Mala Luna (capítulo 3)

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TRES

Clara no volvió a pisar el hospital hasta dos días después. Encontró al abuelo muy mejorado, con buen color y sentado en la butaca junto a la cama. Como esperaba, se alegró de verla. —¡Clara, hija, por fin! No te imaginas lo que me aburrí ayer con tu tía aquí. Se empeñó en poner la tele y ver un programa de esos de cotilleos que le gustan. —No pude venir, tenía que estudiar Filosofía —se disculpó Clara. —Ya lo sé, me lo contó tu madre. ¿Qué tal te salió el examen de Matemáticas? No te vi estudiar el rato que estuviste aquí. —¡Cómo me ibas a ver si tuviste los ojos cerrados casi toda la tarde! Sí estudié, aunque no necesitaba repasar demasiado, ya me lo sabía bien. —Eres una chica lista, estoy orgulloso de ti. 19


El abuelo era sincero, Clara era su orgullo: la más inteligente, la más guapa, la más cariñosa. Amor de abuelo. Sabía que muchos amigos de su edad renegaban de sus nietos, decían de ellos que eran unos niñatos consentidos que los trataban con indiferencia, cuando no con desprecio. «La vejez no vale nada para ellos —se decían—, no les interesa lo que tengamos que contarles, no entendemos su idioma ni ellos el nuestro». Él nunca se había sentido así con Clara; desde el principio se comunicaron incluso sin usar palabras, ella siempre fue sincera y hasta ingenuamente parlanchina e indiscreta. Sin embargo, él, ¿qué verdades importantes de su vida le había relatado? El acceso de ira de dos días antes le había puesto la verdad ante los ojos: ¿qué le había contado a su nieta de lo esencial de su azarosa vida? Nada. Absolutamente nada. Y a ella, ¿le iban a interesar las batallitas de un vejestorio? —Me alegra que estés mejor —Clara lo sacó de su ensimismamiento— y espero que tengas ganas de hablar, porque vengo dispuesta a tirarte de la lengua. Ayer me enteré de algo que te has tenido muy calladito todos estos años, pillín. La soltura y el tono burlón de la chica le hicieron pensar en alguna divertida broma de las suyas. Le siguió la corriente. —Ya, que ligué con Ava Gadner cuando estuvo en España. ¿Quién te lo ha contado? —Uf, mucho mejor que eso. A esa tal Ava ya no la conoce nadie de mi edad —Clara hizo una pausa y cambió el tono de voz—, pero a Miguel Hernández sí. Castillo bajó la cabeza y vio que le temblaban las manos. Había llegado la hora de la verdad. Clara se había hecho mayor y merecía saberla. 20


—Mamá me ha dicho que conociste a Miguel Hernández y que estuviste en la cárcel con él después de la Guerra Civil. ¿Por qué no me lo habías contado? —No sé si podría explicártelo. —El hombre no rehuyó la mirada de su nieta—. Quizá pensé que aún eras demasiado joven. —Pero ahora ya tengo dieciséis años —protestó ella—, no te vale esa excusa. Clara conservaba una especial complicidad con su abuelo y hasta entonces había pensado que él no tenía secretos para ella. Pero los adultos siempre esconden un fantasma en algún cajón. Muchos creen que lo han olvidado, de hecho lo olvidan, hasta que algún día alguien, o ellos mismos, abren ese cajón en un descuido y ya no saben cómo volver a cerrarlo. Clara, sin querer, había abierto el cajón de los recuerdos que el abuelo quería olvidar. ¿Fue una casualidad que él leyese la entrevista en el diario en ese preciso momento? Tal vez no. Todo ocurre por alguna razón, aunque tardemos tiempo en darnos cuenta. —¿Por qué te pusiste así cuando leíste el periódico? Parecías furioso, me asusté. Era por la entrevista al Consejero de Cultura, ¿verdad? —Sí —el anciano no sabía cómo continuar ni qué responder a su nieta. Clara sacó el periódico de la mochila. Quizá se estaba pasando con tanta pregunta directa; el abuelo aún estaba convaleciente y no le convenían las emociones. Pero pudo más su curiosidad. —El Consejero de Cultura dice que existen poemas inéditos de Miguel Hernández. —¡Qué sabrá ése! —la exclamación cargaba la misma rabia de dos días atrás, cuando arrojó el periódico con furia. 21


—Es el padre de un compañero de mi clase. Se llama Víctor. —¿Quién? ¿Tu compañero o su padre? —Mi compañero. El padre, según dice aquí, se llama Aurelio Sánchez-Macías. —Aurelio Sánchez-Macías está muerto —musitó sombrío el anciano, en un hilo de voz. La chica se inquietó. ¿Pretendía asustarla como cuando era pequeña y él se escondía detrás de las palmeras para surgir de pronto y llamarla por su nombre con voz de ultratumba? —¡Abuelo, qué susto! No digas esas cosas. Si te acabo de decir que es el padre de un compañero de mi clase. El abuelo tendió la mano hacia su nieta pidiéndole el periódico. Allí aparecía una foto del entrevistado, un hombre trajeado que posaba sonriente frente a su mesa de despacho. —Éste no es Aurelio Sánchez, al menos no el que yo conocí. Ya te he dicho que murió. Quizá sea su hijo, pero no se parecen. El Chino era bajito y de ojos rasgados, aunque aquí no se aprecia si este hombre es alto o no. ¡Maldito Chino! ¡Se lo ha dejado a su hijo! ¡Será otro sinvergüenza como él! —los gritos se oyeron hasta en el pasillo del hospital. Clara no entendió esa reacción. El abuelo casi nunca se mostraba malhumorado, al menos delante de ella, aunque su madre aseguraba que sus enfados eran temibles. Lo observó. Había vuelto a su postura inicial, mirando al suelo, pero a Clara le pareció ver antes el brillo de las lágrimas en sus ojos. Quería saber quién era ese tal Chino, y qué tenía que ver con el padre de Víctor. Sin querer, había tocado algu22


na cuerda bien afinada de la vida de su abuelo, pero había hecho sonar una música disonante. Su reacción implicaba un recuerdo que se pudría dentro de él, como un gato encerrado en una jaula. Ella aún no lo sabía, pero su misión sería liberar a su abuelo de viejos rencores, una terapia intensiva para alguien que nunca creyó en los psiquiatras. Se trataba sólo de escuchar. En la cabeza del anciano, el pasado y el presente acababan de chocar para culminar la traición más cruel de la que había sido testigo en su vida. Creyó que todo había terminado cuando Aurelio murió, pero ahora la pesadilla volvía a empezar y él ya no tenía fuerzas para impedir una injusticia, para vengar a su amigo prematuramente fallecido, para alzar la voz por él. Presentía la muerte cada vez más cerca. Con casi noventa años sólo existe el minuto presente y el largo pasado, y en ese momento de su vida el pasado había regresado para instalarse aquí y ahora. No le quedaba futuro para resolver su terrible duda, pero tal vez a Clara sí. Ahora necesitaba fuerzas para contárselo a su nieta. Lo recordaba todo bien, demasiado bien. —Perdona los gritos, hija —acertó a decir—. Esto no tiene nada que ver contigo. Te he asustado, lo siento. —No entiendo qué te pasa. Se quedaron en silencio, ella esperando que él comenzase a hablar. El abuelo quería hacerlo, pero todavía dudaba si debía compartir una confidencia que suponía tanta responsabilidad para una adolescente de dieciséis años escasos. No era el momento de recordar la edad. Su nieta siempre le pareció una chica madura. —Es una triste historia que no sé si estás dispuesta a escuchar. —Si me la cuentas tú, sí. 23


—Lo que vas a oír no te va a dejar indiferente, quiero prevenirte. Te comprometerá, te removerá y puede que te lleve a meterte en líos de los que no sepas salir. —Me estás asustando otra vez. —Lo sé, y lo siento. Pero eres la única que puede aliviarme de esta carga. No se lo he contado a nadie. Ni a mis hijas ni a tu tía ni a tu madre ni siquiera a Aurora, tu abuela. Tras la guerra, el silencio se apoderó de las calles, y hasta de las casas y las familias. El silencio y el miedo. Pensé que sería mejor que no supiesen nada. Para protegerlas. Clara miró a los ojos apagados de su abuelo. Debieron de ser intensos y luminosos en otro tiempo; ahora reflejaban confianza y a la vez desamparo. Clara cogió su mano entre las suyas. —Adelante —se limitó a decir. —Miguel Hernández fue mi compañero de celda hasta que se lo llevaron a la enfermería donde murió. El anciano dijo esa frase como si le hubiera costado un gran esfuerzo; luego calló unos segundos, miró a los ojos de su nieta, tomó aire y continuó: —Yo fui uno de sus últimos amigos. De sus últimos confidentes.

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