N.º 35 • Domingo XXII Tiempo Ordinario / Ciclo C • 1o de Septiembre de 2013 •
Los últimos lugares siempre están libres
«N
otando que los invitados escogían los primeros puestos», Jesús inicia un ejemplo del que pretende extraer enseñanzas para exponer su doctrina de salvación. Los invitados debían observar en los banquetes un riguroso orden de precedencia, que se otorgaba conforme a la dignidad y categoría de los invitados. Cada uno elegía su puesto conforme a su rango, que él mismo se asignaba. Los fariseos cuidaban mucho de su honor, gustaban de ocupar los primeros puestos en las sinagogas y de los saludos en las plazas. Estaban convencidos de tener derecho a los primeros puestos. Con la misma seguridad, creían saber cuál era su puesto en la mesa del Reino de Dios: los primeros, sin ninguna duda. Al apresurarse por los puestos principales en todos los lugares, se manifestaban a los ojos de todos como unos creídos. Era normal que las personas de más edad y las más distinguidas, que debían ocupar los primeros puestos, fuesen las últimas en llegar con el fin de ser saludadas por las demás. Y si alguien había ocupado sus lugares, el anfitrión tenía que hacerlos retirar. El comportamiento de los comensales era, cuanto menos, miope. Además, en aquella sociedad, viciada en sus raíces por afanes de orgullo y de ambición, los puestos principales eran sinónimo de poder personal. Veían ridícula la actitud de Jesús en favor de los sencillos, de los que jamás se prestan al doble juego por ningún tipo de interés. ¿Será verdad que han pasado veinte siglos desde entonces? Aquella escena vergonzosa estaba –y está– en oposición evidente con el Reino de Dios. No sólo están los que preguntan quiénes se salvarán, sino los que se preocupan por «salvarse más» que los demás y pretenden que se repitan en el Reino las categorías sociales, que dividen a los hombres en
más dignos y menos dignos. Ante tan ridícula y extendida pretensión, Jesús debía actuar con firmeza y afirmar la primacía de la humildad. La vida verdadera no se conquista con honores, buscando la propia grandeza, sino con el servicio hacia los otros. Nunca debemos actuar con el fin de pasar por encima de los demás o para que nos admiren. ¿Por qué la verdadera vida será tan distinta de lo que vivimos? ¿Por qué la ilusión de la mayoría es llegar al mejor puesto? ¿Por qué no se busca ser eficaz y útil en el servicio a los demás? ¿Por qué estamos llenos de tanta vanidad, ostentación y mentiras? Para Jesús lo más importante es amar. Pero el hombre orgulloso, engreído, el que se desvive por ocupar los primeros puestos, por lucir, por aparentar, es un hombre que no sabe amar, obsesionado por sí mismo; sólo ve a los demás en función suya, para dominarlos, para que le admiren. No le queda sitio para el amor, para los demás. Jesús nos recomienda ocupar los últimos puestos, los que siempre están libres. Nos previene para que no busquemos ser importantes, vanidosos; para que evitemos vivir de apariencias y de vacío. Que no seamos de los que buscan las medallas más que el compromiso, los aplausos más que el sacrificio, la publicidad más que la utilidad y la verdad. Que nos demos cuenta de que es la persona la que hace grande aun la ocupación más modesta; que no es la actividad la que confiere el certificado de autenticidad al ser humano. Que nos dediquemos a las personas a las que nadie gusta dedicarse, porque son molestas, exigentes, intratables, poco agradecidas. Que existen muchos oficios insignificantes a nuestro alrededor esperando que alguien les dé un significado. Que si elegimos los últimos puestos, estemos seguros de encontrarlo allí y de colaborar con Él en la construcción del mundo nuevo.
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