El club de la tragedia: Monólogos para no reír

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El club de la tragedia: Mon贸logos para no re铆r

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MACARIO Juan Rulfo

Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos… Las ranas son verdes de todo a todo, menos la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique las ranas. Pero a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa solo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón


también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero…

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La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua… Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, solo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacía cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de estos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo.

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Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamacos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto… Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo, primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor… Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura…: “El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro.” Eso dice el señor cura…. Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quien lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos,

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porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de la sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y no siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y apenas siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con

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gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude… De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me apaga el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver

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entonces ni a mi papá ni a mi mamá, que es allí donde están… Mejor seguiré platicando… De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce, como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco…

Versión de José Sanchis Sinistierra.

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Macario Juan Rulfo

Je suis assis à côté de la citerne à attendre que sortent les grenouilles. Hier soir, pendant qu’on dînait, elles ont commencé à faire un raffut terrible et elles n’ont pas cessé de chanter jusqu’au lever du jour. Ma marraine a dit comme ça que les cris des grenouilles lui ont fait fuir le sommeil. Et que maintenant elle aimerait bien dormir. C’est pour ça qu’elle m’a demandé de m’asseoir là, près de la citerne, de prendre une planche dans la main et, dès qu’une grenouille bondit à l’extérieur, de l’écrabouiller à coups de planche… Les grenouilles sont vertes de partout, sauf le ventre. Les crapauds sont noirs. Les yeux de ma marraine aussi sont noirs. Les grenouilles sont bonnes à manger. Les crapauds ça se mange pas ; mais moi j’en ai mangé aussi, même si ça ne se mange pas, et ils ont le même goût que les grenouilles. C’est Felipa qui dit que c’est mal de manger les crapauds. Felipa a les yeux verts comme les yeux des chats. C’est elle qui me donne à manger dans la cuisine chaque fois que c’est mon tour. Elle ne veut pas que je fasse de mal aux grenouilles. Mais c’est ma marraine qui m’ordonne de faire les choses… Moi j’aime Felipa plus que ma marraine. Mais c’est ma marraine qui tire l’argent de sa bourse pour que Felipa achète tout ce qu’il faut pour manger. Felipa ne se tient que dans la cuisine où elle nous fait à manger à tous les trois. Elle ne fait que ça depuis que je la connais. C’est moi qui lave la vaisselle. C’est moi aussi qui apporte le bois pour allumer le fourneau.

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Après, c’est ma marraine qui distribue la nourriture. Une fois qu’elle a mangé, avec ses mains elle fait deux petits tas, un pour Felipa et l’autre pour moi. Mais parfois Felipa n’a pas envie de manger, et alors les deux petits tas sont pour moi. C’est pour ça que j’aime Felipa, parce que j’ai toujours faim et que je n’arrive jamais à me remplir le ventre, même quand je mange sa part à elle. Même si on dit qu’on se remplit le ventre en mangeant, je sais bien que moi je ne me le remplis pas, même si je mange tout ce qu’on me donne. Et Felipa le sait aussi… Dans la rue on dit que je suis fêlé parce que j’ai toujours faim. C’est ma marraine qui l’a entendu dire. Moi, non. Mais ma marraine ne me laisse pas sortir seul dans la rue. Quand elle m’emmène faire un tour, c’est pour aller à l’église écouter la messe. Là, elle m’installe tout près d’elle et elle m’attache les mains avec les franges de son châle. Je ne sais pas pourquoi elle m’attache les mains ; mais elle dit que c’est parce qu’on raconte que je fais des bêtises. Un jour on a dit que j’ai failli étrangler quelqu’un. Que j’ai tordu le cou à une dame juste comme ça, pour rien. Moi, je ne m’en souviens pas. De toute façon, c’est ma marraine qui dit ce que je fais, et elle ne raconte jamais de mensonges. Quand elle m’appelle pour manger, c’est pour me donner ma part de nourriture, pas comme d’autres qui m’invitaient à manger avec eux et puis, après, quand je m’approchais, me jetaient des pierres jusqu’à ce que je détale sans nourriture ni rien. Non, ma marraine me traite bien. Voilà pourquoi je suis content chez elle. En plus, il y a Felipa. Felipa est très gentille avec moi. C’est pour ça que je l’aime…

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Le lait de Felipa est doux comme les fleurs d’hibiscus. Moi j’ai bu du lait de chèvre et aussi du lait de truie qui venait d’avoir des petits ; mais non, c’est pas aussi bon que le lait de Felipa… Maintenant ça fait longtemps qu’elle me donne plus à sucer les espèces d’outres qu’elle a à l’endroit où on a seulement les côtes, et d’où sort, si on sait le faire, un lait meilleur que celui que nous donne ma marraine au petit déjeuner le dimanche… Avant, Felipa venait toutes les nuits vers la pièce où je dors, elle se collait contre moi, couchée sur moi ou sur le côté. Puis elle s’arrangeait pour que je puisse sucer ce lait doux et chaud qui venait gicler sur ma langue. J’ai souvent mangé des fleurs d’hibiscus pour tromper la faim. Et le lait de Felipa avait ce goût-là, seulement moi il me plaisait plus parce que, en même temps qu’elle me donnait à téter, Felipa me chatouillait partout. Puis, presque toujours, elle s’endormait contre moi, jusqu’au lever du jour. Et ça m’arrangeait bien ; parce que je ne craignais plus le froid et je n’avais plus peur d’aller en enfer si je mourrais là seul, une de ces nuits… Parfois je n’ai pas trop peur de l’enfer. Mais parfois si. Après j’aime me faire très peur avec l’idée que je vais aller en enfer un jour ou l’autre, parce que j’ai tellement la tête dure, et que j’aime la cogner contre tout ce que je trouve. Mais Felipa arrive et elle chasse mes peurs. Elle me fait des chatouilles comme elle seule sait en faire, et elle m’enlève cette peur que j’ai de mourir. Et pendant un petit moment, j’arrive même à ne plus y penser… Quand Felipa a envie d’être avec moi, elle dit qu’elle raconte au Seigneur tous mes péchés. Qu’elle ira bientôt au ciel, qu’elle Lui parlera pour Lui demander de me pardonner toute cette méchanceté qui me remplit le corps de haut en bas. Elle lui dira de me pardonner, pour que je ne m’inquiète plus. Voilà pourquoi

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elle se confesse tous les jours. Pas parce qu’elle est mauvaise, mais parce que moi je suis tout plein de démons, et elle doit m’extirper ces diables du corps en se confessant pour moi. Tous les jours. Tous les après-midi de tous les jours. Toute sa vie, elle me fera cette faveur. Voilà ce que dit Felipa. C’est pour ça que je l’aime tant… N’empêche, la grande affaire c’est d’avoir la tête aussi dure. On se la cogne contre

les piliers de la galerie pendant des heures et la tête n’a rien, elle

encaisse sans se fêler. Et on la cogne par terre, d’abord tout doucement, puis plus fort et ça résonne comme un tambour. Exactement comme le tambour qui accompagne la clarinette, quand la clarinette joue pour la fête du Seigneur. Et alors on est dans l’église attaché à la marraine, à entendre dehors le boum boum du tambour… Et ma marraine dit que si dans ma chambre il y a des punaises, des cafards, et des scorpions c’est parce que je vais aller rôtir en enfer si je continue avec cette manie de me cogner la tête par terre. Mais moi, ce que je veux c’est entendre le tambour. Ça, elle devrait le savoir. L’entendre comme à l’église, quand on espère sortir vite dans la rue pour voir comment ça se fait qu’on l’entend de si loin, jusqu’au fond de l’église et pardessus les condamnations de monsieur le curé… : « La voie du bien est pleine de lumière. La voie du mal est ténébreuse » Voilà ce que dit monsieur le curé… Moi, je me lève et je sors de ma chambre quand il fait encore noir. Je balaie la rue et je retourne dans ma chambre avant que la lumière du jour ne m’attrape. Dans la rue, il se passe des choses. Il ne manque pas de gens pour vous fendre la tête à coups de pierre quand ils vous voient. De partout, il pleut de grosses pierres tranchantes. Après, il faut repriser sa chemise et attendre des jours que les écorchures du visage ou des genoux soient reprisées. Et supporter une fois de plus qu’on vous attache les mains, parce que sans ça elles se précipitent pour arracher la croûte du raccommodage et le sang recommence à couler.

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Encore que le sang a aussi bon goût même si, c’est vrai, il n’a pas le même goût que le lait de Felipa… C’est pour ça, pour pas qu’on me jette des pierres, que je suis toujours fourré chez moi. Dès qu’on me donne à manger, je m’enferme dans ma chambre et je barricade bien la porte pour que les péchés ne me tombent pas dessus, profitant de l’obscurité totale. Et je n’allume même pas la torche en résine pour voir par où les cafards me grimpent dessus. Me voilà tranquille. Je me couche sur mes sacs, et dès que je sens un cafard avec ses pattes râpeuses courir sur mon cou, je lui flanque un coup et je l’écrase. Mais je n’allume pas la torche. Il ne faudrait pas que les péchés me tombent dessus sans prévenir parce qu’avec la torche allumée je cherche tous les cafards qui se glissent sous ma couverture… Les cafards claquent comme des pétards quand on les étripe. Je ne sais pas si les grillons font le même bruit. Les grillons, je ne les tue jamais. Felipa dit que les grillons font toujours du bruit, sans s’arrêter même pour respirer, pour qu’on n’entende pas les cris des âmes qui souffrent au purgatoire. Le jour où il n’y aura plus de grillons, le monde se remplira des cris des âmes saintes et on partira tous en courant, épouvantés. En plus, j’aime beaucoup tendre l’oreille pour entendre le bruit des grillons. Dans ma chambre, il y en a beaucoup. Il y a peut-être plus de grillons que de cafards ici entre les plis des sacs sur lesquels je me couche. Il y a aussi des scorpions. Régulièrement, il en tombe du plafond et il faut attendre sans moufeter qu’ils vous passent dessus pour arriver à terre. Parce que si on bouge un bras ou si on commence à avoir les os qui tremblent, on sent aussitôt le feu de la piqûre. Ça fait mal. Un jour Felipa a été piquée à une fesse. Elle s’est mise à pleurer et à supplier la Sainte Vierge à cris étouffés, pour ne pas perdre sa fesse. Je lui ai mis de la salive. J’ai passé la nuit à lui passer de la salive et à prier avec elle, mais à un

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moment, quand j’ai vu que mon remède ne la soulageait pas, moi aussi je l’ai aidée à pleurer avec mes yeux autant que j’ai pu. De toute façon, je suis mieux dans ma chambre que dans la rue, à attirer l’attention de ceux qui aiment jeter des pierres. Ici, personne ne m’embête. Ma marraine ne me dit rien quand elle me voit manger les fleurs de son hibiscus, ses myrtes, ou ses grenades. Elle sait à quel point j’ai toujours envie de manger. Elle sait que ma faim ne s’éteint pas. Que rien ne suffit à me remplir le ventre, même si je suis tout le temps en train de chaparder à droite et à gauche quelque chose à manger. Elle sait que je mange le pâté de pois chiches que je donne aux gros cochons et le maïs sec que je donne aux cochons maigres. Elle sait combien la faim me tenaille du lever au coucher. Mais tant que j’aurai à manger dans cette maison, j’y resterai. Parce que je crois que le jour où j’arrêterai de manger je mourrai, et alors j’irai droit en enfer, c’est sûr. Et personne ne me tirera de là, Felipa non plus, même si elle est si bonne avec moi, ni le scapulaire que m’a offert ma marraine et que je porte entortillé autour du cou… Maintenant je suis à côté de la citerne à attendre que sortent les grenouilles. Mais il n’en n’est pas sorti une seule depuis tout ce temps que je bavarde. Si elles tardent encore à sortir, il est possible que je m’endorme, et alors il n’y aura plus moyen de les tuer, ma marraine ne pourra pas fermer l’oeil si elle les entend chanter, et elle sera folle de rage. Alors, elle demandera à l’un des saints alignés dans sa chambre, qu’il envoie les démons me chercher, pour qu’ils me traînent tout droit à la damnation éternelle, sans même passer par le purgatoire, et je ne pourrai pas voir mon père ni ma mère, car c’est là qu’ils sont… Le mieux c’est que je continue à causer…

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Ce dont j’ai le plus envie, c’est de goûter à nouveau quelques gorgées du lait de Felipa, ce lait bon et doux comme le miel qui sort des fleurs d’hibiscus.

Traduit de l’espagnol (Mexique) par Adélaïde de Chatellus

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LAS BUENAS INTENCIONES Juan Gómez Bárcena Todas las mañanas mamá me despierta con sus gritos y entre lágrimas me pregunta dónde está papá. La farsa comienza en ese mismo momento, mientras la visto o aseo y le digo cualquier cosa. Que papá volverá en un minuto o bien que ya murió hace muchos años. Mamá tiene esa mirada extraña cuando respondo, esa manera de decir sí y no al mismo tiempo. Pero al final siempre asiente -incluso los días que soy sólo su enfermera, y con los ojos entrecerrados me pregunta dónde está mi bata-. Siempre dice sí porque no hay ninguna razón para aferrarse al no, ningún débil recuerdo que niegue que estamos en guerra o que a su otra hija -la pequeña, mamá, ¿no recuerdas?- finalmente la consumió el cáncer. Tiene un largo pelo blanco, una melena fuerte y cana que tardo mucho tiempo en desenredar. Y yo empleo los minutos vacíos en contarle un pasado, en construir una verdad que sea cualquier verdad, pues todas valen lo mismo y hace mucho que olvidé cuál era la nuestra. Ella escucha en silencio, me mira con sus ojos asombrados y redondos. No hace preguntas. Ninguna pregunta es posible cuando nada es cierto. Ni siquiera abre la boca para quejarse cuando le doy tirones con el peine, porque le repito que las niñas bonitas no lloran cuando se les tira del cabello. A veces recuerdo los sueños de mamá; los que tenía antes de ponerse enferma, antes de olvidar todo aquello que le habría gustado ser. Y se los repito punto por punto. Le digo que consiguió la beca, que no se casó tan joven, que papá nunca dijo aquellas cosas. Le cuento que afuera el mundo va mejor de lo que piensa. Pero en realidad mamá no piensa nada y se limita a mirar las persianas bajadas, a encogerse de hombros, a sonreír. No piensa nada porque le basta con saber que me gradué primera de promoción o que estoy a punto de cerrar un negocio en cualquier parte que requiera un billete de avión. Y están incluso esos días afortunados en que ganamos una lotería millonaria y tenemos tanto dinero que podríamos comprar cualquier cosa si no fuera porque hoy es 21


también domingo. Mamá sonríe cualquiera de esos días en los que todo es perfecto. Pero también hay mañanas distintas. Días en que despierto con un sabor extraño en la boca o me visita de nuevo ese horrible dolor de cabeza. Y de pronto las cosas ya no me parecen tan fáciles. Algo me impide inventar una vez más el pasado tal y como mi madre quería que fuera. Algo que se parece mucho al rencor o a la envidia. Envidia por esa vida cómoda que consiste en despertar en blanco cada día y no cansarte nunca de escuchar que tu vida ha sido un éxito. La misma belleza una y otra vez hasta el infinito. Al fin y al cabo mi vida, esa vida que a veces recuerdo, nunca fue ningún lecho de rosas. Es entonces cuando siento esa insoportable jaqueca de la que no puedo librarme con nada. Mamá grita desde su cuarto, pregunta a gritos dónde está papá una vez más y yo me sorprendo diciéndole que lo echó de casa hace ya muchos años. O que murió, o que está en la habitación de al lado y no quiere verla. O que yo soy su amante y es a mí a quien realmente ama. Claro que quiero a mamá; que me compadezco por su estado. Pero no es fácil cuidarla día tras día con el mismo ánimo como si nada ocurriera, como si no existiera el tiempo y fuéramos una más entre sus fotografías de infancia olvidadas. Quiero decir que cada vez que vuelve el dolor de cabeza sé que a mamá y a mí nos espera un día duro, que diré algo atroz de lo que más tarde me arrepienta o simplemente que nuestro pasado será de nuevo insoportable. Tal vez nunca llegué a nacer. Tal vez toda su familia murió en alguna guerra sangrienta cuyo nombre invento. Tal vez mamá nunca conoció a papá -crees recordar que sí, pero no es verdad, mamá: es sólo otro sueño-. Y ella guarda ese silencio con que lo cree absolutamente todo. También cuando le digo pero si te encanta el puré de patata, mamá, y mientras lo sorbe con esfuerzo siento cómo se estremece y pelea consigo misma, con su asco, con sus papilas gustativas traicioneras. O señalo su pierna enferma y digo no te pasa nada en la pierna y la obligo a caminar pasillo arriba y pasillo abajo mientras disimula tras los dientes apretados el quejido de un dolor imposible. Al día siguiente despierta con la pierna amoratada por el esfuerzo y su cansancio es la excusa perfecta para 22


decirle que todo es inútil, que el accidente que se llevó a papá la dejó inválida hace ya muchos años. Mamá me mira otra vez de ese modo extraño, con los ojos entrecerrados porque intenta recordar y su memoria es de nuevo el mismo muro sin ventanas. A veces el juego consiste precisamente en lo contrario: en no hacer, en no decir absolutamente nada. Me escondo desde primera hora de la mañana y no hago caso de sus gritos. Aunque se arrastre fuera de la cama y se haga sangre en las muñecas. Recorre toda la casa con esfuerzo y no encuentra a nadie, no reconoce nada. Sus últimos recuerdos se remontan a treinta o cuarenta años atrás y yo sonrío pensando que cada mueble es para ella una novedad dolorosa, incomprensible; un escenario de película de ciencia-ficción. Su lugar favorito es el baño. Las instalaciones están viejas, se diría que tienen esos treinta o cuarenta años en blanco y las cañerías desnudas son aún de plomo. Allí se abraza al retrete o al lavabo y con la frente apoyada en el mármol grita hasta perder la voz. A veces llama a papá; a veces se acuerda de mi nombre o del de su propia madre. Dejo adrede un calendario sobre el espejo. Un calendario que puede ser actual o atrasado según convenga y a veces incluso falsificado en una fecha futura e inverosímil. Mamá lee 2374 y se lo repite una y otra vez mientras llora abrazada al lavabo, porque comprende que seguramente ha de estar ya muerta. En algún momento se queda dormida, desfallecida por el hambre o por la sed: su angustia debe de ser seguramente inmensa. Más tarde despierta en éste o en aquel sitio de la casa y entonces aparezco yo, su salvadora. La incorporo y le digo mamá, te quedaste dormida, y eso que dijimos que esta vez me ayudarías a pelar las patatas. Otros días bajo todas las persianas y corto la corriente eléctrica. Entro en su habitación a oscuras sin dejar de dar palmadas. Al cole, le digo, al cole, vístete de una vez que llegas tarde. Intento fingir la voz de mi abuela, pero en el fondo no importa, porque ya he dicho que mamá lo acepta todo. Tiene un hilo de voz al preguntar quién eres y yo le respondo con naturalidad soy mamá, qué haces que no te levantas. Ella tarda unos instantes en contestar, porque mi madre no es ninguna tonta y ha de recordar vagamente que su madre murió 23


cuando ella era muy niña. Pero yo no la dejo pensar. Le acaricio el cabello cano, las arrugas y el pecho fláccido, y le digo cariño, vas a llegar tarde, levántate que ya te preparé el desayuno. Ella no sabe qué decir. Murmura vagamente algo sobre mi padre, sobre su hija, pero yo no le consiento ninguna duda y le digo otra vez con esa absurda pesadilla de tu marido y de tu hija. Al final acepta que yo soy mamá y ella tiene siete años. Entonces me besa. Me llama con palabras cariñosas que me hacen reír. También me dice que tiene examen de Matemáticas. Yo la beso y luego me incorporo, conecto la luz, levanto las persianas. Le muestro un espejo. Pero yo quiero a mamá. Lo que intento decir es que quiero lo mejor para ella. Sobre todo los días que no me duele la cabeza. Sé que la quiero porque a veces la he escuchado llorar -a lo mejor le dije que tiene cáncer o bien que se le ahogó la niña en la bañera; esa niña que en su cabeza debo de ser seguramente yo-, y al oírla he sentido como si algo se me rompiera dentro. Ocurre pocas, muy pocas veces, pero en ese momento no puedo dejar de abrazarla y necesito ser sincera. Necesito contar por una vez la verdad, porque he maquillado el pasado tantas veces que es como si ya no tuviéramos ninguno, o por el contrario tuviéramos cualquiera. Así que la miro a los ojos y le cuento todo. Le hablo de mis dolores de cabeza, de su enfermedad, de la razón por la que bajo las persianas y no contesto a los timbres ni al teléfono. Le digo que unos días le construyo un pasado perfecto y otros en cambio siento que debo hacer de su memoria un infierno. También le explico que seguramente puedo parecerle cruel, pero que al fin y al cabo no es todo culpa mía: que en cierto modo es el pasado el que me escoge a mí, el que me llama cada mañana. Que en estos años he aprendido que la verdad no existe, que la verdad se hace nueva cada día -y que a veces la verdad surge de un solo dolor de cabeza, o de un vértigo desapacible en el estómago-. Mamá no dice nada. Sólo escucha en silencio y sonríe o entrecierra los ojos. Me mira de un modo distinto a siempre. Por primera vez no me cree. Es extraño darse cuenta de cómo a veces la verdad es más difícil de aceptar que la mentira. No me cree, al principio no me cree y menea la cabeza porque todo es 24


absurdo, pero de pronto algo cambia en su gesto. Es un gesto de horror o de sorpresa. Quizás es que por fin recuerda; que tropieza en mi mirada con algo que le asusta, algo que nunca había visto antes. Por un momento me mira a los ojos y en su mirada veo ciertos recuerdos que prometí no volver a nombrar. En un instante su expresión es más terrible, más desencajada que los días que escucha entre lágrimas que la guerra fría finalmente estalló y somos las únicas supervivientes sobre la tierra. Y entonces ocurre. Por un momento regresan a su cuerpo las fuerzas. Se libra de mis brazos, manotea hasta acertarme en la cara o en el pecho; me araña, y me escupe, y me grita esas cosas horribles que jamás habría imaginado antes de ponerse enferma y que yo no le tomo en cuenta porque me conduelo por su estado. Me muerde con su boca desdentada o simplemente corre pasillo adelante; corre a pesar de su pierna enferma, a pesar de sus zapatones pesados y su temblor en las rodillas; corre hasta la puerta atrancada o se precipita sobre el teléfono. La pobre no recuerda que todo este tiempo estuvo desconectado. Mamá golpea una y otra vez la madera. Grita cosas que ningún vecino podrá oír jamás. Poco a poco comprende que el teléfono está apagado y la puerta cerrada con llave. Que antes o después olvidará todo cuanto le he dicho. Sigue golpeando la puerta pero ya lo hace sin energía, sin esperanza, y cuando al final la vence el dolor en la pierna se deja arrastrar sin más hasta el suelo. Allí llora el tiempo suficiente para olvidar qué hace tendida en la moqueta. Y cuando comprendo que ese momento ha llegado cuento despacio hasta veinte y después me acerco, le acaricio la cabeza y le pregunto dulcemente por qué lloras, mamá, y ella contesta con la voz amarga por el llanto no recuerdo, y sigue llorando. Entonces la rodeo con mis brazos; la abrazo con fuerza y le perdono todas aquellas cosas que no recuerdo y que quizás invento. Es como si de pronto sintiera una infinita compasión por su pierna tullida y no puedo evitar echarme a llorar. Lloramos juntas. Lloramos en silencio por los días pasados: por el ayer, y también por el mañana. Y por un momento junto las manos y deseo con todas mis fuerzas que mañana sea un día distinto. Un día sin jaquecas ni malos sabores en la boca. Un día en el que haya una única

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verdad que pueda mirarse a la cara; y esa verdad puede ser cualquier mentira debidamente contada, pues saber lo que era cierto nunca nos sirvi贸 de mucho.

Versi贸n de Jos茅 Sanchis Sinistierra.

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LES BONNES INTENTIONS Juan Gómez Bárcena

Tous les matins, Maman me réveille avec ses cris et me demande en larmes où est Papa. La farce comment à ce moment-là, tandis que je l’habille ou la lave, et je lui réponds n’importe quoi. Que Papa reviendra dans un instant ou bien qu’il est mort il y a longtemps. Maman a ce regard étrange quand je réponds, cette manière de dire oui et non en même temps. Mais au bout du compte elle acquiesce toujours –même les jours où je ne suis que son infirmière, et les yeux à demi fermés elle me demande où est ma robe de chambre-. Elle dit toujours oui car il n’y a aucune raison de tenir au non, aucun timide souvenir qui nie que nous sommes en guerre ou que son autre fille –la petite, Maman, tu ne t’en souviens pas ?- a fini terrassée par le cancer. Elle a de longs cheveux blancs, une chevelure forte et blanchie que je mets beaucoup de temps à démêler. Et je passe les minutes vides à lui raconter un passé, à construire une vérité qui soit n’importe quelle vérité, car toutes se valent et cela fait longtemps que j’ai oublié quelle était la nôtre. Elle écoute en silence, me regarde de ses yeux étonnés et ronds. Elle ne pose pas de question. Aucune question n’est possible quand rien n’est sûr. Elle n’ouvre même pas la bouche pour se plaindre quand je lui tire les cheveux avec le peigne, parce que je lui réponds que les jolies petites filles ne pleurent pas quand on leur tire les cheveux. Parfois j’évoque les rêves de Maman ; ceux qu’elle avait avant de tomber malade, avant d’oublier tout ce qu’elle aurait aimé être. Et je les lui répète point par point. Je lui dis qu’elle a obtenu sa bourse, qu’elle ne s’est pas mariée si jeune, que Papa n’a jamais dit ces choses-là. Je lui raconte que dehors le monde va mieux qu’elle ne le pense. Mais en réalité Maman ne pense rien et se contente de regarder les persiennes baissées, de hausser les épaules, de sourire. Elle ne pense rien car il lui suffit de savoir que j’ai terminé première de ma 27


promotion ou que je suis sur le point de conclure un marché à tout endroit du monde qui suppose un billet d’avion. Et il y a même les jours de chance où nous avons gagné des millions au loto et nous avons tellement d’argent que nous pourrions acheter n’importe quoi si aujourd’hui on n’était pas aussi dimanche. Maman sourit les jours où tout est parfait. Mais il y a aussi des matins différents. Des jours où je me réveille avec un goût étrange dans la bouche et où j’ai à nouveau cet horrible mal de tête. Et soudain les choses ne me semblent pas si faciles. Quelque chose m’empêche d’inventer une fois de plus le passé tel que ma mère voulait qu’il soit. Quelque chose qui ressemble beaucoup à la rancune ou à la jalousie. La jalousie envers cette vie commode qui consiste à se lever à blanc chaque jour et à ne jamais se lasser d’entendre que notre vie a été un succès. La même beauté encore et encore jusqu’à l’infini. Au bout du compte ma vie, cette vie dont je me souviens parfois, n’a jamais été un lit de roses. C’est à ce moment-là que je sens cette insupportable migraine dont rien ne peut me délivrer. Maman crie depuis sa chambre, elle demande une fois de plus à grands cris où est Papa et je me surprends à lui dire qu’elle l’a mis à la porte il y a longtemps. Ou qu’il est mort, ou qu’il est dans la chambre d’à côté et ne veut pas la voir. Ou que je suis sa maîtresse et que c’est moi qu’il aime réellement. Bien sûr que j’aime Maman ; que j’ai pitié de son état. Mais ce n’est pas facile de s’occuper d’elle jour après jour avec le même courage comme si de rien n’était, comme si le temps n’existait pas et que nous n’étions qu’une de ses photos d’enfance oubliées parmi d’autres. Je veux dire que chaque fois que revient le mal de tête je sais qu’une dure journée nous attend Maman et moi, que je vais dire quelque chose d’atroce que je regretterai plus tard ou simplement que notre passé sera à nouveau insupportable. Peut-être que je ne suis jamais née. Peut-être que toute sa famille est morte dans une guerre sanglante dont j’invente le nom. Peut-être que Maman n’a jamais connu Papa – tu crois te souvenir que si, mais ce n’est pas vrai, Maman : ce n’est qu’un rêve de plus-. Et elle garde ce silence avec lequel elle croit absolument tout. De même quand je lui dis mais puisque tu aimes la purée de pommes de terre, Maman, et tandis qu’elle l’avale avec effort je sens qu’elle trésaille et se bat 28


contre elle-même, contre son dégoût, contre ses papilles gustatives qui la trahissent. Ou je montre sa jambe malade et dis tu n’as rien à la jambe et je l’oblige à arpenter le couloir dans un sens et dans l’autre tandis qu’elle retient, les dents serrées, le cri de douleur impossible. Le lendemain elle se réveille avec la jambe violacée à cause de l’effort et sa fatigue est l’excuse parfaite pour lui dire que tout est inutile, que l’accident qui a emporté Papa l’a laissée invalide il y a longtemps. Maman me regarde à nouveau de cette manière étrange, les yeux à demi fermés parce qu’elle tente de se souvenir et que sa mémoire est à nouveau le même mur sans fenêtres. Parfois, le jeu consiste précisément à faire le contraire : à ne rien faire, à ne dire rien du tout. Je me cache dès la première heure du jour et ne prête pas attention à ses cris. Même si elle se traîne hors du lit et saigne des poignets. Elle parcourt toute la maison avec effort et ne trouve personne, ne reconnaît rien. Ses derniers souvenirs remontent à trente ou quarante ans et je souris en pensant que chaque meuble est pour elle une nouveauté douloureuse, incompréhensible ; un décor de film de science-fiction. Son endroit préféré c’est la salle de bains. Les installations sont vétustes, on dirait qu’elles ont ces trente ou quarante ans à blanc et les canalisations dénudées sont encore en plomb. Là elle s’agrippe aux toilettes ou au lavabo et le front appuyé contre le marbre elle crie à en perdre la voix. Parfois elle appelle Papa ; parfois elle se souvient de mon nom ou de celui de sa propre mère. Je laisse exprès un calendrier sur le miroir. Un calendrier qui peut être actuel ou ancien, c’est selon, et même parfois falsifié avec une date future et invraisemblable. Maman lit 2374 et elle se le répète à plusieurs reprises tout en pleurant agrippée au lavabo, parce qu’elle comprend qu’elle doit sûrement être morte. A un moment elle s’endort, elle tombe d’inanition ou de soif : son angoisse doit sûrement être immense. Plus tard elle se réveille dans tel ou tel endroit de la maison et c’est alors que j’apparais, moi, sa sauveuse. Je la redresse et lui dis Maman, tu t’es endormie, alors qu’on avait dit que cette fois-ci tu m’aiderais à éplucher les pommes de terre. D’autres jours je baisse toutes les persiennes et je coupe le courant. 29


J’entre dans sa chambre dans l’obscurité sans cesser de frapper dans mes mains. A l’école, lui dis-je, à l’école, habille-toi vite tu vas être en retard. J’essaie d’imiter la voix de ma grand-mère, mais au fond peut importe, parce que j’ai déjà dit que Maman accepte tout. Elle a un filet de voix quand elle demande qui es-tu et je lui réponds naturellement c’est Maman, que fais-tu, tu ne te lèves pas. Elle met quelques instants à répondre, parce que ma mère est loin d’être bête et doit se souvenir vaguement que sa mère est morte quand elle était toute petite. Mais je ne la laisse pas réfléchir. Je caresse ses cheveux blancs, ses rides et sa poitrine flasque, et je lui dis ma chérie tu vas être en retard, lève-toi j’ai préparé ton petit déjeuner. Elle ne sait que dire. Elle murmure vaguement quelque chose sur mon père, sur sa fille, mais je ne lui autorise aucun doute et lui reparle de cet absurde cauchemar de ton mari et de ta fille. Au bout du compte elle accepte que je sois Maman et qu’elle a sept ans. Alors elle m’embrasse. Elle m’appelle avec des mots tendres qui me font rire. Elle me dit aussi qu’elle a un examen de mathématiques. Je l’embrasse et ensuite je me redresse, j’allume la lumière, j’ouvre les persiennes. Je lui montre un miroir. Mais j’aime Maman. Ce que j’essaie de dire c’est que je veux ce qu’il y a de mieux pour elle. Surtout les jours où je n’ai pas mal à la tête. Je sais que je l’aime parce que parfois je l’ai entendue pleurer - peut-être lui ai-je dit qu’elle a un cancer ou que sa petite fille s’est noyée dans la baignoire ; cette petite fille qui, dans sa tête, est certainement moi-, et en l’entendant j’ai senti comme si quelque chose se brisait en moi. Cela arrive rarement, très rarement, mais à ce moment-là je ne peux m’empêcher de la prendre dans mes bras et j’ai besoin d’être sincère. J’ai besoin de raconter la vérité pour une fois, parce que j’ai maquillé le passé si souvent que c’est comme si nous n’en n’avions plus, ou au contraire comme si nous avions n’importe lequel. Je la regarde donc dans les yeux et je lui raconte tout. Je lui parle de mes maux de tête, de sa maladie, de la raison pour laquelle je baisse les persiennes et ne réponds pas aux coups de sonnette ni au téléphone. Je lui dis que certains jours je lui construis un passé parfait et d’autres en revanche je sens que je dois transformer sa mémoire en enfer. Je lui explique aussi que je peux sûrement lui sembler cruelle, mais qu’au

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bout du compte tout n’est pas de ma faute : que d’une certaine façon c’est le passé qui me choisit, lui qui m’appelle chaque matin. Que ces dernières années j’ai appris que la vérité n’existait pas, que la vérité se renouvelait chaque jour – et que parfois la vérité surgissait d’un seul mal de tête, ou d’un vertige désagréable dans l’estomac. Maman ne dit rien. Elle se contente d’écouter en silence et sourit ou ferme les yeux à demi. Elle me regarde d’une façon différente que celle d’habitude. Pour la première fois elle ne me croit pas. C’est étrange de se rendre compte comme parfois la vérité est plus difficile à accepter que le mensonge. Elle ne me croit pas, au départ elle ne me croit pas et elle agite la tête parce que tout est absurde, mais soudain quelque chose change dans son expression. C’est une expression d’horreur ou de surprise. Peut-être qu’enfin elle se souvient. Qu’elle trébuche dans mon regard sur quelque chose qui lui fait peur, quelque chose qu’elle n’avait jamais vue avant. Elle me regarde un instant dans les yeux et dans son regard je vois des souvenirs que je me suis promis de ne pas nommer à nouveau. Son expression est un instant plus terrible, plus crispée que les jours où elle entend en larmes que la guerre froide a fini par éclater et que nous sommes les seules survivantes de la terre. Et alors cela arrive. Les forces regagnent son corps un moment: Elle se détache de mes bras, elle gesticule jusqu’à m’atteindre au visage ou à la poitrine ; elle me griffe, me crache au visage, me crie ces choses horribles qu’elle n’aurait jamais imaginées avant de tomber malade et dont je ne tiens pas compte car j’ai pitié de son état. Elle me mord de sa bouche édentée ou court simplement dans le couloir, elle court malgré sa jambe malade, malgré ses lourds godillots et son tremblement aux genoux ; elle court jusqu’à la porte barricadée ou se précipite sur le téléphone. La pauvre ne se souvient pas qu’il a été débranché tous ces derniers temps. Maman tape le bois à plusieurs reprises. Elle crie des choses qu’aucun voisin ne pourra jamais entendre. Peu à peu elle comprend que le téléphone est coupé et la porte fermée à clé. Que tôt ou tard elle oubliera tout ce que je lui ai dit. Elle continue de frapper à la porte mais elle le fait désormais sans énergie, sans espoir, et quand enfin la douleur à la jambe a raison d’elle, elle se laisse 31


tomber sans plus sur le sol. Là elle pleure le temps qu’il faut pour oublier ce qu’elle fait allongée sur la moquette. Et quand je comprends que ce moment est arrivé je compte lentement jusqu’à vingt et ensuite je m’approche, lui caresse la tête et je lui demande doucement pourquoi tu pleures, Maman, et elle répond la voix brisée par les sanglots je ne me souviens pas, et elle continue de pleurer. Alors je l’enveloppe dans mes bras ; je l’embrasse avec force et je lui pardonne toutes ces choses dont je ne me souviens pas et que j’invente peut-être. C’est comme si j’éprouvais soudain une pitié infinie pour sa jambe paralysée et je ne peux m’empêcher de me mettre à pleurer. Nous pleurons toutes les deux. Nous pleurons en silence les jours passés : les jours d’hier, et aussi ceux de demain. Et je joins les mains un instant et souhaite de toutes mes forces que demain soit un autre jour. Un jour sans migraine ni goût amer dans la bouche. Un jour où il y aura une seule vérité qu’on pourra regarder en face ; et cette vérité peut être n’importe quel mensonge dûment raconté, car savoir ce qui était certain ne nous a jamais servi à grand-chose.

Traduction Adélaïde de Chatellus

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EL POETA LOCAL Ricardo Piglia (de Respiración artificial)

Atraigo a las muy jóvenes, a las adolescentes de quince, dieciséis años… o a las viejas, pero a las viejas viejísimas. Recibo mucha correspondencia en el diario donde trabajo y donde, muy de cuando en cuando, publico mis sonetos. Sí, recibo por lo menos dos o tres cartas semanales que me escriben mujeres diversas. Las hay de todas clases, ya se pueden imaginar, y algunas son notables: niñas que se sienten atraídas por la poesía y escriben cartas cursis y sentimentales; señoras que me escriben en secreto para confesarme que siempre les ha interesado la literatura, pero que el matrimonio, los hijos, las obligaciones de la vida doméstica las han ido alejando de su verdadera vocación. Muchas me escriben para contarme ese tipo de cosas. Pero hay otro tipo de cartas que son realmente notables: por ejemplo, cartas obscenas. Suelo recibir cartas de una obscenidad aterradora, de mujeres que me escriben al diario sin darse a conocer. Casi nunca soy yo el objeto de esas cartas, no se trata de que piensen en mí al escribirlas. Yo soy, simplemente, el destinatario. Ellas me cuentan aventuras con sus amantes actuales o recuerdan sus historias sexuales del pasado. Algunas son cartas con fantasías de una perversidad sexual fascinante, acompañadas a veces de dibujos infames, descripciones anatómicas para ejemplificar el carácter de sus ilusiones o de sus experiencias eróticas. ¿No es notable? ¿No es notable que me elijan a mí, al poeta local, como destinatario de esas cartas? En general no esperan respuesta, sencillamente se sientan y me escriben. Recibo una nutrida correspondencia, sí, y a veces una misma mujer me escribe durante meses. Por principio, jamás contesto, y jamás incluyo en mis sonetos la menor alusión, por más oscura que pueda imaginarse, al contenido de esa 33


correspondencia que recibo. Y sin embargo, algunas de esas cartas son tan extraordinarias que puedo decir que allí se encuentra no solo la materia única, sino la inspiración más profunda de toda mi poesía. Hace algún tiempo comencé a recibir cartas excepcionales de una mujer. No se trataba en este caso de cartas pornográficas o de cartas tan cursis que uno, como suele sucederme a veces, pudiera considerarlas excepcionales. Esas cartas que comencé a recibir eran excepcionales en todo sentido. En todo sentido eran excepcionales. Eran cartas de una calidad literaria tal, que si no fuera una palabra cómica, yo diría que parecían escritas por un escritor de un talento absolutamente fuera de lo común. Por de pronto venían escritas en un español levemente arcaico, casi quevedesco, diría; estaban escritas en un español tan puro y cristalino que, al leerlas, lo escrito por mí me parecía de una tosquedad insoportable y de una torpeza inesperada. La sola idea de comparar esas cartas con lo escrito por mí me paralizaba por completo. Por otro lado, en esas cartas la mujer no escribía sobre sí misma, sino que contaba extrañas historias, relatos que tenían la textura y la firmeza impersonal de una parábola. Al final de la carta, la mujer añadía una frase que era en realidad, pensaba yo, la única parte de lo escrito que me estaba personalmente dirigido. Al final de la carta, la mujer siempre escribía: De usted… y después firmaba con su nombre y apellido, que no revelaré. Y abajo de su nombre, los datos de una casilla de correo y un número de teléfono. El final de las cartas era pues siempre el mismo, pero las cartas eran siempre distintas y eran siempre perfectas, lo más parecido a la perfección literaria que yo he leído en años y años. Al cabo de tres meses me decidí por fin a contestarle. Le contesté. Le dije que no pensaba verla y que, por lo tanto, el número de teléfono era inútil. Le dije que tampoco pensaba contestarle y que solo le había escrito esa única vez para decirle que sus cartas me parecían un esfuerzo insensato, porque lo que ella 34


escribía, esas parábolas estúpidas, no eran otra cosa que pésima literatura. Le saluda atentamente: Tal y Tal. Estuvo dos semanas sin escribirme; hasta que continuó. Sus cartas no variaron, quiero decir que por un lado no se dignó discutir mis opiniones y que, por otro lado, siguió escribiendo los mismos extraños y bellísimos relatos de siempre, en ese hipnótico español solo suyo que tenía la pureza de un cristal y la flexible elegancia de los gatos en el soneto de Baudelaire. Una tarde estaba escuchando música. A mí me gustan mucho los cuartetos de Beethoven, en eso no soy nada original, y me ponen en un estado de ánimo particular. Así habría que escribir, pienso cada vez que los escucho. Cada vez que escucho los cuartetos de Beethoven pienso: daría diez años de mi vida por llegar a escribir algo que sonara, al leerse, como los cuartetos de Beethoven. Así habría que escribir, me cago en Dios, y estaba dispuesto a suscribir allí mismo un pacto con el diablo, como el doctor Fausto. Y entonces me dije: tengo que ver a esa mujer. La llamo por teléfono y le digo: Tengo que verla de inmediato. ¿Puede venir a mi casa? Vivo a más de veinte kilómetros de la ciudad, pero puedo tomar un taxi. Venga inmediatamente, le dije. Sí, dijo la mujer. Me cambio de ropa, me pongo un traje, una corbata. Estaba en un estado de ánimo tan particular que necesitaba que esa mujer y ninguna otra persona en el mundo me dijera: Usted es el más grande, es el mejor, no hay otro poeta como usted. Momentos de debilidad que uno tiene. Me paseaba por la habitación, esperando. Una hora más tarde llaman a la puerta. Abro, y al abrir, empecé a reírme o a toser como un idiota. Tenía un vaso en la mano, un vaso de vidrio con ginebra o con whisky, algo que yo estaba tomando con hielo, y al toser el vaso me temblaba y el hielo hacía un ruido que yo no dejaba de escuchar mientras pensaba: es el ruido que hace el hielo al golpear contra las paredes de un vaso de vidrio. Era una mujer increíblemente fea, de una fealdad fascinante, casi perversa.

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Dejé el vaso sobre un mueble. Le invité a pasar. Nos sentamos. Se quedó cuatro horas. Jamás voy a poder olvidarla. Fue algo extraordinario. Me contó todo lo que no me había dicho en sus cartas, quiero decir: me habló de su vida. Situaciones, momentos de su vida, su adolescencia… Era un monstruo, pero tenía una inteligencia refinadísima, sutil, y ese extraño y tan bello manejo un poco arcaico, como latinizado, del español. La mujer vivía con su hermana en una casa de las afueras y se ganaba la vida bordando manteles. Había empezado a escribir porque le gustaban los sonetos que yo escribía, aunque veía en ellos una excesiva voluntad de asombrar por medio de la destreza técnica. En cuanto a ella, se apasionaba por la literatura desde siempre, pero no se sentía capaz de dedicarse a escribir porque, dijo: ¿Sobre qué puede un escritor construir su obra si no es sobre su propia vida? Y su vida, me dijo, era algo tan abominable como su cuerpo y por lo tanto era imposible que pudiera dedicarse a la literatura porque para ella escribir era justamente olvidarse de eso que debía ser el tema de su obra. Esas cartas las había escrito, dijo, porque a veces, de noche, no podía más y escribir esas cartas la aliviaba, le permitían desentenderse por un tiempo de sí misma y de su vida. Pero yo había tenido razón al decirle que eran pésima literatura. Ella lo presentía, dijo, sabía que eran pésima literatura porque la literatura solo puede construirse con la trama de la vida. Uno escribe, dijo la mujer, y las palabras son su cuerpo. Al querer borrar mi cuerpo en lo que escribo, jamás voy a poder construir otra cosa que palabras vacías, sin sangre, palabras huecas, como hechas de aire. Eso, pero dicho de un modo más bello y enigmático, fue lo que dijo la mujer. Y entonces yo, que comprendía que la mujer estaba totalmente equivocada con esa absurda teoría sobre la literatura que se construye con la propia vida, que me daba cuenta de que la mujer estaba totalmente equivocada porque además había leído lo que ella era capaz de escribir, entonces yo le dije que tenía razón, que ella no había nacido para la literatura, que sus cartas eran, a pesar de su 36


esfuerzo por olvidarse de sí misma al escribirlas, tan informes como su cuerpo. Le aconsejé que pusiera todo su empeño en el bordado de manteles o en algún otro arte impersonal por el estilo. Le dije lo que por supuesto en mi puta vida había creído, le dije que ella tenía razón, que la literatura era siempre autobiográfica y que ella debía olvidar para siempre esa tentación. Y lo hice en un estado de extraña exaltación, ayudado sin duda por el clima que me habían creado los cuartetos de Beethoven, sintiendo a la vez en el fondo de mí un sórdido temor. El sórdido temor de que la mujer no se dejara convencer. Porque si no puedo convencerla, pensaba, y esta mujer, este monstruo, se decide a publicar cualquier cosa que escriba, seré yo quien tendrá que abandonar por completo la escritura. Si esa mujer seguía escribiendo, nadie, en el presente ni en los años que siguieran, nadie iba nunca a recordar que haya existido un poeta llamado Tal y Tal. Pensaba eso, y estaba exaltado por mi propia sordidez. Y la mujer me agradeció que hubiera sido sincero, aunque ella, dijo, en el fondo ya lo sabía, e incluso se lo había dicho a sí misma, casi con las mismas palabras que yo estaba usando ahora. Uno solo puede escribir sobre su cuerpo, me dijo la mujer. Uno solo puede escribir sobre su cuerpo, grabar los libros en la carne de su cuerpo. Pero mi cuerpo, dijo, es tan abominable… y yo lo odio como nadie jamás ha podido odiar nada en este mundo. Nadie puede saber, dijo la mujer, qué clase de odio es el odio que yo tengo por mi cuerpo. Nadie puede saber como sé yo qué cosa es tener asco de sí mismo. ¿Cómo podía entonces ella, dijo, escribir sobre su vida? Y por eso otra vez estoy condenada; porque entonces lo que escribo no puede ser más que esas historias tejidas en la pobre tela del olvido. Falsas historias que no tienen carne, porque la literatura no puede tener otra materia que la propia experiencia vivida.

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Historias falsas, fraudulentas, artificiales, donde la verdad y la sinceridad son como el aro hueco de madera donde bordo mis manteles. Deshilachadas fantasías que usted, señor, ha tenido el coraje y la amabilidad de definir tal como son. Eso dijo la mujer, de otro modo y con mejores palabras, y después se puso trabajosamente de pie y yo la acompañé hasta la puerta. Fui atrás de ella y la miré caminar: se movía con un patético bamboleo, como si atravesar el aire le costara a ella el mismo esfuerzo que puede costarnos a cualquiera de nosotros caminar por el río, con el agua a la altura de la ingle. La seguí hasta la puerta, nos despedimos y nunca más he vuelto a saber nada de esa mujer. Es curiosa esa cualidad destructiva, esa rara lucidez que se adquiere cuando se ha conseguido fracasar lo suficiente. Porque otra de las virtudes del fracaso es que nos enseña que nunca nada deja su huella en el mundo. Todo lo que hemos vivido se borra, y eso quizás es lo que había comprendido esa mujer. Si les he hablado de todo esto es porque yo mismo, claro, soy un fracasado. Quiero decir, un fracasado en el verdadero sentido, es decir, alguien que ha desperdiciado su vida, que ha derrochado sus condiciones. He sido lo que suele llamarse un joven brillante, una promesa, alguien frente a quien se abren todas las posibilidades. Todas las posibilidades.

Versión de José Sanchis Sinistierra.

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LE POÈTE LOCAL Ricardo Piglia (de Respiration artificielle)

J’attire les petites jeunes, les adolescentes de quinze, seize ans…ou les vieilles, mais les vieilles très vieilles. Je reçois une correspondance abondante au journal où je travaille et où, de façon très épisodique, je publie mes sonnets. Oui, je reçois au moins deux ou trois lettres par semaine que m’écrivent des femmes diverses. Il y en a de toutes sortes, c’est facile à imaginer, et certaines sont étonnantes : des gamines qui se sentent attirées par la poésie et qui écrivent des lettres maniérées et sentimentales ; des dames qui m’écrivent en secret pour m’avouer que la littérature les a toujours intéressées, mais que le mariage, les enfants, les obligations de la vie domestique les ont éloignées peu à peu de leur véritable vocation. Beaucoup m’écrivent pour me raconter ce genre de choses. Mais il y a un autre genre de lettres qui est vraiment étonnant : par exemple, des lettres obscènes. Je reçois souvent des lettres d’une obscénité terrifiante, de femmes qui m’écrivent au journal sans révéler leur identité. Ce n’est presque jamais moi qui suis l’objet de ces lettres, ce n’est pas qu’elles pensent à moi en les écrivant. J’en suis, simplement, le destinataire. Elles me racontent des aventures avec leurs amants du moment ou se remémorent leurs histoires de sexe du passé. Certaines sont des lettres avec des fantasmes d’une perversité sexuelle fascinante, accompagnées parfois de dessins infâmes, des descriptions anatomiques pour illustrer la nature de leurs envies ou de leurs expériences érotiques. N’est-ce pas étonnant ? N’est-ce pas étonnant qu’elles me choisissent moi, le poète local, comme destinataire de ces lettres ? En général elles n’attendent pas de réponse, elles s’assoient simplement et m’écrivent. Je reçois une correspondance importante, oui, et parfois une même femme m’écrit pendant des mois. Par principe, je ne réponds jamais, et 39


jamais je n’inclus dans mes sonnets la moindre allusion, aussi obscure soit-elle, au contenu de ces correspondances que je reçois. Et cependant, certaines de ces lettres sont si extraordinaires que je peux dire qu’elles renferment non seulement la matière unique, mais aussi l’inspiration la plus profonde de toute ma poésie. Il y a quelques temps j’ai commencé à recevoir d’une femme des lettres exceptionnelles. Il ne s’agissait pas dans ce cas de lettres pornographiques ou de lettres si maniérées que, comme cela m’arrive parfois, on pourrait les considérer exceptionnelles. Ces lettres que j’ai commencé à recevoir étaient exceptionnelles à tous points de vue. A tous points de vue elles étaient exceptionnelles. C’était des lettres d’une qualité littéraire telle, que si le mot n’était pas comique, je dirais qu’elles semblaient écrites par un écrivain au talent absolument hors du commun.

Elles étaient soudain écrites dans un espagnol légèrement archaïque, presque digne de Quevedo, dirais-je ; elles étaient écrites dans un espagnol si pur et cristallin, qu’en les lisant ce que j’écris me paraissait d’une lourdeur insupportable, d’une maladresse inattendue. La seule idée de comparer ces lettres avec ce que j’écris me paralysait complètement. D’un autre côté, dans ces lettres la femme n’écrivait pas sur elle-même, mais elle racontait d’étranges histoires, des récits qui avaient la texture et la fermeté impersonnelle d’une parabole. A la fin de la lettre, la femme ajoutait une phrase qui était en réalité, pensais-je, la seule partie du texte qui m’était destinée personnellement. A la fin de la lettre, la femme écrivait toujours: Bien à vous…et ensuite elle signait de son prénom et de son nom, que je ne révélerai pas. Et sous son nom, les références d’une boîte postale et un numéro de téléphone. La fin des lettres était donc toujours la même, mais les lettres étaient toujours différentes et elles étaient toujours parfaites, le plus proche possible de la perfection littéraire de ce que j’ai lu depuis des années. 40


Au bout de trois mois, je me suis enfin décidé à lui répondre. Je lui ai répondu. Je lui ai dit que je ne pensais pas la voir et que, par conséquent, le numéro de téléphone était inutile. Je lui ai dit que je ne pensais pas non plus lui répondre et que je lui avais écrit cette unique fois-là pour lui dire que ses lettres me semblaient un effort insensé, car ce qu’elle écrivait, ces paraboles stupides, n’étaient pas autre chose que de la très mauvaise littérature. Recevez mes salutations respectueuses : Untel. Elle a cessé de m’écrire pendant deux semaines ; puis elle a recommencé. Ses lettres n’ont pas changé ; je veux dire que d’un côté elle n’a pas daigné contester mon avis et que, d’un autre côté, elle a continué à écrire ces mêmes éternels récits étranges et très beaux, dans cet espagnol hypnotique propre à elle seule qui avait la pureté du cristal et l’élégance souple des chats dans le sonnet de Baudelaire. Un après-midi, j’écoutais de la musique. J’aime beaucoup les quatuors de Beethoven, en cela je ne suis nullement original, et ils me mettent dans un état d’âme particulier. C’est comme cela qu’il faudrait écrire, pensé-je chaque fois que je les écoute. Chaque fois que j’écoute les quatuors de Beethoven je pense : je donnerais dix ans de ma vie pour parvenir à écrire quelque chose qui sonne, à la lecture, comme les quatuors de Beethoven. C’est comme cela qu’il faudrait écrire, nom de Dieu, et j’étais prêt à signer sur le champ un pacte avec le diable, comme le docteur Faust. C’est alors que je me suis dit : il faut que je voie cette femme. Je l’appelle par téléphone et lui dis : il faut que je vous voie immédiatement. Pouvez-vous venir chez moi ? J’habite à plus de vingt kilomètres de la ville, mais je peux prendre un taxi. Venez immédiatement, lui ai-je dit. Oui, a dit la femme.

Je me change, je mets un costume, une cravate. J’étais dans un état si particulier que j’avais besoin que cette femme et personne d’autre au monde me dise : vous êtes le plus grand, le meilleur, il n’y a pas d’autre poète comme vous. Des moments de faiblesse comme on en a. 41


J’arpentais la pièce, à attendre. Une heure plus tard on frappe à la porte. J’ouvre, et en ouvrant, je me suis mis à rire ou à tousser comme un idiot. J’avais un verre à la main, un verre en verre avec du gin ou du whisky, quelque chose que j’étais en train de boire avec de la glace, et en toussant mon verre tremblait et la glace faisait un bruit que je ne cessais d’entendre tout en pensant : c’est le bruit que fait la glace en tapant contre les parois d’un verre en verre. C’était une femme incroyablement laide, d’une laideur fascinante, presque perverse. J’ai posé le verre su un meuble. Je l’ai priée d’entrer. Nous nous sommes assis. Elle est restée quatre heures. Jamais je ne pourrai l’oublier. Ce fut quelque chose d’extraordinaire. Elle m’a raconté ce qu’elle ne m’avait pas dit dans ses lettres, à savoir : elle m’a parlé de sa vie. Des situations, des moments de sa vie, son adolescence…c’était un monstre, mais elle avait une intelligence extrêmement raffinée, subtile, et cet étrange et si beau maniement un peu archaïque, comme latinisé, de l’espagnol. Cette femme vivait avec sa sœur dans une maison de banlieue et elle gagnait sa vie à broder des nappes. Elle s’était mise à écrire parce qu’elle aimait les sonnets que j’écrivais, même si elle y voyait une volonté excessive d’impressionner grâce à la dextérité technique. Quant à elle, elle se passionnait pour la littérature depuis toujours, mais ne se sentait pas capable de se consacrer à l’écriture parce que, dit-elle : sur quoi un écrivain peut-il construire son œuvre si ce n’est sur sa propre vie ? Et sa vie, me dit-elle, était quelque chose d’aussi abominable que son corps et par conséquent il était impossible qu’elle puisse se consacrer à la littérature parce que pour elle écrire c’était justement oublier ce qui devait être le sujet de son œuvre. Ces lettres elle les avait écrites, dit-elle, parce que parfois, la nuit, elle n’en pouvait plus et écrire ces lettres la soulageait, elles lui permettaient de se détacher un moment d’elle-même et de sa vie. Mais j’avais eu raison de lui dire 42


que c’était de la très mauvaise littérature. Elle le pressentait, dit-elle, elle savait que c’était de la très mauvaise littérature parce que la littérature ne peut se construire qu’avec la trame de la vie. On écrit, a dit la femme, et les mots sont notre corps. En voulant effacer mon corps de ce que j’écris, jamais je ne pourrai écrire autre chose que des mots vides, sans sang, des mots creux, comme faits de vent. Voilà, mais dit d’une façon plus belle et énigmatique, ce qu’a dit la femme. Et alors moi, qui comprenais que la femme se trompait totalement avec cette absurde théorie sur la littérature qui se construit avec notre propre vie, qui me rendais compte que la femme se trompait totalement parce qu’en plus j’avais lu ce qu’elle était capable d’écrire, alors je lui ai dit qu’elle avait raison, qu’elle n’était pas née pour la littérature, que ses lettres étaient, en dépit de ses efforts pour s’oublier elle-même en les écrivant, aussi informes que son corps. Je lui ai conseillé de mettre tous ses efforts dans la broderie de nappes ou dans quelque autre art impersonnel du même style. Je lui ai dit ce que je n’avais jamais cru de ma vie, je lui ai dit qu’elle avait raison, que la littérature était toujours autobiographique et qu’elle devait oublier pour toujours cette tentation. Je l’ai fait dans un état d’étrange exaltation, aidé sans doute par le climat dans lequel me mettaient les quatuors de Beethoven, éprouvant en même temps au fond de moi-même une crainte sordide. La crainte sordide que la femme ne se laisse pas convaincre. Car si je ne peux pas la convaincre, pensais-je, et que cette femme, ce monstre, se décide à publier la moindre chose qu’elle écrit, c’est moi qui devrais abandonner complètement l’écriture. Si cette femme continuait d’écrire, personne, dans le présent ni dans les années à venir, personne ne se souviendrait jamais qu’avait existé un poète du nom d’Untel. Voilà ce que je pensais, et j’étais exalté de ma propre infamie. Et la

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femme me remercia d’avoir été sincère, même si elle, dit-elle, le savait déjà au fond d’elle-même, et elle se l’était même dit à elle-même, avec presque les mêmes mots que ceux que j’employais maintenant. On ne peut écrire que sur notre corps, m’a dit la femme. On ne peut écrire que sur notre corps, graver les livres dans la chair de notre corps. Mais mon corps, dit-elle est si abominable…et je le hais comme personne n’a jamais rien haï dans ce bas monde. Personne ne peut savoir, a dit la femme, quelle sorte de haine est la haine que j’ai pour mon corps. Personne ne peut savoir comme je le sais ce que signifie être dégoûté de soi-même. Comment pouvait-elle alors, dit-elle, écrire sur sa vie ? Et pour cela, à nouveau, que je suis condamnée ; parce qu’alors ce que j’écris ne peut être autre chose que ces histoires tissées dans le tissu pauvre de l’oubli. De fausses histoires qui n’ont pas de chair, car la littérature ne peut avoir d’autre matière que notre propre expérience vécue. Des histoires fausses, frauduleuses, artificielles, ou la vérité et la sincérité sont comme l’anneau de bois creux avec lequel je brode mes nappes. Des fantaisies effilochées que vous, Monsieur, vous avez eu le courage et l’amabilité de définir telles qu’elles sont. Voilà ce qu’a dit la femme, d’une autre manière et avec des mots plus justes, puis elle s’est mise debout laborieusement et je l’ai accompagnée jusqu’à la porte.

Je suis resté derrière elle et je l’ai regardée marcher : elle se déplaçait avec un balancement pathétique, comme si fendre l’air lui demandait le même effort que peut demander à n’importe lequel d’entre nous de marcher dans la rivière, avec l’eau à la hauteur des cuisses. Je l’ai suivie jusqu’à la porte, nous nous sommes dit au revoir et je n’ai plus jamais eu de nouvelles de cette femme. C’est curieux cette qualité destructrice, cette lucidité rare qu’on acquiert quand on a réussi à échouer suffisamment. Parce qu’une autre vertu de l’échec

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c’est qu’il nous enseigne que rien ne laisse jamais sa trace dans le monde. Tout ce que nous avons vécu s’efface, et c’est peut-être ce qu’avait compris cette femme. Si je vous ai parlé de tout ceci c’est parce que moi-même, bien sûr, je suis un raté. Je veux dire un raté dans le vrai sens du terme, c'est-à-dire quelqu’un qui a gâché sa vie, qui a dilapidé ses aptitudes. J’ai été ce que l’on a coutume d’appeler un jeune brillant, une promesse, quelqu’un devant qui s’ouvrent toutes les possibilités. Toutes les possibilités.

Traduit de l’espagnol (Argentine) par Adélaïde de Chatellus

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