Veinte mil leguas de viaje submarino, había provisto a sus héroes en el fantástico mundo del fondo del mar de cilindros metálicos con aire
comprimido y una especie de máscara antigás conectada a éstos por una manga, y accionada por una válvula manual. Los lectores de Verne creían que este aparato era un producto de la fantasía; pero lo cierto es que ya existía. Inventado por los franceses Rouquarol y Denayrouce, se encontraba en uso desde 1865, con el nombre de aérophore. El comandante submarinista francés Yves Le Prieur había desarrollado después esta idea, mejorando el aparato. Cousteu no estaba satisfecho con este sistema, pues el aparato de Le Prieur requería que el buceador accionase continuamente la válvula con la mano para controlar la presión del aire. El buceador no era autónomo y el manejo impreciso de la válvula tenía como consecuencia el desperdicio de aire.
En 1942, Cousteau conoció en París a Emile Gagnan, experto en equipos industriales de gas. Este escuchó atentamente a Cousteau, y después le presentó un pequeño mecanismo que había diseñado para regular la gasolina, cuando ésta era muy escasa a causa de la guerra. La provisión de aire, como en el aparato de Le Prieur, se encontraba en un cilindro de acero; pero con la válvula de Gagnan, el volumen requerido era suministrado automáticamente al buceador. El aire respirado era expelido al agua a través de válvulas en el regulador, y ascendía en forma de pequeñas burbujas. Comenzaron a probar el nuevo sistema en el Marne y la decepción fue grande; el aparato sólo funcionaba si se nadaba horizontalmente. Sin embargo, Cousteau y Gagnan recobraron nuevos ánimos; analizando la construcción del regulador y las condiciones de la presión bajo el agua, hallaron la solución. Sólo fue necesario realizar una pequeña modificación en el regulador para que el aparato funcionara perfectamente.
El funcionamiento del “aqualung” (escafandra autónoma) está basado en un ingenioso sistema automático de ventilación y de presión. A través de una boquilla se suministra al buceador el volumen de aire que necesita, debidamente dosificado. El aire respirado se expulsa a través del sistema de ventilación, causa de las burbujas que el buceador deja tras sí.
En junio de 1943, Cousteau pudo emprender en la Costa Azul su primer paseo submarino con el “aqualung” (escafandra autónoma; figura X). Se había dado el paso decisivo para la conquista del mundo submarino.
Al primer “aqualung” de Cousteau y Gagnan, le sucedieron innumerables aparatos parecidos. Los buceadores deportivos y científicos siguieron sus pasos. ¿Cuál era el límite del “aqualung”? Fréderic Dumas, excelente deportista y amigo de Cousteau, descendió hacia el fondo a lo largo de un cable a una profundidad de 64 metros (211 pies). Cuando volvió a la superficie —dijo— “Estaba como borracho y completamente libre de cuidados… iba a quedarme dormido, estaba aturdido”. Cousteau y sus amigos denominaron “intoxicación de las grandes profundidades” a esta curiosa narcosis que hace presa a los buceadores a más de 40 metros de profundidad. Este estado de narcosis destruye el instinto de conservación, todos los sentidos quedan afectados; al principio es como una ligera anestesia, luego el buceador se convierte en un dios. Esta experiencia resulta ligeramente distinta en cada inmersión.
Este fenómeno había sido observado por el doctor A. R. Behnke, médico de la Armada estadounidense, al efectuar pruebas con buzos en cámaras de presión. Behnke suponía que la causa de la intoxicación podía residir en el nitrógeno del aire, que se acumula en las células cerebrales tan intensamente como el éter o el cloroformo. Aunque los científicos no estaban en condiciones de probar sus teorías, no era recomendable por consiguiente, efectuar inmersiones profundas con el “aqualung”. Sin embargo, los récords siguieron sucediéndose.
El buceo se ha convertido en una profesión lucrativa desde que se han descubierto bajo las aguas valiosos yacimientos de petróleo, gas natural, diamantes y naufragios con tesoros. Algunos de estos yacimientos, como los ricos campos petrolíferos cubiertos por el hielo de Alaska y las minas de diamantes submarinas frente a África del Sur, resultan todavía inaccesibles; pero en muchas costas fluye el petróleo extraído del fondo del mar y en todos los mares hay buzos dedicados a buscar nuevos yacimientos y a montar instalaciones perforadoras y extractoras.
La fauna submarina acogió en principio a los buceadores con curiosidad e indiferencia; pero los peces aprendieron pronto a mantenerse fuera del alcance de los arpones. Estos equipos se perfeccionaron. Poco tiempo después comenzaron a usarse arpones de acero inoxidable, disparados por medio de resortes metálicos, por gas comprimido y algunos con cargas explosivas. Hoy día, en muchos lugares, los grandes ejemplares están casi exterminados. La pesca con aparatos respiratorios está considerada antideportiva; muchos peces carecen de oportunidad de escapar ante un buceador bien equipado. Esto ha inducido a muchos países a prohibir la pesca con aparatos respiratorios, como medida protectora de la fauna marina. Los biólogos que investigan la flora y la fauna marinas, y muchos expertos buceadores deportivos, luchan encarnizadamente contra la continua expansión de la pesca submarina.
Los pioneros del buceo autónomo, los que comenzaron en los años cincuenta y sesenta la conquista del “mundo silencioso”, hace tiempo que han cambiado el arpón por la cámara fotográfica.
En 1882, el joven y emprendedor Louis Boutan, profesor de Zoología en la Sorbona de París, se le ocurrió la idea de utilizar la fotografía (todavía muy primitiva) para la investigación submarina. El rápido progreso experimentado por la técnica fotográfica en las décadas siguientes, solucionó también los problemas de la fotografía subacuática. La cámara subacuática se convirtió en el “arma” más importante, sobre todo para una clase especial de buceadores: los biólogos marinos.
La “pesca” con cámara fotográfica requiere gran experiencia, habilidad y perseverancia, pues todo se mueve y ni el mismo fotógrafo encuentra una posición fija. También hay que tener en cuenta los efectos ópticos del agua; la absorción de los colores, el aumento de la profundidad, la refracción de los rayos luminosos y su dispersión.
Actualmente, los aparatos respiratorios y las cámaras subacuáticas forman parte del equipo de toda institución dedicada al estudio de la biología marina.
Referencias
Cousteau, Jacques Yves. El mundo del silencio. Editorial Lothar Blanvalet, Berlín 1956.
Dugan, James. World Beneath the Sea. National Geographic Society, Washington D.C. 1967.
Kenyon, Ley. ¡Sumérgete!. Editorial Albert Müller, Rüschlikon-Zürich 1956.
Stenuit, Robert. The Deepest Days. Coward-McCann, Inc., New York 1966.
Stephens, William M. Our World Underwater. Lantern Press, New York 1962.