Alimapu - Laboratorio de Escritura Territorial

Page 1


CRÉDITOS

Equipo Balmaceda Arte Joven

Directora Ejecutiva: Loreto Bravo Fernández

Subdirectora de planificación y programación: Paula Campos

Director regional BAJ Valparaíso: Federico Botto

Encargada de Programación: Isabel Margarita Ogaz

Producción: Eduardo Palacios

Encargada de Comunicaciones: Loreto Vergara

Encargada de Administración: Vania Candia

Encargada Punto de Información: Catalina Moncada

Asistente de Producción: Robert Cavieres

Diseñadora: Alma Olavarría

Auxiliar: Séfora Gómez

Proyecto financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2023

presentación

En sus manos tienen un proyecto paralelo, un anhelo que comenzó a tomar forma hace dos años en una caminata que siguió los pasos de María Graham. Se trata de una mirada desde el Laboratorio de Escritura Territorial (LET), pero con un desafío renovado: conmemorar los diez años del mega incendio de Valparaíso, siempre desde una perspectiva distinta, sin apologías ni imposiciones conmemorativas, sino como una invitación a navegar por esta década.

El proyecto inició con una convocatoria a escritores y escritoras que hubieran cursado el LET y que estuvieran dispuestos a transitar un nuevo proceso: relatar historias nacidas desde el fuego, visitar territorios y recopilar información contextualizada desde el espacio narrativo que eligieran abordar. Sus relatos no podían provenir de ficciones o realidades suavizadas, sino de un ejercicio de búsqueda auténtica, de un recorrido personal.

Quienes habitamos este territorio sabemos que, en estos últimos diez años, la tierra ha seguido caliente; el olor a humo y ceniza forma parte de nuestra cotidianidad. La elección del nombre del texto que tienen en sus manos, no es casual: Alimapu —una traducción popular del nombre prehispánico de la bahía de Valparaíso— significa “tierra quemada.”

Desde aquel fatídico 12 de abril de 2014 hasta hoy, nada ha cambiado; seguimos siendo presa de voraces llamaradas que bajan irracionalmente por quebradas y techos, apropiándose de todo lo que encuentran a su paso. Estos textos son también un homenaje a cada héroe silencioso que se enfrenta a ellas y a todas esas personas que ya no están con nosotros.

Como Balmaceda Arte Joven no queremos estar al margen de nada, y mucho menos de esto. Sabemos lo difícil que es abordar estos temas, pero creemos firmemente que, por medio de la creación artística —y la literatura en particular—, podemos testimoniar y contribuir al acervo cultural frente a estas catástrofes. Confiamos en que debemos avanzar hacia una red de protección más amplia y sólida frente a estos siniestros, y esperamos que mantener viva la memoria sea un aporte para que estos temas no permanezcan invisibilizados hasta la próxima tragedia.

Esperamos sinceramente que abracen estas historias y que las hagan suyas, que se sumen a esta mirada vigilante que permita combatir la cobardía que suele ocul-

tarse tras estos hechos y que pronto dejemos de lamentar nuevas víctimas.

Una vez más, el LET, su coordinador Cristóbal y el equipo de BAJ Valparaíso dan un paso hacia la construcción de una sociedad mejor en nuestra región. Agradezco profundamente la posibilidad de liderar este proceso y poner palabras aquí, para introducir a las y los lectores en realidades paralelas y narradas, en experiencias significativas que surgen de la creación.

Federico Botto

Director Regional

Balmaceda Arte Joven sede Valparaíso

los bigotes volverán a crecer

1. Ygor y Lira

Apenas salí del baño me sentí ahogada. La alerta de evacuación seguía sobre la mesa. Afuera caían cenizas. Mi mamá fumaba; prefería el humo del cigarro al de afuera.

No podía quedarme sin hacer nada. Arreglé dos mochilas con ropa, comida de perro y platos. Ygor y Lira descansaban en el living. Ygor es viejo, tiene doce años, está ciego y pesa más de veinte kilos, no es que lo pudiera llevar en brazos. Lira tiene seis años, es inquieta y tiene mucha fuerza. Me acerqué a Ygor y él vino a mí apenas me escuchó. A cambio de unas caricias me dejó ponerle el arnés. Lira se resistió y con ayuda de mi mamá se lo logramos colocar; a ella no le gusta andar amarrada y más encima era la primera vez que bajaría al centro.

Decidimos evacuar. Mi mamá llevó a Lira y yo a Ygor. Salimos al pasaje y cuando íbamos por la esquina se cortó la luz en todo Chorrillos. Mi mamá se detuvo un par de metros más adelante porque Lira la tironeaba; con Ygor avanzábamos más lento; me gritó que me acercara; caminé despacio y al estar cerca de ella me agarró firme del brazo, sentí sus uñas. Desde ahí fuimos de la mano hasta Souther, una calle larga e inclinada. Caminamos dando pequeños pasos, afirmándonos de los autos que había a los costados, hacia una escalera que atraviesa entremedio de las casas y que conecta con Chorrillos Bajo; mi mamá decía que no era tanto a pie. Apenas se veía la forma de la escalera. El Ygor andaba lento detrás de mí, cuando mi pie se enredó con algo parecido a una soga; perdí el equilibrio y solté la correa para no arrastrarlo conmigo. Mi cuerpo intentó afirmarse de lo que fuera. Caí de golpe un par de escalones, clavándome uno directo en la espalda. Mi mamá me ayudó a levantarme, volví a tomar la correa y continuamos mientras le insistía en que me encontraba bien; al Ygor no le pasó nada.

Al terminar la escalera y asomarnos a la calle Álvarez divisamos una micro estacionada frente al Colegio Alemán. Desde afuera vimos todos los asientos ocupados y un par de personas de pie. No quisimos subir sin preguntar por los perros. El chofer no estaba arriba; de pronto lo escuchamos detrás de nosotras: «Suban nomás». La micro olía a transpiración mezclada con humo. Todas las personas traían bolsos en las manos. Una señora que iba sentada le murmuraba cosas a la Lira para calmarla. La micro partió y cada ciertos metros paraba y siempre daba la misma respuesta: «Voy hasta el Fricke y me devuelvo». A mi mamá también se lo dijo cuando ella se acercó a pagarle. No cobraban pasaje. El viaje duró apenas diez minutos.

Estuvimos esperando en la esquina de Simón Bolívar, porque los generadores del hospital mantenían toda esa esquina iluminada. Pasaban muchos perros sueltos con collar con la cola entre las patas, intentando cruzar las calles. Los autos paraban de golpe delante de ellos, les tocaban la bocina, los asustaban; muy pocos pararon para que los perros pasaran tranquilos. Lira intentaba lanzarse encima y ladraba.

En la primera calle que cruzamos un auto frenó al frente nuestro. Lira casi botó a mi mamá porque se asustó e intentó correr lejos. Muchas personas entraban en los negocios y salían con bolsas llenas.

Alguien nos aceptó el viaje. Casi siempre costaba entre los dos mil quinientos y tres mil pesos, ahora salía alrededor de nueve mil pesos. Mi mamá tuvo que ofrecerle más plata por los perros. Al principio no quería, pero por cinco mil pesos dijo que sí. Era de los choferes que hablan y hablan. Las calles hasta la casa de mi tía estaban vacías.

Nos bajamos del auto en la esquina de donde inicia la Población Textil. La fuerza del viento disminuyó entrada la noche. El dolor en la espalda de alguna forma me mantenía derecha. Mi mamá iba delante con Lira, subiendo pequeñas escaleras camino a la casa de mi tía. Ygor seguía sus pasos y me llevaba detrás de ellas.

Recordé que el salbutamol quedó sobre el lavamanos del baño. No lo encontré en la mochila. Tomar agua no me servía, no dilata las vías respiratorias, solo baja por la garganta. Me ahogaba si decía muchas cosas. Mi mamá se mantuvo nerviosa porque no podía fumar dentro de la casa, me preguntó si yo creía que mi tía notaría el olor a ceniza si fumaba en la ventana. Herví agua y preparé un té de hierbas; coloqué la cara sobre la taza para respirar el vapor. Comentaban en las noticias sobre el foco que avanzaba por El Salto, muy cerca de Chorrillos. Decían que todo dependía del viento, que podía cambiar de dirección, intensificando otros focos. Ygor y Lira se mantuvieron acostados en la pieza que nos prepararon. Por un instante, la alerta en los celulares dejó de escucharse dentro de la casa.

2.

La Chica

Esa noche no la pudimos encontrar y entre todos, a pesar del peligro, decidimos dejar una ventana un poquito abierta en caso de que regresara.

Al otro día salimos temprano hacia El Olivar; el camino nos recordó que el fuego se arrastraba por la tierra, trepaba las panderetas y se metía en las piezas. Era difícil no imaginarse a la Chica atrapada. Íbamos por una orilla del Troncal; pasaban autos y vehículos de emergencia. Ninguna micro. El humo ocultaba a las personas, solo aparecían cuando estaban muy cerca. Usaban mascarillas o lo que fuera para cubrirse la cara. Se escuchaban palas y carretillas. A los costados podíamos ver cascarones de lo que alguna vez fue una casa; latas de zinc y pedazos de madera por la calle. Luego de diez minutos caminando por el Troncal vimos la calle Tamarugal. La imagen de la Chica atrapada en el fuego desaparecía. El fuego no había llegado al sector. Ahora solo teníamos que llegar a nuestra casa en Río Tinguiririca, pasando primero por Río Paine, Río Imperial y Río Petrohué; pareciera que la humedad de sus nombres pudo detener el fuego.

Al llegar a la reja de la casa, me di cuenta de que en todo ese tiempo no había escuchado a mi papá hablar hasta que dijo: «Yo tengo llaves». Al entrar lo primero que hicimos fue ir a mirar la ventana y cerrarla. Revisamos el plato de la Chica y no pudimos comprobar si comió algo. El reloj marcaba la una de la tarde. A esa hora habríamos estado almorzando y la casa olería a lentejas. Mis papás fueron a buscar en los clósets y muebles de las piezas del primer piso. Yo corrí al segundo piso; busqué debajo de las camas, dentro de los muebles. No aparecía; la estuvimos llamando y solo se escuchaban los muebles abriéndose.

Mi mamá gritó y cuando bajé, la Chica estaba en la cama de ellos. Tenía algunos bigotes quemados, ninguna herida visible. La encontraron escondida en una caja con ropa que estaba dentro del clóset. Cuando la vi caminar sentí que se tambaleaba un poco; la tomé en brazos y acerqué su cuerpo peludo y negro a mi cara: los bigotes volverían a crecer. Mi mamá aprovechó de darle un Churu de pescado; fue extraño sentir el olor a mar. Mi papá buscaba la gatera en el segundo piso. Cuando bajó, dijo que había visto a los vecinos de enfrente afuera y ambos salieron a conversar con ellos; mi mamá llevaba a la Chica en brazos, no quería volver a perderla de vista. Habían transcurrido unos minutos y mis papás entraron de vuelta a la casa.

Mi mamá dijo que los vecinos iban a evacuar a Santiago, donde vive uno de sus hijos. Luego hablaron acerca de un caballero que conocían: el día del incendio, a pesar de las alertas, regresó en busca de su perro. Se encontraba trabajando y volvió a la casa y cuando encontró al perro, estaba tan asustado que no quiso salir del hogar. Decidió quedarse a su lado. Los encontraron abrazados en el living. El fuego no los mató, fue el aire, sentenció mi mamá, aún con la Chica en brazos.

José Díaz Fuenzalida es profesor de Lengua y Literatura. Ha participado en el Laboratorio de Escritura Territorial (2020) y en el Taller de Poesía de La Sebastiana (2022). Publicó el fanzine de poesía Entre huesos el caldo (OINK Ediciones, 2021). Trabajó con testimonios de Chorrillos y El Olivar.

vergel

Por Paloma Muñoz López

Ese año cambiaron el almuerzo. Para el cumpleaños de su papá era típico tirar toda la carne a la parrilla: buenos pa la entraña, los tutos de pollo y el chancho aliñado, se abría el apetito con choripanes calientes, chorreando las manos de pebre. Pero ahí estaban, sin carbón humeando y rebanando el pollo relleno. La Kathi estaba feliz, era su plato favorito.

Desde las doce y media la casa se llenó. Primero se dejaron caer los del otro cerro, el montón de primos, tíos y su abuela paterna directo desde Playa Ancha. Todos siguiendo la costumbre del grito por sobre el silencio y la carcajada eterna que se escucha desde la otra esquina. Así, los oriundos del cerro La Cruz sabían que era el momento de marcar presencia y unirse al chacoteo entre borracho y hambriento.

A pocos metros, la quebrada botaba chispas y una débil humareda trajo de vuelta el Cuñado, allá también lo están celebrando. La brisa impredecible de los cerros porteños cambiaba de dirección e intensidad con cada brindis y, al fondo de la quebrada, los chispazos se hicieron tan potentes como cientos de ampolletas nuevas.

Cuando las dos botellas se transformaron en cinco y los más chicos agotaron su media hora de quietud, la Kathi salió al patio y sus primos la siguieron. La diferencia de edad se hacía borrosa chuteando la pelota, gritando cuando esta pasaba los límites de la reja y se enganchaba justo en los alambres del vecino. Entre patadas accidentales, risas agitadas y la transpiración dificultando el agarre, todo lo demás desaparecía, incluso el caminar apurado de la abuela, que iba de un lado a otro con el paso lento que dan los años, pero agitada por el desplazamiento del calor en la raíz del cerro. Uno de los primos avisó a los grandes que la Meche se quería ir. ¡Cómo va a bajar sola! Si no pasa nada oh, le gritaron en distintos matices.

Pero el intento de apaciguarla se vio interrumpido: una a una, las miradas se dirigieron hacia el frente, donde colgaban las casas que afirmaban el cerro. Uuuh, cacha, un montón rojo. ¿Cómo las chispas llegaron p’allá?

Bocinazos de un camión de bomberos metiéndose aparatosamente al pasaje, rayando la fila de autos estacionados sobre cartones y botellas plásticas. La presencia de la máquina convocó a la gente; su tía Carmela, que vivía en la casa de abajo, empezó a sacar todo, todo: la estufa vieja, el refrigerador, las cortinas de baño, Carmela, no te vayái a mandar a cambiar sin tu marido.

La Kathi entró a la pieza, ¿Qué cresta saco? Agarró el uniforme del liceo porque lo tenía arreglado justo para ella, no se iba a dar el lujo de tijerearlo todo de nuevo. A la hermana le guardaron lo que más pudieron de juguetes; el cumpleañero agarró un par de documentos amarillos, entre ellos la escritura de la casa; su tío Lalo se fue con torta y tele al auto, que ya estaba lleno con los niños y la Meche. Sus papás y el resto de los tíos se quedaron a rescatar más cosas e intentar ayudar al resto de la familia.

El tío Lalo maniobraba entre cada curva para hurguetear los botones de la radio, pasando de los ochenta y tantos a los ciento siete punto algo de ida y de vuelta, buscando alguna señal de lo que acababan de dejar. Oculto del ojo de los niños, el temor lo mantenía acelerando con violencia, haciendo que sus pasajeros se batieran de allá para acá, ocupando el ambiente con risas y grititos como si estuvieran montados en una montaña rusa. El asiento trasero relleno de cuerpos envueltos en frazadas y mochilas con el cierre por estallar; entre piernas cruzadas, los primos se fueron acurrucando, distraídos del bochinche de la radio y las sirenas. La hermana de la Kathi y los primos relataban a su manera lo que habían visto recién: Nos encontramos huyendo del gigante de fuego, aquí hay una testigo que alcanzó a salir a tiempo, e imitando una voz adulta comentó otra prima: Lo que sucede es que todo se descontroló, por suerte nuestro helicóptero los rescató a todos.

El auto llegó al cuarto sector de Playa Ancha y el tío, sin dejar que el motor se enfriara, partió nuevamente a La Cruz, ahora sin los más pequeños. La gota de sudor helado no paraba de aparecer en la frente del chofer designado y, pese a que ahora podía respirar, soltar la preocupación que tenía atorada hace un viaje, se limitó a centrar los ojos en el camino, apretando el manubrio con más fuerza como si buscara algo de estabilidad.

Dejó el auto tirado en una plazuela, sobre el poco pasto que conservaba. El Lalo subió a tientas, guiado por voces agrietadas, ásperas, que indicaban que aún había vida. Algunos aullidos distantes pedían auxilio o, tal vez, advertían de que el peligro estaba lejos de cesar, que las llamas no obedecían a la caída de la noche.

Entre la agitación y la turba de personas y animales se encontró con su hermano: Ya era la casa… No encuentro a la Gabi, se fue con la Marcela y no la he vuelto a ver.

Por su lado, ambas bajaban el cerro a pata, Gabriela embarazada de tres meses y con el miedo de perder a la guagua nuevamente, Marcela ayudando a los vecinos

a encontrar a las mascotas que, por susto o a modo de conservación, huían de sus familias. Aquí pillé a la Guacha. No tiene na, dijo Marcela con la perra en brazos. Oye, pero está superagitada. A lo mejor donde venía corriendo.

Y la Guacha, con los ojos abiertos, dejó de respirar, endureciéndose la carne casi de inmediato. La enrollaron en un polerón y la metieron entre algunas bolsas de basura, cuidándose de la mirada ajena por darle al can un entierro tan miserable.

Ya abrigada en Playa Ancha, Kathi aún no sabía nada. El ruido blanco de la tele puesta y los más chicos mostrando lo que alcanzaron a grabar del escape a los que estaban en la casa, la mantenían despierta, sacándose los cueros de los labios.

Once de la noche. Tres bocinazos, Llegaron; aparecen manos llenas de lo que se pudo sacar a tiempo. La Kathi abrazó a sus papás que, a duras penas y con un hilito de voz, soltaron lo que no quería escuchar: Ya no existe la casa.

Entraron juntos, tropezando con los escalones mal acomodados. En la cocina, la tetera chillaba, soltando gotas sobre el tostador y las hallullas con queso derretido. El Tata movía las tazas mientras castañeaban por la agitación de sus manos. Del fondo y con las luces apagadas, la Marcela traía la torta rescatada, con un solo velón blanco encima, susurrando un Cumpleaños feliz…

Paloma Muñoz López, estudiante de Literatura Hispanoamericana. Participante del LET 2021, del Laboratorio de Crítica Cultural y del taller de poesía de La Sebastiana. En abril de 2014 recogió cenizas del cerro La Cruz sin saber que las dejaría aquí.

palmas

Por Marcos Gallardo Báez

No había visto el paisaje desde hacía una semana, cuando la quebrada era una tiniebla solo iluminada por las llamas y las balizas de los carros de emergencia. Mi casa estaba lejos, pero subí en caso de que tuviera que ayudar en la evacuación a mis familiares, que viven en la población Puerto Montt. En la casa de mi tía Nancy el humo se veía a no más de dos casas de distancia. En la espera para que empacara sus cosas, trajiné en sus herramientas de jardinería y corté los matorrales que pude, reconocí un matico y un boldo que creció en la entrada de su reja. Los mutilé con la esperanza de que no se quemaran por completo.

Con la tía Nancy ya en un lugar seguro, partí donde la tía Vero. Cruzando la calle arriba de su terreno, las casas desarmadas en el suelo ardían en brasas, excepto la última, en la esquina, que seguía en pie con sus llamas tratando de saltar hacia la cornisa del frente. Cerca de quince personas protegidas con una polera en la cara luchaban para que no cruzara. Había dos baldes llenándose con la poca presión de las cañerías. Los que se atrevían a lanzar el agua a la casa frente al fuego volvían, adoloridos por el calor, a mojarse la cabeza y la ropa. Las paredes y el techo finalmente se derrumbaron. Traté de ayudar echando tierra en los baldes para ahogar lo que quedaba. Casi no había tierra y la pala rebotó en el suelo duro, retumbando en los brazos. En ese momento de calma recién sentí el cuerpo pesado y las ampollas en los pies. Me senté a descansar mientras miraba a la gente a punta de machetazos desquitarse con los árboles que seguían de pie, como si ellos fueran los que hacen asados en medio de pastizales secos. Hacia Nueva Aurora aún se veían las siluetas de las palmas delineadas por el fuego.

Los días posteriores al incendio tuve que seguir trabajando en la carnicería, preparando los pedidos de los clientes para sus cenas de año nuevo, sin poder recuperarme del cansancio físico. Dejé al final los pedidos de Gregorio Marañón para cruzar a Forestal y ver cómo había quedado la quebrada con luz de día. De la calle Granada solo una casa se quemó, cualquiera de ese borde de la ladera pudo correr esa suerte. La ausencia de paredes permitía divisar Forestal, las torres de las Siete Hermanas y el galpón del club deportivo Huracán en la cima de la población Villarrica.

Al terminar la calle se veía todo el recorrido del fuego, que desnudó al cerro acentuando sus curvaturas y precipicios. Quedaron en pie columnas grises con ángulos rectos y travesaños donde solían sostener una casa. Postes negros esparcidos por la ladera hasta el fondo de quebrada eran los restos de las palmas. Se dice que pueden sobrevivir a temperaturas de hasta quinientos grados Celsius, el doble de lo que se ne -

cesita para quemar papel. Sin la vegetación alrededor, los troncos formaban filas, como queriendo escapar hacia arriba del cerro. Algunas consiguieron ser domesticadas en el patio de una casa, otras quedaron atrás con sus cocos quemados y heridas con clavos de rieles para subir a la copa y cosechar sus frutos.

A pesar de los escombros y cenizas, se veía mucho movimiento. Funcionarios con sus zapatillas de caña alta y chaquetas de softshell desplegados en terreno. Reuniéndose con vecinos, haciendo recorridos grupales. Los camiones de tres cuartos, cruzando en ambas direcciones lo más lento posible, levantaban una nube de polvo constante por el camino del Huaso. Las zanjas en la tierra hechas por la lluvia hacían tambalear la carga y castigaban los ejes de las ruedas a los que querían tomar un atajo entre Forestal y Nueva Aurora. Los caballos y vacas volvieron a sus corrales, esperaron pacientes en la plaza del tranque hasta que el fuego pasara por los costados del rancho.

En la comunidad del parque Kan-Kan personas subían y bajaban con mascarillas, overoles, botas de agua. Pisaban la capa blanca que dejó la ceniza hasta llegar al riachuelo y hundir los pies en el barro grisáceo. Bajo la zarzamora había un cementerio de caucho y escombros enterrados que seguían ardiendo. Esa misma agua opaca se arrojaba sobre las humaredas para que no derritieran las suelas de los zapatos. Los neumáticos eran desenterrados entre los alambres quemados y los voluntarios los llevaban hasta la cima del cerro. Cuando uno llegaba arriba, inmediatamente aparecía otro bajo la tierra. Casi llegando a la calle Valdivia, entremedio de los cerros estaba la ciudad, indiferente junto al mar. El desierto había dado un paso más en su avance. Lo único que crece en esta tierra estéril son torres de departamentos.

En la plaza de Viña los edificios ocultaban el carbón, las copas de los eucaliptos que se alcanzan a ver solo parecían haber entrado al otoño. A mi espalda, una cuerda con un peso fue lanzada a la hoja de una palma; no consiguió engancharse. Al segundo intento se tensó y por ella subió un hombre con la agilidad de un gato, que la desenganchó para que los dos extremos lleguen al piso. El compañero que quedó abajo amarró unas herramientas y las subió, tirando de una punta hacia él, que con la sierra cortó la vaina de cocos para bajar con ella. Todo esto en no más de tres minutos. Su rapidez había detenido el tiempo y a los transeúntes, que se quedaron mirando. Con la herida aún abierta, fui a encararlos.

—¿Cómo se les ocurre hacer esa hueá? Se quemaron todas las palmas en Forestal.

—¿Qué hueá te creí? ¿Superhéroe? Camina, ahueonao.

Logré ver que detrás de esos dos hombres había una cuerda, una sierra y un fierro, y no había caso discutir. Alrededor las personas que se habían quedado mirando ya no estaban, la vida seguía su curso.

La primera vez lo vi bailando solo arriba de un muro pequeño al fondo de la quebrada. Movía sus brazos y piernas alargadas al ritmo de una cumbia que no pude reconocer. Una vez a la semana, después del trabajo, subía a mi casa por el cerro a regar los árboles plantados en los lugares que se quemaron. Los tenía en un lugar escondido, que no quise revelarle, porque ya se había reportado el caso de un canelo sacado de raíz. Como era una rutina semanal, nos fuimos habituando el uno al otro. Desde mi escondite lo veía pasar por arriba, por atrás, cruzando un tronco, buscando algo. Mientras regaba un litre pasó por mi lado, me preguntó qué árbol era y nos saludó a los dos.

Una de las tantas veces lo vi entrando a la quebrada un poco antes que yo. Dejó una estela de perfume; vestía jeans, un beatle negro ajustado, una chaqueta de cuerina y un copete pequeño engominado hacia atrás. Cuando seguí mi camino, lo encontré arriba del muro con una pipa y un encendedor en la mano:

—Hola hermano, vengo a fumar, pero con respeto —me dijo, sacándose la pipa de la boca.

—Sí po, hay que tener cuidado dónde echamos las cenizas.

—Hay que cuidar la naturaleza hermano, yo vengo siempre acá a relajarme, es bonito este lugar, vengo acá, me subo a los árboles, saco cocos. Estar arriba de una palma es una experiencia que no todos tienen, dicen que esos coquitos son las semillas, yo nunca he visto una chica.

—Es que cuando se sacan los cocos no se permite que se reproduzcan y ahora están en peligro de extinción.

—Igual no sé, si yo desde que ando por acá nunca he visto una palma chica. La otra vez saqué unos cocos… Cuatro lucas me hice. Pa la semana santa saco las hojas de la palma, hay que saber cómo cortarlas, no veí que se sacan las hojas del centro; yo he visto locos que han matado a las palmas. Sabís que yo era punki y no podís luchar contra el sistema, te arrastra. Pero a mí me gustan las plantitas, yo también hago salir semillas.

—¿Has hecho salir coquitos de palma?

—No, yo nunca he visto una chica.

—De ahí salen, hay que esperar a que se pongan amarillos y se caigan solos cuando están maduros, se ponen en un tarro y se espera como un año.

—Caleta, si tienen como mil años. Yo los saco antes, cuando están verdecitos, los partes y te tomas el juguito, es cuando más ricos están. A mí me gusta venir a fumar acá y caminar por todos lados. Una vez fui fui p’abajo y en la volá vi pasar algo al lado, un duende, yo dije. Pero no hay que tenerles miedo. Yo tenía unas frutas y se las ofrecí a cambio de un tesoro y, sin mentirte, me encontré una caja enterrada y adentro tenía una pistola. Después lo intenté de nuevo, le dejé unas nueces y un pancito. Me dio un saco lleno de semillas de hartos tipos. La última vez me encontré una billetera, pero no le ofrecí nada antes, así que ya cagó el trato con el duende. Ya hermano, te dejo, voy a fumar esta hueá, no quiero ni nombrarla, y de ahí me voy a ver qué encuentro.

Después de haber regado fui a la calle y me senté en una banca desde donde se veía Miraflores y algo de la cordillera de los Andes. Había una chaqueta tirada al lado de la banca, pensé en ofrendarla a los duendes. Él apareció desde una dirección que no tenía sentido porque nos deberíamos haber encontrado en el trayecto. Se la mostré:

—Ya la revisé y no tenía nada.

—¿Cómo te fue? ¿Encontraste algo?

—Encontré una bolsa con clavos de 4 debajo de la escala. Hace falta un cigarro, ¿no tení?

—No, no fumo hermano.

—¿Y no tení doscientos pesos pa subir en micro?

Pude ver un gesto de tristeza ante la negativa, o tal vez porque una bolsa de clavos del 4 no se comparaba a una pistola o una billetera.

Marcos Gallardo Báez estudió Sociología. Fue parte del LET 2019. Trabajó sobre el incendio de Forestal-Nueva Aurora del 22 de diciembre de 2022 con la metodología de diario de campo, además de archivos escritos, audiovisuales y fotográficos propios.

cables con alquitrán.

testimonio cerro toro

Por Guillermo Mondaca Fibla

Andaba con zapatos así

Entonces fue a la hora de almuerzo, porque fui a dejar a mi sobrina que vivía en los bajos de aquí de esta casa, ¿ya?, y resulta que mi cuñada me dice Anda a decirle a tu tía que si te va a dejar al colegio. Y yo fui al colegio donde estaba ella, ahí en el que es de monjas, que está en Independencia.

Y cuando llegué, venía caminando y alguien me dice Mijita se le está quemando su casita. Donde está la iglesia, claro, sentí como que caminaba y que no avanzaba. Y después voy más arriba, pasé la animita, entré aquí a esta calle; en ese tiempo no había grifos, había uno en Cajilla que todavía está, el único, y todo lo demás había que traerlo de San Francisco, porque por lo menos ahora hay uno de la Campana.

Me acuerdo que había una señora que vivía ahí y ya no hay casa, hay un puro peladero; y la Toyita me dice Apúrese mijita, cuando venía subiendo, y yo me saqué los tacos y subí por el matorral, sentía cómo sudaba y me iba llenando de las ramas del cerro. Yo usaba tacos, andaba con tacos, y andaba con los zapatos así, no sé si andaba con medias; venían de abajo, venían de la San Francisco otras mangueras, y todo hacia el plan iba haciendo pozas, desparramando chorros y formando barro alrededor de las quebradas.

En donde vivía yo con mis hijos quedó un muro nomás y la puerta de cal. Y yo, cuando veo la puerta de la casa cerrada, me dio así como una locura, y fui a abrirla. Déjenme, me sujetaban las vecinas. Y decían Ya, Bertita, tranquilita, si ya no queda nada, no queda nada. Y de repente viene un bombero. Nunca me voy a olvidar de los ojos del bombero, era chiquitito, tenía los ojos negritos, Permiso, permiso, me pegó un cachuchazo en la cara, Y qué te pasa, le digo yo, y le iba pegarle combo; entonces de ahí como que me calmé. Era como si no la hubiera arrasado ni siquiera una llama. Me acerco, pongo la llave. Yo sabía que se había quemado todo, pero no sé, ¿sabe?, fue algo que no pude evitar, quería por favor abrirla. No me voy a olvidar de los ojos del bombero chico, Bertita, no quedó nada, empezó a prender desde arriba. El cabro seguía mirándome, con unos ojos negros achinaos al fondo de una cara plana y morena.

A la casa de arriba le tiraban sacos mojados. ¿Sabe usted por qué una sola muralla puede quedar intacta? Justo la de mi dormitorio. Y al centro de la explosión, un esqueleto oscuro. Al acercarme lo fui distinguiendo, era la única cosa que quedó, la cocina de fierro, que había sido parte de un plan del gobierno. Y cuando llegué, no sé

por qué, por inercia, ¿sabe?, abrí el horno: había, más intacto todavía, aún más radiante, un azucarero; bajo el sol de la tarde, entre mis manos, los granos blancos relucían.

Un

incendio

se acrecienta por la estrecha relación de los cuerpos

La casa es doble, de un rojo claro. Al abrir, una perra se va de cabeza a mi rodilla, se escurre, corre por la ladera.

Las voces se mezclan hasta llegar al centro, que es una llamita, una cadena de sagrado corazón en la muñeca de la Berta.

La casa quemada todavía existe. Se puede ver por la ventana que da al otro lado del cerro en forma de herradura, conserva el color oscuro de la madera por la humedad.

Mientras habla, la Yannet en el sillón se empieza a ir hacia el lado hasta quedar recostada, las pequeñas piernas estiradas bajo una calza roja. Acuestan al tata a ver un partido en una tele brillante y suspendida.

Desde el cielo, ¿cómo habrá sido ver la casa quemarse? ¿Podría haberla reconocido la Berta, como a su hijo en la feria antes de ser devorado por ola de gente?

Tablitas así, así

Los niños estaban afuera, andaban por aquí. La Yannet estaba en la Siete. Yo vi poco, abajo el agua y todo eso; pero igual fundió. Y vino mi hermana después y se llevó a mis hijos, porque esto fue temprano, como a las tres de la tarde, la hora en que una va a dejar a los niños al colegio.

Fíjate que después tuve una reacción, no sabría cómo llamarla. Porque resulta que llegó un momento en que mi cuñada alguien le dijo que me mantuviera ahí, que me tuviera en su casa, aquí abajo; y resulta que yo de repente voy al baño y ella empieza a estirar el sillón y yo me sentí incómoda.

Me fui pa la calle y me senté. Había una veredita, quedaba alta; ahí estaba sentada yo, porque después me fue a buscar tu tía Teresa y yo No, le dije, Voy a esperar acá al Carlos. En eso llegó un amigo y me dice Chiquitita, voy a ir a esperar al Chico porque va

ser muy fuerte el golpe para él. El Carlos justo estaba en Villa Alemana o en Quilpué, porque estaba trabajando en una población haciendo las rejas.

La cuestión es que después yo me quedé sentada y el Nolberto bajó y lo esperó en la panadería, en la Ibérica, y ahí le dijo, Qué te pasa, por qué me estái esperando, y llegó aquí, Qué vamos a hacer ahora, entonces yo, lo encontré lindo que nunca renegué, porque todo el mundo dice Por qué a mí, por qué a mí; y yo: ¿Y por qué no?

Al final se hizo la noche y yo sentaíta ahí en la calle, sola, sola sola; nos abrazamos y yo No importa, no importa no importa mijito, no importa, Dios nos dio y nos quitó y nos va a volver a dar y con creces, Señor, no importa Señor.

Al otro día vinimos y yo, yo soy buena pa juntar moneas, hasta el día de hoy. Tenía dos tarros de leche Nido grandes y ahí el Nolberto recuperó las monea de los tarros, y estaban negras, grasientas, tuvimos que limpiarlas toda una tarde. Porque servían, eran de aluminio, estaban buenas. Puros escudos. Me sacó el balón de gas también, estaba quemado, pero igual me lo cambiaron. En el camión me lo cambiaron. Compré un balón de gas, yo.

Estaba en un centro de madres acá en la iglesia y de ahí tuvimos el beneficio, una Singer. Y yo las compré; pagué mis letras, todo. Era un juego: una bandeja, un lechero y una tetera.

Nosotros nos fuimos para Cordillera. Ahí vivimos dos años, después volví justo al frente, en una casa que ahora es un terreno pelao. A mí no me gustaba el cerro Cordillera; yo viví poco allá. No sé. Toda mi familia es de ahí, pero a mí no me gusta. Y a mi marido le consiguieron trabajo en la Textil Valparaíso. Empezamos a vivir en esa casa que arrendábamos y vino el terremoto del setenta y uno. Quedé durmiendo en el suelo, debajo de una mesa que mandé a hacer cuando nos incendiamos. No dejaba mis muebles nuevos.

Imagínate que pa ese incendio a mí me regalaron, por ejemplo, ropa de la Escuela Siete que le juntaron a la Yannet: puros trapos. Y después me llaman de la Municipalidad que fuera a buscar tres colchones, que eran de una paja negra, un algodón negro por dentro. Y me iban a dar madera para reconstruirme en el terreno de mi hermana, me acuerdo que me llevaron —estaba la entrega de la madera en la subida Washington—, era pura leña. Tablitas así, así. La quemamos toda.

Guillermo Mondaca Fibla. Ha publicado Ramaje (Editorial Bogavantes, 2021) y aparece en Maraña: antología de poesía chilena joven (Alquimia, 2019). Becario del Fondo del Libro y la Lectura por su obra Contacto y contagio. Fue parte del LET en 2019. Este es el testimonio de una habitante de casa quemada en 1969 en Cerro Toro.

dios quiera que ande por ahí caminando

MARCOS

Lucho Jara camina por el paseo Atkinson para encontrarse con Marcos. Iluminado por el sol de marzo, con la cara semicelestial, lo encuentra. En ese momento vive con una amiga, de allegado, y sigue trabajando a cuadras de su excasa. Marcos, Marcos, ¿cómo puedes dormir con este olor? Marcos despierta.

Avelina su madre prende el interruptor de su pieza y enciende seguido el del baño, el de la cocina, con ese gesto intuitivo de buscar la luz al despertar. Veo por última vez a mi hermano, bajo y lo despierto. Le digo: Aldo, sabes qué, levántate porque hay olor, hay una fuga de gas.

El teclado de un Nokia llama a Carabineros, a Bomberos, a Chilquinta. Ya vamos a ver el problema [dicen a la madre]. Yo andaba con salida de cancha y jersey y me acosté con ropa, eché desodorante ambiental para pasar el olor y me puse la frazada hasta arriba. Avelina cierra la puerta de su pieza, Marcos con las manos cubre su cara.

Siento un estruendo debajo de mi pieza, fuerte, fuertísimo, una milésima de segundo, y veo una luz que viene subiendo. Algo dorado me cubrió.

JOSELYN

En la calle Michelet, cerro Cordillera, el edificio de doce pisos tambaleó. Los gritos se escuchaban hasta aquí arriba, porque mucha gente se tiró de los edificios también, la gente se tiraba del tercer piso. Más abajo, por Castillo, los cables ardían y hacían chispas; el celular de María marcó a su hija. Me dice: Jose, me estoy quemando. Pero no se estaba quemando.

En el pasaje Lundt, por donde empiezan a subir los colectivos, se veía de frente el palacio Subercaseaux, azul. A mi mamá le entró un fierro en la casa que quedó prendido en la mesa de centro. Tenía una piscina y se reventaron los flotadores. Imagínate que mi hijo tenía cinco años y se acuerda. Su madre baja por la ventana en una escalera, arrancando de las esquirlas.

LORENA

Mi mamá tomaba con su amigo ese día. Bajamos a comprar casi en la madrugada; fuimos

a buscar un carro, churrascos, algo así, si es que estaba abierto. Buscamos por todo Serrano, pero llegamos hasta el monumento Prat y no encontramos nada. Recuerdo que en la tarde de ese día me lo contó, y yo tuve el miedo, la fantasía de la muerte.

Sentimos una explosión fuerte y ahí vimos que había llamas. ¿Se veían desde acá?

Sí po, se veían, aparte que estaban las ventanas más grandes antes. Yo niño habré escuchado el ruido de la explosión, los muros de los edificios caer y lo habré confundido con un sueño.

JACQUELINE

En la calle grisácea, más cochina que ahora, camino con el pelo largo y mi madre. Una hoja en la pared chamuscada avisa el cambio de la peluquería Don Luis a la calle Clave, frente a plaza Echaurren. Él puso un letrerito como podía por allá, donde estaba ubicado, porque tenía mucha clientela. Y compró un generador.

Él, como trabajó en Carabineros y jubiló ahí, no iba a pasar hambre, pero era el sustento para la casa. Después los pocos arriendos que había eran peleados, porque había muchos que querían volver a arrendar y obviamente los precios subieron por la demanda. Pero mi papá tenía una trayectoria intachable.

Durante semanas la única luz que entraba en el lugar era la del ventanal. Yo me sentaba de espalda en una pequeña banca, y miraba a mi mamá tomar la revista Caras del montón. Cuando me tocó cortarme el pelo no fue con su esposa, con quien siempre me cortaba, sino con él. Su bigote serio y esas manos pose firme me dejaron peinado a la derecha, lengüetazo de vaca. Yo tenía siete años y miraba el espejo quieto.

Él siempre, un día antes de la fecha, venía a pagar. Yo por eso trato de ser responsable en ese sentido, porque me va a venir a penar del más allá si hago lo contrario, se ríe

MARCOS

Me lo dijo en un sueño que tuve con ella. Me besó, me abrazó, me dijo que me amaba, que siempre iba a estar conmigo. Que luchara, que yo iba a estar bien. Después apareció mi hermano. Siempre que llegaba del trabajo me hacía así [acaricia su pelo], mi pelao.

En las conmemoraciones anuales en la animita, aparece con terno, ahora

calvo, y mucho más compuesto que en esa entrevista con Lucho. Lucho Jara pregunta: ¿Marcos, has llorado?

—Mucho.

JOSELYN

La señora Ivonne era la que nos atendía a nosotros cuando íbamos a comprar los botones; en ese tiempo se cosía. Era muy lindo. Nosotros teníamos el centro ahí. Había cuatro zapaterías, las confecciones Colón. Ahí yo trabajaba cuando cabra, y al lado había una relojería chiquitita y una joyería. La panadería Serrano tenía quince personas trabajando al mismo tiempo, imagínate cómo era el flujo.

ÓSCAR

Hormazábal padre empezó en plaza Sotomayor con dos joyerías. Llegó un muchacho a pedirle: Óscar, ayúdame, asociémonos. Le dijo: probemos en calle Serrano, que quiero ver cómo es. Dicho y hecho, empezaron con un local chiquitito; crecieron, abrieron otro más. Fue presidente de la Cámara de Comercio de Valparaíso cuatro periodos seguidos, luego ciudadano ilustre.

Tenías pastelería, fiambrería, negocios de tela, ferretería. Estaba el restaurante La Playa, que era uno de los más simbólicos del puerto; estaba La Nave. Más abajo perfumería Eliana, Casa Marabolí, el hotel Garden. Era rico, porque uno pasaba de un lado para el otro.

JACQUELINE

Allá, como no eran tantas las peluquerías, había como cinco peluqueros, pero todos trabajaban todo el día. Esta cosa va así, como los futbolistas: termina temprano. Después ya no les interesa cortarse con las viejas, es anticuado. Yo lo vi con mi papá, que cuando llegué era la más joven y eran todos más viejos, ahora yo soy la más vieja.

¿Y tú conocías a las personas que trabajaban en los locales de ahí? Yo no, no mucho, ni siquiera aquí conozco mucho a los que están afuera. Uno conoce mucha gente, pero la que viene. Yo creo que, igual por mi carácter a lo mejor, hay personas que son más sociables; yo parece que no mucho.

JUDITH

Encontraremos restos y no cuerpos, dice un policía.

Entre los escombros inhalando humo caminan los perros de la Unidad Canina. Un quiltro mueve el lomo hacia un pedrusco; luego busca al jefe que, de la correa, lo sigue. Imagínese cómo estamos, si mi hermana era la alegre, la que siempre estaba con todos. Ese local tiene un subterráneo y pensamos: Dios quiera, ande por ahí desorientada caminando.

El último trozo del edificio, bordeando la vereda, ahora está pintado blanco, con cuatro caras en el centro. Ivonne su hermana está rodeada de placas rojas, blancas: Gracias por favor concedido Ivoncita.

JACQUELINE

Poner a esas personas ahí como que fueran ángeles, no sé po, cada uno tiene sus creencias, sus cosas, pero yo digo: ¿es un ángel, es alguien? Si era una persona igual que uno que murió así como mueren tantos en el día. Mucha gente le pone velitas, yo veo que se detienen, le dan besos. Me llama la atención un poco. Pero es personal, no puedo juzgar eso.

Tomás Pérez es nacido, criado en Cerro Toro, Valparaíso. Participó en el LET de 2019. En 2020 obtuvo la beca de Creación del Ministerio de las Culturas y las Artes en poesía. Escribió para Plataforma Crítica. Reconstruyó la explosión e incendio en Calle Serrano, sucedida el 3 de febrero de 2007. Realizó entrevistas a locatarios de la zona, a personas relacionadas con la explosión y trabajó con material de archivo de diarios y televisión.

el agua se pudre

Por Diego Armijo

Llegué al hotel O’Higgins. Estaba, como en el incendio de los días cercanos a la Navidad de 2022, funcionando como centro de acopio. Hacía un día habían iniciado varios focos de incendio urbano en Viña del Mar. Pasada la primera noche, busqué un lugar desde donde poder ser de ayuda y terminé ahí, en el estacionamiento frente a la entrada del hotel.

Un grupo de cabros descargaban colchones desde un camión pequeño. Su ropa, aún muy limpia, parecía desencajada para ser tenida de voluntariado. Ante todo —fue mi primera impresión—, se vistieron para verse bien.

—¿En qué se puede ayudar? —pregunté a uno que estaba fuera de la tarea de descarga.

—Se necesitan manos para subir agua. Allá, a la vuelta, anda a mirar —al apuntar hacia la esquina de calle Arlegui, la credencial que colgaba de su cuello brilló.

Esas credenciales no significaban nada. Las portaban los funcionarios municipales, aunque con sus chaquetas de la institución bastaba para reconocerlos. También tenían la suya un grupo disperso de jóvenes. Estos habían sido los primeros en llegar al hotel, por lo que alcanzaron a inscribirse, recibir instrucciones claras y recibir esa identificación. La credencial no es más que un papel con logo municipal, el nombre del portador escrito con plumón, un plástico para resguardar y un cordelito que la afirma al cuerpo. Se nota en los más jóvenes un aire de poder, cierta ligereza en el cuerpo, al ser quienes llevan aquella insignia. *

Sin mayores explicaciones, imitando lo que otros hacían, seguí la corriente. Desde una puerta de metal pesado, como una incisión en el costado del hotel, salía una cadena de botellas y bidones de agua.

—¡Alguien que baje, falta gente! —órdenes como esta escuchábamos todo el tiempo. A veces la gritaba un voluntario; otras, un funcionario municipal.

Junto a otros, seguí esa orden. En el subsuelo del hotel me encontré con unos salones con luz opaca, mamparas de vidrio y el piso repleto de agua embotellada.

Algunos, mientras movían las botellas, cargaron sus celulares, los enchufes, a pesar del abandono, funcionaban.

Al internarse por pasillos más oscuros, apareció la cocina del hotel. El piso estaba inundado de un agua sin origen. Los hornos, lavaplatos y mesones estaban oxidados. También había bidones.

Toda el agua que se encontrara había que subirla.

Agua para ser levantada, moviendo el cuerpo, ayudados de los brazos, piernas, espaldas, armando cadenas humanas que se cortaban, se confundían, a veces eran nulas para continuar, entonces era necesario agregar más gente, entre gritos, ¡Aquí se necesita!, saltos, acomodos, golpes a los dedos, manos que se tocan, roces innecesarios, pero las botellas se mueven, desde los salones y las bodegas, se mueven, todo sigue su camino hacia la escalera de madera, conduciendo los bidones a la calle, acumulándose en la vereda, esperando autos que vengan con la necesidad de agua, así, volver a cargar en sus maleteros.

—¡Más rápido! —así fue la primera vez que lo escuché.

Se asomaba por la puerta, sin cruzar el umbral, el funcionario municipal a cargo de la operación de los bidones y del hotel en su totalidad. Será una presencia molesta durante esos días de acarreo. Aparecerá cada vez con su figura fofa, lentes gruesos y jockey para tapar su pelada, dando órdenes de mala manera. Nunca nadie lo verá agarrar una caja, ganarse el respeto de la masa voluntaria al ser uno más. Puedo entender que su trabajo es guiar, pero se veía perdido.

Cambió mi opinión sobre la búsqueda de la buena pinta. Esa ropa era la que estaba más a mano en la casa. La diferencia estaba en el origen de cada uno. Escuché conver-

saciones entre grupos y entendí que algunos se conocían, eran compañeros de liceo, universidad y hasta amigos del barrio. Habían llegado acá organizados por esos centros que los emparentaban.

—No he comido nada hermano, pero no importa. ¡Oigan! Están todos invitados a las raves del Sausalito. Nos juntamos todos los findes. Pero piola —esa fue la voz de un cabro que se diferenciaba de todos.

Era muy energético; vestía como cantante de música urbana, pero sin alardes. Nos invitaba a esas fiestas y era el más alegre en las bodegas de los bidones. Los que venían de universidades privadas lo miraban como si fuera un chiste. Tuve que intervenir un par de veces y decirles que no se burlaran de él, que estaba ayudando. Cuando tuvimos un descanso para comer fruta, me acerqué a él. Era muy simpático. Estaba en su mundo; vivía en la calle o no tenía un techo al cual llegar.

—Antes aquí había una discoteque, se bajaba por estas mismas escaleras de madera —escuché la voz de uno de los pocos funcionarios municipales que, más allá de estar presentes y dar órdenes, ayudó a mover el agua.

Si alguna vez el hotel funcionó para recibir a pasajeros, ahora era solo una carcasa. Sus momentos de gloria e importancia en el relato viñamarino habían pasado y estaban tan sepultados como los bidones que encontrábamos en las bodegas. Lo que quedaban eran jirones, pintura descascarada, anécdotas: Soda Stereo volviendo de su show consagratorio en el Festival de Viña de 1987. El taxi los deja en la entrada del hotel O’Higgins. Las fanáticas atacan el vehículo, destripando los asientos donde se habían sentado los argentinos.

La sensación de estar en un lugar sin tiempo se agrandaba. Pasé casi todo el día en la humedad de ese lugar, cargando lo que se pudiera. Las conversaciones, si el aliento daba, eran más bien ligeras. Cada cierto rato las alarmas sonaban y, perturbadoras, detenían el movimiento. Algunos se quejaban de ese ruido, sin pensar en la gente que estaba más cerca del peligro. Al seguir, la charla escapaba de cualquier referencia al fuego.

—Muchachos, no tomen agua. Muchachos, repito, esta agua no está apta para tomar. Está vencida, está podrida —otra vez las palabras del guatón en jefe.

—¿El agua se pudre? —preguntó el cabro fiestero.

—Puede ser peligroso, parece —aclaró una joven que se presentó como estudiante de medicina.

—¿Para qué es esta agua entonces? —otra vez el cabro juntó las dudas del grupo.

Nadie respondió. Muchos ya habíamos abierto una botella e, hidratados, continuamos trabajando. La información que circuló entre la cadena fue que esa agua había estado almacenada en las bodegas del hotel desde el anterior incendio en la ciudad, hacía dos años.

La gente voluntaria, eso sí, se organiza sola. Ven a otros cargando cajas, no preguntan nada, solo las reciben en sus brazos y siguen la fila de quienes se adentran al hotel. Hay algunos que se manejan en la cuestión del acarreo y el acopio. Con mi tío Marco nos topamos en el hotel y cargamos cajas juntos. Ahora la tarea no es solo recibir, sino entregar a quien venga con necesidad y destino. Se cargan camionetas con agua y colchones. Allí fue que vi un talento brillar. Mi tío ha sido feriante toda su vida. Conoce lo que es cargar un camión, su orden, su apilamiento, amarrando todo con firmeza. Arriba, recibe cajas; experto, da órdenes y deja todo impeque para el viaje del auto.

Desde temprano la gente del circo ha estado ayudando. Han quedado varados en el estero Marga-Marga con su show basado en Alicia en el país de las maravillas. Así que, como toda la gente, descargan cajas y colchones desde los camiones para ser almacenados en las bodegas del hotel. Nadie está con maquillaje ni disfraz. El enano recibe y ordena arriba de la columna de colchones.

Se levanta lo que ha quedado del agua almacenada en las bodegas del hotel. Se recogen las botellas chicas, los bidones de oficina, todo. El lugar queda seco. La puerta de fierro queda abollada.

Con mi tío nos vamos a comer un completo. Caminamos por calle Valparaíso, donde la ciudad funciona más o menos como siempre. Hay una calma de veredas anchas.

—Yo no les compraría nada a estos —apunta con el mentón a los vendedores ambulantes—, si ni son de acá. Los pacos deben estar en otra. Estos días está la papa para vender lo que quieran acá.

Converso con algunos voluntarios esperando los camiones. Todos están de acuerdo con que el municipal a cargo del hotel es déspota. Debe estar sobrepasado, pero solo genera mala onda. La gente que carga y descarga está envalentonada. Si alguien reaccionara mal a alguna de sus órdenes patronales, hasta le podría llegar un cachuchazo. Con los días ya lo dejo de escuchar. Espero que se haya quedado sin voz o haya entendido.

En el descanso, luego de descargar cajas, vamos a comer. Estos días, en uno de los salones, ha funcionado un casino que entrega almuerzos. La comida, también parte de las donaciones que van llegando, a veces es caliente; otras, solo un pan con chancho.

—Yo vengo de Algarrobo. No me he podido devolver porque está difícil. Así que me puse a ayudar nomás po. He estado en Pompeya estos días, recogiendo escombros. Vi cuando apareció un camión enorme y todo el mundo se detuvo. Me dijeron que arriba del camión estaba la Naya Fácil. Andaba repartiendo cosas. La gente se acercaba al camión y, cuando la niña se bajó, le pedían fotos. Yo también me acerqué y le dije, con respeto, que yo no sabía quién era ella, pero que era muy lindo lo que estaba haciendo y que solo le pedía si nos podía dejar unas palas para poder seguir limpiando —de esa manera, un hombre nos contó de la aparición de una santidad.

Unos días después de los incendios, las ayudas y la limpieza de escombros, iniciará el Festival de Viña. A los jurados de las competencias los llevarán a recorrer los cerros de la ciudad incendiados. Ale Sergi, vocalista de Miranda, caminará por las calles de Villa Independencia y se sacará fotos con gente que lo ubica. El hotel O’Higgins seguirá entregando ayuda.

Junto al gran salón que almacena colchones, la piscina vacía. Cuando aún el

edificio funcionaba comercialmente, era ahí donde las reinas del Festival se tiraban el piscinazo, rodeadas de fotógrafos. En ella se acumulan hojas de palmeras y tierra. Naya Fácil será coronada embajadora, el nuevo título que antes llevaban las reinas. Su espectáculo será en un lugar alejado del hotel.

Diego Armijo ha publicado los libros Glorias Navales, Carcasa, Ropa, Ampliaciones y Lo tuyo son las lechugas. Obtuvo una mención honrosa en el premio Roberto Bolaño 2020, categoría novela. Fue parte del LET 2018.

En base a las anotaciones de su experiencia como voluntario, en el contexto de los incendios de febrero de 2024 en Viña del Mar, reconstruyó los movimientos en el centro de acopio del hotel O’Higgins.

Por Sofía Alarcón Ferreira

Era la pasajera al fondo de un auto de siete asientos. Daniela recuerda ir revisando su celular en medio de la árida carretera. Facebook bastó para acortar las distancias entre las termas de Putre y la Quinta Región. Fotos, textos, noticias, likes. Una imagen: desde playa El Sol hacia el cerro en Valparaíso.

Las llamadas, inmediatas. Marca a su mamá, a su prima. Buzón de voz. Llama a su abuelo, aún hay línea telefónica. ¿Dónde está el incendio?

Las vacaciones terminan, jueves 14 de febrero de 2013. Daniela y la familia de su pololo van al terminal de Iquique, intentando conseguir el pasaje más próximo a Valparaíso. Agotado todo, van hacia el aeropuerto. Pasaje en avión, para el lunes.

Agua y diazepam para desayunar. Agua y diazepam para almorzar. Agua y diazepam para cenar. Mientras intentaba asimilar toda la situación a 2.160 kilómetros de distancia, sus vecinos daban declaraciones en la tele con la que era su casa de telón de fondo. O más bien su segunda casa. La primera vez se quedó con el pañal puesto, el 15 de diciembre de 1994. Ahí tenía un año.

No había mucho que empacar. El plan de las vacaciones era pasar por Iquique, ir a las termas de Putre y luego de compras a Perú. Sin embargo, la ruta inicial cambió y pudo subirse al avión con destino a Santiago. Aterrizaje. Toma con su pololo y suegros el primer bus al terminal Alameda. Los pasajes a Valparaíso nuevamente son escasos.

Solo pensar en moverse, solo pensar en llegar. Frente a la desesperación, sus suegros le pagaron un auto con destino a Rodelillo. El conductor, en vez de seguir la ruta usual por Santos Ossa, tomó la ruta por Agua Santa, la que conecta con vía Las Palmas. Llegamos a la casa de mi pololo de ese entonces por arriba, dejamos las cosas y teníamos que tomar el colectivo hacia abajo, porque yo vivo en el 16.

El colectivo solo llegaba hasta el paradero 22. Daniela sigue por su cuenta, corre cerro abajo y se encuentra con una conocida. Tenís que ser fuerte, porque p’abajo no hay nada. Ya habían llegado las retroexcavadoras a sacar los escombros al 3514.

No voy a salir. No voy a salir. No, no me voy a ir.

Primero sintió el olor a humo. Pensó en que sería simplemente el efecto de otro incendio forestal. Escuchó los gritos, se asomó por la ventana. Los vecinos del pasaje sacan con desesperación de sus casas teles, refrigeradores y lavadoras. Las llamas no están lejos del hogar, van llegando al patio desde el camino La Pólvora.

Las hijas trabajan, su esposa visitando familiares, la nieta mayor de vacaciones. Va a su pieza, se sienta en la cama. Suena el teléfono, se levanta, contesta la llamada. Cuelga, se sienta. No pensaba que volvería a tener una casa. Prefería morirse.

Karen, su hija, lo encuentra. ¡Cierra la caja, ándate pa’ tu casa! le gritó una compañera en el Provimarket de calle Arlegui. Agitada, tras correr buena parte del cerro en sentido contrario y en medio del caos, forcejea con su papá. No voy a salir. No voy a salir. No, no me voy a ir.

El fuego está cerca. Llega la tía de Daniela. Lo sacan a la fuerza.

Bueno, mi casa es así, es esta misma, porque las que dieron son todas la misma casa. Estamos revisando Google Maps. Podemos ver distintas versiones de su barrio, las casas que desaparecen y las que permanecen con los años. Ninguna máquina del tiempo es perfecta. Aunque hay varias imágenes de las casas de sus vecinos de 2012 a 2024, de su casa solo se ve la copa del palto.

Daniela usa uniforme burdeo. Arregla la impresora o imprime fichas médicas mientras yo grabo CD’s con resultados de exámenes. A eso de las nueve y media va a desayunar. Me pide que le avise por WhatsApp si es que llega alguna paciente. Su foto de perfil es la de una gata rubia de enormes ojos verdes, la Britney.

¿Vive aquí en Quilpué? ¿Cuál es su edad? ¿Trae exámenes anteriores? Escucha calmadamente a cada paciente que llega a hacerse su chequeo mamario semestral o anual. No señorita, no los tengo. Perdí todos los papeles en el incendio de febrero.

Camiones de Carozzi, Colún y Nestlé. Todos los vecinos hacen la fila para almorzar.

Los niños corren por el postre. A Daniela le gusta el día de los fideos con salsa. Va cada vez que puede. Vive provisoriamente con su pololo y su familia. No tiene tiempo para angustiarse.

Diecinueve. Estudiante de Técnico en Enfermería. En las ventanas entre clases recorre el plan buscando trabajo. A veces recuerda a las tortugas, a veces a sus perros. A la Britney la encontraron desorientada en el camino, la rescataron, con los bigotes chamuscados. Es su consuelo.

Sus compañeros del colegio que sacaban los escombros del terreno de sus abuelos encontraron a las tortugas cubiertas de cenizas, encorvadas dentro de sus caparazones. Las pusieron dentro de una caja de zapatos y se las entregaron días después de su llegada.

No pudo despedirse de sus perros. A uno de ellos los vecinos lo vieron huyendo entre la gente el día del fuego. Al otro lo encontró un vecino cerca de su casa. Contó que inhaló tanto humo, que su cuerpo se infló como el de un sapo.

Con el pasar de los días, me enteré de que una prima que tenía había mentido y había dicho que ella vivía donde yo vivía. [En el catastro.] En ese tiempo me provocaba mucha rabia y mucha ira.

Yo vivía en una pieza, o sea, era como una mediagua, donde en un lado tenía todas mis cosas. Y yo la había arreglado, la había, puta, le cambié las paredes, la empasté, la pinté, ¿me entendís?

Y además de ni siquiera poder tener un calzón pa cambiarme, me di cuenta de que toda mi familia, los más cercanos, que habían sido mis abuelos y mi mamá, como que me abandonaron, porque no se pusieron de mi parte. Y mi abuelita me decía: Pero Daniela, pero que tú erís joven, tú vai a ser exitosa y ella… no tiene estudios, tiene una hija, no tiene. Entonces, le dijeron: Ya, bueno, di que vivís ahí pa que te den una casa. Le dieron un departamento. Y yo hueona, tengo treinta años y sigo viviendo metida en la casa de mis abuelos, siendo que hubiese podido tener mi vivienda hace muchos años.

Yo en ese tiempo tenía una suegra que era supermovida en la junta de vecinos del lugar donde ella vivía. Me decía: Daniela, vamos, ¿cachai? Pero yo sabía que si yo iba, eso iba a significar que quizás la metieran hasta presa, ¿cachai?, porque mintió al Estado. Y yo tampoco quería generar esa situación en mi familia. Eso generó, por ejemplo, que yo no le hablara a mi mamá como en ocho meses, porque yo no podía ver a mi mamá, no podía creer que mi mamá me hubiese hecho eso. Y ella me decía Daniela, pero que tú erís tan cabra, te queda mucho por vivir después. Cada uno escoge su destino: si ella escogió ser mamá, aperra con la decisión que tú tomaste. Yo no decidí ser mamá y no he decidido ser mamá y he estudiado y aun así no logro salir de mi casa, o sea, ni siquiera tengo pa irme con mi pareja y arrendar un espacio. Mi prima lo vendió después, Sofi.

Este tema de conversación lo tuve con mi mamá ahora… Hasta marzo de este año, imagínate. Y mi mamá sí se arrepintió después de haber hecho eso, porque yo una vez le dije que ella era tan estúpida, que por último se la hubiese quedado ella [la casa]. Que de a dónde había sido una samaritana tan grande como por último pa haber dicho: ¿Saben qué? yo vivía aquí, siendo que mi mamá nunca obtuvo tampoco su casa propia.

Daniela conduce por el Troncal Sur. Once años después, ciento veinte kilómetros. Suena Gimme More. Cuenta que una vez en el mall se tomó una foto con una pitón similar a la de Britney en una exposición de animales. Traga saliva, sujeta con fuerza el volante: Yo no tengo ninguna foto de cuando era chica. Ninguna.

Sofía Alarcón Ferreira es escritora y licenciada en Historia. Fue parte del LET 2019. Ha publicado cartas abiertas y columnas de opinión en Las Últimas Noticias y revista Paula. Para este libro trabajó con el testimonio de Daniela del incendio que afectó al cerro Rodelillo en febrero de 2013.

en el claroscuro surgen los monstruos

Por Renato Roble

El bidón golpea mi rodilla, metrónomo sin esperanza, sin invocar al oasis petrolero que nos permita cargarlo. La Juanandrés va pegadx a mí, con su cuerpo menudito de viciosx y VIH portante alejado del tratamiento.

Huele a quemado. Hace calor. El viento reclama con fuerza. Se ven conitos de luz por las veredas de quienes con el celular se guían. Llegamos a la Copec de Brasil, que está a punto de cerrar.

No, el jefe dijo que no se le vende a nadie con bidón. Vamos vestidxs de negro y voladxs hasta la médula. Si me pasas dos lucas extra, te lo lleno a escondidas y me pagái la bencina; intercambio mirada con la Juanandrés, cayendo en cuenta que pagaremos con tarjeta. Solo en efectivo, compita.

No, ya no podemos pasar más porque se nos va a acabar. En la Copec de General Cruz, un desesperado novio ofrece un soborno de diez mil pesos. Tiene el anillo puesto, una blanquísima camisa arremangada, abierta y sin corbata. Se me van a ir los invitados, por favor.

No, tiene que traer su salvoconducto. La Petrobras de Rodríguez está rebalsada, con decenas de autos que apuntan en todas direcciones. Un malhumorado hombre calvo, con panza de embarazado cubierta por una polera piqué horrible, nos explica que está despachando a su gente y que, en cualquier caso, no tendríamos por qué estar pidiendo combustible.

Quise salir, pues quedarse en casa era para enloquecer o matar a alguien. Roberta está con angustia. Atrapada en un Valparaíso sin luz, con el raspado de pared que ofrecen a modo de pasta base. En su casa tiene una mano de confianza, pero es poco probable que estén circulando buses a la capital. Nos ha tenido nerviosxs la tarde entera con su mal humor, como si no fuera suficiente con que se esté quemando la mitad de Viña.

Pensé que podría encontrar botillerías atendiendo, pero no. Los carritos de comida y las barberías, únicos lugares abiertos donde hay energía eléctrica, con un ronroneo a lo largo de Pedro Montt, generadores de diferentes tamaños, silencio humano agridulce con música a volumen bajo y perros que no ladran.

Como un conjuro mal hecho: que arda Chile, y Chile ardió.

«A mi abuelo lo mataron los mapuches, le cortaron la cabeza y se la mandaron por correo a mi abuela. Son gente floja, peligrosa; les encanta quemar hueás.» Trato de recordar el pueblo del sur donde se sitúa esta historia, pero la forma en que lo dice aturde mi retención. Finjo escribirle a alguien mientras anoto detalles de su vida para que no se me olviden. A él no le gusta que use el celular.

Paga el tiempo; tomamos once. Me compra mercadería; discutimos cada vez por los artículos de aseo. Toma, lleva mejor este, hipoalergénico; genial, un desodorante no binario. Disfruta provocando al mínimo descuido, un constante tira y afloja.

Casa de un piso, tiene un aroma constante a medicamentos y jabón. En el patio un nogal le hace sombra al cobertizo, con una alacena repleta de comida, cajas de herramientas amontonadas, milenarios papeles de roneo mecanografiados. Ronda con desconfianza un gato naranja; lo llamo, no me pesca. Está molesto porque lo dejé encerrado diez días, sin agua ni comida. Pregunto por qué lo retuvo y él responde con una risa traviesa.

Mi padre partió de cabrito siendo de los carabineros que dirigen el tránsito, de ahí fue escalando, pues, con esfuerzo. Así es como se logran las cosas. Figuras de loza, ceniceros, flores plásticas, paños con angelitos, mesitas de arrimo, sillones de una tela rasposa. Él creció muy dañado con el recuerdo de lo que pasó. La salamandra es acogedora; la enciende con pasión de viejo friolento. Tira papelitos al fuego.

Se sienta a fumar en su sofá, donde ve CNN en una pantalla de unas setenta pulgadas. Ahí también le gusta culear. Ha contratado a varios de los trabajadores sexuales transmasculinos del puerto. Su favorito es Matías, robusto y rosado muchacho de cabello fino, barbón, simpático, medio tonto, ha mantenido un vínculo puteril de dos años con este intento de ser humano. Él le dice la peluda.

No sabe que nos conocemos entre colegas.

Trabaja en la Conaf. Matías consiguió pega con él, se ven a diario ahora. A mí también me quiere ahí. Me muero. Pagan alrededor de seiscientas lucas a los brigadistas. Pero el problema son las duchas; tú no podrías por… bueno… Una lástima eso que hacen

ustedes. Dice que puede incorporarme como ayudante en la mantención de las máquinas. Es una especie de ingeniero en jefe, que en las emergencias coordina las acciones del pelotón a su cargo y en los tiempos de paz se encarga de tener los equipos al día.

Pasta, pastita rica, la dieta italiana. Una y otra vez en la escalera al infierno, al cielo o una tercera cosa. Por todo el camino: papelitos, encendedor derretido, antenas, alambres, cables. Evitar uno que otro ser que baja las manos a nuestro paso, apenas se les ve la nariz iluminada por el soplete pobre de turno. Disculpen, murmuran. Y ese podrido olor plástico del crac chilensis, mezclado con algún excremento fresco en la cercanía: las durezas remueven los intestinos.

Vamos de vuelta, fracasamos en la misión; lento para dilatar el retorno, porque aún no llega la luz. Encima, hace unos minutos tembló, agregando un tinte de ensañamiento providencial.

Volvamos rápido pa la casa, mejor. La Juanandrés tiene ojos de plato en un intento torpe de ver en la penumbra. No trajo los lentes, se afirma de mi brazo; me suelta solo cuando escarba invocando la suerte de encontrar una luca, o droga, entre montoncitos de basura que parecen prometedores. Cruzamos la ruina de siempre, con ladrillo negro desde el incendio del ruco. Un colchón abandonado; espero que no lo vayan a prender. Miro los alrededores de la quebrada para cerciorarme de que aquí cerca nada se quema.

¿Y ustedes? ¿Qué van a hacer con ese bidón?, pregunta la vieja de la esquina que hace guardia desde el antejardín. Volteo el envase, cae un chorrito de agua.

Yo soy pedófilo. Frase seguida de carcajadas tétricas de un sexagenario repulsivo cuyo pene no se erecta. Le gustamos por parecer cabros chicos. Estoy cerca de cumplir treinta años; él cree que tengo veintitrés. Conozco a algunos trans que pasan por menores de edad. Su voz aflautada resuena en mi cabeza, mientras el metro se detiene en la estación Sargento Aldea.

Por algún motivo piensa que es atractivo. En las fotos de juventud es igual de

cucaracho, pero menos arrugado. Es que a mí me violaron, por eso me gustan los varones también. Intuyo su deseo de ser penetrado, aunque le cuesta demasiado expresarlo. Ha tenido amantes homosexuales. César, un amor icónico, un puto joven que me habría gustado conocer, lo tuvo a su lado cuatro años. Alegre, conversador, cariñoso, bueno pa la cama. Murió de una fiebre camino a Coquimbo, en vacaciones que él le pagó. Busca otro cariño así en alguno de nosotros. Matías le encanta, pero no habla de él con la pasión con la que narra la leyenda de César.

Tiene un único hijo pastero; cada cierto rato se mete a robar a su casa. Hay un juicio en proceso: lo demandó por desbancar el cobertizo en el último atraco. Tengo una pistola, esa vez le disparé al desgraciado; me da lo mismo si lo mato, esta es mi propiedad. Es hábil para las inversiones: su patrimonio abarca, además, un jardín infantil, un taller mecánico que ocupa una manzana completa y varios camiones que arrienda a empresas pequeñas. Ha decidido desheredarlo.

Le di todo, dice, mientras deja debajo de la punta de un individual, en la mesa del comedor, el monto en efectivo que corresponde por esta visita. Hago como que no me doy cuenta, así le gusta que sea, y tomo los billetes cuando él va al baño.

Roberta dijo una vez: Encontrar un mono es un hecho improbable, si no imposible. No por eso dejó de buscar, aquella tarde, cuando halló uno en esta misma ruta. Saltando con alegría infantil, agitaba la papelina en señal de victoria; me pidió que la esperara para pegárselo unos escalones más arriba, donde quedó lejos de vista y paciencia del público diurno, desacostumbrado al cuadro plástico de una travesti fumando pasta. Y de pronto ¡PAF!, busqué el origen del estruendo, cuando noté una columna de humo desde el cerro de enfrente. Oh la media volá, exhaló Roberta. Reventó un balón de gas en la cocina de una casa que fue consumida en su totalidad por el fuego.

Robó toda la suerte de la quebrada: envuelta en un trozo de hoja de cuaderno cuadriculado, presentada en formato polvito amarillento. Le tocó a esa casa recibir el azote del destino, y a Roberta alimentar su toxicomanía.

La Juanandrés sigue buscando el mono perdido; me adelanto por el hastío de la espera. No sé dónde esté la fortuna hoy, pero dudo que sea aquí.

Entramos a la casa. Penélope, quien se ha estado rehabilitando, está enojada, discute con Roberta: ¿Cómo va a hueviar tanto por un mono, amiga? ¡No eres la única que está ansiosa! Los celulares se van descargando, nadie tiene pilas D para la tele portátil. Me paseo por el pasillo con el desatornillador en la mano y su linternita led encendida; piso la cola de Belcebú sin querer, quien reclama con maullidos graves tras un arañazo a mi tobillo.

Suficiente; ¿dónde está la Adara?, pregunto. Ella sale de su pieza. Hace alguna weá para que vuelva la luz, ya no soporto. Ríe. Es bruja; le ofrezco pito en tributo. Penélope, Roberta y la Juanandrés se burlan de mi petición. La posibilidad de que llegue la luz después de un ritual de la Adara les parece irrisorio, tal como a mí me resulta eso de que encontrarán otro mono.

Llevamos dos, o mil horas, en un paseo de domingo, con fondo celeste y brisa suave. Nos adentramos en el valle desde temprano en su auto, la ruta 60 podría ser cualquier parte, carreteras interminables rodeadas de la muralla montañosa.

En Olmué, a una cuadra de la plaza Teniente Merino, está Doña Anita, centro de eventos con restaurante, cubierto de flores plásticas de mal gusto y globos arrugados, con polvo. Cien lámparas cuelgan del techo, todas de diseños distintos, solo algunas llevan ampolleta. Le pedí que me trajera a un lugar donde sirvieran pastel de choclo.

El garzón nos ofrece algo para beber. ¿Qué va a querer el joven? Mi acompañante refunfuña levemente, detesta que me traten de hombre. No sabe que tomo alcohol en cantidades obscenas y, haciéndome el piola, pido un pisco sour, diríase un trago de mina. Voy a ir al baño, le digo. Supongo que vas a ir al baño de mujeres. Volteo y sonrío calmado: No.

El camino de vuelta es tenso. Pregunta mi nombre muerto. ¿Hasta cuándo vas a seguir con esto? Respiro profundo y lo paro en seco: ¿Algún problema? Coloca cara de abuelito bonachón, se ríe y da golpecitos al manubrio. Ay, que te pusiste seria.

Encamino la conversación a temas que no tengan que ver con Chile, ni con política, ni con identidad de género. El cambio climático es mentira. Las temporadas son

cíclicas y siempre ha habido sequías; en los sesenta hubo una; uso lo de la falta de agua para hablar de los incendios en su trabajo.

La Adara aparece con varios ramitos de lavanda. Coloca en el piso la tapa de una olla con la superficie convexa boca arriba. Sahumerio. Más fuego, pienso.

Las tres arpías, pasteras y materialistas históricas escupen marullo ante la preparación, incrédulas. Tiraría a todxs lxs presentes a una hoguera a cambio de un copete. Hay que estar tranquilo, no hay que volverse loco.

Roberta es la más desagradable. Quiero pasarle una luca para que vaya a comprarse algún fumestible que la deje tranquila, pero no tengo. Raspa restos de resina de su pipa y sentada en el balcón, con los pies colgando al vacío, enciende una llama gigante que alcanza a chamuscarle una puntita de la chasquilla.

Se ha quemado el pelo, las pestañas, las cejas, las uñas, las yemas, los labios. Ha estado semanas con esa costra que se hace al contacto con los metales hirviendo, a la temperatura ideal para el loco derretir. Cuando abre la boca expele un tufo polímero, acompañado de babas incontrolables, tose, tose, vuelve a toser. Está en contra del higienismo, que le dicen, y enamorada de la pasta; un amor turbio.

El miedo de toda pastera: morir quemada en la cama; lo dijo como talla.

Las ruinas quedaron negras cuando se propagaron las llamas, producto de una mala maniobra con un codo de bronce. El responsable, dueño del ruco, intacto, loquísimo, observaba inmóvil. Las vecinas lo querían linchar. ¡Desgraciado, mirá la cagá que te mandaste!, y se arrancó escalera abajo. Nosotrxs, desde arriba, mirábamos, se prendían unas ramitas más y tiraríamos la manguera por la ventana. Pero se apagó.

La Adara prende un fósforo y lo deja caer sobre la lavanda.

¿Te gustaría ser brigadista? Me encantaría, pero elijo mentirle: Aunque igual me parece admirable esa pega, como la de los bomberos, digo. Los bomberos no hacen ni una hueá,

somos nosotros los que controlamos el asunto, ellos son como pa las cosas chicas, un edificio a lo mucho; pero los forestales, incendios de verdad, los vemos nosotros. Me enseña sobre los cortafuegos, estrategias de orden, anécdotas heroicas de brigadistas desafiando leyes físicas y anatómicas para combatir con el invertebrado fuego.

¿Por qué alguien haría un incendio?, finjo ingenuidad.

Hay hueones locos a los que les gusta. También hay otros que son mandados. Un sencillo juego: venganzas, quitadas, megaproyectos. Las condiciones para que el fuego se propague a voluntad han sido estudiadas: es el conocimiento por el cual se guían ellos para apagarlo.

Hace años nos tocó ver uno desde la torre. De un punto a otro se movía en moto y dejaba unas bombitas caseras, así lograba prender varios focos en poco tiempo; menos mal alcanzamos a atajarlo, los equipos no darían abasto en una hueá mayor.

Una polera húmeda para agarrar la tapa. Brasas de aroma fresco. La Adara se mueve por el pasillo. Roberta, de brazos cruzados en una esquina, sigue con el reparto de veneno, pero no la escucho, concentrado en las formas del humo, enrollándose, chocando con el techo y las ventanas. Sopla, conjura y se levanta una llama.

Deja que lo último se consuma y arroja las cenizas a la quebrada.

Se prenden las luces.

Renato Roble es escritor, editor, músico, trabajador sexual; poeta en sus ratos libres. Cocreador de Editorial Crimen y Crimen Magazine. Fue parte del LET 2022. El texto está escrito en base a experiencias personales y colectivas, ocurridas entre abril de 2022 y febrero de 2024.

Presentación / Federico Botto

Los bigotes volverán a crecer / José Díaz

Vergel / Paloma Muñoz López

Palmas / Marcos Gallardo Báez

Cables con alquitrán. Testimonio Cerro Toro / Guillermo Mondaca Fibla

Dios quiera que ande por ahí caminando / Tomás Pérez

El agua se pudre / Diego Armijo

3534 / Sofía Alarcón Ferreira

colofón

Alimapu

Balmaceda Arte Joven Valparaíso

Edición y coordinación ALIMAPU: Cristóbal Gaete

Asesoría editorial: Arantxa Martínez

Diseño editorial: Animales Studio

Imagen de portada: Alma Olavarría

Primera edición: noviembre 2024, Valparaíso

Registro de Propiedad Intelectual: Los derechos de los textos pertenecen a lxs autorxs.

Distribución gratuita.

Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.