Hoja parroquial Arquidiócesis de Guadalajara, A.R.
Nº 43 • Domingo XXX Ordinario C • 24 de Octubre de 2010
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La Oración del Fariseo y del Publicano
L
a parábola del fariseo y del publicano es muy conocida. Y también muy actual: sigue aleccionándonos para que no centremos nuestra religiosidad en nosotros mismos (“No soy como...”) ni en nuestras buenas obras (“Yo hago...”). Jesús de Nazaret nos dice que debemos confiarnos de la bondad de Dios, que es compasivo y misericordioso, que ama y perdona si nos acercamos a Él con un corazón limpio y libre de ataduras. Él es quien salva. El Señor, que siente debilidad por los pobres y los oprimidos, los huérfanos y las viudas, los desvalidos y los inocentes (Primera Lectura), mira con bondad al pobre publicano arrepentido, como mira también a Pablo, ahora prisionero y abandonado en los últimos momentos de su vida, pero que siempre ha confiado en el Señor desde su pobreza (Segunda Lectura).
Dos actitudes religiosas Jesús, con una vivacidad extraordinaria y cierta ironía, nos presenta a estos dos hombres que encarnan las dos actitudes religiosas del hombre de todo tiempo histórico: El fariseo o el “hombre disfrazado”. Se ha revestido de obras buenas: limosnas, plegarias, ayunos, diezmos... Y está convencido de que cumple perfectamente la ley, de que no es como los demás, de que el Señor debe estar a su lado. El “fariseísmo” o “el arte del disfraz especial” no ha muerto, por desgracia. Es una manera incorrectamente religiosa de vivir que siempre tiene seguidores o adeptos. Son los que se creen santos y que sacrifican al hombre en función de las formas y de las estructuras. Siempre habrá “santos” de este tipo, orando en nuestros templos mientras no entendamos que el hombre vale más que la ley -y el sábado-, y mientras no comprendamos que Dios no se complace en nuestras manos llenas de buenas obras, sino en nuestro corazón sincero, limpio, pobre, arrepentido y desnudo. Porque el otro personaje, el publicano, es precisamente esto:
un hombre de corazón limpio y desnudo. El publicano o el “hombre desnudo”. No esconde la realidad de su vida pecadora. Como recaudador de impuestos al servicio del imperio romano, se ha enriquecido injustamente como los otros de la misma profesión. Y no se excusa defendiendo su puesto de trabajo... Se ve tan pobre y tan poca cosa ante Dios que ni se atreve a levantar los ojos. Sinceramente pide perdón de su pecado, de su mala vida. Y Dios lo salva, lo mira con ojos de bondad. Lo ama. Porque a Dios no le asusta la verdad del hombre, la realidad sincera de nuestra vida pecadora. Más aún: la desea, como base de su obra salvadora en el corazón del hombre. Solamente el hombre desnudo de toda suficiencia y orgullo puede ser salvado. Es lo que nos dice Jesús con esta parábola. Este pasaje del Evangelio nos invita a mirarnos con sinceridad, a mirar a los demás con caridad, a mirar a Dios con humildad. A mirarnos con sinceridad para descubrir qué tenemos de uno y otro de estos dos personajes, y saber si caminamos o no por el camino de la verdadera justicia. Estas son las actitudes religiosas de los hombres de todos los tiempos: de los fariseos de entonces y de los fariseos de ahora; de los publicanos de hoy y de los publicanos de siempre; de los que de verdad buscan al Dios de la salvación y de los que se buscan Continúa en la página 4
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