Hoja parroquial Arquidiócesis de Guadalajara, A.R.
Nº 37 • Domingo XXIV Ordinario C • 12 de Septiembre de 2010
Fundado el 4 de junio de 1930. Registro postal IM14-0019, impresos depositados por sus editores o agentes INDA-04-2007-103013575500-106
Ser misericordioso
L
as tres parábolas que leemos hoy, Domingo, le dan la razón a la actitud de Jesús para con los pecadores. Para las autoridades religiosas, los pecadores eran sencillamente seres despreciables que no merecían acercarse a lo sagrado. Para Dios Padre, los pecadores son sus hijos y su complacencia consiste en que ninguno de ellos se pierda. Dios se alegra Como el pastor se alegra por haber recogido a la oveja, y la mujer por haber encontrado su dracma (moneda griega), así se alegra Dios cuando uno de sus pequeños vuelve a Él. Como el padre corre para encontrar, abrazar y besar (es decir, perdonar) a su hijo pródigo, así Dios Padre recibe a los hijos que retornan a su casa, es decir, a su amor original, desvirtuado por conductas inhumanas. Y, como el hijo mayor se excluyó a sí mismo del amor de su padre al no entrar a la fiesta del perdón, así nosotros, si nos creemos superiores, limpios y con la autoridad para condenar, nos autoexcluimos de la salvación que Dios ofrece a todos sus hijos. Jesús misericordioso Jesús conoce el amor del Padre y la debilidad humana. Sabe que somos débiles y que tendemos a la corrupción; que nos dejamos deslumbrar y engañar por las apariencias. Por eso, no condenó a los pecadores, sino que los acogió y les brindó su amistad. Sabía, además, que la presión y el miedo a la condenación eterna hacían más desgraciada la vida de estos seres humanos, y que sólo el verdadero amor podía conquistarlos y convertirlos al amor del Padre. Si les brindó su amistad fue porque quería, al igual que Dios Padre, que todos se salvaran y llegaran al conocimiento de la verdad. El testimonio de Pablo (1 Tim 1, 12-17) es uno entre tantos de personas que han conocido el amor del Padre por medio de Jesucristo, y se han dejado transformar por Él. En nuestras parroquias y comunidades, muchas personas viven día a día un proceso de conversión y ven los frutos del amor en su vida. Los cristianos estamos en el mundo para construir la Iglesia como comunidad de amor; una Iglesia carismática y fraterna que se manifieste no en la exclusión sino en la inclusión, no en condenación sino en el perdón. En última instancia, una Iglesia, que como Jesús, muestre el amor misericordioso del Padre en la acogida, la reconciliación y la generación de vida abundante para todos los que se acerquen a ella con sincero corazón. 1