Hoja parroquial Arquidiócesis de Guadalajara, A.R.
N.º 29 • Domingo XVI Ordinario, Ciclo A • 17 de Julio de 2011
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El Trigo y la Cizaña E ste domingo, la Palabra de Dios nos urge a reflexionar sobre el tema más importante del Evangelio: el Reino
de Dios. La primera parábola de hoy compara el Reino de Dios con un campo en el que, si bien se siembra trigo, luego aparece la cizaña, por lo que el dueño debe esperar hasta el tiempo de la cosecha para separar los dos elementos: el bueno y el malo. Debemos evitar la fácil tentación de pensar que los cristianos somos el trigo del mundo, y los demás la cizaña. Sabemos, en efecto, que la parábola alude al Reino de Dios, es decir, a la forma como Dios obra en el mundo, tanto dentro como fuera de la Iglesia cristiana. Su mensaje, por lo tanto, tiene un valor universal. Ante todo, la parábola refleja la situación de la humanidad con un criterio realista y maduro: la historia está tejida de luz y de sombras. Precisamente el Reino, o sea Dios, interviene en este mundo concreto, sin prisa por condenar a nadie. Si el Reino aporta la vida a los hombres, también existe un principio de muerte que provoca el odio, las guerras, la inmoralidad, la falta de comunicación, etc. Este es el punto de partida de toda comunidad que se diga cristiana: evitando un espíritu sectario, comprender al mundo tal cual es. Más aún, nadie tiene derecho a sentirse “de la parte salvada”, despreciando o condenando a los otros. Este juicio está más allá de la historia y es de exclusividad divina.
La superación del espíritu sectario y de todo triunfalismo, nos lleva al núcleo de la cuestión: cada uno de nosotros es ese campo en el que crece, simultáneamente, el trigo y la cizaña.
La aparición de la cizaña es algo que no debe sorprendernos: también el mal forma parte de la experiencia humana. Por el solo hecho de ser hombres, y por lo tanto limitados y en constante crecimiento, tenemos la capacidad para descubrir nuestra cuota de imperfección y de pecado. Si en alguna época se pudo pensar que el mal era una anormalidad, hoy podríamos decir que la persona que se cree absolutamente buena adolece, sin duda alguna, de cierta anormalidad psíquica; sólo un enfermo mental puede sostener tal cosa. Así, pues, descubrimos dentro de nosotros dos fuerzas antagónicas que nos acompañan desde nuestra concepción hasta la muerte: la del bien y la del mal, la de la construcción y la de la destrucción, la del amor y la del odio... Pretender arrancar de nosotros este principio de muerte es absolutamente imposible; perderíamos también nuestra irrevocable condición humana. Lo que sí podemos hacer es que en nuestro campo crezca el dominio del bien, sabiendo, incluso, extraer experiencia de nuestro propio pecado. Si no fuera así, Jesús no hubiera hablado del perdón de los pecados ni de la conversión. Si Dios perdona es porque hasta el mismo pecado puede ser un elemento positivo en nuestro crecimiento espiritual. Por lo tanto, esta condición de seres que llevan simultáneamente trigo con cizaña, lejos de inmovilizarnos en una postura fatalista (“Soy así y no puedo cambiar”), debe impulsarnos a apoyarnos en nuestras raíces buenas y sanas para ganarle terreno al mal. 1