Capítulo I Entre autoritarismo y democracia: las familias Claramount Lucero y Claramount Rozeville (1886-1977) Luis R. Huezo Mixco
Para la mayoría de las personas que se interesan en la historia salvadoreña reciente, los sucesos que tuvieron lugar en la plaza Libertad, en pleno centro de San Salvador, el día 28 de febrero de 1977, liderados por el coronel Ernesto Antonio Claramount Rozeville, fueron un parteaguas en el proceso de lucha por lograr la democratización del país, antes de que la Nación se involucrara en un conflicto armado con enorme saldo de muerte y destrucción. Para la mayoría de los que vivieron esa época, o para los que han tenido oportunidad de enterarse de los sucesos, la memoria evoca el hecho de que un militar progresista decidió apoyar la causa popular representada por la Unión Nacional Opositora (UNO), la cual era una coalición de partidos políticos progresistas organizados para llegar al poder por la pacífica y electoral vía democrática. Como había sido una costumbre en El Salvador, la voluntad popular fue traicionada por medio de un masivo fraude electoral que culminó con la llegada al poder del general Carlos Humberto Romero, candidato del oficialismo. De la trágica madrugada del 28 de febrero, en la que los asistentes en la plaza fueron acribillados por las fuerzas de seguridad del Estado, pueden haberse derivado varias consecuencias. En primer lugar, la más conocida o documentada es la decisión de muchos en buscar el poder por la lucha armada y no por la vía electoral; y en segundo lugar, el que la represión desatada ese día dio como resultado el surgimiento de un movimiento popular nuevo, las Ligas Populares 28 de febrero (LP28), que se constituyeron como frente de masas del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y acompañaron a esta organización guerrillera con su trabajo político durante todo el conflicto armado. Pero lo que estaba en juego esa madrugada era la confrontación entre una sociedad bajo un régimen autoritario contra un modelo democrático de acceso y manejo del poder.
Siguiendo a Erik Ching, «el modelo democrático se puede definir como aquel en que los líderes políticos son escogidos en elecciones relativamente libres y equitativas y en el que las libertades de la ciudadanía son generalmente respetadas. En contraste, una sociedad autoritaria es una en la que esas condiciones están ausentes, en la que los líderes llegan al poder arbitraria, militarmente, o a través de elecciones que no son ni libres ni equitativas y en un contexto social en que las libertades civiles no son respetadas. El término autoritario es a menudo asociado estrechamente con los regímenes militares del siglo XX».1 Esa madrugada de febrero, el coronel Ernesto Antonio Claramount Rozeville, acompañado por miles de personas, asistía a la culminación de un proceso personal de vida en apoyo a la construcción de espacios democráticos en El Salvador el cual había iniciado más allá de sí mismo con su padre el general Antonio Claramount Lucero, décadas atrás. Un proceso que, considerando el tradicional alineamiento de los militares salvadoreños con el autoritarismo y los intereses de las clases dominantes, no había sido el común denominador de los militares desde la fundación del Estado salvadoreño. 1. El surgimiento de una familia Candelaria de la Frontera es un municipio ubicado en el departamento de Santa Ana, República de El Salvador. Comprende una zona mayormente rural, a la cual se suma una pequeña zona urbana que es atravesada por la carretera que conduce hasta la frontera con el vecino país de Guatemala. A 720 metros sobre el nivel del mar, Candelaria de la Frontera posee un paisaje un tanto árido en el verano, pero en el invierno se impone el verdor de su geografía, especialmente la que se puede observar hacia el occidente, donde el volcán El Chingo destaca entre los montes y colinas que definen el paisaje. Fue en el cantón Piedras Azules de este lugar donde el 13 de junio de 1886 nació Antonio Claramount Lucero, hijo de Antonio Claramount de Vasco y Lucila Lucero. Antonio Claramount de Vasco había llegado a El Salvador procedente de Asunción Mita, Guatemala, donde era propietario de la Hacienda La Esperanza. Para llegar a la frontera salvadoreña desde Asunción Mita se necesitaban solamente unas pocas horas a pie o en caballo, y desde allí hasta Candelaria de la Frontera el recorrido era mucho más breve. Posiblemente en uno de esos viajes habría conocido a la que sería su esposa, Lucila, oriunda de Candelaria de la Frontera donde establecieron su residencia. De esa unión nacieron tres hermanos: Jovelina, Manuel y, el más pequeño de los tres, Antonio.
Jovelina, la hija mayor del matrimonio Claramount Lucero, se casó con Casildo Carrillo, dueño de la Hacienda La Criba, ubicada en la misma zona de Candelaria. A la muerte tempranera de sus padres Jovelina llevó a su propio hogar a su hermano menor y, no habiendo procreado sus propios hijos, le heredó el patrimonio que poseía. Fue así como Antonio Claramount Lucero se hizo de una importante propiedad radicándose en una zona donde se dedicó a las actividades de agricultura pertinentes a la tierra que se le había heredado. En la época que Claramount Lucero vino al mundo, El Salvador estaba gobernado por el general Francisco Menéndez, quien fue derrocado por el general Carlos Ezeta, quien a su vez fue derrocado por el general Rafael Antonio Gutiérrez, por medio de un golpe de Estado. Antonio creció entonces en su adolescencia con la imagen clara del poder de los militares durante ese periodo. La aldea de Candelaria, en jurisdicción de Santa Ana, era una de las más prósperas de la comarca a mediados del siglo pasado, y como todos los poblados de la frontera occidental fue teatro de acciones de armas en la larga serie de guerras fratricidas entre El Salvador y Guatemala. En 1890 tenía 1,094 habitantes. En la hermosa meseta de Paraje Galán, se escenificaron los combates en los días 18 y 19 de julio de 1890. La zona de occidente a la que Candelaria pertenece se encuentra dentro del occidental departamento de Santa Ana; un viajero de las primeras décadas del siglo XX, describía así el departamento: Pero San Salvador no es todo El Salvador, aun en un sentido urbano. En el oeste se encuentra Santa Ana, más conservadora, precisa y propicia para los negocios que las otras ciudades de Centro América […] El tiempo de la industrialización puede venir, pero mientras tanto todas las relaciones de El Salvador con el mundo externo han escalado a una importancia creciente como uno de los países de agricultura tropical más grandes. Sus ciudades son ciudades agricultoras, los ferrocarriles que cruzan su territorio llegan a zonas agrícolas. La vieja línea, el ferrocarril de propiedad británico salvadoreña, se construyó con el propósito de transportar café al puerto y la nueva línea de Ferrocarriles Internacionales de Centro América corre a través de un territorio el cual creció en importantes proporciones como una comunidad agricultora muchos años antes que se soñara con tener un ferrocarril.
La prosperidad del país incluía a la familia Claramount. En su propiedad se producía leche y se cultivaba la tierra. Seguramente la familia debe de haber disfrutado del contacto con la aristocracia cafetalera de la zona occidental, pero al mismo tiempo la cercanía de Antonio con la gente del lugar lo hizo palpar también de primera mano la necesidad de los campesinos de la zona. La tradición de la agricultura seguramente se la debía a su padre. Su abuelo había venido desde México a Guatemala a la muerte del Emperador Maximiliano como parte de su corte y a fuerza de duro trabajo llegó a ser dueño de La Esperanza, cerca de la frontera con Guatemala. Los vaivenes de la política salvadoreña eran parte del escenario y la formación de Antonio en su crecimiento natural. El ascenso al poder del general Gutiérrez, que se dio cuando Antonio rozaba los 15 años, es útil para evidenciar la manera en que las redes de aliados y clientes eran beneficiadas como consecuencia de su apoyo a los grupos golpistas. En el caso de los militares, su participación en los golpes de Estado eran premiados con promociones; siendo esto así no sería difícil para ellos elegir el corto camino de las redes de apoyo clientelista para ascender en jerarquía y poder, en lugar de tomar la larga vía del ascenso por mérito. El depuesto general Ezeta en su momento había repartido no menos de treinta y dos promociones a oficiales arriba del rango de capitán «por su valor en defensa de la nación en la Revolución de Junio 1890».5 En resumen, los derrocamientos militares funcionaban de acuerdo a los mismos principios de clientelismo al igual que cualquier otra actividad política. El movimiento rebelde de Los 44, capitaneado por el general Rafael Antonio Gutiérrez, tampoco estuvo a salvo de hechos reñidos con la corrupción. Las campañas militares solo pueden salir adelante con dinero, el cual necesitaban de forma urgente para financiar el derrocamiento de Ezeta; esos mismos insurgentes se constituyeron posteriormente en un «gobierno provisional», se impusieron ante los banqueros de Santa Ana y los obligaron a entregarles créditos por la fuerza. Tras el triunfo de la revuelta, ese crédito privado y forzoso pasó a ser parte de la deuda interna del gobierno nacional y contribuyó a la fuerte crisis económica que desestabilizó a El Salvador desde 1897 en adelante y en la que dos de los bancos prestamistas se fueron a la quiebra.8 La impunidad con que los grupos militares de la época se desenvolvían era una constante.